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3 de Mayo

Carlos

«No pienses en ella, Carlos. Ni se te ocurra arrepentirte…».

Ese es el mantra que me repito una y otra vez para evitar arrepentirme de lo que tengo que hacer. No siento culpa ninguna, tampoco remordimiento, soy un saco de músculos sin emociones ni expresiones. En cada trabajo que hago me evito pensar en nada, trato de dejar mi mente aislada para impedir sentir alguna de las emociones que tienden a sentir los humanos. A veces pienso que no soy humano, sino una especie de animal que en cualquier momento estará en peligro de extinción.  Pero hay algo en este encargo que hace que ponga mis neuronas a pensar, y siento culpa, demasiada para mi gusto. Hace unos meses conocí a Marla, y doce días después de eso, descubrí que mi próximo objetivo, el reconocido abogado Cooper Llorca, es su padre. El puto destino haciendo de las suyas otra vez. Me cago en él, cabrón.

Llevo todos estos meses evitando las llamadas de Míster Crawford, no puedo decirle que no haré el trabajo, eso sería cavar mi propia tumba y echarme la tierra yo solito. Todos estos meses he obviado el trabajo que me encomendó: acabar con la vida de Cooper Llorca, el padre de la que es, posiblemente, la única mujer que me ha interesado en años. Estoy jodido, tengo que escoger entre mantener una relación con ella, o acabar con su padre. Aunque pude percibir que ella no sabe el vínculo que posee con él. Mi decisión estaba tomada, hasta que ayer Míster Crawford envió a dos de sus hombres a darme un escarmiento; o eliminaba a Cooper, o ellos eliminarían a Marla. Ni idea tengo de cómo se enteraron esos cabrones de mi relación con ella, pero algo si tengo claro; nadie le tocará un pelo jamás. No mientras yo viva. Por esa razón hace unas semanas decidí acabar con esta relación antes de que sucediera lo peor. Y por eso ahora me debato entre mi negocio, o los sentimientos.

El bufete Pérez-Llorca es el más prestigioso de Nueva York, y es completamente distinto al resto de los bufetes esparcidos por toda la ciudad. Sus consultorios están pintados de un tono gris lúgubre. No hay colores alegres en las paredes. He perdido la cuenta de las veces que me he detenido delante de este edificio y no me he atrevido a entrar y cumplir con mi encargo. Pero hoy no pienso detenerme.

Me cubro la cara con unas gafas de sol oscuras y me aseguro de que tengo los guantes de cuero negro bien puestos antes de entrar al edificio de dieciséis pisos. Arreglo mi inmaculado traje negro de corbata blanca y me dispongo a caminar.

—Buenos tardes, señor —dice la recepcionista cuando me ve entrar como perro por mi casa —. ¿Qué servicio desea solicitar en nuestro bufete? —me pregunta sonriente.

Me quedo quieto y analizo cada una de sus palabras para darle una respuesta convincente. Me quito las gafas y le sonrío de forma seductora; siempre me funciona. Sin duda recordará mi rostro cuando la policía encuentre el cadáver de Cooper Llorca y pregunten por posibles sospechosos. Pero no me importa, ya buscaré la forma de salir luego.

—Tengo cita con el abogado Llorca —digo.

—Ah, me lo imaginaba. —Sonríe.

Le regalo otra de mis sonrisas falsas antes de encaminarme hacia el consultorio de Llorca. Espero media hora antes de pasar por delante de la cámara de seguridad que se encuentra de frente a la puerta de Cooper. Paso a su lado y corto los cables del circuito, logrando apagarla. Miro a ambos lados para asegurarme de que no haya nadie que pueda verme. Me acerco a la puerta y lentamente la abro, tratando de no hacer ruido ninguno. Entro y no hay señales de Cooper Llorca por ningún lado. De soslayo lo escucho hablar por teléfono desde el baño de su oficina, pega mi oído a la pared para poder escuchar mejor.

—Sí, entonces los espero aquí. ¿Crees que Marla se ponga feliz? —murmura él y siento el agua del grifo caer en el lavamanos.

No sé con quién estará hablando, pero desde luego se tienen mucha confianza. Escuchar el nombre de Marla salir de su boca hace que me estremezca. Por primera vez me asaltan pensamientos de culpa. La culpa de ser el responsable de dejar a Marla sin padre sabiendo lo mucho que siempre lo ha añorado. Yo mejor que nadie se lo que es crecer sin una figura paterna. Viejos y horribles recuerdos empiezan a pasar por mi cabeza, y me deshago de ellos de inmediato. Cooper Llorca no merece morir, y Marla merece saber la verdad.

Oigo que cierra el grifo del agua y se dispone a salir del baño. Lo más de prisa de puedo me escondo detrás de la estantería de madera blanca sin hacer ruido. Él se sienta en su silla de escritorio con una enorme sonrisa y luego extrae de la gaveta lo que parece ser una foto. La mira con adoración y la acaricia con la yema de sus dedos. Luego la vuelve a colocar en su antiguo lugar y se levanta para salir de la oficina. Suspiro aliviado y salgo de mi escondite. Me acerco al escritorio y abro la gaveta, saco la foto y la miro detenidamente. La niña que se vislumbra en ella se ve feliz, sonriente y llena de luz. Sus enormes ojos azules miran a la cámara con adoración y dulzura. No parece tener preocupaciones ni miedos. Reconocería esos ojos donde quiera que me miraran, la niña de la foto es Marla. Una Marla diferente, una que sonreía.

Coloco la foto en su sitio anterior y exactamente cómo mismo Cooper la ha dejado, no es necesario levantar sospechas. Me desplazo muy lento por el pasillo trasero de la consulta y bajo los pisos restantes en el ascensor de carga utilizado por los trabajadores del servicio de limpieza. Mi móvil comienza a sonar y en la pantalla de seis pulgadas se muestra el nombre de Míster Crawford. Lanzo un bufido y dejo caer el móvil por una de las alcantarillas de la ciudad, sintiendo un gran alivio al hacerlo. Después de esto, tendré que esconderme un buen tiempo. Estoy consciente de que tendré una de esas noches en las que no puedo dormir por las pesadillas. Pero pasan, siempre pasan. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás. No acabaré con la vida de un inocente.

Camino casi de puntillas por la salida del edificio Pérez-Llorca, tratando de pasar desapercibido. Estoy tan distraído en mis pensamientos que no presto atención cuando una voz de mujer me llama por mi nombre.

— ¿Carlos?

Levanto la cabeza y ante mí se encuentra Serena. La miro a los ojos y puedo notar su curiosidad en saber qué hago aquí.

—Hola, Serena, que sorpresa verte por aquí —disimulo, tratando de sonar convincente.

—La sorpresa es mía, ¿qué haces aquí? —pregunta, entrecerrando sus ojos.

—Tenía cita con el abogado Pérez, ya sabes, trámites engorrosos y eso. —Siempre se me ha dado bien mentir.

Ella sonríe ajena a la mentira que le acabo de contar, ni siquiera conozco al tal abogado Pérez.

— ¿Has visto a Marla? Últimamente no la veo mucho, estoy preocupada por ella —pregunta, y de verdad se le nota la preocupación en cuanto arruga su frente y deja escapar un suspiro.

En lo menos que quiero pensar ahora es en Marla, y ella viene y lo primero que hace es mencionar su nombre. Puto karma y sus leyes estúpidas.

—No, no la he visto, y tampoco tengo interés en verla —respondo mordaz, dejando claro que no me interesa tener esta conversación. Serena parece captarlo de inmediato, porque se escabulle a mi lado y bajo su cabeza hacia el suelo.

—Ya, comprendo. Tengo que irme, Carlos, gracias por todo lo que has hecho por nosotras. —Se marcha sin más.

Hace unos meses sentía atracción por Serena, pero eso ha cambiado, y aunque aún albergaba alguna esperanza, con el encuentro de hoy me ha quedado claro que estoy mirando en la dirección equivocada.

Llego a mi casa y entro por la parte trasera, el sótano. Siempre lo hago de esta manera para evitar llamar la atención de mis vecinos. Tengo que comunicarme con Míster Crawford y decirle que no voy a realizar el trabajo, que se busque a otro para ello. Aparco mi Aston Martin DB11 y salgo de él, subiendo al ascensor para llegar a mi piso. Cuando las puertas de este se abren se muestra el salón a oscuras, como siempre. Arrastro mis pies hasta la habitación y extraigo de la pequeña gaveta de la mesita de noche el móvil de seguridad que siempre guardo para estos casos. Sonrío cuando lo tomo y veo justo a su lado la pistola 9mm con silenciador que en ocasiones utilizo en mis trabajos.

Me siento en una esquina de la cama y enciendo el móvil, tomo la tarjeta de Míster Crawford de mi billetera y los dedos me tiemblan con cada digito del número que tecleo en la pantalla del móvil.  No me importa lo que me pueda llegar a pasar a mí, pero si lo que puedan hacerle a Marla. Ya tengo suficiente con haber perdido a mi hermano, lo único que me quedaba.

Un timbrazo, dos, tres, cuatro, cinco, seis, y salta la contestadora.

¡Mierda!

Me decido por enviarle un mensaje. No tengo más opciones.

No puedo hacerlo. Búsquese a otro.
Carlos.

Suspiro aliviado, como si acabara de quitarme un enorme peso de encima, de hecho, es justo lo que acabo de hacer. Cuando me dispongo a entrar al baño para darme una larga ducha, la línea de teléfono fija suena. Entrecierro los ojos con extrañeza, porque este número solo lo tiene el portero, y también lo tenía mi hermano Austin. Por un momento me detengo enfrente del teléfono mientras este continúa sonando, me debato entre contestar o no hacerlo, pero si hay algo por lo que los humanos tendemos a perder, es la curiosidad.

— ¿Quién es? —respondo con los labios prensados y la mandíbula en tensión.

El silencio se escucha del otro lado de la línea y la respiración compensada de alguien atraviesa el altavoz.

—Buenas tardes, señor Pierce, he pensado que sería mejor llamarlo a su casa, por si se diera la casualidad de que no respondiera al móvil. —La voz al otro lado se escucha sarcástica y burlona, pero no logro identificar de quién se trata.

— ¿Qué quiere? —Parpadeo un par de veces.

—Darle un escarmiento, pero tranquilo, por el momento seré sutil. En cambio, no creo que las autoridades lo sean cuando sepan el nombre del justiciero que anda por toda la ciudad acabando con su escoria. —Se atreve a amenazarme.

— ¿Quién es?

— Míster Crawford, señor Pierce. ¿Sabe? Tiene que aprender a anticiparse a su oponente, de lo contrario, suceden este tipo de situaciones incómodas. Le di la oportunidad de hacer la diferencia entre morirse o cumplir con su palabra, y ahora veo que ni siquiera eso tiene: palabra. Pronto nos veremos, señor Pierce, más pronto de lo que usted cree.

Despego el teléfono de mi oído un poco, tratando de mantener mi furia al margen. Esto no se quedará así, por supuesto que nadie me amenaza y sale ileso.

—La partida se ha acabado, Míster Crawford, pero el juego continua. Esto se acaba cuando yo lo decida. Usted es libre de acusarme con la policía, incluso es libre de tratar de acabar con mi vida, pero… no soy presa fácil, se lo puedo asegurar —una sonrisa macabra se instala en mis labios.

—Ya lo veremos, señor Pierce, ya lo veremos.

Un fuerte pitido inunda la línea de teléfono, indicando que ya ha colgado la llamada. Me remuevo incomodo en mi sitio y suelto un bufido al aire. Estoy cansado de toda esta mierda. Tiro el teléfono contra el suelo en un ataque de furia. Mi mente ha comenzado a dar vueltas, y me niego a creer lo que acaba de pasar.

— ¡Joder, joder y joder! —grito mientras lanzo al suelo de un manotazo todos los objetos de encima de la mesa de centro, haciendo un ruido descomunal al quebrarse algunos de ellos.  Esto no tiene que estar pasando, no a mí.

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