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Cap. 3 Oliver

Yo soy Oliver. Soy profesor de dibujo en la universidad y aunque no imaginaba que estuviera destinado a la docencia, lo cierto es que me encanta lo que hago. 

Me habría gustado llegar a ser un artista de renombre y exponer mis obras en los más importantes museos del mundo. Pero, francamente, la vida que llevo me encanta. Creo que no puedo pedir más.

Al menos, por ahora.

Porque sí es cierto que hoy me he levantado con una extraña sensación. Supongo que habrá sido por la noticia de que mi hermano se casa este verano. La verdad es que no me lo esperaba.

Mi hermano es el típico vividor de libro. Es un abogado de éxito que se instaló en Nueva York hace unos años, llevando la típica vida newyorkina que conocemos, o al menos que yo conozco por las películas.

Guapo, joven, exitoso y con dinero, su máxima preocupación es elegir la camisa que mejor le va con el pantalón, para su cita de cada noche. Había hecho fortuna con los casos de divorcios de gente de mucha pasta, y había decidido que el amor no era algo que fuera con él. Se sentía cómodo viviendo relaciones esporádicas, superficiales y sin compromiso. Defendía que la mejor parte de una relación era el principio, así que él solo quería vivir principios (según él, el primer o segundo mes como mucho).

Pero, a sus 36 años, acababa de anunciarme que había decidido casarse. Que acababa de cumplir una etapa de su vida y era el momento de pasar a la siguiente. Y eso me había desmoralizado un poco. Yo cumplo los 30 este año,  y no sé en qué momento me llegará ese cambio de etapa, pero supongo que será pronto. Y me preocupa saber con quién me va a pillar esa etapa. 

¿Y si me llega cuando estoy saliendo con una chica que no es la mujer de mi vida? ¿Decidiré casarme con ella, como ha hecho mi hermano, porque es el momento de pasar de etapa, aunque no esté enamorado de ella?

¿Y qué pasará con Alan y Emy? Es lógico pensar que tendríamos que dejar de vivir juntos y, sinceramente, ahora mismo no me imagino otra forma de vida que no sea la que compartimos actualmente.  

Y hasta esta misma mañana, cuando Emy ha entrado a mi habitación para comprobar que respiraba y me ha dado un susto de muerte (y no, no me estaba masturbando), no me había planteado que mi vida podría cambiar. 

No puedo imaginar mi vida sin que Emy entre en mi habitación con una de sus excentricidades, ni sin nuestras cenas de Nochevieja tirados en el sofá, tomando nuestras peculiares uvas, bailando las canciones que ponen en los programas especiales y brindando por los propósitos para el año nuevo. Ni sin compartir jornadas de charlas interminables sobre diferentes temas, hasta las tantas de la madrugada, disfrutando de cada minuto del momento presente.

Tampoco puedo imaginarme pasar una temporada sin escuchar los lamentos de Alan por romper con la chica de la que hacía tan poco tiempo se había enamorado, pero ya no le hacía vibrar. Ni intentando ahuyentar a los piltrafas de chicos que nos presenta Emy, que se vuelven locos por ella y se empeñan enseguida en sacarla de nuestra casa para tenerla solo para ellos. 

No, no puedo imaginar una vida diferente a la que llevo y, sin embargo, esta mañana me he levantado con la extraña sensación de que algún día, cuando llegue ese cambio de etapa, todo podría cambiar. Y me he agobiado. 

Mientras soplo el café que me he preparado en mi gran tazón con la cara de Bob Esponja, Emy sale de su habitación y se planta delante de mí, con los brazos en jarra y el ceño fruncido, y esa vieja y deshilachada camiseta gris, que cualquier día se le cae a trozos:

—¡Me da igual que no me consideréis sexy! —exclama con convicción, y al mirar a su alrededor y comprobar que Alan no está en la estancia, repite su frase, dirigiéndose únicamente a mí—: ¡Me da igual que no me consideres sexy! Lo soy. Soy una tía guay, y sexy. Y soy guapa. Quizás no sea un bellezón, pero tengo mi atractivo. 

Por encima de mi humeante café, afirmo mentalmente cada una de sus palabras, pero me limito a decir:

—No puedo añadir nada más.

Emy parece satisfecha con mis palabras y se dirige hacia donde se encuentra Alan, una sala separada por una gran apertura sin puertas que él denomina el invernadero y, adoptando la misma posición, le repite el mismo discurso que a mí. Y cuando lo termina, escucho la frase que Alan le  contesta y que, conociéndole como le conozco, sé que se arrepiente de inmediato al decirla. Más cuando le escucho balbucear y tartamudear, como es costumbre en él cuando se pone nervioso:

—Por supuesto que sí, Emy, ¡eres preciosa! —No le veo el rostro desde mi posición, pero estoy seguro de que se ha puesto colorado. Y a continuación, intenta explicarse—: Bueno, quiero decir..., mi opinión... nuestra opinión..., la opinión de un hermano es... Pero eso no tiene que..., lo importante es que tú..., pero nosotros somos..., tú eres quien... Y no solo tú, sino cualquier persona que... Y ninguna opinión debe condicionar o hacer que... Pero vamos, que sí, y..., a ver...

—No entiendo como siendo escritor, te puedas expresar tan mal —le interrumpe Emy.

—Porque se ha acostumbrado a expresarse con la escritura y se le ha olvidado hablar —digo yo desde la cocina. 

Emy se acerca de nuevo a mi posición, quedándose en un punto en el que tanto Alan como yo podamos escucharla con claridad, para añadir:

—Bueno, cambiemos de tema. Voy a necesitar vuestra ayuda. Es algo muy importante, fundamental, crucial en mi vida, así que cuento con vosotros.

—Por su puesto que sí —contestamos Alan y yo, casi al unísono. Algo crucial para Emy puede ser que no nos olvidemos de comprar cilantro para preparar una receta que quiere hacer y que, en raras ocasiones, consigue que sea algo comestible. Pero esta vez, quizás hayamos aceptado su petición de ayuda con demasiada ligereza.

—Va a ir al estudio uno de los jefazos de la Marvel, creo que es hijo, nieto o sobrino de alguno de los fundadores —empieza a explicar—: Parece que le ha llamado la atención nuestra tira cómica y está buscando gente que se una a su equipo en Los Ángeles. 

—Qué bueno, Emy. ¿Y para qué necesitas nuestra ayuda? —pregunta Alan.

—¿Quieres que lo secuestremos y torturemos hasta que te contrate a ti? —pregunto yo.

—No. Eso lo dejaremos como plan B —responde Emy con demasiada seriedad—: Tengo un plan A y es para el que os necesito. 

Guarda un breve silencio, que nosotros respetamos, expectantes.

—He creado una superheroína y he preparado unas viñetas para presentar al personaje y contar una breve historia. Se llama Womanicer y quiero mostrársela al de Marvel.

—Genial, Emy. ¿Y cómo podemos ayudarte nosotros? —pregunta Alan—: ¿Necesitas algún dibujo?

—No, os necesito a vosotros, como el Capitán América —dice, señalándome a mí. Y señalando a Alan, añade—: Y tú como Batman.

—Batman no es de Marvel —aclara Alan.

—Lo sé, pero tienes el disfraz, ¿no? En la viñeta que he preparado, el malvado es un hombre de negro que todavía no tiene nombre. El disfraz me sirve para recrear la escena, ya le buscaremos un nombre.

—Un momento —intervengo—: ¿Qué quieres decir exactamente con eso de "recrear la escena"?

—Es la ayuda que quiero pediros. En lugar de mostrarle mi viñeta, a la que no sé si prestará atención, he pensado en hacer una performance en la calle...

—Para, para, para... —la interrumpo—: ¿Quieres que nos disfracemos de superhéroes y hagamos el cuadro en la calle?

—No es hacer el  cuadro —protesta Emy, ofendida—: ¡Es una performance! Y estoy segura de que le causaremos una buena impresión, o no sé si buena o no, pero una impresión seguro, que es lo que necesito para que me haga caso, o pasará de mí...

—Me parece una buena idea —dice Alan, quien siempre ha tenido una vena actoral que nunca ha podido desarrollar.

—¿¡Estamos locos!? —exclamo yo—: No pienso hacer el ridículo en la calle...

—No es hacer el ridículo, Oliver, es una performance —insiste Emy—:Además, nadie te reconocerá, irás disfrazado de Capitán América. Tienes el disfraz, te lo regalaron tus alumnos para aquella fiesta de la univer....

—Y me negué a ponérmelo. ¡Odio disfrazarme!

—Te llevaste el escudo... —dice Alan.

—Y nadie sabrá que eres tú —añade Emy.

Mientras ambos se ponen a llenar la sala de palabras con argumentos para intentar convencerme, yo desconecto, hablando conmigo mismo para encontrar una excusa con la que eludir mi implicación en ese disparatado proyecto. Sin embargo, una parte de mí ya me está diciendo que no puedo negarle mi ayuda a Emy, que sé que voy a aceptar y mis excusas pasan a convertirse en ánimos para superar ese trago por el que voy a tener que pasar. 

Al cabo de un rato, en el que solo veo gesticular a Emy, cada vez más emocionada, y a Alan asentir y hacer gestos dándole la razón, acepto:

—Está bien, lo haré.  Pero bajo ningún concepto, nunca, nadie, jamás, sabrá mi identidad.

—¡Esa es la actitud de un auténtico superhéroe! —exclama Emy entusiasmada, y de inmediato se lanza a mi cuello para darme un fuerte abrazo, sin dejar de darme las gracias una y otra vez.

—Disculpad —interviene Alan—: Pero yo creo que también merezco un agradecimiento, ¿no?

Emy me suelta y se lanza ahora al cuello de Alan. Y añade:

—¡Claro que sí, muchas gracias! Aunque sé que estás encantado con esta idea. Así que igual tendrías que ser tú quien me diera las gracias a mí por dejarte explotar tus dotes interpretativas.

Alan vuelve a su tarea, Emy se va a su habitación y yo me voy a la ducha.

Este es un ejemplo de un día cualquiera en mi vida. Y no, no todos los días me veo envuelto en una performance callejera para ayudar a una amiga, pero podría llenar un libro de anécdotas con estos dos. 

Y mientras me doy una ducha, os dejo que Emy se presente y la conozcáis un poco mejor. 

Nos vemos por aquí.

Oliver

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Y aquí está Oliver.  El próximo capítulo será para que conozcáis a Emy. Bueno, ya la habéis conocido un poco, pero mejor que se presente ella misma.

¿Qué os ha parecido Oliver? 

Cavaliere

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