El Monstruo en el Espejo
—¿Otra vez has tenido pesadillas? —Preguntó Clara, mientras veía a la niña jugar con el desayuno en la mesa. Estaba preocupada por su hija porque comía muy poco.
—Sí... —respondió Emma, casi en un susurro.
Emma, una niña de nueve años, era un enigma envuelto en silencio. Su mirada profunda y perdida, como las aguas turbias de un oscuro abismo, hablaba de un mundo interno que rara vez compartía pero que solía expresarlo a través de sus dibujos, incluso llevaba ojos que parecían haber visto demasiado para sus cortos años. Emma llevaba consigo la carga de un secreto que pesaba sobre su frágil figura, y era la razón por la que se comportaba tímida y asustadiza, y que apenas susurraba palabras al viento, como si temiera que cualquier sonido revelara algo que debía permanecer oculto.
—Sabes, yo de niña también los tenía —confesó Clara, con la preocupación y la tristeza, que rara vez Emma solía ver en ella—. También me decían que eran terrores nocturnos. Pero, sentía que eran demasiado reales para ser cierto.
La niña escuchó el suspiro de su madre. Aunque no se lo dijera, sabía que toda su situación la cansaba. Por eso, Emma, les contaba las verdades a medias porque temía que en algún momento solo se rindiera. No obstante, lo que le había dicho era precisamente como ella se sentía. Sí, creía que sus pesadillas eran reales.
—Creo que tendremos que llamar al doctor de nuevo —añadió Clara, levantando su plato para ir al fregadero—. Aunque sigan diciendo que son terrores nocturnos. Todavía los tengo, de hecho —volvió añadir, pensativa—. Y es extraño que me sigan diciendo lo mismo. Lo creería de ti porque eres una niña, ¿pero de mí? ¿Siendo una adulta? A veces, he pensado que estoy maldita —la vio suspirar, otra vez, cansada—. Ya no sé ni que estoy diciendo. Tu padre decía que yo era el problema...
Le fue imposible a la niña sentirse segura, al escucharla. Motivo por el que comenzaba a jugar con sus dedos, nerviosa. Y que, pese a que sentía dolor al hacerlo, era la única forma de asegurarse de que era real lo que estaba viviendo.
A diferencia de Emma, Clara, irradiaba vida y calidez. Su sonrisa era un faro en medio de la oscuridad que atañía el pueblo en el que vivían. A pesar de sus problemas gástricos, que habían plagado su vida durante años, nunca permitió que la amargura se apoderara de ella. Su humildad la hacía querida por todos en el pueblo, y su espíritu radiante era una fuente constante de inspiración para quienes la conocían.
Al menos, esa era la forma en la que Emma la veía al hablar con los otros padres de sus compañeros de clase a la hora de salida, o cuando iban al supermercado juntas, o sí simplemente iban a comer en cualquier establecimiento. Todos en el pueblo la querían, la saludaban, compartían risas, e incluso, solían darle algún que otro presente para Emma. La niña, por algún motivo, admiraba esa capacidad que ella tenía para resplandecer aun cuando el cielo fuera gris o cuando la mayoría de las personas estaban tristes, por los constantes asesinatos de niños en el pueblo.
—Iré a hacer unas compras, ¿no hay problema que me esperes para el almuerzo? —le preguntó, con una amplia sonrisa, contrastando el semblante anterior, y que Emma no podía negarlo, muchas veces esa sonrisa que le daba le hacía cambiar de ánimos de inmediato. ¿Y cómo no hacerlo si era una sonrisa genuina y pura de alguien que le amaba?
La niña asintió, pese a que detestaba estar sola. La realidad de sus miedos se acentuaba por las noches. Y aunque se lo negaran, los monstruos eran reales. Pero estos solo salían de noche y la asechaban a ella. Al menos, uno de ellos lo hacía.
En el bosque de Brookside, entre árboles majestuosos y senderos que parecían guardar secretos, se alzaba una pequeña casa de ensueño en la que vivían madre e hija. La casa, de madera pintada en tonos pasteles que reflejaban los colores de las flores del bosque en primavera, se erguía en armonía con su entorno en el día. Su tejado a dos aguas, estaba cubierto de enredaderas con flores silvestres, como si la propia naturaleza intentara reclamarla. Las ventanas, decoradas con cortinas blancas que ondeaban suavemente con la brisa, dejaban entrever el interior cálido y acogedor. A pesar de su pequeño tamaño, la casa estaba llena de encanto. Un porche delantero con un columpio de madera. El jardín que la rodeaba estaba cuidado, con macetas de colores rebosantes de flores y un camino de piedra que conducía a la puerta principal.
Sin embargo, para Emma, en las noches había un gran contraste entre el bosque y la casa. Puesto que la naturaleza en sí misma, parecía tomar un tono misterioso y bélico. Los árboles altos y frondosos a menudo ocultaban criaturas curiosas que se deslizaban entre las sombras y los sonidos de la noche eran perturbadores y llenos de enigmas, como si el propio bosque guardara secretos ancestrales que se negaba a revelar.
La razón detrás de la vida en el bosque que Emma y Clara tenían, estaba en las raíces de un pasado doloroso. George, el padre de la niña, había abandonado a Clara hace más de dos años, cansado de los cambios de humor aparentemente inexplicables de su esposa. Pero Emma sabía que los cambios de humor de su madre habían empeorado con el tiempo. Vivir en la soledad del bosque era un intento de Clara por encontrar paz y serenidad, lejos de los ojos críticos de la sociedad y de la dolorosa ausencia de su esposo.
Sin embargo, lo que nadie en Brookside sabía era que Clara llevaba consigo un misterioso secreto que solo una persona conocía: Emma. La niña había sido testigo de los episodios dolorosos que Clara enfrentaba en su lucha contra sus problemas gástricos. Aunque Emma apenas pronunciaba palabras, sabía más de lo que cualquiera en el pueblo podía imaginar. Pero siempre temía que su madre muriera por esos problemas, especialmente cuando la veía vomitar sangre. Y aunque se había despedido con un beso, sabía que Clara no solo iba por alimento al centro, sino por sus medicamentos. Ella no era tonta, aunque a veces se sentía como si lo fuera.
Sentada en su habitación, apoyaba sus codos en el marco de la ventana, ansiosa por el regreso de Clara. Trataba de evitar pensar en la criatura que había dibujado repetidamente. Sus ojos se desviaron hacia el rincón donde ocultaba su impresionante dibujo, el cual estaba detrás de una silla, porque cuando se lo enseñó al médico y le dijeron que era producto de su mente, su madre le dijo que debía botarlo. Pero sabía que, aunque le dijeran que era producto de su imaginación, botarlo significaría perder la capacidad de reconocer al monstruo.
A pesar de su corta edad, Emma había capturado con impresionante detalle los horrores que acechaban en sus pesadillas.
Con creyones de colores y grafito, la niña había trazado cada aspecto del monstruo con un nivel de precisión que sorprendería a cualquiera. La piel pálida de la criatura estaba representada en tonos fríos y apagados, como si la vida misma hubiera abandonado su cuerpo. Los ojos inyectados en sangre eran el centro de atención, con pequeños destellos de color rojo que daban la impresión de que estaban ardiendo con una malicia profunda.
La boca retorcida y grotesca era una obra maestra de horror, con líneas irregulares y dentadura afilada que parecían listas para desgarrar el mundo. Emma había logrado transmitir la sensación de que el aliento frío y putrefacto se escapaba del dibujo, como si estuviera envolviendo al observador en un aura de desesperación.
Las serpientes que formaban el cabello del monstruo estaban representadas con colores oscuros y amenazantes. Sus ojos brillantes y maliciosos se destacaban de manera inquietante, y la forma en que se retorcían y se alzaban en el aire agregaba una dimensión adicional de horror. Las manos esqueléticas del monstruo, con dedos afilados y garras letales, estaban dibujadas con un detalle impresionante. Cada garra parecía lista para rasgar la realidad misma. Emma había logrado transmitir la sensación de que esas manos podían atrapar a cualquiera que se acercara demasiado.
Finalmente, el toque maestro del dibujo estaba en el espejo en el que la criatura se veía. Emma había utilizado colores y sombras de manera magistral para distorsionar la imagen del monstruo en el reflejo de un espejo, creando la ilusión de un ejército interminable de pesadillas esperando para desencadenar el caos. El resultado final era una obra de arte que dejaba una impresión duradera en aquellos que la veían, una representación vívida de los horrores que acechaban en las pesadillas de la niña.
La noche había caído finalmente, y Emma y Clara habían compartido su última comida del día, tratando de disfrutar de esos momentos de tranquilidad que se les ofrecían. Emma cerró con cuidado las cortinas de su ventana, como si eso pudiera mantener alejada las criaturas oscuras que el bosque guardaba. La niña se acurrucó bajo sus sábanas, temblando de ansiedad. Pero aún así, aunque no quería, sus ojos estaban demasiado abierto, y pese a la dificultad de la sabana sobre ella, podía mirar directamente hacia la puerta de su cuarto. Los ruidos aterradores que venían del pasillo, comenzaron de nuevo, como una siniestra sinfonía, como todas las noches.
Y como siempre surgían las mismas interrogantes: ¿Acaso estaba ya dormida? Ni siquiera recordaba haber cerrado los ojos. ¿Era la misma pesadilla? ¿Por qué tenía que ser la misma?
El rechinar de la puerta resonó en la habitación, y una mano cadavérica se deslizó lentamente por el marco de la puerta. Ahogó un grito, y los vio: aquellos ojos rojos, inyectados de maldad, que parecían arder en la oscuridad del pasillo. Un escalofrío recorrió la espalda de Emma, cuando la puerta se abrió completamente y el monstruo comenzó a rodear la cama, en el espejo que estaba en dirección a sus pies, vio el reflejo de la criatura, lo que siempre más temió ver, y que por alguna razón, en ese momento, una horrible comprensión se apoderó de su mente: los niños desaparecidos en el pueblo habían sido víctimas de esa criatura, y sabía que ella era la siguiente en la lista. ¿Cómo no lo había pensado?
Y antes de que Emma pudiera salir corriendo de la cama, queriendo huir de la criatura sintió el peso de la muerte y el terror sobre ella, como una sombra que la envolvía y la arrastraba hacia la oscuridad insondable.
—¿Por qué haces esto? —Por primera vez, las palabras de Emma salieron fluidas, pero al mismo tiempo cansadas, como si ya hubiera perdido todas sus fuerzas.
Emma no podía asegurarlo, pero ya no estaba en la cama, estaba sobre el frío piso de madera. Su cuerpo estaba débil y flácido. Sus manos le dolían, y sabía que, en el proceso de detener a la criatura, una uña se le había zafado de los dedos.
¿Pero qué importaba ahora?
El monstruo, tenía el cuerpo repleto de sangre, el cual le escurría desde su boca hasta sus piernas. Y sentado, observaba el cuerpo de la niña con una abertura en su abdomen y las vísceras expuestas.
Sabía que la niña había tenido dolor al principio y luchó fuertemente; de hecho, al monstruo le dolían los rasguños que le había hecho en la cara cuando forcejeó para apartarle. Pero, la niña ahora estaba tranquila y sin rastro de miedo en sus ojos.
El monstruo, vio el mechón de cabello castaño del cuerpo sobre el que estaba, hacía contacto con el reflejo de la luz de la luna, y se paralizó. En sus ojos, el brillo desaparecía. Y lo peor para él, fue que logró entender y escuchar por primera vez lo que nunca de sus víctimas había dicho hasta ese momento:
—Mami, tengo frío...
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