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7 de Marzo

Carlos

Cinco días llenos de angustia. Cinco días que llevo sin dormir. Cinco días vigilando el sueño de esa pequeña pelirroja que duerme en la cama del hospital conectada a tubos y aparatos para poder seguir viviendo. Cinco días de mierda. Desde entonces la pequeña Hazel no ha mostrado ningún signo de recuperación, si no fuera por las maquinas, ya estuviera muerta.

Durante los siguientes minutos la observo desde mi posición a su lado, sentado en una silla de metal galvanizado. Me quedo en silencio, porque no tiene sentido hablar, si ella no me escuchará. Con cada segundo que pasa la vida de esta niña se apaga poco a poco. Mantengo los hombros en tensión y enderezo un poco la espalda. Afuera, en el pasillo, se oyen pasos apresurados, como si corrieran por algo que desconozco. Frunzo el ceño y me levanto para dirigirme a la cafetería, estar toda la noche de guardia me tiene hambriento. Camino con los ojos brillantes ante la idea de ingerir una de esas rosquillas que ofertan en la cafetería del hospital. No suelo comer ese tipo de golosina, pero de vez en cuando no hacen daño, la azúcar también es importante para el organismo, aunque muchos piensen lo contrario. Cruzo a toda prisa los largos y resbaladizos pasillos del ala infantil. Mis ojos se entornan con curiosidad al ver que no hay nadie en ellos, algo que es muy raro si se trata de un hospital.

Me detengo en seco ante la atenta mirada de varios militares, los cuales enseguida me rodean. No sé qué está pasando, no entiendo nada. Retrocedo varios pasos hacia atrás pero mi espalda termina chocando con un duro torso con uniforme verde de camuflaje. Mi expresión se endurece al ver que no tengo escapatoria. Mis mayores miedos regresan a mi mente como un rayo. Estoy acorralado y no hay nadie que me libre de ir a la cárcel. Existen dos opciones; la primera, que han descubierto a lo que en realidad me dedico; y la segunda, que han descubierto que soy el verdugo de Reginald Bolton y ahora mi cabeza pende de un hilo. Cruzo mis brazos sin el menor rastro de remordimiento en mi rostro.

—¡¡Carlos Pierce, queda bajo arresto!! —grita el teniente a través de la careta de protección.

— ¿Qué? —pregunto atónico mientras el oficial que se encontraba detrás de mí me colocaba las esposas —. ¿Por qué? —indago, poniendo mi mejor cara de incrédulo.

—Está acusado de cómplice de secuestro de la menor Hazel Rice.

Mi boca se abre expectante y cierro mis puños del enfado. Entrecierro mis ojos mientras niego con mi cabeza.

—Pero… pero, yo… ¡Por Dios! Yo soy incapaz de hacerlo eso a una niña —dije. A hombres sí, pero a niños jamás, los niños son intocables, al igual que lo son las mujeres. Desde que mi hermano y yo empezamos el negocio, nuestra principal regla era esa.

—Tiene derecho a guardar silencio, o de lo contrario todo lo que diga será usado en su contra.

Escucho los murmullos de las pocas personas que se encuentran en la cafetería. Algunos me alaban, otros, simplemente dicen horrores de mí. Y es que, en realidad, nadie me conoce lo suficiente como para dar una opinión de mí.

Al día siguiente me encuentro en una celda de mala muerte, donde las ratas han decidido formar una familia y alimentarse de los pies de los delincuentes. Genial. Para mi suerte llega un oficial. Me levanto del mugriento banco donde duerme un vagabundo y sigo al oficial con las esposas colocadas en mis manos. Llegamos a una puerta negra de madera, la cual abre y de un empujón hace que entre en el diminuto cuartucho amueblado solamente con una mesa de madera barata, dos sillas de igual calibre y una pequeña lámpara que ha perdido intensidad encima del mueble. El oficial me quita las esposas y masajeo mis muñecas mientras observo todo a mí alrededor. Es la primera vez que me encuentro en una situación como esta.

—Espera aquí, el Teniente vendrá en unos minutos —pronuncia el joven oficial con voz cortante mientas enciende la vieja lámpara. Era una orden, de eso estaba convencido.

Me coloco en la silla y espero pacientemente. Mi mano derecha frota la izquierda de forma frenética, porque si todo esto acaba en algo más, acabo arrastrando a la persona que más me importa en el mundo: mi hermano.

Unos minutos después el Teniente que lleva el caso de Hazel entra en el cuartucho de paredes de yeso agrietado y pintura descorchada. Enseguida me pongo de pie, mostrando el mayor respeto del mundo. Cuando se sienta enfrente de mí escucho crujir la silla de madera, y espero paciente a que hable.

—Doctor Pierce, he decidido interrogarlo porque hay algo muy importante que nos tiene que contar —indaga el teniente.

Centro mi mirada en él.

—Teniente, le juro que yo no tengo nada que ver con el secuestro de Hazel, se lo juro —reitero un poco nervioso.

—La señora Cassidy Cook dice justo lo contrario —dijo con voz autoritaria.

—Ni siquiera he cruzado dos palabras con esa mujer. ¡Eso es mentira! —me exalto.

—Descubrimos que la propiedad de Black Rock Forest está a su nombre. Allí mantuvieron cautiva a la menor. —Informa.

—Sí, es cierto, está a mi nombre porque yo la compré, pero no sabía nada de la niña. Esa propiedad se la obsequié a mi hermano hace más de seis meses. Ni siquiera la he vuelto a visitar.

— ¿Cuándo se refiere a su hermano está hablando de Austin Perry? —interroga con sus brazos cruzados por encima de su pecho.

—Sí, el mismo — una pequeña arruga se forma en mi entrecejo al escuchar el nombre de mi hermano saliendo de la boca de un militar de alto rango de las milicias americanas —. Somos hermanos por parte materna. —Aclaro.

— ¿Desde cuándo no ve a su hermano? —vuelve a atacarme con preguntas.

—Desde… —Intento hacer memoria —. Desde hace unos meses, hicimos unos últimos trabajos juntos y desde entonces no lo he visto más. ¿Por qué pregunta?

— ¿A qué clase de trabajos se refiere? —inquiere, demasiado curioso para mi gusto.

Lo pienso, porque por supuesto que no le contaré a qué clase de trabajos nos dedicamos.

—No, nada relevante, trabajos de contabilidad en bares y esas cosas —trato de justificarme. No muestro nerviosismo porque mis trabajos turbios requieren de suma tranquilidad y sigilo, dos aspectos que he aprendido a la perfección.

—En cuanto a la pregunta de su hermano, él… murió —me informa el teniente con voz de lástima.

Me quedo quieto en mi lugar, sin ser capaz de reaccionar ante las palabras que han salido de la boca del teniente. No muestro reacción alguna en su presencia, no quiero parecer débil. Espero a que desaparezca tras la puerta de la sala de interrogatorios para dejarme caer abatido sobre la mesa. El corazón me late frenético en el pecho, y solo pude hacer una cosa: llorar. Mi hermano, el que en más de una ocasión me había salvado de caer en la oscuridad de las drogas, el que habría cedido su vida si fuera necesario por salvar la mía, el que había sido pieza clave en mi venganza, el que me había ayudado a acabar con la vida de cada una de las personas que una vez me hicieron daño; ahora ya no estaba.

Tras media hora de silencioso llanto, pues por nada del mundo quiero que nadie escuche mis flaquezas. Me siento liberado y agotado emocionalmente. Todas las experiencias vividas en las últimas horas han sido horribles, incluso peor que cuando éramos niños y nuestro tío abusaba de nosotros. Pero lo que jamás conseguiría borrar de mi mente era el rostro de mi hermano la última vez que lo vi con vida, cuando me había dicho que tenía un plan que lo volvería millonario en cuestiones de horas. A mi mente llega una idea que no me gustaba nada. Ato los cabos sueltos que Austin fue dejando y que no fui capaz de darme cuenta. Mi hermano se refería a la recompensa por el rescate  de Hazel Rice.

La puerta de la sala de interrogatorios cruje cuando la abren y aparece ante mí el mismo oficial que anteriormente me condujo hasta aquí.

—Señor Pierce, tiene una visita —me informa.

Me seco las lágrimas que aun descansan en mis mejillas y echo mi cabeza hacia atrás con brusquedad.

— ¿Quién es? —pregunto enojado. La ira relampaguea en mis ojos negros.

—La señorita Marla Collier. —En su rostro se muestra una estúpida sonrisa que por un momento tengo la intención de borrarle de un puñetazo.

No me pregunta si quiero recibirla, porque si lo hubiera hecho de seguro me habría negado en rotundo. Me quedo helado cuando la puerta se vuelve a abrir y ante mis ojos aparece la chica rubia que llevo meses evitando a toda costa. La observo titubear antes de llenarse de determinación y sentarse delante de mí. Coloca su bolso encima de la mesa pero todavía no se atreve a mirarme a la cara. Supongo que después de todo lo que ha pasado le es difícil. Finalmente levanta su mentón, en el cual aparece un pequeño tic nervioso antes de atreverse a mirarme y emitir alguna palabra.

—Hola… —Susurra con su mirada clavada en mis ojos.

— ¿Por qué viniste? —mi voz suena dura.

—Tenía que verte —de sus labios brota una sonrisa que me pone de los nervios.

—No tenías por qué hacerlo —enderezo mi espalda en la silla, tratando de encontrar una mejor postura para observarla con detenimiento.

Ella suspira, intentando conservar su paciencia, o buscando la valentía para seguir aquí, delante de mí.

—Te creo —murmura, arrastrando su mano para tocar la mía por encima de la mesa. Mis ojos la observan con admiración. Pocas personas en mi vida se atreven a mirarme con la determinación con la que Marla lo hace. Es como si me desafiara con solo una mirada —. No serías capaz de algo como eso.

Tomo su mano y la halo para acercarla a mí. Su boca queda a escasos centímetros de la mía. Puedo sentir su respiración nerviosa.

—No tienes ni puta idea de quién soy. Ni puta idea —le susurro. Sus ojos relucen como diamantes ante mis palabras. Retira su mano de mi agarre y masajea su muñeca.

—Me está subestimando, doctor —sonríe de forme maliciosa. Su vos suena más ronca que antes, con más osadía.

Me pongo de pie y ella hace lo mismo. Me acerco a ella despacio, como si fuera un depredador a punto de alcanzar su presa. Su espalda acaba pegada a la pared descorchada y creo que un pedazo de ella acaba de caer al suelo. Mis ojos se centran en ella, solo en ella. Aspiro por la nariz antes de rebatir sus palabras.

—Eres valiente, Marla Collier. Si no estuviera tan jodido, hace tiempo que fueras mía.

—Yo no soy de nadie, no soy un objeto, Carlos Pierce.

Tomo sus manos y las inmovilizo por encima de su cabeza, contra la pared. Sus palabras resuenan con fuerza en mi mente. Cualquier mujer en su lugar estaría aterrada con mis acciones, pero sin embargo ella no muestra miedo alguno, todo lo contrario. Una leve sonrisa se implanta en mis labios cuando Marla comienza a forcejear para que la suelte.

—Suéltame. —Me ordena con voz firme.

Pego mi cara a la de ella y susurro una última frase.

—Ni de coña.

Mi boca se funde con la de ella y muerdo su labio inferior con mis dientes. Me olvido del lugar en el que nos encontramos. Esta mujer va acabar conmigo, está robándome todo el control que algún día me juré tener cuando se trata de mujeres. No puedo seguir fingiendo que no la deseo, eso iría en contra de mí y de lo que corre por mis venas. Deseo a Marla, demasiado para ser algo sano. Nos interrumpe el sonido de un golpe en la puerta y una voz detrás de ella.

—Se acabó su tiempo, señorita Collier. —Anuncia el oficial.

Nos miramos, y ella parece casi tan alterada como yo. Se humedece el labio inferior en un gesto demasiado erótico. Guardamos silencio y nos apartamos para volvernos a sentar en las sillas antes de que el oficial entre a por ella. El pulso me late tan deprisa que no logro controlarlo, tampoco quiero controlarlo, todo lo contrario, quiero que se acelere todavía más pero con ella desnuda enfrente de mí. La puerta se abre y el oficial entra a la sala de interrogatorios. Con un gesto de su cabeza le indica a Marla que ya debe salir. Ella se pone de pie y camina hacia la puerta, pero antes de marcharse se gira hacia mí.

—Esto no acaba aquí.

Luego sale por la puerta perdiéndose de mi campo de visión.

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