
Cap. 24 Nuevos cambios
Alan se apea del coche con una amplia sonrisa en su rostro. Ha pasado un fin de semana estupendo, en compañía de una chica estupenda, con quien se han compartido los teléfonos antes de despedirse, aunque sabiendo que, posiblemente, no volverían a verse, pues Isabel le había dicho que se iba esa semana a Perú, con la intención de ir recorriendo diversos países de sudámerica, sin rumbo ni ubicación fija, disfrutando de su nomadismo.
Su gesto cambia al encontrarse con Sandra en la puerta del portal de su apartamento.
—¿Sandra? ¿Qué haces aquí? ¿Y Oliver? —pregunta Alan, un poco preocupado.
—Hola, Alan. No lo sé. Estaba esperando que viniera.
—Pero..., ¿no habéis estado juntos? —Alan abre la puerta e invita a Sandra a que le acompañe.
—Sí, sí. Hemos vuelto hace un par de horas...
Alan no sabe qué más decir, pero por el gesto de Sandra, sospecha que algo no va del todo bien.
—Le he dejado aquí y me he ido a mi casa. Pero quería hablar con él. Como no contestaba al timbre, le he llamado al móvil, y me ha dicho que había salido.
—Ya... ¿Quieres tomar algo? —le pregunta Alan, una vez han entrado en el piso.
—Pues... No sé si pedirte un vaso de agua o de güisqui —le dice Sandra, mientras se deja caer sobre el sofá.
—No tengo güisqui. Puedo ofrecerte una cerveza.
—Vale.
Va a la nevera y saca dos botellines, ofreciéndole uno a Sandra. Alan se sienta a su lado y la mira. Tiene un cutis suave y unos ojos preciosos. Al fijarse en ellos, no solo se da cuenta del color pardo que rodea su pupila, también que están muy brillantes, lo que le hace pensar que ha estado llorando.
—¿Te pasa algo? —le pregunta con cierta inseguridad.
—Que soy imbécil —dice ella, después de darle un largo trago a su cerveza.
—A mí no me lo pareces —le dice Alan—: Pero si necesitas hablar sobre lo que hace que te sientas así, soy todo oídos.
—Me lo dijo, ¿sabes? Me dijo que no buscaba nada serio, que no estaba interesado en ninguna relación. Pero ha sido todo tan... maravilloso, que no he querido creerle.
—Ya...
—¿Qué le pasa? Pensaba que le gustaba. Sé que le gusto. Pero ¿por qué no quiere nada más? ¿Qué le pasa, Alan?
Ahora es Alan quien da un largo trago a su cerveza. Él sabe perfectamente qué le pasa a su amigo.
—¿Por qué dice que no puede enamorarse? —sigue preguntando Sandra.
—No lo sé...
—No me digas que no lo sabes. Tienes que saberlo, eres su mejor amigo. ¿Qué problema tiene?
—No tiene ningún problema —empieza a decirle Alan —: O tal vez, todo él sea el problema.
—¿Es por algún fracaso amoroso del pasado? Se lo he preguntado, pero él dice que no. ¿Le rompieron el corazón y ya no quiere volver a enamorarse? ¿Es eso?
—No exactamente...
—Entonces, soy yo...
—¡No! ¡Claro que no eres tú! Tú eres una chica estupenda, Sandra.
—Pero no le gusto lo suficiente —Sandra se termina la cerveza y le pide un nuevo botellín a Alan, quien va hasta la nevera, coge uno y se lo ofrece —: Estábamos bien juntos, todo fluía, y pensé que si el sexo también era bueno entre nosotros, podría animarle a seguir adelante. ¡Y el sexo fue maravilloso! Pero cuando le he sugerido continuar avanzando, ha sido tajante.
—Ya... —es lo único que se le ocurre decir a Alan, mientras Sandra da otro largo trago a su cerveza.
—Y no puedo echarle nada en cara. Fue muy claro antes de que pasara nada entre nosotros. Y yo quería acostarme con él. Le deseaba. ¡Le deseaba mucho! Pero fui una imbécil pensando que para él podría significar lo mismo que para mí. Eso fui, una imbécil. ¡Una auténtica y redomada imbécil!
—No te trates así, Sandra. Sabías lo que querías y por eso lo hiciste. No debes insultarte por eso.
—¡Claro que debo! —exclama. Y vuelve a beber—: Porque para vosotros, quizás el sexo solo sea sexo, pero para mí no. No me gustan las relaciones de una sola noche. Sí, lo sé, no soy muy moderna. Y sí, he tenido algún rollo de una noche, pero con hombres a los que no les he preguntado ni su nombre. Sabían que eran consoladores humanos, y no siempre han sido satisfactorios, también te digo.
Alan se sorprende ante esa confesión y sonríe, mientras Sandra no deja de beber, terminando su segundo botellín a los pocos minutos.
—¿Puedo otra? —le pregunta.
—Si quieres hablar con él, no creo que lo mejor sea emborracharse...
—Tienes razón —le dice Sandra. Pero aun así, se levanta y coge ella misma un nuevo botellín. Al sentarse otra vez en el sofá, añade—: De hecho, quiero pedirte que no me dejes hablar con él, porque me mostraré muy patética. Prométeme que no me dejarás hablar con él, ¿vale? Prefiero emborracharme. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —le dice Alan.
Antes de que la lengua empiece a ponérsele demasiado pastosa y resulte muy complicado entenderla, Sandra le detalla el fin de semana que había pasado junto a Oliver. También le confiesa lo que le había gustado de él, así como las ilusiones que se había creado, los planes que había empezado a forjar en su cabeza, lo mucho que había idealizado a un chico que prácticamente acababa de conocer.
Y mientras Alan la escucha paciente y conmovido, va fijándose en otros detalles del rostro de Sandra, de su forma de expresarse, de mover mucho las manos cuando quiere enfatizar alguna frase, en cómo frunce su ceño cuando manifiesta algo que le molesta. Y cada vez le resulta más guapa y encantadora. De hecho, se pierde una gran parte de la conversación, cuando únicamente hace caso a lo que le dice su cabeza. Cosas como que Sandra le parece una chica fabulosa, como que Oliver es tonto por no querer tener una relación con ella, o como cuánto le apetece besarla en ese momento.
Sandra levanta su rostro hacia el de Alan y se quedan un instante mirándose fijamente. El silencio invade toda la estancia, ninguno se mueve, el tiempo parece detenerse. Y Sandra observa el rostro dulce de Alan, la media sonrisa que hay dibujada en su cara, el brillo que desprenden sus ojos marrones, penetrantes. Se fija en el mechón que cae sobre su frente, un mechón de pelo castaño oscuro, casi tan oscuro como el color de sus ojos. Y se da cuenta de lo atractivo que es, de esas pequeñas pecas que salpican su nariz, de su barba de tres días que, junto con el pelo revuelto le da un aspecto seductoramente desaliñado.
Entonces posa su mirada en sus labios y quiere saber cómo besan. Quiere lanzarse sobre ellos y saborearlos. Quiere abrazarle y fundirse en un beso que le despierte los sentidos, algo adormecidos por el alcohol. Quiere dejar volar esas emociones que la embriagan y que la habían llevado hasta allí para encontrar consuelo. Lo que no imaginaba es que podría recibir ese consuelo de otro chico que no era Oliver.
Se acercan lentamente, como si con cada leve movimiento, esperaran que el otro, o quizás una fuerza invisible les separara, les obligara a detenerse, pues ambos sabían que continuar acercándose podría ser un error.
Sin embargo, esa fuerza invisible no aparece, y se dejan llevar por la única que hay entre ellos en ese momento, la del deseo.
Cuando sus labios se rozan ligeramente, el sonido de las llaves en la cerradura hace que ambos se separen instantáneamente, como si hubieran recibido un calambrazo al tocarse. Oliver es quien se encarga de provocar esa fuerza que ha evitado lo que parecía inevitable.
Al entrar en el salón, se queda parado cuando ve a Alan y Sandra allí de pie, uno al lado del otro, intentando mostrar una apariencia de normalidad.
—Ya... yo... ya me iba —balbucea Sandra.
—¿Sandra? ¿Qué pasa? —le pregunta Oliver, algo sorprendido.
—Ella... creía que se había dejado una cosa aquí... Del otro día, cuando... Pero no está —empieza a justificarse Alan y, obviamente, Oliver sabe que está mintiendo.
—Hablamos otro día, ¿vale? —le pregunta Sandra, mientras se dirige hacia la puerta trastabillando.
—¿Estás borracha?
—He bebido un poco, sí, je, je, je...
—¿Querías hablar conmigo?
—Yo... —empieza a decir Sandra, pero Alan se acerca hasta ellos para interrumpir.
—Me has dicho que no te entretenga, Sandra, que te estaban esperando —le dice Alan, acompañándola hacia la puerta.
Sandra se deja arrastrar algo confundida, pues no recordaba la promesa que le había hecho hacer a Alan y no entendía muy bien su actitud.
—Me lo has dicho antes, ¿recuerdas? Así que, yo obedezco. Te acompaño a la puerta y llamamos un taxi, ¿te parece?
Oliver observa cómo Alan abre la puerta, acompaña a Sandra y se marchan.
Va hasta la cocina y consulta el calendario donde tienen asignados los turnos para cocinar a cada uno de ellos. Esa semana le tocaba a Emy y suspira profundamente para intentar apartar la amarga sensación que le provoca su ausencia. Mientras estaba dando un paseo, le ha enviado varios mensajes, pero no ha obtenido respuesta. Es curioso que, después de pasar una noche con otra chica, siempre tiene una extraña necesidad de hablar con Emy. Era un acto reflejo al que nunca había prestado atención, pero Emy sí. Como se veían a diario, no era habitual que entre ellos utilizaran el WhatsApp para comunicarse. De hecho, Oliver no utilizaba esa aplicación casi nunca. Sin embargo, Emy sí se había dado cuenta de que recibía un mensaje de Oliver, después de que hubiera tenido algo con alguna chica. Lo tenía comprobado. Nunca fallaba. Aunque nunca le había comentado nada al respecto.
A los pocos minutos, Alan regresa y se acerca hasta él.
—¿Qué ha pasado? —le pregunta Oliver directamente. Y lo hace sin acritud, por simple curiosidad, porque conoce perfectamente a su amigo y sabe que disimula muy mal.
—¡No ha pasado nada, te lo juro! —se defiende Alan rápidamente.
Oliver le mira enarcando una ceja y sonríe de medio lado.
—Tu reacción te ha delatado, Alan...
—¿Qué? Nooo, yo... Solo estábamos... Quería hablar, se ha tomado varias cervezas, yo una, y ella...
—Para, Alan, no intentes buscar excusas. Te lías, no aclaras nada y haces más evidente que estás intentando ocultar algo.
—¡Joder, a veces odio que me conozcas tan bien! —protesta Alan.
—Lo siento. Pero desembucha.
—Sandra había venido a hablar contigo. Me ha contado que lo habéis pasado genial, que os acostasteis y que tú le has dejado muy claro que no quieres nada más con ella.
—¿No has dicho que venía a hablar conmigo? —bromea Oliver—: Porque parece que te ha contado todo...
—Yo sé por qué no quieres nada más con ella, pero Oliver, tío, es una tía genial. Es muy simpática, además de guapa y sexy, y...
—Te gusta, ¿no?
Alan suspira y acepta resignado la evidencia.
—Uf..., es que... ¡Es preciosa, Oliver! Pero no ha pasado nada, de verdad. Aunque se ha producido un momento que... ¡Uf! Sí, hemos estado a punto de besarnos, y si no hubieras aparecido, creo que lo habríamos hecho. Lo siento, lo siento, lo siento.
—No pasa nada. Es normal que te guste, es cierto que es preciosa. La cuestión es cuánto te gusta. Ya sabemos lo que pasa cuando...
—¡Joder! ¡No puede gustarme! No, si a ti... Si tú... Pero claro, tú... Está Emy...
—No, Emy no está, Alan.
—Lo sé. Sé que no está físicamente aquí, pero sé que está en...
—No está, Alan. Y estamos hablando de Sandra, no de Emy.
—Sí. Y Sandra ha venido a hablar contigo, porque quiere que le des una oportunidad. Porque habéis pasado un fin de semana estupendo y porque ella no quiere conformarse con eso. Pero tú le has dejado claro que no quieres nada más.
—Así es. Todo eso lo sé. Lo sabía. Lo que no sabía era que Sandra te gusta...
—¡Yo tampoco lo sabía, Oliver! Ha sido todo... ¡uf!, no sé, ha surgido de repente. Pero si entre vosotros... Si hay algo... Si quieres que entre vosotros haya algo..., yo...
—No. Se lo dije muy claro, y te lo digo muy claro a ti también. No quiero ninguna relación con ella ni con nadie.
—Ya... Porque estás enamorado de...
—Porque no —le interrumpe Oliver—: Hemos pasado una noche juntos y ya está. Ahora, lo que tienes que aclarar es lo que quieres tú. Y lo que quiere ella. Pero a mí no me metáis en esto.
Los dos amigos se quedan un momento en silencio, mientras terminan de preparar la cena. Luego se sientan a la mesa y el silencio les acompaña. Hasta que Alan le dice:
—La echas de menos, ¿verdad?
—¿Tú no? —responde Oliver con otra pregunta.
—Sandra es una chica muy guay... —sigue diciendo Alan—: Quizás deberías darle una oportunidad.
—¿Y tú?
—¿Por qué me respondes con otras preguntas?
—Porque sabes muy bien las respuestas, Alan.
—¿Prefieres seguir esperando? ¿A qué, Oliver? ¿A que Emy se enamore de ti? ¿O a que aparezca otra Emy en tu vida?
—Emy es única —responde Oliver tajante—: Y no espero nada. Simplemente, no he conocido todavía a una chica que...
—Que sea como Emy.
—Que me haga sentir lo que me hace sentir Emy.
Oliver se levanta, enjuaga su plato y lo mete en el lavavajillas.
—Quizás nunca la conozcas —le dice Alan.
—Lo sé —responde Oliver.
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Lo que está claro es que los dos tienen los mismos gustos...
¿Creéis que pasará algo entre Alan y Sandra?
Y yo creo que Oliver, mientras esté enamorado de Emy, no va a conseguir abrir su corazón a nadie más. Quizás ya se haya resignado a quedarse solo, ¿no?
En el próximo capítulo, veremos qué tal le está yendo a Emy en Los Ángeles
Cavaliere
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