Triunfo de los pies
Rusia era una democracia, menos que perfección total, mientras al frente del Kremlin estuvo Borís Yeltsin y en gran parte también en la época soviética, durante la «perestroika» de Mijaíl Gorbachov. Pero Vladímir Putin entró en escena en 1999, cuando fue nombrado primer ministro precisamente por Yeltsin, menos de un año antes de ser elegido presidente para su primer mandato, lo que sucedió en marzo de 2000. A partir de entonces, la incipiente democracia rusa empezó a declinar hasta llegar a la actual situación de «democracia virtual», como la denominan los opositores al régimen.
La primera premisa para que cualquier sistema político pueda ser considerado una democracia es la división de poderes. En la risa de Putin existe, pero es solo aparente. Tanto el Gobierno como el Parlamento y la Justicia están supeditados directamente al presidente, pese a que sobre el papel cada uno de ellos es independiente. La Constitución rusa vigente hoy día es democrática, pero el poder la incumple retorciendo la interpretación de sus artículos. Según la Carta Magna rusa, cualquier persona que defienda ideas que no estén fuera de la ley, sea ruso y tenga la edad establecida, puede ser candidato a comicios municipales, regionales, legislativos o presidenciales. Otra cosa son las leyes, aprobadas durante los 21 años que Putin lleva al frente del país, para desarrollar tales mecanismos.
Por siempre o por lo pronto al menos hasta 2036. Hace unas semanas escribían en ese mismo espacio de noticias “Por la eternidad Vladimir” un texto donde se podían adelantar algunas hipótesis de la forma en que Putin se mantendría en el poder luego de 2024 cuando oficialmente termina su actual mandato, el cual no podía ser extendido debido a que la Constitución de la Federación Rusa limita la reelección a dos periodos consecutivos únicamente.
En esas fechas, Putin enviaba a la Duma (el Parlamento ruso) propuestas de reforma constitucional que parecían tener un claro objetivo, acomodar su camino hacia un nuevo cargo que le permitiera mantener el poder a través de una fórmula que ya había utilizado en el pasado y que es la que le ha permitido gobernar, haciendo cambios constitucionales a conveniencia. Ese nuevo cargo hubiera sido la cabeza del Consejo de Estado, un órgano que se convertiría en un súper poder gracias a la propuesta enviada por Putin. La idea de Putin fue aprobada por unanimidad en la Duma.
La idea de fortalecer al Parlamento, debilitar la figura presidencial y crear un órgano colegiado para llevar las riendas del país, para muchos opositores fue como miel para las abejas. Eso, aunado a un discurso sostenido en los últimos meses en que el Presidente Ruso rechazaba abiertamente su intención de modificar la Constitución para volver a ser Presidente sentaron la base para ilusionar a más de uno. Esta vez sí, creyeron, Putin se iría.
La realidad estuvo muy lejos de eso. En enero quizá el camino no era claro, pero la intención si lo era. La imprevista aprobación de cambios de última hora en los proyectos de reforma constitucional abrieron la puerta para que Putin siga siendo Presidente hasta el 36. La propuesta presentada por la Legisladora Valentina Tereshkova del Partido oficialista Rusia Unida, planteó reajustar el reloj de los mandatos presidenciales a cero para todos los futuros candidatos que se presenten en el 24. Aún con 20 años en el poder y tres mandatos presidenciales, Putin podría volver a ser Presidente por, al menos, dos periodos más de 6 años, es decir, doce años más.
¿Qué sigue? Las reformas deberán pasar primero el filtro del Tribunal Constitucional y luego aprobadas por la población a través de un referéndum convocado para el 22 de abril. En el mismo paquete irán propuestas de fortalecimiento al parlamento, de fortalecimiento al Consejo de Estado presentadas por Putin en enero y que ya fueron debidamente descafeinadas por el propio legislativo. También irá una propuesta para permitir el matrimonio únicamente entre hombre y mujer (una apuesta de Putin a obtener el apoyo ciudadano considerando el voto más conservador de la gente).
Así, poniendo el contador en cero como si nunca hubiera gobernado, se pretende hacer pasar por Constitucional una reforma que es, a todas luces anticonstitucional ¿pero eso cómo se corrige? Eso no se puede corregir porque Rusia es un país donde la mayoría calificada la tiene el partido oficial y los jueces del tribunal constitucional fueron designados por el presidente, porque Rusia en pocas palabras, no es una democracia ahora más con el virus.
Al mejor estilo de algunos de los gobiernos populistas latinoamericanos y con envidia de parte del Donald, el presidente ruso, va camino de lograr que el marcador de los mandatos presidenciales se ponga en ceros, con lo que en las próximas campañas, las del 24, podría aspirar a otros dos cargos. Es decir que sería posible que permaneciera en el poder hasta el año 36, cuando estaría cumpliendo 84 años y ajustando bastantes años como primer mandatario, si se suman sus periodos como presidente y primer ministro. Más que Iósif Stalin, el gran dictador de la era soviética (24 años).
Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales y Cristina Kirchner usaron la estrategia del cambio constitucional para que no les contara su anterior tiempo como jefes de Estado y arrancar de nada. En el caso ruso, la reforma constitucional presentada hace algunas semanas, que en principio tenía como objetivo reforzar los poderes del Ejecutivo y del Consejo de Estado, dio un no tan sorpresivo viraje cuando fue aceptada una enmienda de última hora que incluía la polémica adenda, no permitida hasta ahora por la ley rusa. Y, como todo en la era Putin, el tránsito aprobatorio de la reforma ha sido vertiginoso, pues luego de la adopción de diputados y senadores, el líder la promulgó el sábado, y ya el lunes la Corte Constitucional le había dado su visto bueno.
Ahora solo le falta la aprobación en un referendo el próximo día de abril, lo cual se da por descontado, pues se presentará en un solo paquete con otras muy populares reformas constitucionales como el garantizar un salario mínimo por encima de la línea de pobreza y un ajuste pensional acorde con el índice de inflación, lo que sin duda son caramelos muy atractivos para los rusos. Y ello se suma a una consolidación del viraje conservador que Putin ha querido imponer en sus dos décadas al frente de la potencia euroasiática, como, por ejemplo, el regreso de la “fe en Díos” a la Constitución. Putin juega a ser inmortal.
Así como vemos hoy el populismo no tiene nada de nuevo. En teoría, es la defensa del pueblo noble (el populus ) de los abusos de las elites. En la práctica, es usado para describir fenómenos políticos muy diferentes - Trump y Chávez, por ejemplo-. Por sí solo, es problemático. Cuando se junta con polarización y posverdad, su capacidad destructiva se multiplica. Pocos líderes se autodefinen populistas. El término suele ser usado como un arma arrojadiza lanzada por sus adversarios políticos. Un error común es suponer que el populismo es una ideología. Pero hay populistas que defienden la apertura económica y cultural al mundo y otros que son aislacionistas; unos que confían en el mercado, y otros, en el Estado.
Los populistas "verdes" priorizan la protección ambiental, mientras que los industrialistas favorecen el crecimiento económico, aun cuando contamine el ambiente. Hay populistas de todo tipo. La experiencia histórica muestra que el populismo no es una ideología, sino una estrategia más para tomar el poder, y de ser posible, retenerlo. Un país puede recuperarse de un gobierno populista cuyas políticas dañan la economía, estimulan la corrupción y debilitan la democracia. Pero mientras más se prolonga ese mal gobierno, más daño hace, más difícil es reemplazarlo y más larga y costosa es la recuperación.
Esto último es lo más peligroso. Venezuela pudo haber sobrevivido a un período presidencial de Chávez. Pero lo que devastó a ese país, y está haciendo tan difícil su recuperación, son las dos décadas del mismo régimen inepto, corrupto y autocrático iniciado por uno y prolongado por otro. El continuismo es el enemigo a vencer. Vimos sus efectos en el Perú de Fujimori, la Argentina de los Kirchner, el Brasil de Lula y Rousseff, la Bolivia de Evo Morales y la Nicaragua de los Ortega. Claro que aferrarse al poder violando la Constitución o cambiándola para alargar los períodos presidenciales no es solo un fenómeno latinoamericano.
Allí están la China de Xi Jinping, la Rusia de Putin, la Turquía de Erdogan y la Hungría de Orban, por no mencionar la larga lista de longevos dictadores africanos. El populismo y la polarización hacen buena pareja. Es normal que en una democracia haya grupos antagónicos que compiten por el poder. Eso es sano. Pero en los últimos tiempos hemos visto cómo, en muchos países, esa sana competencia ha mutado en una polarización extrema que atenta contra la democracia. La polarización radicalizada hace imposible que grupos políticos rivales logren concretar los acuerdos y compromisos que son necesarios para gobernar en democracia. Los rivales políticos se convierten en enemigos irreconciliables que no reconocen la legitimidad del "otro", no aceptan el derecho de ese "otro" a participar en la política o, mucho menos, que llegue a gobernar.
Crecientemente, las diferencias que suelen dividir a las sociedades (desigualdad, inmigración, religión, región, raza o la economía) dejan de ser la fuente primordial de la polarización, abriéndole paso a la identidad grupal como el factor que determina las preferencias políticas. Esta identidad suele definirse en oposición y contraste a la identidad del "otro", la del adversario. Desde esta perspectiva, todo se hace más simple; no hay grises, todo es blanco o negro. O eres "de los míos" o del grupo cuya existencia política no tolero. Es así como fomentar la polarización, profundizando los desacuerdos existentes y creando nuevas razones para el conflicto social, se vuelven potentes instrumentos al servicio del continuismo. El "nosotros" contra "ellos" moviliza y energiza a los seguidores, quienes, activados y motivados a enfrentar al "otro lado", se convierten en una importante base de apoyo para quienes se aferran al poder promoviendo divisiones.
Pero al populismo y a la polarización se les ha juntado un nuevo vicio, mucho más moderno: la posverdad. Desinformar, confundir, alarmar, distorsionar y mentir se hace más fácil, y su impacto se amplifica, gracias a las nuevas modalidades de información, que contribuyen a que creamos menos en las instituciones y más a nuestros amigos o a quienes comparten nuestras preferencias políticas. En las democracias de hoy la verdad es lo que los amigos de Facebook, Instagram o Twitter creen que es verdad. Aunque sea mentira.
Populismos destructivos siempre ha habido, y polarizadores también. Las sociedades los sufren, y los superan. ¿Cómo? Aferrándose a la verdad. Hoy, ese viejo mecanismo de defensa está desfalleciendo. La posverdad amenaza a los anticuerpos que las democracias usan para curarse de los populismos y repeler el continuismo. Hoy están pasando de ser crisis agudas a ser condiciones crónicas en las que la mendacidad es la norma. Cuando se desdibuja la línea entre la verdad y la mentira se pierde la principal arma que teníamos para deshacernos de las aspiraciones continuistas que los populistas siempre han tenido.
Fin
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