20 de Marzo
Marla
Hace dos semanas que no sé nada de Carlos, y la preocupación se instala en mi sistema como una alarma. Sé que ya fue liberado de la cárcel sin cargos, puesto que se demostró que no tuvo nada que ver con el secuestro de Hazel. No soy del tipo de mujer que se queda de brazos cruzados, por lo que hoy he decidido aparecer por el hospital con la intención de averiguar algo de él. Me levanto del sofá de un tirón dispuesta a darme una ducha rapidita. Corro hacia mi habitación y abro la puerta del armario para escoger una prenda que me haga ver provocativa. Mi plan es sacar de quicio al doctor. Ya he comprobado que funciona. Ni de coña volverá a resistirse a mí.
Lanzo un bufido de frustración ante la carencia de ropa de mi agrado. Si fuera una de esas riquillas de papá tendría a mi disposición un closet de esos de películas, con zapatos a juego con cada uno de los vestidos de diseñador que cuelgan de él. Pero bueno que se le va a hacer, es lo que hay. Tanteo con una mano la parte trasera del armario, a ver si Dios obra el milagro y encuentro algo que me sirva para mi plan, y ¡voila! encuentro un vestido negro con escote de infarto. Es perfecto. Sonrío al ver mi descubrimiento como si fuera un hallazgo de la época romana. Lo tomo en mis manos y lo coloco encima de la cama para admirarlo. Es precioso. Trago saliva ante la idea de ver la expresión que pondrá Carlos. Desfilo hacia el baño como si fuera una modelo de Victoria Secret. Acabo tropezando con la alfombra de algodón de la entrada del baño y casi termino con la cara metida en el váter. ¡Genial! ¡Soy tonta!
Me ducho en diez minutos y enfundo mi vestido en mi cuerpo, me maquillo de forma discreta y calzo los zapatos color rojo de tacón de aguja que Serena me obsequió la temporada pasada. Me apliqué un poco de colorete en mis mejillas y tomé mi bolso de imitación que descansaba en la mesita de noche. Salí de mi apartamento y revisé mi monedero, solo disponía exactamente de diez dólares y treinta dos centavos, con esto no me alcanza ni para pillar un taxi. Lo típico de mi vida, cada día supone una lucha para llegar a fin de mes, y aunque no me va tan mal en el restaurante, tampoco gano millones, ¡qué digo millones! ni miles.
Tuve que decidirme por tomar el metro. Era eso, o volver a casa, pero mi orgullo no me lo permite. Tengo que cumplir un plan sea como sea. Bajo los escalones del metro y salto el torno justo a tiempo para alcanzar el tren B al centro de la ciudad. Las personas me miraban con cara asombrada, y es que, ver a una mujer corriendo como una prófuga con unos tacones altos en plena noche deja mucho que pensar. Me agarro a la barandilla y cierro los ojos para respirar profundo. La carrera para alcanzar el tren me ha dejado fatigada. Tengo que pensar en hacer ejercicio.
—Próxima parada, Jersey City —dijo una mujer por el altavoz del tren.
Cuando se abrieron las puertas, salgo corriendo con dirección al Children Center. Camino hasta la entrada del hospital y me detengo justo enfrente de ella. El fuerte sonido de un trueno hizo que corriera a resguardarme de la inminente lluvia que amenazaba con caer. Entro y me acerco a la recepcionista que juega distraída con su teléfono móvil. Pongo los ojos en blanco ante las facilidades que tienen algunos en los trabajos. En el mío si mi insufrible jefa me pilla con el móvil en la mano, me coloca de patitas en la calle y sin derecho a finiquito.
—Disculpe, señorita —digo —. ¿Dónde puedo encontrar al doctor Carlos?
La chica ni siquiera aparta la vista del aparato. <Aggg… como odio eso>.
—No se encuentra en la institución. —Responde por inercia, sin mirarme.
Suspiro para atraer la paciencia a mí y no acabar perdiendo los estribos.
— ¿Sabe dónde vive? Me urge encontrarlo —le ruego. Como decía mi difunta madre, “para conseguir algo, necesitas rebajarte”.
Por primera vez la chica se atreve a centrar su mirada en mí. Aparta el teléfono a un lado de la mesa de recepción y busca en la computadora.
—435 de Park Avenue, planta 94 —murmura.
—Gracias.
Salgo del hospital con la misma velocidad con la que entré. La lluvia ha comenzado a caer y temo lo peor con estos tacones. Me toca volver a tomar el metro para dirigirme a Park Avenue.
Miro la hora de mi móvil. Las 11:34 de la noche. Una hora y veintitrés minutos para llegar a la avenida. Entre tomar el metro y más de media hora andando, tengo los pies que no me los siento. Tengo el instinto de quitarme los tacones y andar descalza por toda Manhattan, pero ni de coña, el glamour es lo primero. Me detengo enfrente de un enorme edificio de más de cien plantas. Es tan alto que apenas se distingue su altura.
<Planta 94, planta 94, planta 94> Me repito mentalmente para no olvidarlo mientras camino hacia la portería del edificio con entrada dorada.
—Buenas noches, señorita. —Me sonríe un portero de traje negro y corbata blanca. Parece un pingüino.
Me quedo paralizada en el lugar durante varios minutos, asimilando todo lo que mis ojos acaban de avistar. Es increíble. Unas brillantes y enormes lámparas doradas de arañas cuelgan en el alto techo, el suelo de mármol gris y una fuente redonda en medio del lugar. La modernidad se distingue en este sitio. Cuando logro recuperar la compostura, miro sonriente al portero que todavía espera mi pregunta.
—Buenas noches, necesito ver a Carlos Pierce —digo con total seguridad.
—Ático de la planta 94.
—Gracias.
Me despido en un gesto con mi mano, pero cuando subo en el ascensor el portero corre hacia mí antes de presionar el botón de cerrar las puertas, impidiéndome subir.
— ¿Qué hace? —le reprocho enojada aún con mi dedo colocado en el botón.
—Lo siento, pero no puedo dejarla subir si el señor Pierce no me da luz verde —pone expresión lastimera.
— ¿Qué? ¿Usted sabe con quién está tratando? —le pregunto enojada, metiéndome en mi papel de heredera indignada.
El hombre pone cara de no entender ni media de lo que hablo. Si supiera que no soy nadie, seguro terminaríamos los dos riéndonos juntos de nuestra miseria.
—Lo siento, señorita, pero es mi trabajo.
Termino saliendo del ascensor refunfuñando. Encontrar a Carlos está resultando ser todo un reto de supervivencia. Camino detrás del señor trajeado hasta la mesa donde descansa un teléfono fijo. Lo toma y marca un número bastante corto.
—Llamaré al señor Pierce para anunciarla —me informa.
Mis nervios afloran en el momento menos oportuno. Estoy convencida de que no querrá recibirme, después de todo se pasa la vida huyendo de mi como si llevara la peste encima. El portero me observa de arriba abajo mientras espera a que Carlos conteste.
—Señor Pierce, una señorita desea verlo —le comunica a través de la línea de teléfono —. Sí, su nombre es… —me mira, esperando que le diga mi nombre.
—Marla Collier, soy su novia —susurro, nerviosa.
—Su nombre es Marla Collier y dice que es su novia — anuncia —. Sí, está bien, señor Pierce.
Cuelga la llamada y dirige su mirada hacia mí. Me remuevo nerviosa por su respuesta.
—Puede subir.
En mi rostro se implanta una sonrisa diabólica, y me dan ganas de restregarle en su cara el no haberme dejado subir. Pero ya he logrado mi objetivo, ya no vale la pena. Subo al ascensor y marco la planta 94. Las puertas se deslizan silenciosamente al abrirse unos segundos después, desvelando un suelo blanco brillante. Observo a mí alrededor con asombro en mi rostro, esto es más alucinante que la portería. Camino unos cuantos pasos hacia el enorme salón de estar con muebles blancos y persianas grises. Este ático es mil veces más grande que mi diminuto apartamento.
De repente las luces se encienden y las persianas comienzan a deslizarse, mostrando unas vistas preciosas hacia Central Park. Me mordí la lengua para evitar soltar un taco al respecto. Me sobresalto al escuchar un carraspeo proveniente de un rincón oscuro del salón.
—Buenas noches —murmura Carlos, mostrándose con una copa en su mano derecha.
Aclaro mi garganta antes de responder.
—Buenas noches —susurré, los nervios acababan de azotarme como un huracán a una isla. Verlo así, casi sin ropa, me tiene la mente nublada, no puedo pensar bien. Él da unos cuantos pasos hacia mí y deja su copa encima de la mesa de cristal templado. No lleva camiseta, por lo que puedo contemplar su cuerpo al completo. Su atuendo es solo un chándal azul que cubre sus partes íntimas.
—Mentiste, le dijiste a mi portero que eres mi novia, ¿por qué? —indaga, y no sé si está enojado o todo lo contrario.
Me remuevo perturbada en mi lugar, sin ser capaz de dar un paso siquiera.
—Tenía que hacer que me dejara subir —confesé —. Hace dos semanas que no sé nada de ti.
Silencio.
—Mmm, está bien, te perdono esa mentira, pero ya puedes irte.
Ahora soy la que camina hacia él.
—No me echarás de aquí —contraataqué con la mayor determinación posible.
Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios.
—Entonces llamaré a la policía y les diré que una loca me acosa —da un paso hacia mí, quedando a pocos centímetros de mi boca.
—Puedes intentarlo —pongo los ojos en blanco.
—Tengo algo mejor que intentar…
Antes de poder siquiera pestañar, Carlos asalta mi boca con arrebato, provocando que suelte un jadeo ronco. Deo de estar aterrada, cualquiera en mi lugar lo estaría, pero en vez de eso una emoción desmedida me corroe por todo el cuerpo, y estoy segura que nada tiene que ver con el miedo. Su boca se funde con la mía u su lengua se instala en mi boca, chocando con mis dientes. Ladeo mi cabeza para tener mejor acceso a su boca. Antes de darme cuenta de lo que pasa, Carlos se separa de mí y toma mi mano para arrastrarme hasta su habitación.
Me arrastra hacia su cama y de un empujón me tumba en ella. Siento su peso caer sobre mí, provocándome una tormenta de deseo. Intento tocarlo, pero me lo impide juntando mis manos por encima de mi cabeza. Carlos aparta su boca de la mía y me mira a los ojos.
—Dime que me deseas. —Susurra en mi oído.
Me humedezco el labio inferior antes de darle mi respuesta.
—Te deseo. —Susurro con mi boca pegada a la suya.
Esta vez soy yo la que se apodera de sus labios, y consigo liberar mis manos de su agarre para trasladarlas a su trasero y lograr pegarlo un poco más a mí. Su erección roza mi humedad.
—He intentado apartarte de mí, pero me lo has puesto difícil —me dice con voz entrecortada al tiempo que atrapa un pecho con su mano, acariciándome el pezón por encima de la ropa. Gimo por las increíbles sensaciones que me provoca.
—Cuando quiero algo voy a por ello —respondo, con la vista clavada en su expresión.
—No soy bueno para ti.
Hago caso omiso a sus palabras. Levanto las caderas en busca de presión. Acaricia mi humedad con los dedos y echa el tanga hacia un lado para introducir uno. No es suficiente, necesito más fricción.
—Quiero más.
Sus ojos oscuros brillan con posesión.
—No soy bueno para ti.
¿Acaso no piensa decir nada más? Por suerte no se detiene. Me acaricia un pezón con una de sus manos mientras con la otra me folla con el dedo hasta llevarme al borde del orgasmo. Se pone de pie y se quita el chándal que lleva. Mi boca se abre con asombro al ver que no lleva calzones. Su polla salta y él se la acaricia con una de sus enormes manos.
—Fóllame —pido.
Menea la cabeza al tiempo que una sonrisa perversa asoma a sus labios. Se la acaricia una vez más antes de volver a colocarse encima de mí. Con un rugido se introduce dentro de mí, besándome en el proceso. Cada una de sus embestidas acaba con la poca energía que me queda. Su dominación hacia mí es innegable. Grito y siento que ya no puedo aguantar mucho más. El corazón me late con tanta fuerza y una gota de sudor resbala por su frente y cae en mis pechos. No existe nada a mí alrededor que no sea Carlos. Me corro y él hace lo mismo. Pega su frente a la mía, y mis pulmones se llenan de su olor a sudor con sexo.
Unos minutos después se retira de mi interior y me arrastra junto a él a un lado de la cama. No me abraza, simplemente se mantiene en su lado y yo en el mío. Lo miro a la cara, pero su vista se pierde en algún punto de la habitación.
—Deberías marcharte —murmura sin mirarme.
—Debería, pero no pienso hacerlo —susurro, molesta por su reacción.
—No soy bueno para ti —finalmente centra su mirada en mí.
—Llevas toda la noche repitiendo eso —meneo la cabeza —. ¿Quieres explicarme por qué? —le pregunto, con expresión pétrea en mi rostro.
—Porque amo a otra mujer, no sería justo contigo —confiesa, mordiéndose su labio inferior.
Su confesión me deja de piedra, principalmente porque acabamos de follar. Pero en vez de demostrarle alguna reacción, añado con cierto hilo de dolor en mi voz.
—Sí, lo sé, mi mejor amiga —sonrío sarcástica, pero no me va esa pose de chica a la que no le importa nada en absoluto.
Él me mira y creo detectar una sonrisilla traviesa en sus labios. Suspiro mientras me levanto de la cama y comienzo a vestirme. Carlos acomoda su espalda en el respaldar de la cama y me observa.
—No es lo que crees — musita.
—Sí, claro, lo que tú digas. —Digo en un tono de superioridad y con la barbilla en alto.
Él se endereza hacia delante y toma sus calzoncillos del suelo de una volada, se levanta de la cama y se los coloca. Con ellos puestos se acerca a mí y me agarra del brazo.
—Marla, no es lo que crees —vuelve a repetir.
Intento soltarme de su agarre, pero él es más fuerte que yo que acabo por rendirme.
— ¡Suéltame! ¡No quiero que me vuelvas a tocar! —grito furiosa.
Me fulmina con la mirada, y veo en sus ojos algo mucho más que un simple enamoramiento hacia Serena, Carlos me oculta algo, algo turbio que no tengo intención de averiguar. Lo hace, me suelta y retrocede dos pasos hacia atrás, dejándome vía libre para que escape de allí, de él. Corro hacia el salón con sus pasos pegados a los míos. Tomo mi bolso de encima del sofá y abro la puerta, pero me detengo para mirarlo por última vez. La estupefacción más absoluta se refleja en su cara. Una sonrisilla tristona aparece en sus labios mientras clava su mirada en mí. Bajo mi cabeza hacia el suelo y poco a poco cierro la puerta para no volver a verlo jamás.
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