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La Mujer Maldita


FenixxEditorial



Hoy les contaré de la noche en que mi lujuria y mis engaños me llevaron a un encuentro con el terror más oscuro.

Era una noche lóbrega y tormentosa, de esas noches que desafían la lógica y despiertan los miedos más profundos. La oscuridad era total, como si la misma negrura del abismo hubiera descendido a la tierra, y la lluvia caía en ráfagas intermitentes, azotando el parabrisas de mi automóvil con furia. Las gotas, al chocar contra el vidrio, sonaban como susurros siniestros de la noche, confabulándose para hacer que permaneciera con los pelos de punta durante mi camino.

Conducía solo, por una carretera serpenteante, alejado de la ciudad, en un pueblo entre los llanos venezolanos. Sabía que era un lugar apartado, porque la vegetación se abalanzaba desde los lados, como garras entrelazadas queriendo atrapar a los intrusos que osaban desafiar la oscuridad, dejando a la imaginación vagar por territorios tenebrosos.

Mis pensamientos, empañados por mi concupiscencia y el deseo insaciable de mi humanidad, no estaban en la carretera oscura y peligrosa que atravesaba, sino centrados en encontrar una nueva conquista, alguien que pudiera satisfacer mis apetitos momentáneos.

Era como si la misma noche se hubiera convertido en mi cómplice, ofreciéndome aquello que anhelaba y, al mismo tiempo, urdiendo un oscuro plan en las penumbras de aquella carretera. Los faros de mi automóvil parecían luchar, constantemente, contra la oscuridad, buscando perforar la negrura de la noche, haciendo que se revelara entre sus destellos, árboles retorcidos y arbustos espinosos que parecían monstruos alzados, que exponían sus garras y sus fauces. Debió haber sido producto de mi imaginación, pero como llevaba algunas copas encima, parecían seres reales que, por más que podía burlarme de ellas por no permitirles continuar con mi camino, en realidad, el miedo sufría efecto en mí.

También, debía confesar que el sentimiento de culpa no ayudaba. Mi esposa, estaba a mi espera en nuestra casa, sin saber, que aquella noche de un viernes de octubre, no llegaría hasta el amanecer. La mujer a la que debía ver, según los datos que había recibido, se hacía llamar Leonora Castilla, una hermosa mujer de pueblo, que, según las fotos enviadas, solía llevar un vestido florido al cuerpo, que inducía a pensamientos indecoroso para cualquier hombre mortal que se sintiera atraído por las féminas, y ese cabello castaño, cayendo en ondas hacia su espalda, y unos ojos marrones, profundos y brillantes que, acompañado con esa sonrisa humilde y llena de vida, haría a cualquier cazador, como yo, abalanzarse al paso, incluso en un momento siniestro como el que he descrito.

Sin saber, que ese día me llevaría la lección más grande de mi vida.

Y así, como si la mismísima noche me hubiera enviado un regalo, la vi. En medio de la negrura que envolvía la carretera serpenteante, una figura en la distancia rompía la oscuridad como un destello fugaz. Sus cabellos eran una cascada azabache que ondeaba al viento, como si fueran los hilos de la noche misma trenzados en su melena. La lluvia intensa no parecía tocarla, sino deslizarse a su alrededor, añadiendo un matiz de misterio y encanto a su figura esbelta.

Sus ojos, dos luceros oscuros y brillantes, que me miraron con una profundidad que cortaba a través de la tormenta, atrapándome. Me hicieron temblar de una manera que iba más allá de la médula, como si esos ojos hubieran tocado mi alma en su búsqueda interminable de verdades ocultas.

La tentación me abrazó, y no pude resistirla. Detuve mi auto y, como un peregrino guiado por una aparición celestial, me ofrecí a llevarla. La mujer subió a mi vehículo en silencio, sus ropas empapadas, como un manto que revelaba su figura en formas sugerentes, de una forma que ningún vestido de alta costura podría igualar y que no dejaba nada a la imaginación, al ser blanco y con encaje y estar empapado. Su presencia llenó el automóvil con un aroma a lirios.

Mientras ella entraba en mi mundo, mis pensamientos se mezclaban con el chapoteo de la lluvia en el techo del automóvil. Los horrores que la noche había prometido se desvanecieron. En su lugar, la curiosidad tejía una maraña en mi mente. ¿Quién era esta mujer de belleza sobrenatural, y qué la llevaba a estar sola en un lugar como este?

Mis pensamientos se desviaron hacia Leonora, la mujer que me esperaba. Comparada con la enigmática pasajera que ahora tenía a mi lado, Leonora parecía una sombra pálida en comparación. Mientras Leonora encarnaba la belleza y la pasión terrenal, esta mujer misteriosa era una encarnación de algo más oscuro y seductor. Era como si el mismísimo Poe hubiera tejido esta noche con hilos de enigma y lujuria, y yo era un actor atrapado en su teatro macabro.

—Curioso, ¿no? —le dije con una sonrisa tímida, mientras mis ojos se deslizaban por su figura. Ella, me devolvió la mirada con un destello de picardía en sus ojos, que, en ese momento, teniéndola más cerca, sin duda alguna parecía un altar encarnado a las sombras—. Parece que estoy teniendo mucha suerte esta noche, como usted.

—¿Cómo yo...? —Preguntó ella, como si supiera algo que yo ignoraba.

—Sí, como usted —admití, volviendo mi mirada a la carretera—. Fíjese, justo voy en dirección al pueblo que está al final de este camino, y, notoriamente como verá, no es la noche más placentera para que una mujer divague sola, con esta oscuridad monstruosa y esta lluvia, capaz de convertirse en un flagelo en una piel tan delicada como la suya.

—Puedo asegurarle, señor, que llevo mucho tiempo viviendo en estos lares y he caminado por esta penumbra, con lluvias tan tormentosas como esta, como con la suave brisa donde habita un río —respondió, dejándome en claro, que no era una mujer débil o delicada—. He sido una mujer que se levanta temprano para la comida, y sigue trabajando, incluso al caer el ocaso, como esta noche.

—Me disculpo, mi señora...

—Isabel —aclaró ella. Su voz era melódica y ligeramente acentuada, que resonaba con el encanto de los llanos venezolanos.

—No fue nunca mi intención hacerle creer que, la imagen que se lleva de mí, es la de una mujer ociosa, sin la fuerza que representa el llano. Mi madre misma es nacida del corazón de la sábana, y canta como el turpial, y con una piel como la corteza de un araguaney.

—Y... ¿cuál es su nombre señor? —Preguntó, con un siseo capaz de helar hasta los huesos, pero al mismo tiempo, como para provocar al hombre sin deseo.

Aunque la conversación entre nosotros fue escasa, debo confesar, que su mirada nunca abandonó mi rostro. Y cada vez que nuestros ojos se encontraban, sentía que me hundía más en el abismo de su misterio. Un precipicio del que no estaba seguro de querer escapar.

—José —respondí, sintiendo que mi nombre perdía importancia en comparación con su enigma—. ¿Hacia dónde te diriges, Isabel?

Sonrió, y alzó su brazo, sin perder la osadía de rozar el mío, que justamente para mi perdición, estaba sobre la palanca de velocidades del auto. Aquel roce, me hizo erizar por completo y llevó mi corazón a los límites de su ritmo, hasta secarme la lengua.

—Solo sigue esta carretera —dijo, señalando hacia adelante, hacia la oscuridad que se extendía sin fin—. En un punto, verás un desvío, allí, puedes dejarme. Es un camino solitario, pero el único que existe hasta mi casa.

Mis deseos inmorales comenzaron a apoderarse de mí, como aquel oscuro vórtice capaz de arrastrarte hacia lo desconocido. Acepté su pedido sin dudar, y sin pensar en las consecuencias que podrían aguardarme en las manos de una mujer.

La carretera continuaba extendiéndose ante nosotros, desvaneciéndose en la negrura. Cada giro, cada curva, parecía llevarnos más profundo en un reino donde las reglas normales de la realidad no aplicaban. Y yo, José Gutiérrez, me convertí en un personaje en un cuento que estaba a punto de desplegar sus horrores más oscuros.

Finalmente llegamos al desvío, y efectivamente, nos encontramos en un camino largo y solitario. Y, más allá, divisé una casa pequeña y modesta que parecía encajar perfectamente con las casas de aquel pueblo.

—¿Alguien te espera en casa, Isabel? —le pregunté, sintiendo la curiosidad crecer en mí.

Ella se volvió hacia mí, sus ojos oscuros brillaban.

—No, soy una mujer sin marido —Su voz tenía un matiz de melancolía.

Mi presunción no se apagó, y pregunté con una sonrisa pícara:

—¿Cómo es posible que una mujer tan impresionantemente hermosa como tú esté sola en una noche como esta?

Isabel me miró con una tristeza fugaz en los ojos, como si el recuerdo de un pasado doloroso se hubiera deslizado a través de su mirada.

—El designio de la vida me arrebató a mi único esposo —Su respuesta fue serena, como si llevara consigo la carga de una triste historia.

Aproveché la oportunidad y, sabiendo que estaba sola, le sugerí amablemente:

—¿Puedo llevarte hasta tu casa? No deberías caminar sola en esta noche y con esta lluvia.

Ella aceptó con gratitud. Como sabrán, con el historial que me representa, estaba animado. Había olvidado el tormentoso lugar en el que me encontraba y la sensación que me causaba, con la intención de ser galardonado por mi ayuda. Pronto, llegamos a la casa, de color blanco, con marcos, puertas y ventanas de madera. Al bajar del automóvil, Isabel se volvió hacia mí.

—¿Deseas un café? —me ofreció con una sonrisa cálida—. Es lo menos que puedo hacer como muestra de agradecimiento por tu ayuda.

Acepté con una sonrisa que ocultaba mis pensamientos funestos.

Seguimos juntos hacia la puerta de la casa modesta y cruzamos el umbral. Mis deseos inmorales crecían con cada paso, como un oscuro tajo en mi interior.

Una vez dentro, la tensión se desató en un apasionado beso entre Isabel y yo.

Sin embargo, mientras nuestros labios se fundían en un ardiente contacto, noté un cambio en su mirada. Sus ojos ardían de ira y desprecio, y sus manos, que habían sido suaves y cálidas, se volvieron frías como la muerte. Por supuesto, creí que era un juego mental de la bebida con la que había iniciado mi camino, e incluso, creí que era un efecto de la poca luz que se adentraba en aquella casa y me jugaba una pesada broma.

El terror se apoderó de mí cuando intenté apartarme sin éxito, debido a que sus rasgos se distorsionaron, y la mujer hermosa que había conocido se transformó en una criatura espectral de pesadilla.

Su piel se volvió pálida como la cera, sus ojos se tornaron todavía más oscuros, como si fuera posible ese hecho, y hundidos; sus labios se estiraron en una sonrisa siniestra. Sus manos se convirtieron en garras monstruosas, y su figura se retorció y deformó, revelando una boca llena de fauces aterradoras.

Era demasiado tarde. Me había llevado hasta su guarida, y ahora me enfrentaba a la verdad de su ser monstruoso.

No supe cómo, pero logré apartarme. Corrí hacia la puerta, pero recibí un golpe en mi espalda que me tumbó al suelo. Jadeé del dolor, pero no se comparó cuando sentí un ardor en la espalda que, al mirar detrás de mí, vi sus garras clavándose sobre mi espalda. Pataleé como pude, y aunque no vi el efecto de mi vana acción, algo tuvo que pasar porque golpeé contra algo muy duro, tal vez el cuerpo o la cabeza de aquel demonio. Y con esos segundos ganados y con la adrenalina disparada, me levanté y puse todo el peso de mi cuerpo en una embestida, haciendo añicos la puerta.

Más tarde supe que me había llenado de astillas y que cargaría con rasguños en el frente. Pero nada de eso, se comparaba al horror de haber muerto aquella noche.

Como han de saber, corrí como alma que parecía huir del diablo. Dejé mi auto, con miedo de que, en el intento de entrar y encenderlo, fuera el tiempo suficiente que esa criatura necesitara para hacer de mí lo que fuera que quisiera. Así que solo hui, con la lluvia golpeándome el rostro y el ardor de mi espalda al recibir sus gotas en mis heridas, con las sombras de la oscuridad arropándome en un abrazo mortífero, con los pies pesados entre los zapatos y el fango, y el grito siniestro de un monstruo detrás de mí, tanto escalofriante, como largo y aterrador, que me mantuvo los pelos en punta, incluso en este momento al contar este relato.

A la mañana siguiente, mi vida se convirtió en una pesadilla de la que no podía escapar. Encontraron mi cuerpo sucio, ensangrentado y al borde de la muerte, a la orilla de la carretera que había sido testigo de mi trágico encuentro. Mis palabras eran incoherentes, mis pensamientos atormentados por horrores que no podía articular. Y en un estado de semiinconsciencia, los lugareños me llevaron al dispensario médico del pueblo.

Una vez recobré la razón, tuve que rememorar lo vivido y narrar por obligación al médico de guardia, puesto que querían asegurarse de que otra persona no corriera peligro en las garras de una bestia, ante los signos de mi espalda rasguñada. Y pese a ser un hombre de ciencia, al escuchar mi encuentro, me reveló la verdadera naturaleza de aquel maldito pueblo.

Me dijo que había estado cara a cara con la Sayona, una mujer o un ser maldito, una entidad vengativa que acechaba a hombres infieles y mentirosos. Lo que me mostró el problema de mi propia naturaleza mundana, con el pulso a mil al oír aquella historia infernal.

Me contó que se llamaba Casilda, la hermosa pero celosa mujer cuya vida se tornó en una desdicha. Su alma en pena recibió el seudónimo de "Sayona", por dos motivos, según él, el primero: La vestimenta con la que se le aparece a sus víctimas, se tratada de una "saya", vestimenta popular en la época colonial de color blanco, peor también, aquel nombre provenía de la derivación de "Sayón", que significaba castigador o en este caso "La castigadora".

Al escuchar el rumor de que su esposo le era infiel con su propia madre, fue a confrontarlo donde terminó asesinándolo e incendiando su propia casa. De allí, se dirigió a la casa de su madre, pero enloquecida por la ira y sus celos, la acuchilló. La madre, en sus últimos alientos, maldijo a su hija por el pecado cometido. Y cuando incendió también la casa de su progenitora, olvidó que su hijo estaba al cuidado de su madre, y la pena por su propia locura y al asesinar hasta su hijo, la hizo a entregarse a las mismas llamas de la casa quemada. Y desde ese día, el alma de Casilda se convirtió en la figura terrorífica de la Sayona.

Mientras escuchaba esta narración macabra, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Había sobrevivido a un encuentro con lo sobrenatural, a la ilusión de la belleza y la realidad de las pesadillas. Había creído ser el cazador, cuando en realidad había sido la presa.

Mis pasados pecados de lujuria y engaño me persiguieron en cada sombra y recoveco de mi mente. La certeza de haber sido víctima de esta entidad maldita se apoderó de mí. La belleza que antes había buscado con avidez en las mujeres se convirtió en fuente de aversión.

Regresé a mi hogar, a mi esposa, con el corazón lleno de temor y arrepentimiento. Había aprendido una lección que nunca podría olvidar. La infidelidad y el engaño se convirtieron en los peores de los pecados, y la traición se volvió una opresión constante. Mi vida se transformó en un acto de penitencia, donde la fidelidad se convirtió en mi único refugio.

Desde entonces, mi miedo a la Sayona y su eterna maldición me acecha. Su presencia se convirtió en una advertencia ineludible en mi vida. La historia de mi encuentro con la Sayona se sumó a las leyendas oscuras que poblaban los llanos venezolanos, un recordatorio de que, en el mundo de lo sobrenatural, las consecuencias de nuestros pecados pueden ser más aterradoras de lo que jamás imaginamos.

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