Capítulo 23
Penúltimo capítulo mis sielas ;)
16 de abril
Contuve una risita cuando salí del agua, pasándome una mano por el pelo empapado que se me había quedado pegado en la frente. Me daba miedo darme la vuelta y ver a mi recién estrenada esposa gritando a todo el mundo, furiosa.
—¡Maldita sea! —la escuché mascullar cuando salió del agua, chapoteando con el vestido largo y empapado—. ¡Jack, ayúdame! ¡No sabía que un vestido mojado pesara tanto!
—Si quieres, te lo quito.
Dejé de sonreír cuando me clavó una mirada mortífera y me apresuré a acercarme para ayudarla a salir del agua.
Ya había terminado la ceremonia de nuestra boda, antes de la cual yo había estado a punto de sufrir un infarto por culpa de cierta señorita con el vestido mojado, que había tardado lo que habían parecido años en bajar a casarse conmigo.
La pobre fotógrafa, que en esos momentos se había quedado un poco al margen al ver que todos nos lanzábamos al agua, había tenido que sufrir un rato mis quejas.
Y, de hecho, ahora estaba peor, porque estaba sufriendo las de Mike.
—Es que yo soy melómano, ¿sabes? —le estaba diciendo con su sonrisita engreída, a lo que la pobre chica lo miraba con expresión educada a pesar de querer marcharse corriendo de ahí.
—¿Sí? ¿Te gusta la música?
—¿Eh? —Mike puso una mueca, como si no la entendiera—. No, me gustan los melones.
—Pero... la melomanía es...
—Oye, ¿me has dicho ya si tienes novio o no? No me acuerdo.
—Mike —intervine, enarcando una ceja—, deja a la pobre chica en paz. Está haciendo su trabajo.
—¡Solo le hago compañía! ¡Parecía que estaba aburrida!
—Pues ahora parece que se quiere morir —masculló Jen, malhumorada por el vestido.
—¿Por qué no vas a la zona del banquete? —le sugerí a la pobre chica—. Seguramente todavía quede alguien que quiera hacerse fotos.
Ella me dedicó una sonrisa mezclando el agradecimiento con el alivio y se alejó rápidamente de Mike, que puso una mueca.
—Melómano es que te gustan los melones, ¿no? —me preguntó.
Negué con la cabeza y tiré de Jen hacia la zona del banquete, donde todos los invitados que no se habían lanzado al agua seguían sentados. Jane y Jay estaban con mi madre y la madre de Jen al final de una de las mesas. Estaban hablando entre ellas mientras Jay miraba a Jane con atención y ella agarraba cosas de la mesa y las agitaba como si fueran a explotar o algo así.
El padre de Jen se había quedado dormido en la silla con la cabeza hacia atrás, cosa que me indicó que tendría un dolor considerable de espalda al día siguiente, y mi abuela había enganchado a dos invitados que habían venido con la fotógrafa y les contaba toda su vida mientras les rellenaba las copas una y otra vez y los retenía para que no pudieran escapar.
Jen, detrás de mí, suspiró con amargura.
—Me han arruinado el vestido, con lo difícil que fue elegirlo...
—Bueno, siendo positivos, no tendrás que volver a usarlo —sonreí.
Conseguí sacarle una pequeña sonrisa antes de que llegáramos a la mesa. El sol ya se había puesto y empezaba a hacerse de noche cuando Jay levantó la mirada y nos vio ahí, empapados. Empezó a agitar los brazos y la madre de Jen levantó la cabeza. Al ver la cara de amargura de su hija y su vestido arruinado, ahogó un grito.
—Pero... ¡¿os habéis caído al agua?!
—¡Tus hijos me han tirado! —replicó ella, indigada.
—¿Los gemelos? —preguntó el padre de Jen, que se había despertado con el grito.
—¿Quién va a ser? —mi suegra se puso de pie, furiosa, y dejó el bebé en manos de su marido—. ¡Voy a matarlos! ¡Jenny, no te preocupes, yo me encargo!
Y vi como la furia de mi suegra caía directamente sobre esos dos, que salieron del agua a base de tirones de oreja.
No pude evitar media sonrisa cuando vi que la hermana de Jen, Shanon, perseguía a su hijo Owen por la arena para impedir que se lanzara al agua con los demás.
—Bueno —mi madre nos miró con una pequeña sonrisa. Jane estaba sentada encima de ella—. Yo creo que ya habéis estado bastante tiempo aquí aburridos, ¿por qué no os vais ya al aeropuerto?
Oh, sí, la luna de miel.
La había estado planeando con Joey. Duraría una semana. Y habíamos estado mirando sitios a los que ir durante unas cuantas semanas, hasta que los dos coincidimos en uno que podría gustarle bastante a Jen. Y ese habíamos elegido.
Y lo mejor de todo es que Jen no sabía cuál era.
—¿No tenemos que irnos a una hora concreta? —preguntó ella, confusa.
—Vamos con el avión privado de mi productor —le dije—. Podemos ir a la hora que queramos.
—Oh... vaya —se puso roja, como si se avergonzara de no haberlo asumido por sí misma—. Claro, tiene sentido.
—¿Avión privado? —repitió el padre de Jen con los ojos abiertos como platos.
—¿Nunca has ido en uno? —le preguntó mi madre a Jen.
—Eh... yo... bueno... la verdad es que no. Ni siquiera he ido nunca en primera clase.
—Pues los aviones privados tienen habitaciones privadas —sugirió mi abuela, levantando y bajando las cejas.
Mamá le chistó mientras ella se reía y Jen se ponía roja otra vez.
Me encargué de hablar con los del hotel para que se encargaran de atender a los invitados cuando nos fuéramos y, al volver a la ceremonia, vi que todo el mundo había salido ya del agua y estaba otra vez entorno a la mesa. Jen, que se había cambiado de ropa —como yo— intentaba escapar de las garras de Naya y Lana, pero cuando intenté acercarme su padre se interpuso en mi camino y me devolvió a Jay.
—No deja de querer ir contigo —me explicó.
Sonreí a la pequeña bolita que era Jay, que pareció encantado cuando empezó a tirar de mi camisa para que le hiciera más caso.
—¿Qué le están haciendo? —pregunté a su padre, viendo cómo la mitad de las invitadas intentaba retener a la pobre Jen—. ¿Debería ir a rescatarla?
—Si lo haces, creo que te atraparán a ti también.
Bueno, tenía razón, la verdad.
Por fin, Shanon, Sue y Spencer unieron fuerzas para ir a rescatar a la pobre Jen, que se acercó a nosotros resoplando. Iba preciosa con ese vestido de encaje blanco y corto, pero tuve que disimular la expresión de querer quitárselo porque su padre estaba a mi lado y teníamos cuchillos cerca.
Madre mía, ¿sería yo así cuando el pequeño Jay creciera? Empezaba a estar convencido de que sí.
—¿Qué querían? —pregunté a Jen, curioso.
Jay abrió los bracitos hacia ella, que lo recogió con una sonrisa y lo sostuvo con mucha más facilidad que yo. El niño pareció encantado.
—Quieren que haga lo del ramo de flores —protestó.
—¿El... qué?
—Lo de que la novia tira el ramo hacia atrás —me dijo su hermana, que se había acercado a nosotros—. Ya sabes, quien recoja el ramo es el próximo en casarse.
—¿Y no quieres hacerlo? —pregunté, confuso.
Jen puso una mueca.
—Es que, con mi suerte, seguro que el ramo termina encima del tejado.
—Venga, Jenny —la animó su padre, divertido—, solo es tirar un ramo. Hazlo y podrás escaparte con tu marido.
Ella lo pensó un momento y, por su expresión, ya supe cuál sería la decisión final.
Cinco minutos más tarde, Jay abrió mucho los ojos en mis brazos cuando Jen se detuvo delante de nosotros, dio la espalda al grupo que tenía en frente y se preparó para lanzar el ramo con una gran sonrisa.
—¡ESPERADME! —escuché una voz chillona.
Puse los ojos en blanco cuando vi que Mike se unía a la gente que lo esperaba, entusiasmado, y se preparaba para saltar a por el ramo.
También estaban Naya, Lana, Sue, Shanon, algunas otras invitadas —incluso la fotógrafa y su amiga— y mi abuela, que era la que parecía más determinada a recogerlo.
—¿Estáis listos? —preguntó Jen, mirando por encima del hombro.
Sinceramente, se prepararon como si recoger el ramo o no fuera a ser la decisión más intensa de su vida.
—¡Sí, capitán! —exclamó Naya, entusiasmada.
Jen me sonrió ligeramente antes de balancear el ramo y lanzarlo hacia atrás, a lo que Jane, que estaba en brazos de Will a mi lado, soltó un sonidito de entusiasmo.
El ramo voló y vi, casi en cámara lenta, cómo todo el mundo se lanzaba hacia el mismo rincón para recogerlo en medio de maldiciones, codazos, patadas y empujones.
Parecía una guerra espartana.
Y los más violentos eran Naya, Mike y mi abuela, solo les faltaba morderse entre ellos.
Finalmente, pareció que el ramo iba a caer encima de Naya, pero rebotó contra su mano, chocó con la cabeza de Sue, que soltó una palabrota, y dio un brinco hasta volar a las manos de...
Oh, la pobre fotógrafa.
Ella se quedó con el ramo en la mano, mirándolo con perplejidad, y todo el mundo empezó a aplaudir. Especialmente su amiga, que parecía estar entusiasmada.
—¡Brookie, tenemos que contárselo a tu guitarrista rarito! —le chilló ella.
Brookie no pareció tan entusiasmada. De hecho, miró el ramo casi con tristeza.
Sin embargo, no pude fijarme mucho en eso, porque Jen y yo teníamos el viaje pendiente. Nos despedimos de los invitados, especialmente del pequeño Jay, y me pregunté por enésima vez si era una buena idea dejarlo en manos de mi madre y mi abuela, que vivirían en nuestra casa durante esa semana con él.
—No te preocupes —le repitió mi madre a Jen, que parecía desolada por tener que alejarse de Jay—. Si pasa algo, seréis los primeros en saberlo.
—Pero... tenéis mi número, ¿no? Es decir, si pasa algo, lo que sea...
—Jen —le puse una mano en el hombro—, solo es una semana. Y tampoco es que Jay parezca muy afectado.
De hecho, se había quedado dormido y ni se había enterado de la despedida.
Jen pareció calmarse con eso, y finalmente terminamos de despedirnos del resto de invitados —como Joey y su novia, por ejemplo, que llevaba lo que le había comprado en nuestro viaje meses atrás— y Jen me sonrió, entusiasmada, cuando pasamos por delante de los invitados para llegar al coche que nos esperaba.
—Ah, te presento a nuestro nuevo conductor a tiempo completo —sonreí ampliamente, señalándolo—. Se llama Dimitri.
Él enrojeció, sujetando la puerta para que entráramos.
—Daniel —masculló—. Da-ni-el.
—Encantada, Daniel —le sonrió Jen, casi con piedad.
Entramos los dos en la parte trasera del coche y Dorian cerró la puerta para nosotros. En cuanto empezó a conducir y subió la pantalla negra para dividir las dos mitades del coche, me giré hacia ella, sonriendo maliciosamente.
—Así que oficialmente ya estamos casados, ¿eh?
—Eso parece —ella se apoyó en el asiento, suspirando—. Por un momento, he pensado que vomitaría en medio de la ceremonia.
—Por un momento, he pensado que no aparecerías y he pensado en subir a buscarte.
Sonrió, divertida, y alargó una mano para sujetarme la muñeca.
—¿Dónde vamos?
—Al aeropuerto —volví a sonreír maliciosamente.
—Ya me has entendido, Jack.
—Sí, pero es una sorpresa.
—¿No puedes darme ni una pista? ¿Por favor? ¿Por fi?
Bueno, si me lo pedía así, era difícil decirle que no. Pero decidí resistirme y me limité a fingir un bostezo para evitar la conversación. Ella me dio un manotazo, divertida.
Llegamos al aeropuerto unos minutos más tarde, y vi que Joey se había encargado de que el avión tuviera todas las comodidades posibles. Jen parecía fascinada, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse que todo eso fuera solo para nosotros dos.
Sí, tenía que subirle el sueldo a Joey.
Jen no dejó de preguntarme durante todo el camino dónde íbamos, pero me negué a decírselo, y por mucho que miraba por la ventanilla del avión por dónde estábamos, no era capaz de adivinarlo. Menos mal que se distrajo mirando una película conmigo, durmiendo un poco o preocupándose por Jay.
Al menos, hasta que vio el nombre en la pantallita del avión cuando la auxiliar nos pidió que nos pusiéramos los cinturones. Jen abrió mucho los ojos.
—¿Santorini? —preguntó, mirándome.
Oh, no. ¿Eso era cara de horror o alegría?
—¿No te gusta? Es un poco tarde para cambiarlo.
—¡¿Bromeas?! ¡Me encanta!
No borró su sonrisa entusiasmada en todo el aterrizaje.
Al llegar, como nos habían advertido para que nos pusiéramos ropa de verano —aunque ya la llevábamos por la boda— no nos extrañó demasiado la oleada de calor que nos invadió cuando bajamos del avión. Un conductor nos esperaba con nuestras maletas ya en el coche, y Jen se pasó todo el trayecto con la nariz pegada a la ventana para poder verlo todo, aunque ahí era de madrugada.
—¡No me puedo creer que esté en Grecia! —no dejaba de repetir, completamente feliz.
Vale, había acertado, menos mal.
El hotel estaba cerca de la playa, y nos habían dado la suite que solían reservar para los recién casados —se ve que las lunas de miel por ahí eran bastante comunes—. Al llegar, nos encontramos por una estancia amplia, blanca y azul, decorada perfectamente, con una botella de champán en una cubitera, una fuente de chocolate con fresas y otros aperitivos y pétalos de rosa encima de la cama.
Madre mía. Tanto esfuerzo y lo destrozaríamos en cinco minutos.
Pero lo primero que hizo Jen cuando nos dejaron las maletas y los del hotel se marcharon fue ir corriendo al balcón de nuestra habitación, abrirlo de par en par, y asomarse para ver las vistas. Daban directamente a la playa.
—¡Mañana tenemos que ir! —chilló, corriendo hacia el otro lado de la suite para asomarse al otro balcón. Escuché sus chillidos amortiguados por las paredes—. ¡Oooooh! ¡Jack! ¡Desde aquí se ve la ciudad, mira! ¡Esto es increíble!
Pero yo estaba ocupado apartando los pétalos de rosa para poder dejarme caer sobre la cama, agotado. Cuando Jen vio que había destrozado la obra de arte de los del hotel, puso los puños en las caderas, indignada.
—¡Seguro que les ha llevado mucho trabajo, desagradecido!
—íbamos a destrozarlo igual —le aseguré.
—Oh, vamos, Jack —tiró de mi mano con una gran sonrisa para ponerme de pie—. ¿Por qué no estás entusiasmado?
—Porque tú lo estás de sobra por los dos.
Me ignoró completamente y se metió en el gigantesco cuarto de baño, curiosa. Ahogó un grito de emoción y asomó la cabeza por la puerta.
—¡Mira esto!
Me asomé y sonreí un poco cuando vi que nos habían dejado una bañera de agua caliente, más pétalos de rosa —qué pesados con eso— y sales de agua que olían a flores. Yo puse una mueca, pero Jen pareció entusiasmada.
—¡Esto es tan romántico! —murmuró, suspirando.
—Oh, sí. Una bañera. Madre mía. Nunca había visto una.
—¡Jack, admite que es romántico!
—No lo es. Es solo agua. Y flores muertas.
Me puso mala cara, divertida, y se acercó para meter un dedo en el agua.
—La temperatura es perfecta —casi suspiró de gusto.
Y entonces, para alegría de mi cuerpo, vi que empezaba a quitarse los zapatos y a deshacerse la coleta del pelo.
Oooh, esa conversación sí que me parecía interesante.
—Deja de mirarme así —protestó.
Yo me acerqué con una sonrisita, pero me detuvo con un dedo en el pecho.
—Admite que esto es romántico —exigió.
—Lo admito —dije al instante.
Ella empezó a reírse y yo aproveché el momento de distracción para rodearla con un brazo y pegarla a mí. Todavía estaba sonriendo cuando me incliné para besarla. Y todavía sabía a sal de mar.
Y a partir de ahí ya no hubo risitas, o al menos no así de divertidas. Eran de otro tipo, ¡del mejor!
Su vestido terminó en el suelo a tiempo récord junto con mi camisa, mis pantalones, mis zapatos, mis calcetines... sonreí maliciosamente cuando se deshizo de mi ropa interior y me empujó hacia la bañera.
—Puedo ayudarte con eso —señalé la suya, que todavía llevaba puesta.
—Cálmate, Jackie, y métete en el agua.
Puse mala cara, pero di un paso atrás y me acomodé en la bañera, mirándola. Jen me dedicó una sonrisita y yo clavé la mirada en su culo cuando se dirigió al espejo y empezó a quitarse los pendientes y el collar que le habían regalado mi madre y mi abuela.
—Me siento como si hiciera años que no hacemos nada —solté sin pensar.
No habíamos podido hacer nada desde el parto de Jay —y tampoco durante gran parte del embarazo—. En principio nos dijeron que esperáramos cuarenta días después del parto, pero luego sugirieron dos meses. Y hoy se cumplían esos dos meses. Era la gran noche.
Ella soltó una risita al ver como repiqueteaba los dedos en la bañera, muy nervioso.
—¿Estás impaciente?
—Pues sí. Y más si te paseas por delante de mí en ropa interior.
—Si no te gusta, no mires.
—Si cierro los ojos ahora, no me lo perdonaré en la vida.
Me dedicó una sonrisa deslumbrante, poco afectada, y por fin vi que echaba las manos sobre sus espalda y se deshacía del sujetador.
Me froté las manos, entusiasmado, cuando también se quitó las bragas y se dio la vuelta hacia mí.
Pareces un perro esperando un filete, pesado.
—¿Has dejado sitio para mí? —bromeó.
—Sí —señalé mi regazo—. Creo que aquí estarás cómoda.
—¡Jack!
—¡Me he estado reprimiendo durante meses, no me juzgues!
Sonrió, sacudió la cabeza y se apoyó en la mano que le ofrecía para meterse en la bañera. Pero mi sonrisa de oreja a oreja desapareció cuando vi que, en lugar de acercarse a mí, se tumbaba al otro lado, cerraba los ojos y se hundía con un sonidito de satisfacción.
Debió darse cuenta de mi mirada de indignación, porque empezó a reírse sin siquiera abrir los ojos.
—Ven aquí, vaquero, y cumple con tu misión.
Mi sonrisita volvió al mismo tiempo que el agua salía de la bañera cuando me adelanté hasta pegar mi cuerpo al suyo.
***
—Mañana podríamos ir a Perissa —sugirió Jen, ajustándose las gafas de sol mientras seguía mirando el móvil.
Sonreí ligeramente.
—Estuvimos ahí el primer día.
—Eso no es verdad.
—En esa playa perdiste las gafas de sol y tuvimos que comprar las que llevas ahora.
—Aaaaah —puso una mueca—. Sí, es verdad.
No sé cómo lo hacía, pero conseguía perder algo en cada sitio al que íbamos. Y luego se disculpaba conmigo novecientas veces, como si fuera yo el que había perdido algo. Yo no podía hacer otra cosa que reírme.
En ese momento estábamos en Kamari, otra playa de esa isla. Habíamos estado todo el día sin hacer nada productivo, ahí tumbados, aunque pronto tendríamos que ir a cenar porque se estaba poniendo el sol. Jen quería verlo antes de ir a buscar un restaurante.
La observé de reojo. Seguía mirando el móvil en busca de algo que hacer mañana, que sería nuestro último día aquí. Parecía tan absorta en su tarea que ni siquiera se dio cuenta de que la estaba mirando. Deseé poder verla en bikini, pero no había querido ponérselo porque decía que todavía tenía el vientre raro por el parto. Yo no lo creía en absoluto, pero no había forma de que me escuchara.
Sinceramente, si fuera por mí, no habríamos salido de la habitación ninguno de esos días. Lo que más me interesaba era lo que hacíamos ahí dentro, no aquí fuera.
Pero, claro, Jen casi me había asesinado cuando lo había insinuado.
Ella quería ver la dichosa islita.
—Si querías quedarte encerrado en una habitación, no hacía falta ir al otro lado del mundo —me había replicado, muy indignada.
Así que habíamos visitado casi todas las zonas importantes de la isla, habíamos comido casi todos los platos típicos —nuestro favorito había sido el gemistá, y eso que al principio no me había apetecido mucho probarlo—, habíamos comprado unas cuantas cosas para mi familia y la suya, algunas otras pocas para nosotros y, por algún motivo, Jen se había empeñado en alquilar unas bicicletas para recorrer una ruta bastante conocida.
Al parecer, a ella se le daba bien ir en bicicleta, pero a mí no.
Y lo digo porque, a los veinte metros recorridos, la rueda delantera de la mía chocó con una piedra y salí volando por los aires, aterrizando de una forma bastante estúpida entre unos arbustos.
Jen se había reído tanto que casi se había hecho pis encima.
—No sé qué le ves a esto de gracioso —había protestado yo mientras le daba la espalda para que me quitaba la suciedad del culo y la espalda con la palma de la mano.
Bueno, al menos lo intentaba, porque se reía tanto que no lo estaba haciendo muy bien.
—¡Por fin eres tú el que se cae y no yo! —dijo al final, muy orgullosa.
—¡No me he caído, me he tropezado! ¡No es lo mismo!
—Jack, asúmelo. Esto no se te da bien.
—Sí que se me da bien —protesté, irritado.
—¿En serio? ¡Pues carrera hasta la cima!
—¿Eh...? —de pronto, ella ya estaba encima de su bicicleta y yo tuve que correr para alcanzar la mía, pero ya me había ganado veinte metros de ventaja—. ¡OYE, ESO ES TRAMPA!
Los demás turistas me juzgaron mucho con la mirada cuando me vieron, rojo por el esfuerzo, pedaleando por el camino mientras Jen me esperaba tranquilamente en la cima con una ceja enarcada.
—Al parecer, dar brincos por el parque me ha preparado para este momento —me dijo, sonriendo maliciosamente.
Le puse mala cara, pero el enfado se me pasó cuando se giró y rebuscó en su bolsa hasta pasarme su botella de agua fría.
Después de ese incidente, habíamos optado por ir andando a los otros sitios. No es que estuvieran muy lejos, y por la mayoría de las calles por las que íbamos ni siquiera estaba permitido en coche, así que no teníamos mucha otra opción.
Volviendo al presente, cuando se puso el sol, Jen señaló un restaurante no muy lejos de nosotros en el que terminamos cenando. Estuvo muy bien, y el camarero resultó ser bastante simpático. Ella parecía encantada cuando volvimos al hotel y se dejó caer sobre la cama, agotada, antes de empezar a quitarse la ropa para meterse en la ducha.
Está claro que la seguí en cuestión de segundos, ¿no?
La oportunidad era demasiado tentadora como para dejarla marchar.
No pude evitar una sonrisita cuando entré en el cuarto de baño y vi que estaba sosteniendo la puerta de la ducha para mí, ya esperándome.
Bueno, podía acostumbrarme a esto.
Pero claro, llegó el día de irnos. Hicimos las maletas por la mañana y fuimos en taxi al aeropuerto. Los dos estábamos agotados, así que ella no tardó en quedarse dormida en el avión con la cabeza encima de mi hombro. Yo ni siquiera me di cuenta de haberme quedado también dormido hasta que la auxiliar me despertó, diciéndome que solo faltaba media hora para que llegáramos.
—¿Solo media hora? —Jen se frotó los ojos cuando la desperté.
—Bueno, ahora son diez minutos. He querido dejarte dormir un poco.
Ella me sonrió un poco, agradecida. El bronceado que había adquirido esa semana le quedaba genial, y el pelo se le había aclaro ligeramente por el sol. Estaba preciosa. Incluso más que de costumbre. No podía dejar de mirarla.
—¿Tienes ganas de llegar? —me preguntó.
—Sinceramente, me habría quedado otra semana ahí contigo. O un mes, incluso. Pero... Jay Jay debe estar indignado, preguntándose dónde demonios estamos.
En realidad, lo dudaba, porque casi cada noche mi madre había hecho una videollamada con nosotros —con la ayuda de Mike, porque ella y las tecnologías no se llevaban muy bien— para decirnos que todo iba bien y enseñarnos a Jay como prueba.
Lo único malo que había pasado en nuestra ausencia fue que Jay le vomitó encima a Mike y a él le dio tanto asco que casi le vomitó encima, también.
Menos mal que no lo hizo, porque lo habría matado.
—¿Por qué elegiste Santorini? —preguntó Jen de repente—. Tengo curiosidad.
Me encogí de hombros, volviendo a la realidad.
—Por alguna extraña razón adoras la playa. Y el sol. Santorini tenía ambas cosas.
—Sí, pero... hay sitios más cercanos que también las tienen, ¿no?
—Pero en Santorini no nos conoce nadie —sonreí.
—Oh —levantó las cejas—. Oh, claro. Bien pensado.
Últimamente, Jen se había agobiado un poco con la prensa.
Es decir, lo había soportado bastante bien desde el estreno de mi primera película, y nunca se habían fijado demasiado en ella. Pero todo había cambiado cuando se supo que nos casábamos y con el nacimiento de Jay. Todo el mundo empezó a llamarla cazafortunas, o a insinuar que solo nos casábamos porque se había quedado embarazada. Y mil otras cosas que prefería no saber.
Ella nunca se había quejado directamente. Y nunca lo haría, ya lo sabía. Jen era de esa clase de persona que, si tenía que aguantar a la prensa contando mentiras sobre ella con tal de que yo pudiera tener una carrera, lo haría sin protestar ni un poco.
De todas formas, ya había hablado con Joey del tema. Se encargaría del tema de la prensa, y la idea de irnos tan lejos había sido suya, y había sido un acierto.
Sí, definitivamente tenía que subirle el sueldo.
Me distraje cuando el avión aterrizó y nos bajaron las maletas al coche, donde Dorian nos esperaba.
—Hola, Dylan —le sonreí ampliamente—. ¿Me has echado de menos?
—Mucho, señor Ross —se vio obligado a decir.
Jen sacudió la cabeza y la expresión de Dimitri se suavizó al mirarla.
—Espero que haya tenido un buen viaje, señora Ross.
—Ha sido genial —le aseguró ella, encantada—. Pero ya va siendo hora de volver a la realidad.
El viaje a casa fue bastante silencioso. Jen jugueteaba distraídamente con su anillo mientras miraba por la ventanilla, pensativa. Yo miré el mío. Todavía se me hacía raro llevar uno, pero también era agradable mirarlo y recordar a Jen en ese vestido. Y el viaje del que acabábamos de volver. Y todo lo demás.
Mi madre, mi abuela y Mike nos habían preparado una comida de bienvenida que nos encontramos al llegar. Jay se puso a llorar —no sé si de la emoción o porque tenía hambre, la verdad— y mi madre nos dio a los dos un gran abrazo de bienvenida.
—¡Qué bronceados estáis! —exclamó, repasándonos con la mirada—. ¿Os lo habéis pasado bien?
—Oh, ha sido fantástico, Mary —le aseguró Jen, que ya tenía al niño en brazos—. El primer día fuimos a...
Y así empezó a explicarles lo que habíamos hecho durante el viaje —ahorrándose las partes de la habitación, claro— mientras todos comíamos en la mesa grande, la que casi nunca usábamos. Mike se ocupó de comerse casi la mitad de los platos mientras yo, que no tenía mucha hambre porque había comido en el avión, dividía mi atención entre comer algo y darle el biberón a Jay, que miraba felizmente a su alrededor.
Naya, Will y Jane vinieron esa tarde. Y Jen volvió a soltar todo el sermón de cómo habían ido las cosas. Yo salí fuera, agotado, y me quedé en la tumbona con Jay mientras Will hacía lo mismo con Jane a mi lado.
Jay no tardó en quedarse dormido y empezar a babearme en el hombro, mientras que Jane mordía un juguete como si quisiera arrancarle la cabeza.
—La pobre Naya termina con el pelo lleno de saliva cada vez que la sujeta —me dijo Will, negando con la cabeza, cuando le quitó el juguete—. Le encanta morderle el pelo. Tengo la esperanza de que se lleven mejor cuando cierta señorita crezca un poco.
—¿Cuál de las dos?
Me dedicó una mirada significativa y yo sonreí como un angelito.
—¿No vas a decirme lo guapo que estoy con este magnífico bronceado, Willy Wonka?
—No te hace falta, ya tienes el ego bastante hinchado.
—Pero siempre puede estarlo un poco más.
—No voy a decírtelo, Ross.
—Aburrido.
Jane, mientras tanto, luchaba por recuperar su juguete y morderlo.
Después de que Will, Naya y ella se marcharan, mi familia hizo lo mismo, dejándonos solos. Ya se había hecho de noche. Jen subió a la habitación de Jay con él en brazos y lo dejó en la cuna. Escuché sus pasos cuando bajó de nuevo las escaleras. Estaba en mi preciosa sala de cine buscando algo que mirar.
Jen se dejó caer a mi lado y miró también la pantalla.
—¿Qué película buscas?
—Una de terror.
—¡De terror, no!
—Oh, vamos, ya va siendo hora de que superes a la monja loca.
—¡No lo haré nunca, me dejaste traumatizada! —protestó, y me quitó el mando—. Elijo yo.
Me resigné a cruzarme de brazos y dejar que ella eligiera lo que quisiera, divertido.
Pero... toda diversión fue reemplazada por una mueca de terror cuando vi en cuál se había detenido.
—Esa no —dije enseguida.
Jen me frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Jack, es tu película. Quiero verla.
—No quiero que la veas.
—Ya sé de qué va —enarcó una ceja.
—¿Y qué?
—¡Pues que no voy a sorprenderme mucho con ella! —me dijo, divertida—. Jack, no pongas esa cara. Solo es una película.
—No es solo una película, es algo que hice cuando... cuando... bueno... cuando creí que te odiaba.
—¿Creíste? —repitió.
—Jamás podría odiarte, Jen.
Se quedó sorprendida un momento antes de inclinarse y darme un beso en la mejilla.
—Jack, me he casado contigo, he tenido un hijo contigo... ¡y no sé ni cuánto tiempo llevamos juntos! ¿Te crees que voy a dejarlo todo por ver una simple película?
—No creo que vayas a dejarlo todo, pero creo que vas a enfadarte.
—¿Por qué?
—Porque yo lo haría. Te reflejo casi... no lo sé... como si fueras la villana.
—Bueno, los villanos suelen caerme bien, Thanos me caía bien —se encogió de hombros y eligió esa película—. A ver cómo es esa peliculita tuya. Tengo curiosidad.
Yo estuve tenso durante todo el rato en que vi, casi automáticamente, cómo las imágenes de la película iban avanzando.
Vi la escena de la azotea el primer día que vino a casa, la habitación, mirando El rey león, la de la tienda de los cómics, la de la galería de arte, la de la terraza... nuestro primer beso.
Miré a Jen de reojo en todas las escenas, pero ella no dejaba entrever demasiado. Solo sonreía ligeramente, enarcaba una ceja o miraba atentamente. Me estaba poniendo más nervioso con el silencio. Solo quería que terminara.
Finalmente, llegó la escena de la residencia y aparté la mirada. No quería verla. Ni siquiera después de tanto tiempo.
Cuando supe que habían llegado los créditos, levanté la mirada hacia Jen, que los estaba mirando con expresión pensativa. Me aclaré la garganta tenso.
—¿Y... bien?
Ella se giró hacia mí y me dedicó la misma mirada pensativa.
—Jen, di algo antes de que me dé un infarto, por favor.
—Bueno... —murmuró, y una pequeña sonrisita burlona afloró en sus labios—. Está un poco sobrevalorada, ¿no? Tampoco es taaan buena.
—¡Estoy hablando en serio!
—La película está genial, Jack —puso los ojos en blanco—. Está tan bien hecha que casi se me ha olvidado que yo misma había vivido esas cosas.
—Pero...
—Es solo una película —negó con la cabeza, se puso de pie y me ofreció una mano—. Venga, vamos a dormir. Estoy agotada.
Perplejo, me quedé mirándola unos segundos, sin reaccionar.
—¿No estás enfadada conmigo?
—Claro que no, no digas tonterías.
—Pero...
—...pero voy a empezar a enfadarme como no reacciones de una vez, Jack Ross.
Noté que una oleada de alivio me recorría cuando acepté su mano, apagué la televisión y la seguí escaleras arriba.
—Ha sido mejor de lo que esperaba —admití en voz baja.
Ella sonrió, divertida, pero no pudo decir nada más porque Jay, en ese momento, se puso a llorar.
***
Dos semanas más tarde, estaba jugando con el borde de una de las hojas mientras Joey discutía airadamente con uno de los productores de la nueva película en la sala de reuniones el plató.
Sinceramente, ya no sé ni de qué hablaban. Me había enterado un poco al principio, pero había dejado de hacerlo al cabo de diez minutos de berridos entre ellos. Y lo peor es que ese tipo no sabía dónde se estaba metiendo; Joey podía llegar a ser mortífera cuando se lo proponía.
—Bueno —murmuré, poniéndome de pie—, esta conversación es maravillosa pero, sinceramente, ha dejado de importarme hace un buen rato. Intentad no mataros en mi ausencia. Adiós.
Ni siquiera se enteraron de que salía de la sala.
Si hubieran discutido por algo relacionado con la película, me habría implicado, pero nunca discutían por eso. Solo por cosas aburridas, como un posible cambio en uno de los apartados de los créditos, o fondos disponibles para una escena... casi me entraban ganas de ir a dormir solo al pensar en cómo se ponían por esas tonterías.
El plató estaba vacío, aunque el inicio del rodaje ya estaba programado. El único personaje que nos estaba causando problemas para elegirlo era la protagonista. No había ninguna que terminara de convencerme, ni tampoco a Joey.
Por poco que me gustara ahora Vivian, había que admitir que era una actriz excepcional.
Había dejado las expectativas tan altas que no sabíamos encontrarle sustituta.
Dimitri me llevó a casa y, por primera vez, fue él quien parloteó todo el camino en lugar de hacerlo yo. Me habló de que tenía dos hijos, que el mayor se pasaba casi todas las noches en fiestas, y que el pequeño era un poco tenebroso.
Al llegar a casa, me encontré a Jen sentada en el sillón hablando por teléfono mientras que, con una habilidad impresionante, se las apañaba para sostener a Jay contra ella con el otro brazo sin que se le cayera.
Y luego estás tú, que casi se te cae usando las dos manos.
Gracias por tanto, conciencia.
Estaba hablando sobre dibujos, así que supuse que era con algún sitio que quería exponer sus cuadros. Últimamente había tenido bastante demanda, y me alegraba saber que no era por mí, porque en sus cuadros seguía poniendo la firma de J. Brown.
Ella sonrió ligeramente y me dio un beso en los labios a modo de saludo mientras escuchaba lo que le decía el del móvil. Me dio a Jay, que estaba bostezando.
Ese crío se pasaba el día durmiendo. No sabía si era muy normal.
Puede que sea mitad gato.
Él abrió los ojos cuando detectó que lo estaba sosteniendo otra persona, hizo un ruido raro, sonrió al verme y empezó a tirar de mi camiseta y a meterse la tela en la boca, dejándomela llena de babas.
Suspiré.
—Sí, yo también me alegro de verte.
—¡Ah!
—Espero que cuando crezcas un poco podamos jugar a baloncesto para compensar que ahora me babees la ropa.
—¡Oh!
Sí, esos eran los dos únicos sonidos que sabía hacer.
Lo levanté un poco mejor y le saqué la lengua, cosa que hizo que dejara de meterse la camiseta en la boca de golpe, pasmado, y me mirara con los ojos muy abiertos.
—¡Ah!
Sí, por algún extraño y desconocido motivo, siempre se quedaba perplejo con eso. No fallaba.
Era un buen truco para cuando se ponía a llorar.
Justo en ese momento, mi móvil empezó a sonar. Estaba en la entrada. Hice un ademán de ir a recogerlo, pero Jen estaba más cerca y ya había terminado de hablar por el suyo.
—¿Puedes responder tú? —le pregunté con una sonrisita de ángel.
Jay también intentó poner una sonrisita de ángel al verme.
Jen fue a responder a mi móvil y escuché cómo saludaba a Joey mientras yo volvía a girarme hacia el pequeño diablillo.
—Así que te gusta imitarme.
—¡Ah!
Entrecerré los ojos. Él se quedó intrigado, y empezó a poner expresiones extrañas mientras también intentaba hacerlo.
Le sonreí, me devolvió la sonrisa, encantado.
Pensé en enseñarle a sacar el dedo corazón, pero dudaba que supiera hacerlo y probablemente Jen me mataría si se enteraba.
Además, acababa de volver al salón, así que fingí que no estaba poniéndole caras al niño, que seguía intentando entrecerrar los ojos sin mucho éxito.
—¿Jack? —preguntó Jen.
—¡No estaba poniendo caras!
—No es eso.
Me giré cuando noté el tono ligeramente tenso de su voz y fruncí el ceño al ver que parecía asustada.
—¿Qué pasa?
—Creo... creo que deberías hablar con Joey.
Intrigado y algo tenso, le devolví a Jay y noté que me miraba cuando recogí el móvil y me lo llevé a la oreja.
***
Media hora más tarde, llegué a la puerta que me habían dicho. Nada más llamar con los nudillos, un matrimonio que no había visto en mi vida salió de la habitación y me miró.
Ella era alta, con el pelo rubio y lacio, y él era algo más bajo que yo, con la piel bronceada, el pelo oscuro y los ojos azules brillantes. No podías negar de quién eran padres.
—Tú debes ser Ross —dijo la mujer, que parecía agotada.
—Sí —murmuré, todavía algo perdido—, ¿cómo está Vivian?
—Bien, dentro de lo que cabe —me dijo el hombre—. Seguramente querrá verte. Está hablando con vuestra manager.
Asentí torpemente y vi cómo los padres de Vivian iban a por algo de comer a la cafetería. Seguramente habían estado ahí desde anoche. Y seguramente no era la primera vez.
En la habitación del hospital, me encontré una sola cama con algunas máquinas al lado. Estaban todas conectadas a Vivian, o a la chica que parecía Vivian. Su piel parecía apagada, su mirada perdida, su cuerpo mucho más delgado y su pelo... parecía que no se lo había lavado en un tiempo. Le faltaba brillo y estaba enmarañado.
Ella no levantó la cabeza cuando me oyó llegar, pero Joey, que estaba al lado, sí lo hizo. Parecía que habían estado discutiendo.
—Mejor os dejo solos —dijo Joey ásperamente—. Tengo que hacer una llamada.
En cuanto cerró la puerta a su espalda, nos quedamos sumidos en un silencio bastante incómodo que interrumpí yo mismo al acercarme a la cama de Vivian y sentarme en una de las dos sillas que supuse que sus padres habían estado ocupando.
Ella no me miró. Solo se miraba las manos.
—¿No vas a decirme que me lo he buscado? —preguntó en voz baja.
Admito que una parte de mí quería hacerlo, pero me contuve.
—No. Las sobredosis son algo demasiado grave como para echárselo a alguien en cara.
—Pues eres el único que no va a reñirme —se rio amargamente.
Al mirarla, solo podía pensar en la chica alegre y vivaz que había conocido en Francia. Ahora solo parecía una sombra de esa chica. Una sombra triste y gris.
No pude evitar preguntarme si le hubiera ido mejor de no haberme conocido.
—¿Es la primera vez que has tenido una sobredosis? —pregunté.
—No. Ya es la cuarta.
—¿La...? —me corté a mí mismo e hice un verdadero esfuerzo para no decirle nada acusatorio—. Mierda, Vivan.
—No me des una lección —me advirtió en voz baja—, no vas a decirme nada que yo todavía no haya pensado.
—Me da igual, ¿se puede saber qué te ha pasado? Cuando te conocí, ni siquiera habías probado la cocaína.
—¿Te crees que esto ha sido a causa de consumir solo cocaína? —preguntó amargamente.
—Vivian...
—Bueno, he cambiado.
—A peor —espeté sin pensarlo.
Fue la primera vez que me miró. Sus ojos ya no parecían... brillantes. Era una sensación extraña. Como si estuviera apagada, de alguna forma.
—Puede ser —admitió.
—¿Es que nadie te ha ofrecido ayuda?
—Joey no deja de decirme que debería intentar dejarlo. Y mis padres querían llevarme a un centro de rehabilitación.
—¿Y por qué demonios no has ido?
Hubo un momento de pausa. Ella volvió a apartar la mirada.
—¿Y bien? —me impacienté.
—No se lo pueden permitir —me dijo en voz baja.
Me quedé mirándola unos segundos, confuso.
—Vivian, he visto tu casa. Puedes permitírtelo.
—No, no puedo, créeme.
—Pero...
—Ross —me cortó, mirándome—, me he gastado todo lo que tenía en drogas, estoy endeudada por ellas y ahora nadie quiere contratarme para hacer nada. Ni siquiera como camarera. Me ven las marcas en los brazos y tardan cinco segundos en decidir que no me quieren en su estúpido local. ¿Me vas a decir tú de dónde demonios saco el dinero?
Hubo un momento más de silencio en el que no supe qué decirle.
Y, entonces, ella se derrumbó. Levanté la cabeza y vi que había empezado a llorar. A llorar de verdad.
Fue la primera vez que su llanto me pareció real desde que la había conocido, y por mucho que ahora no me gustara del todo, no pude evitar sentir que se me retorcían las entrañas por verla así.
—Teníais razón —me dijo, entre sollozos, pasándose las manos pálidas y ligeramente huesudas por la cara—. Mierda, todos teníais razón. Debería haber dejado esto, pero... no puedo. No lo entiendes, Ross, no puedo. Es como si me destrozara por dentro tenerlo, pero me destrozara aún más no hacerlo. Es horrible. Es... es jodidamente insoportable.
—Sé lo que es —le aseguré en voz baja.
—¡Pero tú lo dejaste! —casi me gritó—. ¡Yo no pude! ¿Es que no lo entiendes?
—Yo al menos lo intenté, Vivian.
—¡Y yo también lo he intentado!
—¿Cuando me intentabas dar drogas a mí también lo estabas intentando?
Por un momento, pensé que me había pasado, pero ella, lejos de reprocharme nada, se puso a llorar otra vez.
—Yo... yo solo quería...
—¿Qué? —pregunté, impasible.
Ella sacudió la cabeza.
—Pensé que... q-qué... que si yo tenía drogas y tú las querías... v-vendrías a mí.
—Solo querías engancharme otra vez para que pasara tiempo contigo —deduje en voz baja.
Ella ni siquiera se atrevió a mirarme a la cara cuando volvió a asentir, llorando y pasándose las manos por debajo de los ojos.
—Lo siento, Ross —murmuró.
—¿El qué?
—T-todo... yo... tú...
No dije nada. Quería que lo dijera ella. Solo apreté un poco los labios.
—Llevo enamorada de ti desde Francia —dijo al final, mirándome con los ojos enrojecidos por las lágrimas—. ¿Es que estás ciego? Y durante meses tuve que soportar que el chico del que estaba enamorada me dijera lo mal que estaba por culpa de la chica de la que él estaba enamorado.
Hizo una pausa, sorbiendo la nariz.
—Y después de todo... te has casado con ella. Yo... estaba convencida de que podía ser mejor que ella. Que podía cuidarte mejor. Hacerte más feliz. Y no hacerte daño.
Estaba a punto de decir algo, pero ella me interrumpió, apartando la mirada.
—Pero no era así —añadió el voz baja.
No dije nada. No sabía qué decirle. Ella continuó.
—Nunca te he visto tan feliz como lo eres cuando ella está a tu alrededor —dijo en voz baja—. Estaba tan celosa... que estaba dispuesta a arruinarte la vida con tal de que volvieras a pasar tiempo conmigo. Pensé que así podrías enamorarte de mí o... no lo sé. Fui una idiota.
De nuevo, fui incapaz de decir nada. Ella tragó saliva y se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.
—Lo siento —repitió en voz baja—. Nunca debí meterme en tu relación. Ni debí ofrecerte drogas. Siento haber sido así contigo, Ross. No te lo has merecido nunca.
Pese a que muchas cosas habían sonado falsas en ella a lo largo del tiempo que había pasado a su lado... eso pareció tan real que no pude quedarme callado.
—Solo... no vuelvas a hacerlo —dije, incómodo, sin saber qué más hacer.
—No lo haré. Te lo juro. Ahora es diferente. Tú... ella... bueno, tenéis un hijo. Os habéis casado. Sois una familia. No podría destrozar una familia. Y menos la de alguien que me importa, aunque no te lo creas.
Hizo una pausa y se pasó un brazo por debajo de la nariz.
—Yo... tengo que decirte algo, Ross —murmuró, mirándome.
Mi mirada se volvió desconfiada.
—¿El qué?
—¿Te acuerdas de la noche en... en que volviste a tomar drogas? ¿Esa noche en que pasó... eso... entre nosotros... de lo que no te acuerdas?
Asentí, dubitativo.
—No pasó nada —me dijo con un hilo de voz.
Durante unos instantes, me pareció no haberla entendido bien.
—¿Qué?
—Que no pasó nada. Cuando intenté besarte... dijiste su nombre. El de ella. Y sentí que se me partía el corazón. Creías que era ella. Intentaste besarme tú a mí, todavía pensándolo, y me alejé. Yo... no podía. Pero quise pasar la noche contigo, así que nos dejé en ropa interior y me quedé dormida contigo. Por la mañana, cuando te vi la cara... supe qué pensabas. Y dejé que lo creyeras.
Hizo una pausa con una sonrisa amarga.
—No pasó nada más, te lo juro.
Yo fui incapaz de reaccionar durante unos instantes.
—¿Qué...? —empecé, dudando—. ¿Y por qué demonios me dijiste que sí había pasado?
—¡Porque... pensé que eso me abriría más posibilidades de estar contigo!
—¡Vivian, tuve que decirle a Jen que había hecho todo eso contigo! ¿Tienes idea de...?
—¡Lo siento! —exclamó, agachando la cabeza—. Lo siento, sé que no estuvo bien. Yo... no sé cómo arreglarlo. Solo quería que lo supieras.
—¿Y hay algo más que también sea mentira? —pregunté, irritado.
—¡No!
—¿Por qué voy a creerme eso?
—¡Porque te estoy diciendo la verdad, te lo juro!
—Oh, claro, me lo juras.
—¡Estoy intentando hacer las cosas bien! Sé que es tarde, y me da igual que no vuelvas a hablarme, pero quería que supieras la maldita verdad, ¿vale? Eso era todo. No te lo creas si no quieres, pero es la verdad.
No me había dado cuenta de haberme puesto de pie, pero volví a sentarme, mirándome las manos y sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué quieres cambiar ahora? —pregunté finalmente.
—Porque... estoy harta de ser la que se queda en la estacada. La que nadie quiere en su vida. Estoy... estoy tan sola, Ross. No puedes ni imaginártelo. A veces, me siento como si me ahogara en mi propia soledad. Es horrible. No quiero seguir siendo esta persona, estoy harta.
Me miré las manos, pensando, y pareció que pasaba una eternidad hasta que por fin la miré.
—Júrame que intentarás dejar las drogas.
—¿Qué...?
—Hazlo, Viv.
Ella cerró los ojos un momento antes de mirarme con determinación.
—Te lo juro.
—Bien. Pues yo te pagaré el centro de rehabilitación.
Ella abrió mucho los ojos, pero no le di tiempo para pensarlo.
—Si en cuatro meses has conseguido dejarlo, te daré el papel protagonista de mi película. Si no, se lo daré a otra. Así que más te vale esforzarte.
Cuando vi que se le llenaban los ojos de lágrimas de agradecimiento me puse de pie, incómodo.
—Buena suerte, Viv —murmuré, mirándola—. Espero que puedas empezar a ser la persona que realmente quieres ser.
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