4
El viejo cura la guio hasta llegar a la capilla del centro. Ágata sintió una punzada en el pecho al atravesar el umbral, pero al dirigir la mirada hasta el anciano al que agarraba el brazo y sentir la calidez de su mano sobre la suya se tranquilizó. Una sonrisa se dibujó en su semblante y, lentamente, sintió cómo una fuerza interior la ayudaba a adentrarse de nuevo entre aquellas cuatro paredes. La pareja se sentó en el primer banco de la capilla.
—Gracias padre —susurró Ágata desviando la mirada hacia su regazo. Las manos del cura le dieron un par de palmaditas en el dorso de la suya.
—No tienes que agradecerme nada, hija. Todo lo has hecho tú sola —sentenció con dulzura. Los dedos de Artur se posaron sobre la barbilla de Ágata y la obligó a elevar el rostro y mirarlo a los ojos verdes—. ¿Qué te digo siempre, Ágata?
La chica sonrió antes de responder:
—La cabeza alta, una sonrisa en los labios y el corazón en alto. —Artur sonrió y asintió, pero en cuestión de segundos, la joven pudo ver que su semblante se oscureció—. ¿Sucede algo padre? —Se apresuró a preguntar.
—No, pequeña —respondió antes de hacer una pausa—. Dime, ¿cómo te encuentras? Los médicos dicen que estás casi recuperada.
Ágata asintió.
—Creen que en unos meses podré salir y volver a hacer mi vida como antes. —Una ráfaga de miedo se coló en el corazón de la mujer cuando aquellas palabras salieron de sus labios.
—No pareces contenta con la noticia. Ágata se encogió de hombros.
—No es eso, padre. Estoy contenta, pero no puedo volver a mi vida. Al menos, no a la que tenía antes.
—Si no quieres volver a la vida que tenías antes, sólo tienes que ser fuerte y seguir con tu tratamiento. Sólo tú puedes evitarlo —respondió con tono comprensivo Artur.
—No lo comprende, padre —Ágata volvió a agachar su rostro a la par que dejaba caer sus hombros. Suspiró—. No es que no quiera volver a mi vida, es que, simplemente, no puedo. Tengo miedo. Muchísimo miedo.
—Es normal que tengas miedo —la mano del cura volvió a obligarla a levantar la cabeza—. Pequeña, lo que estás haciendo es algo increíble que requiere de una fuerza de voluntad de hierro. Es normal que estés asustada y creas que puedes volver a recaer, pero lo conseguirás. Yo sé que puedes.
Ágata sonrió y con un movimiento rápido se abrazó al cura.
—Gracias por estar conmigo, padre. Por apoyarme y estar conmigo en todo momento.
Los brazos del anciano la rodearon, llenándola de un amor que hacía años que Ágata no recibía. Tras unos segundos, se separó del cura y le regaló la más bella de las sonrisas. Pero el rostro del hombre seguía ensombrecido.
—Tengo que decirte algo, hija mía. Quiero disculparme por no visitarte la semana pasada.
—No se preocupe padre —se apresuró a responder—. Entiendo que tenga cosas que hacer, y que no siempre pueda venir. Pero ya está aquí, y eso es lo que importa.
El padre le dio unas palmaditas en las manos y suspiró antes de mirarla a los ojos.
—No sé muy bien cómo decirte esto, pero, la semana pasada falleció el padre Bergman. —Ágata se apresuró a darle el pésame y abrazó al cura de nuevo—. Gracias, pequeña. Verás, el padre Bergman era pastor en una pequeña aldea que está a unos pocos kilómetros de Långträsk, al norte de Suecia. El obispo me ha pedido que me traslade a vivir allí para hacerme cargo de sus feligreses.
El mundo de Ágata se ensombreció. La cabeza comenzó a darle vueltas y su corazón se paró en aquel instante.
—Pero, eso significa que se marchará —gimoteó a la par que sentía como un frío helado la invadía. Poco a poco, un temblor leve que aumentaba a la vez que lo hacía el frío la invadía desde las manos hasta los pies. Un dolor agudo comenzó a acrecentarse en todas sus articulaciones—. ¿Cuándo se irá?
—En dos días. Lo cierto es que he venido a despedirme.
Ágata se levantó de golpe y se llevó el pulgar hasta los labios, mordisqueando así la uña mientras comenzaba a pasearse nerviosa por la capilla.
—No puede marcharse padre, no puede dejarme sola —le dijo. Las piernas casi no le sostenían y cuanto más se alteraba más grande era el dolor y los temblores que la aguijoneaban. Un sabor amargo, como bilis, se le instaló al final de la boca. Sin pensar, se sentó en el taburete que había frente al piano, y se quedó mirando las teclas.
El padre Artur se arrodilló a su lado, tomando su mano y alejándola de sus labios.
—Pequeña, soy cura y ese es mi deber. Eres fuerte y estás prácticamente recuperada. Podrás seguir adelante sin mí.
Ágata negó con la cabeza asustada.
—No lo entiende, padre. Sólo le tengo a usted, no me queda nadie. Si usted me deja, si se marcha como se marchó Marco, yo... —la mujer suspiró—. No quiero recaer, padre. Se lo suplico, si no puede quedarse, entonces lléveme con usted.
Artur parpadeó y tras unos segundos de confusión, llevó su mano cálida hasta el rostro de la joven, acunándolo. Ágata cerró los ojos y dejó caer el peso de su cabeza sobre la caricia que estaba recibiendo. Cuánto tiempo hacía que nadie le acariciaba de aquella manera. Como un padre acaricia a una hija, con ternura y cariño, se dijo.
—Pequeña, no puedes salir del centro. Te quedan sólo unos meses de tratamiento, cuando salgas recuperarás tu vida y no me necesitarás.
—Claro que lo necesitaré, lo necesito ahora y lo necesitaré siempre. Por favor, no me deje aquí. Lléveme con usted, hable con el doctor Dawson.
Artur torció el gesto, suspiró y la abrazó.
El despacho del doctor Dawson era pequeño pero elegante. De paredes blancas y suelo de parquet, una enorme mesa de madera de cedro coronada con un enorme cristal biselado, un ordenador de última generación y algunos documentos y estilográficas desperdigados por su superficie. Ágata se mordisqueaba la uña nerviosa esperando que éste terminase de escribir algo en el ordenador.
El doctor Robert Dawson la miró tras los cristales de sus gafas de pasta negra y le sonrió tirante, enlazando las manos.
—Señorita Schmollend, le he llamado porque he recibido una petición un tanto, ¿cómo lo diría? Particular. —Ágata se removió en su asiento y esperó con el ceño fruncido a que el doctor se explicara—. El padre Olsson me ha enviado una carta proponiendo una especie de trato. Solicita que usted termine su tratamiento de desintoxicación bajo su tutela.
—¡Joder! —exclamó con una sonrisa enorme en sus labios. En el pecho se le encendía cálido un rayo de esperanza—. Quiero decir, que es fantástico. ¿Cuándo me iré?
El doctor levantó las manos solicitando que se calmase, y luego se quitó las gafas.
—Las cosas no son tan fáciles señorita Schmollend. Aunque ha mejorado mucho y su sistema neuronal está en perfecto estado, su cuerpo no se ha recuperado del todo, y por lo tanto sin la medicación y un control médico apropiado podría volver a recaer. —Al oír aquellas palabras, Ágata supo que no saldría de allí. La ira comenzó a controlarla.
—Y si no va a dejarme ir con el padre Artur, ¿para qué coño me cuenta todo esto? —preguntó, agarrando con fuerza los reposabrazos de la silla en la que se encontraba. El corazón se le aceleró y su respiración pasó a ser un jadeo furioso.
—Cálmese, Ágata. En ningún momento le he dicho que no haya aceptado la propuesta del padre Olsson. —La mujer parpadeó algo abrumada. El doctor chasqueó la lengua y le tendió un portafolios que sacó de uno de sus cajones—. Esto es una solicitud de alta médica voluntaria, pero tiene un par de cláusulas algo especiales. En principio, su tratamiento bajo vigilancia tenía previsto finalizar dentro de unos ocho meses, en el caso de aceptar la baja voluntaria deberemos alargarlos a al menos dieciséis meses más, siempre que no haya complicaciones.
—Pero, eso es el doble de tiempo. ¿Por qué? —preguntó mirando a los ojos al doctor.
—Muy sencillo: mientras estés fuera del centro no podrás medicarte, eso significa que harás el resto de la rehabilitación sin más ayuda médica que algunos antiinflamatorios para tratar de paliar los dolores. Por lo tanto, el dolor, los temblores, cambios de humor y demás síntomas que provoca el síndrome de abstinencia se alargarán en el tiempo y en intensidad. ¿Comprendes lo que te digo?
Ágata había desviado la mirada hasta el portafolios que tenía entre las manos unos segundos mientras escuchaba lo que el doctor Robert le explicaba.
—Sí. Significa que estaré hecha mierda y muy cabreada durante mucho tiempo.
—Ni yo lo hubiera dicho mejor —sonrió—. Bien, una vez comprendido este punto, te explicaré en que consiste el trato al que he llegado con el padre Olsson. —Ágata clavó sus ojos y toda su atención en el doctor Robert, sintiendo un pellizco de nervios en el estómago—. Lo primero que tienes que tener en cuenta es que estarás bajo la tutela del padre Olsson y si tiene la mínima sospecha de que has recaído o sucede cualquier cosa que pueda poner en peligro tu recuperación, serás devuelta directamente a este centro para terminar el tratamiento con nosotros. —Ágata asintió, pues aquello le parecía bastante lógico—. Bien, lo segundo es que tendrás que pasar una vez a la semana por el centro médico de Långträsk para hacerte pruebas antidrogas y así podamos comprobar que sigues limpia. Si la prueba da positivo...
—Me traerán de vuelta aquí —interrumpió terminando la frase—. Pero no daré positivo, doctor. Lo juro.
—Lo sé, Ágata —suspiró con una sonrisa—. He visto mucha gente pasar por este centro y por mis manos, y sólo los que tienen el mismo brillo que tienes tú en los ojos son los que se han recuperado. Sé que lo harás, pero es duro, y mucho más sin la medicación que aquí te damos. ¿Estás segura de que quieres irte?
Ágata leyó la documentación que tenía entre las manos y suspiró. El día a día bajo la medicación ya era bastante duro, no tenerla sería un suplicio, pero, ¿no era un suplicio mayor saber que estaba sola? Sí, saber que estaba sola era peor que los dolores, los temblores, los vómitos y los mareos. Estar sola era la certeza de que nadie la recogería cuando cayera, era saber que aunque su corazón era ocupado por muchas personas, ella no ocupaba ni un pedacito del corazón de nadie. Artur era su apoyo, el hombre que la estaba ayudando, necesitaba estar a su lado, recuperarse con su aliento guiando sus alas.
—Doctor Dawson, aunque ustedes crean que estoy recuperada, yo sé que no es así. Algo falla en mí, en mi cabeza. No puedo quedarme aquí, porque cuando salga estaré sola ante un mundo para el que no estoy preparada. La única persona que me queda es el padre Artur. Sin él, sé que recaeré y no quiero, doctor. No quiero desaparecer de nuevo.
El doctor asintió sereno.
—Muy bien, en ese caso, sólo debes firmar el alta voluntaria. En dos semanas yo mismo la acompañaré hasta el hospital de Långträsk donde el padre Olsson la recogerá.
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