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XXII

Mientras se dirigían a la entrada de la Casa de los Tigres, Tigresa reparó en el aspecto de Fai. Se veía más... ligero, por decirlo de una forma. Ya no tenía esos andares firmes, sino que casi parecía que con cada paso fuera a dar un salto, como si flotara. Un andar tranquilo y relajado. Algo lo había hecho cambiar. Lo escaneó con la mirada, sin notar nada extraño, lo único resaltante era un anillo en su pata derecha.

«¿De dónde habrá sacado eso?», pensó Tigresa.

Una vez fuera de la casa de Ru y alejados una distancia considerable, se encaminaron hacia la Casa de los Tigres, a través del canal entre ambas montañas donde Girei, que ahora sabía así se llamaba el tigre que la hirió, y sus tigres los habían emboscado.

Les tomó poco más de veinte minutos de camino silencioso y sin peligro llegar a una especie de entrada natural: un grupo de árboles se arqueaban de tal forma que parecían la entrada de un antiguo palacio, o la del mismo Palacio de Jade. No obstante, eso no era lo que los puso a ambos alertas, sino la cantidad de Chi que el lugar emitía.

—Aquí debe ser donde está la barrera de Chi —comunicó Tigresa—. La Casa...

—Tiene una barrera que la protege —completó Fai, con un tono calmado. Sin ser tan tosco—. Lo sé. Cuando acompañé al Emperador una vez, sólo pude llegar hasta aquí. La barrera puede ser abierta únicamente desde dentro, es de un solo sentido, por lo que los de dentro nos ven, pero nosotros a ellos no.

—¿Y cómo pasamos? —soltó ella, oteando el lugar, sin encontrar la barrera.

—¿Ves estos árboles? —Tigresa asintió—. Esto no es natural. Los hicieron crecer así. Es una señalización. —Hizo una pausa y estiró la pata a un lado: el aire se onduló y como si se hiciera a partir de bruma oscura, una espada Hsu apareció. Con vaina negra, al desenvainarla su hoja era de un negro noche, con mango plateado y coronada por un pequeño rubí—. No tenemos que hacer nada, pasaremos con facilidad.

No respondió. Tigresa quedó en silencio, tratando de no sentirse impresionada por la presión que aquella arma despedía. Algo era seguro, esa espada no era normal, porque ningún arma, por más rara que sea, emanaba esa sed de venganza y caos. Ni siquiera las reliquias del Palacio de Jade.

Fai alzó la pata con la que sostenía la espada y su brazo entero pasó de un amarillo casi marrón a un gris tormenta, el pelaje pareció asimilar el tono de cuando entraba en el primer estado, con la diferencia de que sólo era en el brazo.

Con un gruñido que sonó más como una queja, bajó el brazo y trazó un corte vertical.

Fue silencioso al inicio. Una línea plateada empezó a brillar donde había hecho el mandoble y empezó a ascender, creciendo, y dividiendo todo en dos. Cuando Tigresa perdió de vista la línea en el cielo, sonó un quebrar, como porcelana, y del mismo modo el Chi se resquebrajó y la Casa de los Tigres quedó al descubierto.

Era una pequeña aldea, del tamaño de la mitad del Valle de La Paz, con pequeñas edificaciones repartidas por el lugar, y con cinco prominentes edificios. Fai los señaló con la espada, de izquierda a derecha.

—Las sedes de las Ramas Roja, Naranja, Blanca, Azul y Negra.

Antes de que Tigresa pudiera preguntar por qué aquellos edificios con aspecto de castillo feudal, eran unas sedes, dio un salto atrás para esquivar una flecha que terminó clavándose donde segundos antes estaba.

Alzó la mirada, y ambos se pusieron en guardia. Murmuró el nombre del segundo estado, intentando llegar. Si con sólo decir el primero pudo entrar, ¿por qué no en el segundo? Fai la imitó, envainando la espada.

Lo logró con un poco de esfuerzo. Las rayas negras de su pelaje parecieron volverse de ceniza o humo, con aspecto de estar en movimiento; de cada uno de sus dedos surgió una delgada línea de fuego que se unían en el dorso y, una vez las cinco se volvían uno, ascendían por sus brazos hasta la nuca, dándole un aspecto como de hilos o nervios. Éstas se unían con las negras de su rostro, dándole un aspecto de lava en movimiento, terminando en el rombo de su frente, del cual una pequeña llama emanaba.

Fai, por el contrario, tenía un aspecto menos estrafalario. Seguía con su pelaje amarrillo oscuro, casi marrón, sólo que levitaba ligeros centímetros del suelo y el aire, en el espacio que lo separaba, se acumulaba girando con parsimonia. De igual forma, en sus brazos una ligera corriente de aire, tan condensado que era visible, se ensortijaba.

Ambos se vieron fugazmente a los ojos, dándose un claro mensaje: hay que atacar.

No dudaron en hacerlo cuando una veintena de tigres de todos los tipos cargaron, rugiendo y gritando, contra ellos.



—No olvides lo que te dije, Po Ping —le advirtió Seiryu, con las patas unidas a nivel del pecho, de las cuales un resplandor azul nacía.

Po asintió, preparado para volver. La imagen de Tigresa no se le iba de la mente. Una sonrisa incipiente le surcaba el rostro.

Seiryu dio un paso hacia él y le colocó la pata en la frente, como si fuera un maestro regañando o encomendando algo a un discípulo. Su cuerpo empezó a sentir un frío que lo entumeció y lo hizo caer inconsciente.

Se sintió de nuevo en aquella nada, ingrávido, con la diferencia de que esta vez sí conservaba sus recuerdos.

Y un instante después... despertó.

Muy despacio, comenzó a abrir los ojos. Acostumbrándose al brillo de la luz que le hería la retina y lo hacía tener chiribitas. Intentó mover sus dedos, lográndolo y sintiendo rayos de dolor por el entumecimiento. Al respirar, pudo jurar que nacía de nuevo; sentir el aire recorriéndole los pulmones era maravilloso. El problema llegó cuando intentó hablar. Quiso llamar a Tigresa, a los Furiosos o a Shifu, o ¿por qué no?, a los estudiantes, pero un dolor, como si lo hubieran apaleado, le arrancó fue un grito.

Con la destreza de un niño que apenas está aprendiendo sobre cómo mover su cuerpo, Po empezó a levantar los brazos, con la intención de tocarse el rostro para ver por qué le dolía tanto. Era como si le hubiera pasado por encima una caravana de rinocerontes. «¿Qué rayos me pasó?» Se palpó con torpeza donde debería estar la herida por haber protegido a Tigresa; no la encontró.

La puerta corrediza de su habitación se abrió de golpe, y Ping, su padre, entró casi trastabillando, seguido de su otro padre, Li.

—¡Po! —exclamaron ambos.

—Papá, papá —sonrió con debilidad—. Agua, por favor. —La necesitaba para mejorarse, así como le había indicado Seiryu, no olvidar tomar generosas cantidades al día. Mientras más agua hubiera en su sistema, mejor control de la transmutación acuática tendría.

Li salió como un tornado de la habitación, dejándolo con Ping. El ganso caminó hasta él y lo ayudó a sentarse en la cama.

—Hijo, la maestra Tigresa...

—Está con Fai —jadeó con voz ronca—. Lo sé, papá. Sé cómo llegar con ella. —Inspiró con fuerza, alegre de tener de nuevo aquella sensación, que aunque dolorosa por perder la costumbre, le confirmaba que estaba vivo y coleando—. Nada más necesito agua.



En el Mundo de los Espíritus, Terumi estaba a punto de recuperar su forma física. Era cuestión de poco tiempo, tal vez minutos mortales, para formarla por completo. Su cuerpo estaba en un punto intermedio entre la solidez y la intangibilidad.

Sentada en una roca flotante que se mantenía ignorante en el mundo donde estaba, Terumi apretó una pata, que a veces titilaba, pensando en su hija. En Lian. «Ni siquiera pudimos avisar al orfanato su nombre. Sólo los dioses saben cuál le colocaron».

Recordar la vida que le privaron con su hija la enojaba y le hacía pensar que tal vez pudo haber otra manera de hacer las cosas.

Cuando habían salido huyendo de su Casa, con Lian en brazos, estuvieron corriendo y escondiéndose por horas, nunca llegó a saber con certeza cuántas en total. Sólo corrieron como si no hubiera un mañana. Sin embargo, Girei y Fen no parecían agotarse. Les lograban dar el esquinazo para adelantarse, pero siempre los alcanzaban.

Eran como la sombra de la muerte, siempre acechante.

No entendían por qué querían matar a Lian, es decir, sabía que no era por el asunto de ella ser una Roja y Tora un Blanco, no irían tan lejos por ello. Por lo que sólo quedaba un hecho, por el poder del Fénix que tenía dentro. Sin embargo, ¿por qué? ¿En qué les afectaba a ellos que su hija tuviera el Chi de una Bestia Divina?

—Terumi —le había dicho Tora, agotado, elevando el tono por sobre la lluvia que los azotaba—, debemos dejar en un lugar seguro a Lian y luego volver por ella.

—Lo sé —gruñó Terumi—, pero ¿dónde?

La respuesta terminó llegando cuando arribaron al cuarto pueblo por el que pasaban, donde la dejaron en un orfanato. Con todo el dolor del alma, ambos se retiraron, con las capuchas de sus capas cubriéndolos. Se devolvieron y enfrentaron a Girei y Fen, que no mostraban signos de cansancio.

Eran depredadores tras una presa.

Girei, era un tigre de bengala, robusto y fornido, cuya única vestimenta era un pantalón de chándal negro. Fen, en cambio, tenía una engañosa apariencia, porque aunque fuera de la misma forma, con un pantalón de chándal y el pecho al aire, no exhibía musculatura alguna. Parecía más bien un adolescente, que aún no ha crecido lo suficiente. Aun así, ambos sabían que era algo ilusorio, porque el tigre con melanismo era un maestro del combate; no por nada lo designaron Líder de la Rama Negra.

—¿Dónde está la cría? —preguntó Fen, con voz irritada.

Tora se puso en guardia, Terumi lo imitó y gruñó.

—¿Por qué no me haces decírtelo, bastardo?

Algo que le molestaba de ambos felinos es que siempre, desde que sabía de la existencia de ellos, tenían los ojos cerrados, como si sus oponentes fueran tan inferiores que no valía la pena verlos.

Sin advertencia alguna, Girei se lanzó hacia ella y trazó un golpe con la pata extendida, horizontal, asemejando un corte. Un rayo de la tormenta que caía furiosa iluminó al cuarteto, mientras Terumi, quien había esquivado el ataque inclinándose hacia atrás, lanzaba una patada ascendente, conectándosela en la mandíbula. Contuvo un quejido, era como golpear una piedra.

Fen por otro lado atacó con varios zarpazos que Tora esquivó a duras penas. «Estos estilos de pelea no son de sus Ramas.» Poco después de haber posado la mirada en el tigre blanco, Girei le dio un golpe a la mejilla que por poco no la dejó sin sentido. Fue como si un elefante le hubiera dado un mamporro. Cayó al suelo, giró enlodándose y chocó contra una piedra.

Tora retrocedió y la ayudó a levantarse, mientras ambos tigres se reagrupaban. Con sólo una mirada Tora y Terumi se comunicaron lo necesario: debían pelear en serio si no querían morir ahí. Ella se relamió los labios, con el pelaje de la cabeza empapado al caérsele la capucha, saboreando la metálica sangre dentro de su boca. Tenía unos incisivos rotos.

Su pareja le dio un asentimiento tímido, interrogativo, y ella le respondió con uno firme. El mensaje era claro: iremos con todo. Ambos se estiraron, relajaron los hombros y se colocaron en las respectivas posiciones de los estilos de pelea de la Rama que los identificaba.

La primera en atacar fue Terumi; con un rugido y los dedos de las patas flexionados, empezó a dar golpes con la palma, intentando acertarle a Girei. Fue aumentando la velocidad, y cuando llegó a una determinada, mínimas estelas de fuego acompañaban los golpes. Las patadas no escaseaban, y en cuestión de minutos, tenía al tigre contra las cuerdas.

«¿Qué pasa? ¿Por qué no ataca en serio?».

Terumi lanzó un puñetazo que Girei esquivó ladeando el rostro, para contraatacar con un rodillazo al vientre. Ella gruñó por el dolor; el tigre sabía a qué puntos golpear, más aún porque había dado a luz a Lian hacía pocas horas. Contraatacó con una patada de empeine seguida de una giratoria en el sentido opuesto. La primera fue esquivada; la segunda conectó, haciéndolo trastabillar hacia un lado. Terumi aprovechó la brecha y, al recuperarse, le dio un puñetazo el mentón, elevándolo unos milímetros en el aire. Y con un doble golpe en el pecho, lo mandó a estrellarse contra un árbol.

Tora hizo lo propio contra Fen, aunque nunca le terminó de gustar a la tigresa el estilo de pelea de la Rama Blanca; era muy delicado, focalizando los golpes con la pata en punta, asemejando una lanza, en sitios determinados. No un daño explosivo, como el suyo.

—Creo que es hora de ponerse serios —comentó Girei, quien se movía la mandíbula, recuperándose de golpe y colocándose de pie.

—Ya lo creo —convino Fen, que de una patada de arco, hizo retroceder a Tora.

Los dos tigres se recuperaron y se reagruparon, destilando una especie de Chi negro. La lluvia aumentó su fuerza, el viento que soplaba hacía bailar la copa de los árboles, como enormes alas de cuervo que se batieran, y el frío del agua empezaba a penetrarles a Tora y Terumi las capas con las que se protegían.

Ambos tigres abrieron los ojos, revelando unas escleróticas doradas con iris y pupilas negras. Terumi tragó grueso. Ellos no eran normales. Dudaba que fueran mortales incluso, ¿entonces qué eran?

—Terumi, ellos...

—Lo sé. —Suspiró—. Vamos con todo de verdad —le dijo—. Hora del armamento pesado.

—No lo hagas; no puedes —la advirtió, con una tranquilidad innata. Le gustaba y detestaba a partes iguales aquella capacidad analítica de Tora. En cualquier pelea conservaba la calma e ideaba un plan de ataque—. Yo puedo, pero tú no.

—¿Por qué no? —replicó, aireada.

—Has dado a luz, estás agotada y usarla significaría la muerte. Lo sabes.

—¿O sea que tú puedes morir, pero yo no? No seas un...

—Tengo razón.

—Si no los detenemos irán a por Lian, ¿eso quieres?

—No es lo que...

Ignorándolo, Terumi unió la punta de sus dedos y su cuerpo tomó un brillo intenso color rojo, como una estrella muriente. Resignado, Tora hizo lo mismo, sólo que él destellaba de un blanco perla, un blanco lunar.

¡Ira blanca! ¡Shinto: luna!

¡Ira roja! —le imitó Terumi—. ¡Shinto: sol!

El sonido de una roca repiqueteando la sacó de sus recuerdos. Ladeó la cabeza, alerta, encontrándose con un Tora que la veía con una sonrisa que contrastaba con la seriedad en sus ojos.

—Lo siento si te tomé por sorpresa —dijo, alzando las patas en señal de rendición—. Sólo quería saber si lo sentiste.

—¿El que por alguna razón esta dimensión parece a punto de quebrarse?

—Sí.

—Pues sí, sí lo sentí.

—Esto sólo puede significar que algo pasó con los Guardianes del Inframundo.

—Oh... —Terumi sonrió con unas ganas de masacrar a Girei y Fen—, yo te diré quiénes causaron esto. Apuesto mi cola a que fueron los compañeros de esos bastardos.

—Una hembra no debería hablar así, Terumi —le dijo Tora, repitiéndole lo que siempre le decía desde pequeños—. Debes tener delicadeza.

Ella hizo un gesto ambiguo con la pata, esbozando una sonrisa.

—¿Ni con más de treinta años muertos dejas de decirme eso? —bromeó—. ¿Qué importa que se oiga mal? No me voy a abstener de decir algo porque suene mal. Sabes que soy así, espontánea.

—Sí —repuso el tigre blanco, con una sonrisa entre enojada y divertida—, precisamente por eso estamos aquí.

—Bah, deja de centrarte en el pasado, tigre sin humor. —Suspiró—. Dentro de poco podré mantener la forma física sin problemas. Será ahí cuando saltemos al Mundo Mortal.

Tora asintió y se sentó a su lado, con las piernas entrecruzadas, sonriéndole con aquellas sonrisas tan esquivas que tenía.

«Espéranos, Lian».



Abrirse paso entre los tigres que los atacaron fue relativamente complicado, puesto que unos dominaban el Chi y otros eran maestros del combate. Tigresa peleaba con sorpresa y lástima a partes iguales, no quería lastimar a los de su propia especie, pero no iba a dejarse asesinar tan fácil, sumado a que le parecían interesantes aquellas posiciones de pelea tan distintas. Ella generó una brecha por un grupo de cinco que cargó hacia sí, logrando avanzar el tramo final hacia la Sede de la Rama Naranja, que era donde Fai supuso estaba Girei.

Fai a diferencia de ella, ni siquiera se tomó enserio a los tigres que lo atacaron, porque sólo los mataba en seco con algún movimiento o con un gesto de la pata, causaba un vacío de oxígeno que los asfixiaba. Caminaba por entre las hileras de felinos muertos con la gracia y decisión de la parca, con un objetivo fijo.

Tigresa no sabía cuál era la fijación de Fai por ir hacia Girei, sin embargo, su deseo de encontrarlo era palpable. Tanto que impresionaba.

Los tigres que antes venían en olas, empezaron a remitir. «Tal vez saben que si nos atacan, o mueren o los apalean. Son precavidos». Llegado el punto en que tenían carta blanca para entrar a la Sede, ambos, tigresa y león, llegaron a las puertas dobles de la Sede, que estaba decorada con una pintura y grabados delicados. Elegantes.

Cada uno levantó una pata y la posó en una de las puertas dobles, empujaron y se toparon con un recibidor espacioso, como el del Palacio de Jade. Tenía una enorme alfombra color naranja atardecer, las columnas que sostenían el piso superior eran de un rojo carmín con unas borlas serpenteantes doradas. Al fondo del recibidor, en un trono hecho de zafiro naranja, en cuyos reposabrazos estaba la cabeza de un tigre de bengala tallada, un tigre de bengala fornido, de pelaje tan intenso como el fuego, con una venda en los ojos y con una cicatriz en el pecho muy parecida a la de Fai, los esperaba sentado.

Al lado de Tigresa, Fai empezó a respirar profusamente, jadeando, de tal forma como si le estuviera faltando el aire. Ella ladeó la mirada, y cuando estuvo a punto de preguntarle qué le ocurría, captó por el rabillo del ojo que el tigre, Girei, cruzaba las piernas, colocándola una sobre la otra. Demostrando poderío.

—Me han ahorrado el trabajo —gruñó, con voz opaca, como si le molestara hablar.

Cuando comenzó a ponerse de pie y sonreír como si ya hubiera asegurado su victoria, Fai lanzó un rugido que hizo temblar la edificación y que le arrancó una pequeña carcajada al tigre.

Se llevó una pata al anillo y lo giró una vez, para luego bramar.

¡Duhkha!

Fue como su hubiera explotado un tornado dentro del edificio.

De las ventanas abiertas decoradas con tapices, por donde poca luz se colaba, entraron ráfagas y ráfagas de viento cada vez más potentes que empezaron a girar alrededor del león, como si fuera el ojo de un huracán. Paulatinamente, mientras más masa se acumulaba, la forma de Fai se fue perdiendo tras el aire hasta que ya no pudo verse más. Tigresa se llevó las patas al rostro, cubriéndose de la presión del aire y se colocó en una posición para evitar salir despedida.

Las telas que decoraban las paredes, las borlas de las columnas e incluso la alfombra del suelo parecían a punto de desgarrarse. Girei negó con la cabeza y alzó una pata, en la que destelló y se encendió una bola de fuego que fue abarcándole el brazo. Tigresa gruñó para sí, aquel era su fuego. El que él se tragó.

El aire empezó a condensarse en el cuerpo de Fai, empezando, como a Po, a conformarle una especie de traje, mas no por completo. Era la primera vez que veía el tercer estado del león, y no tenía que ser experta en ello para darse cuenta de que no lograría darle forma al aire a tiempo; Girei ya tenía los brazos envueltos en llamas y flexionó las rodillas, dispuesto a atacar.

Tigresa dudó por un instante, en el cual el tigre saltó.

El tiempo pareció moverse más lento, casi gritándole que se moviera y bloqueara el ataque, para darle tiempo a Fai en completar el Tercer Estado. Ella también saltó, flexionando un puño para dar el golpe, envolviendo sus garras en fuego. La extensión de las mismas aumentó, casi formando las zarpas de un ave de rapiña decenas de veces más grande que ella y atacó con un zarpazo.

Cuatro gruesas hileras de fuego fueron hacia Girei.

Éste abrió la boca con un rictus y, con un sonido de succión, engulló tres de las cuatro. La última la esquivó por los pelos, rasgándole la venda de los ojos. Fue ahí cuando ella vislumbró los ojos dorados y negros del animal.

Su fuerza pareció ser suprimida por un instante en el que perdió su segundo estado, volviendo a la normalidad y cayendo de rodillas, presa de un temblor que no podía controlar. El cuerpo se le entumía.

Con un rugido intentó colocarse de pie y romper el contacto visual con Girei, logrando apenas mover las piernas. Él ignoró a Fai y se dirigió hacia ella, llevó los brazos hacia atrás para dar un zarpazo doble...

Y entonces... todo se enfrió.

Con la misma velocidad que chasquear los dedos, el recibidor por completo se congeló con una fina capa de hielo, la temperatura bajó y el fuego de las patas del tigre se apagó como si lo hubieran metido bajo el agua. El viento de Fai seguía revolviéndose con ferocidad, y Tigresa sintió como si le dieran un pequeño tirón en el pecho.

Conocía ese Chi.

Dentro de sí, una alegría incontrolable estaba tomando partido.

Y entonces apareció.

A su lado una corriente de gélido aire pasó destellando y de pronto Girei estaba en el suelo, sostenido por el cuello y una mancha borrosa elevaba un bastón de hielo. Le llevó un poco reconocerlo, sin embargo, aquella redondeada forma, esos regordetes brazos que estaban un poco cubiertos de hielo por estar en el segundo estado y, para su sorpresa por ser la primera vez que la veía, la pequeñita cola.

Fue ahí cuando reparó en que el brazo izquierdo de Po, con el que sostenía a Girei, desde el codo hasta las garras estaba en un estado líquido en su totalidad, envolviéndose como una serpiente en el tigre, apretándole la garganta y el hocico.

Po bajó el bastón con fuerza y lo clavó en el hombro de Girei, éste rugió y una sangre negra como brea empezó a teñir la alfombra. Pequeños cristales de hielo empezaban a aparecer en el brazo derecho de Girei, inutilizándolo. Con un rugido más de susto que de enojo, Girei trazó una patada lateral desde el suelo, haciendo alejar a Po, se sacó el bastón que lo empalaba al suelo, se levantó y, emanando una cortina de Chi negro que lo envolvió, desapareció del lugar.

La momentánea impresión por lo sucedido quedó desplazada cuando Fai rugió de nuevo, hacia Po, alegando que él no era nadie para interrumpir. Cuando éste se lanzó a atacar al panda, Po lo único que hizo fue ladearse y en un parpadeo, conectarle un golpe al estómago que lo dejó inconsciente en el sitio.

El viento se disipó y Po tomó al león pasándole una pata por el cuello, evitando que cayera. Para después dejarlo recostado en el suelo.

Tigresa, como pudo, se logró poner de pie y dio dos pasos dubitativos hacia él. Entonces Po se volteó y sus miradas se encontraron.

Po le sonrió; aquella sonrisa alegre e inocente que le había molestado durante los días que fue designado Guerrero Dragón, pero que ahora le resultaba entrañable. Sus ojos verde jades eran tan bonitos como recordaba. Parecía no haber cambiado en absoluto, incluso era como si nunca hubiera estado en aquel estado de media muerte.

Tigresa se quedó tan pasmada que fue incapaz de moverse. Tenía una sensación como si la hubieran azotado contra el suelo, roto, tomado cada una de las piezas y la hubieran reconstruido. De que si se acercaba a él, todas las moléculas de su cuerpo podían entrar en combustión. Habían sido compañeros casi inseparables con todo lo sucedido, con lo de Shen y Kai, y luego... había quedado inconsciente.

Las emociones que sentía dentro eran un revoltijo, tanto que dolían; no sabía qué hacer con certeza. ¿Saludarlo? ¿Darle un abrazo?

Fue él quien tomó el primer paso.

Se acercó a ella como un cachorro que se dirigiera a una dulcería y la rodeó con los brazos, apretándola en un abrazo que le trasmitía muchas cosas, y por primera vez, una seguridad que creía no necesitaría de nadie. Por un instante se quedó en blanco, como en el puerto de Gongmen, sin embargo, esta vez lo respondió, abrazándolo por la cintura también. Cuando lo apretó aún más, sintiendo aquel cálido pelaje contra sí, los brazos le temblaron un poquito.

Era real. Estaba vivo. Estaba allí.

Sintió la patas de Po reposar en su cintura, cuando éste se separó, y podía jurar que dentro de ella estaba en proceso una tormenta eléctrica por los rayos que le subían ahí donde tenía sus patas.

—Hola, Ti —sonrió—, no sabes las ganas que...

Tigresa parpadeó, le agarró la muñeca y lo lanzó por encima de su hombro. Po se estrelló contra la alfombra del suelo y la madera debajo sonó agrietándose. Le daba igual que estuviera en la Casa de los Tigres. Un nudo de ira abrasador estalló en su pecho: un tumor de preocupación y amargura con el que había estado cargando desde que cayó inconsciente.

—Como vuelvas a tratar de matarte para salvarme —dijo, notando un picor en la garganta y ojos—, juro por todos los dioses que...

Po tuvo el valor de reírse. De repente, el nudo de emociones acaloradas se derritió dentro de Tigresa.

—Me doy por avisado —dijo—. Será la última vez. —Sintió cómo le apretaba la pata que ella aún le sostenía.

De pronto, tiró de ella, y terminó cayendo sobre su esponjoso estómago. Volvió a abrazarla por la cintura, allí tumbados en el suelo del recibidor de la Sede de la Rama Naranja de la Casa de los Tigres, pegándola contra él. Sintió el rozar de su mejilla con la propia.

—Te extrañé mucho, Ti —susurró.

Tigresa apoyó su cabeza en el hombro de Po. Inspiró profundo antes de hablar, para asegurarse de que todo eso estaba pasando de verdad.

—Yo también, Po.

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