
1 DE NOVIEMBRE DE 2015
«Cuando no haya más espacio en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra».
«El Amanecer de los Muertos Vivientes» de George A. Romero, (1978).
Darkville
1 de noviembre de 2015
Darkville amaneció con tormenta. Una fuerte tempestad se desató bien entrada la madrugada y no cesó hasta el mediodía, haciendo que todos los pueblerinos se refugiaran en sus casas durante largas e interminables horas.
Potentes truenos y deslumbrantes relámpagos fueron testimonios, desde el cielo, del dolor y el sufrimiento de una joven pareja. El matrimonio en cuestión había residido en Darkville toda la vida. Cada miembro de la pareja, tanto el hombre como la mujer, había nacido y crecido en esa aldea, junto al frío y la oscuridad que la caracterizaba. Se conocían desde la más remota infancia pero a causa de sus diferencias nunca creyeron que en el futuro se enamorarían, se casarían y formarían una pequeña y linda familia.
Thomas Birdwhistle era un intrépido escritor, amante de la ciencia, la cultura, la tecnología y la política. Trabajaba en el periódico local y a él se le debían los artículos más emocionantes, escabrosos y polémicos. Su afición, aparte de la lectura, era el deporte. Thomas era un gran jugador de fútbol, y de hecho, en su escaso tiempo libre siempre encontraba algún momento para practicar este deporte con los niños de la aldea. Además, poseía una colección de sellos de todos los lugares del mundo, y su último novedoso entretenimiento era coleccionar piezas en miniatura de antiguos barcos y veleros de todas las épocas. Thomas era, sin duda, un joven inteligente e inquieto, pero también era muy apuesto: alto, moreno y con una profunda mirada esmeralda.
Por el contrario, su joven esposa llamada Lucille Birdwhistle era una mujer tranquila, de cabellos claros y una bonita mirada añil. Desde que era niña, Lucille se había interesado por las artes. Había sido instruida en música en el Conservatorio de Coldwinter y tocaba maravillosamente el piano, el violín y el oboe. Su preferida era la música clásica y la ópera, que no dudaba en poner a todo volumen en el coche cuando la familia realizaba largos viajes, ganándose así las miradas reprobatorias de su esposo e hija. Además, la bella mujer tenía buena mano con las tijeras y el hilo, y tal vez por eso se había ganado el oficio de sastre de la aldea. Las manualidades eran lo suyo, pues le encantaba realizar cualquier actividad en la que pudiera plasmar en ella toda su creatividad y originalidad.
El matrimonio tenía una linda hija de once años. Se llamaba Mildred Birdwhistle y era una chiquilla curiosa, entrometida y chillona, pero poseía un gran corazón y una inquebrantable bondad. La noche anterior, la del 31 de octubre, Mildred había salido a celebrar Halloween y a pedir el famoso «Truco o Trato» como era costumbre en esa típica fiesta. Sin embargo, pasaron las horas, una detrás de otra y... Mildred no regresó a casa.
Al mediodía, su madre estaba histérica y echa un mar de lágrimas. Ella misma elaboró la capa del disfraz de Mildred, de Caperucita Diabólica. Se acordaba perfectamente de que cuando se la puso cariñosamente sobre los hombros, le advirtió que no llegara a casa más tarde de la medianoche. Su hija, pese a que era a veces demasiado entusiasta y olvidadiza, siempre obedecía a sus padres... Excepto aquella noche. Las manecillas del reloj corrían dejando atrás más minutos de agonía e incertidumbre, pero Mildred no volvía; no aparecía por ninguna parte.
¿Qué le había ocurrido?
Cuando amainó la tormenta, el matrimonio dio parte a las autoridades de la desaparición de su querida hija. Y fue así como comenzó un procedimiento rotundo y exhaustivo de búsqueda por todo Darkville. Fue tal la conmoción que causó la desaparición de la chiquilla que el resto de pueblerinos se unió a la policía para tratar de ayudar y agilizar la búsqueda de Mildred Birdwhistle.
Recorrieron todas las calles del pueblo, investigaron en los negocios y comercios, incluso la buscaron en las propias casas de los aldeanos. Por último, un pequeño grupo de búsqueda emprendió el camino que llevaba hacia la escuela, aunque en esos treinta kilómetros de trayecto tampoco la vieron. Mildred no podía haber caminado tanto en una sola noche sin detenerse a descansar. Era imposible. Al igual que era extraño que no apareciera por ninguna parte, pues Darkville era un poblado muy pequeño.
Todo parecía estar perdido; nunca la encontrarían. La última vez que vieron a Mildred iba paseando alegremente por las calles de Darkville... Antes de que la espesa niebla se la tragara.
Thomas maldecía por lo bajo mientras que Lucille lloraba y gritaba desconsoladamente. La Sra. Parks, esa entrañable ancianita, trataba de reconfortar a la joven pareja afirmando que todo se solucionaría y que encontrarían a Mildred. Esa anciana nunca perdía la esperanza, ni siquiera en los momentos más peliagudos.
—¡El bosque! ¡No hemos revisado el bosque! Puede que Mildred esté allí... —exclamó de sopetón la Sra. Parks haciendo que Lucille se sobresaltara.
—Eso es imposible... Buscarla en el bosque no tiene ningún sentido porque Mildred no iría nunca allí, mucho menos sola y de noche... —susurró Thomas, agotado—. Nuestra hija tiene terminantemente prohibido poner un pie en ese lugar.
—Es el único sitio en el que no la hemos buscado, y por intentarlo no perdemos nada —apostilló la anciana—. Ayer fue la noche de Halloween, y en una noche como esa, lo imposible puede hacerse real... Sobre todo para una Caperucita que va en busca de su Lobo Feroz.
La pareja se quedó en silencio durante unos minutos y al final optaron por hacer caso de las sabias palabras de la anciana. Solo deseaban con todo su corazón encontrar a su preciada hijita y que estuviera bien...
No sabían lo mucho que se equivocaban.
En ese gélido día ocurrieron dos hechos asombrosos.
El primero se produjo cuando por fin se encontró a Mildred Birdwhistle en el corazón del bosque de Darkville. Al principio, el equipo de búsqueda solo vio su pequeña silueta recostada bajo un enorme árbol y pensaron que aquella traviesa chiquilla había desobedecido a sus padres al adentrarse sola y de noche en aquel siniestro bosque, y que además, la tormenta la había sorprendido.
No fue hasta que se acercaron lo suficientemente a ella y le retiraron la capucha de la cabeza cuando al fin lo vieron: el pequeño cuerpo mojado, débil, roto y sangrante de una criatura.
Un cadáver medio descuartizado.
Muchos dejaron escapar un grito de sorpresa y terror. Otros retiraron la mirada y trataron de ocultar las lágrimas, mientras que otras personas se alejaron unos metros para vomitar frente a los matorrales. Todos intentaron hacer una barrera humana para impedir que los desafortunados padres vieran el estado deplorable en el que se encontraba su pequeña, pero pese a sus impedimentos, el matrimonio apartó a la gente y vio la terrible escena.
La pobre Lucille se desmayó en el acto, pues había sido para ella un gran impacto ver así a su hija... O mejor dicho: sus restos. Thomas, por el contrario, gritó y se llevó las manos a la cabeza; estaba al borde de la locura. Y no era para menos.
El cuerpo sin vida de su niña estaba acuchillado y destrozado por todas partes. De los grandes y profundos cortes manaba un gran borbotón de espesa sangre oscura que resbalaba y caía en la hierba, creando un enorme charco granate. Su ropa estaba rasgada, y solo la capa escarlata —que estaba totalmente intacta— lograba cubrirle un poco el cuerpo. La niña no llevaba puestas sus botas; simplemente iba descalza, y de la punta de los dedos de sus diminutos pies salían chorros de sangre, al igual que ocurría con los dedos de sus manos. Además, presentaba un gran agujero sangrante en el pecho, justo en la zona del corazón, cuya sangre gorgoteaba insistentemente cayendo sobre sus piernas y sobre la hierba. La persona que le había hecho eso a Mildred, no contenta con su atroz asesinato, también le había cortado las trenzas; y su antigua y larga cabellera dorada ahora también estaba cubierta de sangre y le llegaba apenas por los hombros. Y no solo eso; aquel engendro le había extraído sus bonitos ojos, que ahora solo eran dos cuencas oscuras y profundas que lloraban carmesí sin parar. Asimismo, de la boca de la pequeña caían hilos de sangre sin cesar. No obstante, lo peor de todo fue contemplar aquella tétrica sonrisa que le perfilaron y que le atravesaba el rostro, completamente deformado.
¿Quién podría haber cometido un acto tan cruel y sanguinario como ese? Y sobre todo, ¿por qué? ¿Acaso el asesino residía en Darkville? ¿Era algún vecino? Todos los pueblerinos se miraron detenidamente entre ellos, tratando de escudriñar un atisbo de culpa en los ojos de sus amigos o familiares...
Pero fue un hecho curioso el que los llevó a dejar a un lado su disputa y centrarse en la cestita con forma de calabaza de Caperucita, que reposaba a su lado y que se encontraba intacta con todas las golosinas que la desdichada criatura había recolectado en la noche de Halloween. Lo más extraño era que en el regazo de la niña reposaban cómodamente dos muñecos de trapo, tela y paja, similares a los muñecos antiguos que no se vendían en Darkville y que nunca nadie había visto que Mildred jugara con ellos.
Misteriosamente, ambos espeluznantes muñecos también tenían perfilada una gran sonrisa en la cara, de oreja a oreja...
El segundo fenómeno asombroso que aconteció en ese triste día fue la inesperada llegada de dos forasteros a la aldea.
El hecho se produjo tras el funeral y el entierro instantáneo del cadáver de la pequeña Mildred Birdwhistle, en las últimas horas del atardecer. Pocos aldeanos pudieron ver a los nuevos visitantes, pero aquellos que los vieron no los olvidarían jamás.
Pese a que la inmensa mayoría de pueblerinos tachó a la gente que los vio llegar de «haber sufrido una enajenación a causa del estrés y el miedo de aquel día»; algunos insistieron en que lo que vieron fue real: dos jóvenes adolescentes de no más de diecisiete años surgieron de las entrañas del bosque, y envueltos en el denso manto gélido de la niebla, avanzaron por las calles de Darkville con la vista clavada al frente. Ambos avanzaban con decisión, como si conocieran de sobra las calles de la aldea, y esquivaban a todo aquel que se acercara a ellos para preguntarles su origen y procedencia. Los dos seres vestían con ropajes extraños; incluso para ser disfraces de Halloween eran demasiado peculiares. Las malas lenguas, además, confirmaron que vieron manchas de sangre en el traje del varón.
Y no solo era eso: también fue la actitud fría y desafiante de esas dos extrañas personas la que sorprendió a los vecinos. Los pobres ignorantes nunca olvidarían aquella mirada helada, carente de emociones y sentimientos que les dirigió aquella extraña chica rubia...
Al final los aldeanos solo pudieron observar como esas dos misteriosas criaturas emprendían el camino de salida de Darkville, se adentraban de nuevo en la niebla y sus fantasmagóricas siluetas se disolvían ante sus narices. Tan pronto como habían llegado se habían ido, sin dejar rastro ni huella de su paso por la aldea.
Eternia y Knor avanzaban lentamente por el polvoriento y embarrado camino que conectaba a Darkville con el exterior. No tenían prisa por llegar a ninguna parte en especial... Claro que, ¿qué prisa podían tener si eran inmortales y tenían toda una eternidad por delante para vivir y hacer lo que quisieran?
Llevaban más de cien kilómetros recorridos sin detenerse a descansar, pero es que no lo necesitaban: sus organismos no eran los mismos que el de un ser humano cualquiera ni poseían las mismas necesidades de una persona común. Sus almas estaban encerradas dentro de dos muñecos con apariencia totalmente idéntica a la que tendría cualquier persona; solo que... no eran simples personas.
Las necesidades de comer y dormir, así como la sensación de cansancio y agotamiento habían quedado totalmente anuladas para ellos. Dentro de esos cuerpos inalterables de muñecos eran totalmente fuertes y resistentes.
Eternos.
Por el camino, Eternia se burlaba de los pueblerinos y de su patética reacción al verlos.
—Han pasado más de trescientos años y la gente sigue igual —comentaba la muñeca diabólica con odio—. A lo largo de los años las sociedades avanzan. Se producen nuevos descubrimientos, nuevos avances de los que la civilización se siente orgullosa y presume de ellos. Sin embargo, su concepción del mundo sigue siendo la misma: todo aquello que es curioso, extraño y diferente para ellos; todo lo que desconocen y es nuevo para sus ojos... lo critican. Lo rechazan automáticamente. Y no solo eso; además, lo temen. Los seres humanos tienen miedo del cambio, Knor. Miedo de las cosas que no comprenden, que no alcanzan a su entendimiento. He visto el miedo en los ojos de esas estúpidas personas. ¡Creían que nosotros éramos los asesinos de esa desgraciada mocosa! —Eternia lanzó una breve carcajada desganada—. Y no se equivocaban, desde luego. Pero si nos hubiésemos quedado cinco minutos más allí, si nos hubiera visto más gente de la necesaria... Ahora estaríamos entre rejas, Knor. Aunque no tuvieran pruebas contundentes contra nosotros. Pero la sensación de odio, temor e incomprensión les habría llevado a actuar así, al igual que aquella vez en 1650. Y en el fondo, aunque no los entienda, no los culpo por ello.
Knor escuchaba atentamente el discurso de Eternia, interpretando cada una de sus palabras. Las horas pasaron y finalmente llegaron al final del camino, que presentaba dos desviaciones distintas.
—Y es aquí donde, finalmente, nuestros caminos se separan... —susurró la muñeca.
—¡¿Qué?! ¡Mi señora! ¿No significará eso que estáis pensando en...?
—¿Abandonarte? ¡Por favor, Knor, no seas crío! —protestó Eternia, alejándose unos pasos de su fiel siervo—. Llevas viviendo conmigo durante toda tu existencia. Te has manchado las manos de sangre por mí pese a que estabas en contra de mis métodos. Siempre has obedecido mis órdenes, fueran las que fueran, nunca te has puesto en mi contra... Siempre has sido leal a mí y siempre has querido agradarme, a pesar de que ya me gustabas cuando te encontré en el bosque, por primera vez. Sé que sientes que me debes la vida y que me tienes que devolver el gran favor que te hice salvándote del abandono y la muerte solitaria a la que te condenaron esos seres con menos escrúpulos que yo, pero... Ya basta, Knor. Te mereces ser feliz y si te quedas conmigo no lo serás nunca. ¿Y sabes por qué? Porque estarás viviendo mi vida, no la tuya. Eso es lo que siempre has hecho, ¿cierto?
—Por vos lo volvería a hacer mil veces más —murmuró Knor, con la cabeza baja—. Porque os quiero.
—Y yo a ti, patán. Por eso quiero lo mejor para ti. Escúchame, Knor —dijo la muñeca, haciendo que la atención del aludido cayera en ella—. Durante todo este tiempo has sido mi aprendiz y te he enseñado muchas cosas sobre la vida, la muerte, la naturaleza y los humanos. Ahora solo te pido que sigas investigando por tu cuenta: viaja, rodéate de muchas personas, explora el mundo y saca tus propias conclusiones. Y cuando creas saberlo todo de todo, entonces, búscame. Siempre estaré ahí para ti. Por el momento, solo te pido eso, y lo más importante: vive y sé feliz.
—¿Y vos qué haréis mientras tanto? —preguntó Knor, con voz temblorosa. Seguramente, si hubiera tenido un cuerpo humano estaría llorando a mares, pero el cuerpo del muñeco solo podía mirar de manera fría, sin lágrimas, sin sentimientos ni emociones... Una mirada vacía, carente de vida.
Eternia se dio la vuelta, dispuesta a emprender uno de los caminos que la llevarían a un destino incierto donde comenzaría su nueva —y eterna— vida, y miró a Knor por encima del hombro.
—Descansar —fue lo único que respondió, con voz queda.
Knor sabía a lo que su estimada ama y señora se estaba refiriendo: habían pasado más de tres siglos cautivos en una esperpéntica cabaña, limitados en sus formas de muñecos inanimados. Al principio, el hechizo que supuestamente los llevaría a la inmortalidad había transferido sus oscuras almas a un par de juguetes de tela, trapo y paja. Habían tenido que pasar muchos años para que hubieran podido adaptarse a la forma de esos extraños cuerpos, y más años aún para que el primer mocoso humano llegara a la destartalada casa. Con aquel niño —el primero que había pisado aquel sombrío bosque en muchos años— habían realizado uno de sus rituales en busca de la perfecta eternidad, y de esa manera sus cuerpos habían adaptado la forma de dos muñecos semejantes a las marionetas. Pero eso todavía no les hacía parecer físicamente humanos, así que debían de completar otro sacrificio. Habían tenido que esperar muchísimo tiempo; sin embargo, aquel 31 de octubre de 2015 una bonita muchacha se había extraviado en el bosque y había arribado a su hogar pidiendo el tan famoso «Truco o Trato». Al final del todo, era gracias a esa niña por lo que ahora por fin eran libres e inmortales.
Bendito Halloween.
Sin embargo, una vez obtenida la inmortalidad parecía que todo había perdido el sentido. ¿Qué harían ahora? Eternia y Knor siempre habían sido un equipo, siempre habían luchado juntos, remando cada uno de ellos hacia el mismo bando. Ahora, ¿se separarían sin más? ¿Qué sentido había tenido su existencia, después de todo? Antes, al menos tenían un objetivo en común. Ahora que su tan ansiado sueño ya estaba cumplido, poco más quedaba por hacer.
Sin más, la muñeca dio media vuelta y comenzó a caminar. Su siervo sentía que, pese a su cuerpo gélido, algo quemaba en su interior. Algo extraño que no había sentido nunca en toda su larga vida, algo que ardía profundamente y que escocía.
Y entonces supo lo que tenía que hacer.
Por una vez en toda su trayectoría en este mundo, tomó una decisión. Era ahora o nunca. Sabía que si no se lo proponía y lo hacía inmediatamente, no tendría oportunidad de hacerlo nunca más. O tal vez sí, ¡pero a saber cuánto tiempo más tendría que esperar! Definitivamente, Knor no quería aguardar más, pues la espera ya había sido muy larga.
Con firme seguridad, tomó suavemente de un hombro a su adorada compañera de dorados cabellos y la volteó. La muñeca iba a replicar algo —y tal vez no muy agradable— pero algo en la mirada de su eterno acompañante hizo que enmudeciera de golpe. Los brillantes ojos del muñeco, tan profundos como el mar en una tranquila noche estival, se encontraron con los suyos propios. Su oscura mirada reflejaba un fuerte sentimiento, uno que Eternia nunca tuvo y creyó que nunca tendría ni que nadie iba a desarrollar por ella.
Y por primera vez, la Hechicera Inmortal tuvo miedo. Pero ya era demasiado tarde para retirarse.
Los labios de Knor encontraron los suyos y se fundieron en uno solo. El beso solo duró un parpadeo; fue tan inesperado que terminó tan rápido como empezó. Fue una sensación bastante extraña, pero por un instante pudieron sentir la calidez bajo sus gélidos labios de porcelana. Esa ternura y esa tibieza no la habían sentido nunca antes, y por eso Knor pensó que había valido la pena esperar 365 largos años solo para vivir ese momento.
Y es que al final la vida estaba compuesta por momentos, instantes de felicidad que solo se podían conservar en el corazón y en la memoria. Hechos increíbles que solo podían ser enmarcados bajo la piel, en lo más profundo del alma. Era por eso que Knor supo que la eternidad no le serviría de nada sin su querida Hechicera; ni un segundo de su inmortalidad valían sin ella.
No obstante, Eternia tenía razón en todo lo que le había dicho antes, y sin meditarlo ni un minuto más, dio media vuelta y comenzó a alejarse por el embarrado camino.
Knor sentía la marcha de Eternia en lo más profundo de su ser. Sabía que la echaría de menos pero también sabía que una vez más, su amiga tenía razón: debía vivir su vida de una vez por todas, debía ser feliz. Había vivido más de trescientos años encerrado en una pequeña cabaña, dentro de un bosque, sin contacto con la civilización. Ahora tenía la oportunidad de conocer el mundo, de rodearse con diferentes personas... de vivir. Porque era por ese motivo por el que él, y sobre todo Eternia, habían estado luchando desde siempre. Por eso había matado a sangre fría, por eso se había manchado las manos de sangre y había llorado desconsoladamente por las noches, evaluando las consecuencias de los terribles actos que había cometido.
Finalmente había llegado el momento de ser feliz, de emprender su nueva vida, que sería su más intrépida y maravillosa aventura... sin final.
«Y puede que algún día nos volvamos a reencontrar, Eternia...» pensó el muñeco, con una sonrisa en el rostro. «Amiga mía... hermana mía».
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