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XXI

Lo sentían.

Podían captar en su esencia cómo las energías de Qilin les traían de aquel estado suspendido en el que estaban. Los Guardianes del Inframundo eran fuertes, sí, pero no más que Qilin. Nunca más que él.

La presión que el Infra ejercía sobre ellos era abrumadora, colosal, como si el mundo mismo reposara sobre sus hombros. Sus amorfas formas no podían tomar la de un animal por esa razón, sin embargo, las energías que los imbuían eran renovadoras. Los fortalecían.

Manjari podía oír la cadencia de la voz de Qilin en ella, y estaba segura, los demás también podrían percibirla. Era una sola orden. Simple. Matar a los Guardianes, o por lo menos inhabilitarlos lo suficiente como para que no pudieran evitar la inminente convergencia de las dimensiones. Su ondulante forma estaba contra una especie de suelo que restringía sus movimientos y a la vez le quitaba la fuerza, pero por alguna razón no podía despojarla del poder de Qilin.

«¿Están conscientes de la orden?», preguntó con el pensamiento. Todas las Sendas podían transmitirse pequeñas cantidades de información a través de la mente, siempre y cuando no fuera muy extenso. Percibió la respuesta positiva de todos y el estruendoso Chi de Xun.

El siguiente pensamiento colectivo fue el último, la sencilla orden de liberarse. La presión que los aprisionaba aumentó cuando quiso dar una forma de brazos para apoyarse en la especie de suelo y erguirse; dolía, aunque como no tenían una forma física estable el umbral de dolor era soportable.

Les costó un trabajo enorme, pero lo lograron. Si dos de ellos hubieron escapado en colaboración hacía tantos años, ella podría. Todos podrían, ahora más que nunca porque los Guardianes estaban concentrados en las dimensiones principales que en su prisión.

El Infra intentó contenerlos, mas con el poder conjunto de los seis, pudieron crear una abertura por la que sus amorfas formas pudieron pasar, llegando al Inframundo. Manjari se sintió renovada y notó la manera en que su Chi volvía a llenarla por completo. Poco a poco, como aceite que fuera desplazándose por el suelo, su cuerpo fue tomando aspecto. Fue encogiéndose, sus brazos y piernas aparecieron, su rostro se alargó un poco y una esponjosa cola remató su imagen.

Abrió y cerró las patas mientras se las mirada, las almohadillas eran tan blancas que parecían nieve, y su pelaje a dos tonos, gris y negro, asemejando la luna, eran de unos tonos antinaturales. Recordó la primera vez que se vio en la forma de zorra, pequeña, débil y sin mucha fuerza, no obstante, con el tiempo pudo hallarle comodidad a la misma. No necesitaba fuerza porque su habilidad no dependía de ello.

Alzó la mirada y oteó el lugar; un aspecto asfixiante, un cielo rojo sangre, unas nubes gris ceniza, un suelo negro de piedras de obsidiana fragmentadas y una niebla amarillenta, que podía sentir contenía partes esenciales de almas. Dio un paso y observó las piedras del suelo cortarle la planta y los lados del pie, una oscura sangre perló la superficie de la obsidiana. La herida se curó al instante.

La zorra giró la vista hacia uno de sus compañeros, la Senda Infernal. Yuan era un oso, o al menos esa es la forma que adoptó en ese momento, con un pelaje marrón más oscuro de lo que ella recordaba; lo hizo por instinto porque de todos ellos, él era el único que podía curar heridas con sólo quererlo, aunque su actitud dejaba mucho que desear.

—¿Te sientes como en casa? —le preguntó. La voz de Manjari era suave, cautivadora, viperina—. Éste es parte de tu mundo original, ¿no?

—Que sean restos del Naraka no significa que me sienta cómodo —le replicó, con tono fastidiado.

—¿Dónde están las Puertas? —preguntó una lince con pelaje plateado. Una de sus orejas se movió, causando que uno de los mechones de la misma lo siguiera aunque en menor velocidad. Movía su corta cola muy despacio, de un lado a otro, acompasada, analizando el lugar.

Dakini, la Senda Animal, era una Senda que no congeniaba con Manjari en la forma de deshacerse de sus enemigos, mientras la zorra disfrutaba destruyéndolos psicológicamente al hacerlos darse cuenta de que no podían hacer nada contra ella, o si se presentaba la oportunidad de dañarlos a nivel emocional, haciéndolos pelear contra quienes querían, amaban o estimaban; Dakini les daba una oportunidad para lucirse, y si no la complacían, los mataba tan rápido como lo es parpadear.

Manjari se dio cuenta de que las Puertas que separaban el Inframundo con el Juzgado y su posterior Infra no estaban, y eso la extrañó. Sin embargo, minutos después, lo comprendió: mantener las dimensiones estables consumía tanto Chi que tuvieron que recurrir al poder de sus propias umbras contenidas en las Puertas. Bien, pensó, eso les facilitaba el trabajo por un lado, aunque lo empeoraba por otro. Fueron los mismos Guardianes quienes los encarcelaron en el Infra cuando aquellos mortales los enviaron al Inframundo, y las Bestias luchaban contra Qilin; y éstos lo lograron porque estaban a su cien por cien. Ahora, usando el poder de las Puertas, lo estaban también.

—¡Los veo! —gritaron a su lado, y una mancha marrón pasó como un destello por su campo de visión, encaminándose a unos pilares negros que se alzaban a lo lejos. «Chi tan condensado que toma esa forma. Interesante».

—Ya se animó, por lo visto —comentó Dakini.

A su lado, con la forma de una gacela de pelaje color paja, Mei asintió; ella era la Senda Media, y por suerte, no decía palabra alguna. Ése era un rasgo que le gustaba a Manjari.

—Vamos —ordenó la zorra. Yuan suspiró con fastidio, Dakini se desperezó y Mei y Ju asintieron sin emitir sonido alguno.

No les tomó mucho llegar donde los Guardianes, quienes estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y las pezuñas unidas a nivel del pecho. Sin embargo, ellos no eran quienes estaban luchando contra Xun, que era la Senda del Dolor. Xun era una hiena rayada, de pelaje tosco y con una personalidad algo... ¿masoquista? Sí, calzaba con esa definición. Él se divertía peleando, causando heridas y siendo lastimado. Estaba un poco tocado.

Xun luchaba contra dos proyecciones de Chi de los Guardianes, con sus mismas características. La de Ma Mian era un caballo de piel cetrina tan tensa que parecía que los huesos la cortarían, con cuencas vacías por ojos y que vestía una armadura imperial negra. Niu Tou no era muy diferente, era un buey musculoso, aunque con un aspecto menos aterrador que Mian, de una piel azul purpúrea, un parche en el ojo derecho y una cicatriz que iba desde la frente a la mandíbula, dejándolo ciego del izquierdo.

La proyección de Mian sostenía una kusarigama que mantenía en movimiento, dándole cortes a Xun, bloqueando sus ataques y causándole heridas; Niu, por otra parte, se mantenía atrás, sin atacar. Xun estaba siendo descuidado, como siempre, al atacar; lo hacía con sus patas desnudas, dando golpes y patadas, unas que conectaban y otras que eran detenidas por la cadena del arma de su oponente.

Manjari alzó una pata con delicadeza, concentrando su Chi, negro como la brea, en la palma, manifestando su arma. Todas las Sendas tenían, por decirlo de algún modo, un arma predilecta o favorita; había excepciones, como Ju, la Senda Divina, que no tenía alguna, o como Fen, la Senda Bélica, que usaba cualquiera. Entre sus dedos se formó un tambo, una barra parecida a una batuta, igual de negra que su Chi. Una brisa sin origen abrazó su cuerpo desnudo, acariciándole el pelaje gris y negro, y ella apuntó el tambo hacia el buey. De sus labios, la orden que daría estaba formándose; éstos se abrieron para darla, pero un círculo pasó girando muy cerca de su cuello, impidiéndoselo.

—¡Ni se te ocurra! —bramó Xun, con sangre negra brotándole de múltiples cortes, con una sonrisa y una risilla desquiciadas—. ¡Si te metes, te mato!

Manjari rodó los ojos mientras bajaba el tambo y se daba golpecitos incesantes en la cintura, con la cola moviéndose serpentinamente de un lado a otro. Estaba empezando a molestarse. Qilin les ordenó que inhabilitaran a los Guardianes o los mataran, no que se divirtieran con ellos.

—Déjalo —bostezó Yuan en el suelo, recostado y con las patas en la nuca, viendo el rojo cielo—, total, no nos afecta si él muere o no.

—Ojala lo hiciera —le siguió Dakini, con los brazos cruzados a la altura del pecho.

Junto a Dakini, Mei y Ju asintieron. Ju era una loba gris, con una personalidad demasiado endeble y obediente y una voz que parecía como si pujara o suspirara con desanimo. Era la que menos le gustaba combatir, por ilógico que pareciera, pero la que más se acercaba al poder de Qilin. Manjari continuó mirando el desenvolvimiento de la pelea entre Ma Mian y Xun. La proyección del caballo atacaba y se defendía, algo que la hiena no hacía, sino que daba golpes sin detenerse con sus feng huo lun, unos círculos planos de metal con empuñaduras en su interior y con cuchillas o bordes filosos en su exterior.

Luchaba con una posición de boxeo; derecha, izquierda, derecha izquierda; un giro, derecha, una patada, izquierda. Algunos llegaban, otros no, eran muy disparejos; lo que sí debía reconocer era que la proyección tenía el mismo nivel que el original, porque todos y cada uno de sus ataques terminaban en Xun, haciéndolo sangrar más.

Una sonrisa se le dibujó en el rostro zorruno de Majari y un delicado ceño fruncido le adornó la frente. «Llevas tanto tiempo sin luchar, Mian, que olvidas un factor de Xun: mientras más lo hieras, más fuerte lo vuelves». Sólo era cuestión de tiempo para que la hiena se hiciera con el control de la pelea.

La Senda Espiritual se mantuvo al tanto de Niu Tou, con la punta del tambo apoyada en su cintura. Sabía que el buey se guiaba por el código de honor, en el cual, si un compañero le pedía no intervenir, éste no lo haría sino para salvarle la vida. Y Manjari esperaba ese momento, en el cual Xun se superpusiera a Mian y Niu actuara.

Fue muy rápido. Fugaz. A ojos de mortales no hubiera sido captado, pero Manjari lo vio con claridad, así como supuso las demás Sendas y Niu Tou. Xun recibió una puñalada en el centro del abdomen, chorreando sangre negra, se quedó estático un momento y luego apretó la hoja de ésta contra así, clavándosela aún más. Mian intentó sacarla, sin embargo, Xun aprovechó esa brecha para saltar y darle un derechazo en el estómago al caballo, enterrando tres de los cinco cuchillos filosos que salían del círculo, como ramas de un árbol.

El otro Guardián intentó hacer algo, mas la Senda Espiritual se lo impidió. Veloz como un haz de luz, Manjari se cubrió con su Chi, arropándola como humo, y de tres pasos llegó con el buey, dándole una patada que más para dañar, era para captar su atención. Ella no tenía la fuerza física para hacerle frente, mas en batallas prolongadas, la zorra siempre ganaría. Levantó la vara.

—Querido Niu —sonrió, burlona—, ¿cuánto tiempo sin verte a los ojos?

La proyección del buey bufó molesto y alzó la espada que sostenía; Manjari se apartó y alzó la pata que sostenía su tambo.

¡Suéltala! —murmuró Manjari, divertida, con una risilla casi infantil; para molestarlo. Los brazos de Niu Tou quedaron estáticos en el aire; ella se regocijó por ello—. Vamos, ¿qué esperas? ¡Suéltala!

Éste abrió con lentitud sus pezuñas y la espada cayó al suelo con un repiqueteo irregular por las piedras de obsidiana esparcidas sin orden. Negro contra negro, sólo un fino contorno grisáceo diferenciaba la espada del suelo.

Manjari hizo un gesto fuerte y rápido con la pata que sostenía la vara, y levantó la libre, mostrando sus garras.

—Ahora... ¿qué hago contigo? —preguntó, tranquila, conciliadora. Volvió la mirada, encontrando a Xun repartiéndole golpes a Ma Mian; como era una proyección, no sangraba como los originales. Sólo el negro líquido de la hiena era lo que los manchaba a ambos. Hizo una floritura con su tambo—. ¡Toma la espada y destruye tu proyección!

Poco a poco, con reticencia, la proyección de Niu Tou cogió la espada y la giró, apuntándose a sí mismo, como un samurái que fuera a suicidarse, y con un movimiento, se la clavó. La proyección titiló un momento y se disipó en Chi, que fue a unirse a la columna que despedía el verdadero Niu Tou.

La zorra plateada bostezó, caminando tranquilamente hacia donde las demás Sendas se encontraban, con una sonrisa entre complacida e impaciente, agitando de un lado a otro, en tramos cortos, su tambo, como si dirigiera el epílogo de dos seres divinos. Llegó con Ju y con una floritura hizo desaparecer su varita; alzó su cola y apartó un polvillo de obsidiana que tenía en la misma.

—¿Qué tanto has recobrado tu fuerza? —le preguntó a la loba, mirando de soslayo cómo Xun masacraba a la proyección de Ma Mian a golpes en el suelo, sentado a horcajadas sobre éste.

—Un poco —musitó la Senda Divina, casi mecánicamente.

—¿Puedes colocarles un sello inquebrantable a ambos? —Ju asintió—. Uno que cuando des la orden para disiparse, los destruya a ellos también.

—Con mi poder actual no podré destruirlos permanentemente —susurró, mirando la nada—. Conseguiré como máximo destruir su esencia para que les lleve tiempo reunirla.

—Con eso me basta. —Majiri meneó la cola, complacida y se volvió hacia el oso—. Yuan, cuando la proyección de Mian se disipe, cura a Xun.

—¿Debo? —gruñó él.

—Debes —confirmó ella, con firmeza—; si no quieres que te obligue a hacerlo.

—Pero aquel loco disfruta estando herido —le replicó, señalándolo, acostado, con la pata. Sus ojos dorados con pupila e iris negros la enfocaron, Manjari le frunció el ceño, y él suspiró con resignación—. Bien, bien; lo haré.

La Senda Espiritual asintió, conforme, y se colocó al lado de Ju, dándole una palmada en el hombro.

—Lánzalo ahora —le dijo, y ésta asintió.

Sin interesarse en ver el desenlace de la lucha entre la hiena y la proyección del caballo, Manjari se miró el cuerpo. Su pelaje estaba manchado con el polvillo de obsidiana que se colaba por el aire al ser sacudido del suelo por la pelea de Xun y Ma Mian, el gris y el negro de su cuerpo se esparcía como agua y aceite por ciertas zonas, siendo su cola su única parte gris por completo. Se llevó las patas al costado derecho, donde un mortal debería tener las costillas, un poco más abajo del seno, donde, para su sorpresa, aún estaba la cicatriz que Niu Tou le hubo causado cuando ambos los capturaron y enviaron al Infra. «Así que hay heridas que no curan», pensó, curiosa.

El Chi de Ju, la Senda Divina, comenzó a hacer vibrar el ambiente, causando que las piedrecillas sueltas saltaran como insectos, una aquí, otra allá. La presión aumentó, tanto que la amarillenta niebla que merodeaba por el suelo se disipó y las grises nubes se apartaron, dejando aquel sangriento cielo en todo su esplendor. Manjari sonrió, Ju no sabía medirse. Entonces su voz, calmada, empezó a resonar a tres tonos distintos.

Manifiesta esas fauces
que consumen todo lo existente.
Vida y muerte. Almas. Entes.
Luz, lo que oses tocar
destruido o a mi querer ha de estar.

La proyección de Ma Mian se disipó, la Senda del Dolor se puso de pie y cargó con una risa deseando más pelea, hacia los Guardianes originales.

Ju levantó la palma derecha, apuntando la palma hacia ambos Guardianes y Xun; unas especies de rayos negros empezaron a bailar en su pata, muñeca y antebrazo. Ella se apretó el derecho con el izquierdo y murmuró con una calma férrea.

—¡Camino de Asura: bramido de un cielo muerto!

El Chi electrificado tomó forma de una especie de híbrido entre dragón, tigre y lobo, siendo lanzado en una cantidad ridículamente grande que la hizo retroceder varios centímetros, dejando el rastro en el suelo. En un instante que se consumió con lentitud después, dicha onda de Chi causó una explosión que le agitó el pelaje a Manjari.

La zorra sonrió de medio lado antes de darle la orden a Mei, la gacela, Senda Media, para que fuera por la hiena y a Yuan, el oso, Senda Infernal, para que una vez que ella lo trajera, lo sanara.

Observó el panorama: después de que el humo de la explosión remitiera, unas especies de serpientes negras envolvían las torres de ambos Guardianes. Esta vez salieron ganadores porque ambos no podían moverse de su posición, Majari sabía que si hubieran atacado con todo su poder, ellos no hubieran podido hacerles frente y hubieran sido aprisionados de nuevo.

Pero eso ya no importaba.



Cuando Tigresa empezó a volver en sí, se sintió mojada, con frío y con un dolor sordo que iba y venía en su estómago. No fue consciente de que estuvo sin sentido hasta que, con dificultad, se ubicó en una habitación de madera, con un tatami, un fogón y un tanque pequeño casi a ras de suelo. La imagen de Po seguía fresca en su mente, y trató de recordar qué soñó que tenía que ver con él. Sintió un cosquilleo en su vientre, con una presión no muy fuerte.

Parpadeó para centrarse y lo encontró: un tigre, ya anciano, con algunas canas salpicándole las orejas y la frente; eso no era lo impresionante, sino que tenía un pelaje azulado.

—¡¿Eres Seiryu?! —exclamó, recordando la hilera de sueños que había tenido, donde aquel tigre azul que veía era la Bestia Sagrada de Po. Intentó sentarse al tiempo que preguntaba, pero un dolor punzante y horriblemente agudo le subió por la espalda y pecho, taladrándole dichos lugares.

—Mantente quieta, por favor —le pidió aquel tigre, amable y agotado—. No puedo curar semejante herida si te estás moviendo.

Tigresa volvió a recostarse en el tatami, mirando al animal. No era más grande que ella, vaticinó, tal vez uno o dos centímetros más; de mentón ancho y cuerpo delgado, consumido por los años. No obstante, parecía emanar algo que le atrajera la mirada a verlo, algo no natural.

—¿Qué eres? —le preguntó, directo al punto.

El tigre esbozó una sonrisa cansada y divertida.

—¿No querrás decir: «quién eres»? —desvió la pregunta. Tigresa frunció el ceño.

—Eres un tigre y estás de mi lado. —Hizo un gesto con su pata, abarcando la herida que estaba curando; la miró por poco tiempo. Su piel estaba rosa, sin duda piel en crecimiento, y sin pelaje, aunque el de alrededor estaba manchado de rojo—. Que me estés sanando lo deja muy en claro.

—Directa, me recuerdas a Terumi. —El tigre movió los hombros, suspirando una especie de risa—. Mi nombre es Ru, el último de la Rama Azul de la Casa de los Tigres.

¿El último de qué? Tigresa no terminaba de entender. Ella no le preguntó quién era o a qué pertenecía, sino qué era.

—¿Eres hijo de Seiryu? —le preguntó, sin tacto. No tenía tiempo para ser cortés o algo por el estilo, por más que él la estuviera sanando.

El anciano la miró con detenimiento, durando más tiempo en sus ojos, admirándolos.

—Sacaste los ojos de Tora, ya lo creo —asintió—. Puedo preguntar, maestra Tigresa, ¿cómo sabes sobre eso? Sólo los tigres de la Rama Azul conocemos nuestro... ¿podríamos llamarlo linaje? Sólo nosotros sabemos de quién descendemos.

—Yo... —No le parecía que hablar de ello fuera prudente, después de todo, era un desconocido. Además, sopesó, lo que había aprendido gracias a aquellos recuerdos era tan privado que le parecía mal contarlo— sólo lo sé.

Pasado un rato, el tigre, Ru, asintió, comprendiendo que no lograría hacer decirle. A Tigresa no le gustaba mucho cómo ese animal actuaba, tenía ese aspecto afable de Oogway, y para ella no podía haber otro animal parecido a Oogway.

—No hijo, maestra —respondió, agotado; el pelaje de su frente se opacaba y apelmazaba por el sudor—. Más bien como un nieto muy, muy lejano.

—¿Cómo sabes mi nombre? —quiso saber ella.

—¿Cómo no saberlo? —rió él—. El Palacio de Jade tiene renombre.

Tiene sentido.

—¿Por qué me estás salvando?

—Porque estabas a punto de morir. —Lo decía con una simpleza que la hizo abrir los ojos por la sorpresa, era como si le hubiera preguntado por qué las nubes se desplazaban—. La herida que te causó Girei, el tigre que te atacó, estuvo a muy poco de ser mortal, más por desangramiento que por la magnitud de la misma. —Apuntó el tatami—. Mira.

Tigresa ladeó la mirada y constató que alrededor de ella, como un charco de lluvia que crece y crece, un aro de sangre seca marcaba toda la que había perdido. Se sorprendió, para luego recordar cómo terminó así.

Girei, así que ese era el nombre de ese tigre. Sin embargo, a su mente volvió el recuerdo de dicho animal devorando sus llamas como su fuera simple comida. Era ilógico. Ridículo. Bueno, después de todo lo que había vivido en estas semanas, ¿qué era lógico y qué no? Su umbral de sorpresa se había vuelto más alto.

—¿Qué es Girei? —inquirió.

—Un ser que no es de este mundo —respondió el anciano, separando las patas de su vientre y dando un suspiro de alivio.

Tigresa se miró la zona, su ropaje tenía un agujero justo en el estómago, aunque la piel estaba de un color rosa suave y el pelaje, aunque estaba, no alcanzaba su largo normal. «Sigo viva, al menos».

—Gracias. —Se sentó con las piernas cruzadas; Ru le daba una tranquilidad extraña. No era como Po, que lo sentía alegre, animado, que con su presencia nada podría salir mal; sino más bien de que nada le haría daño. Confianza, tal vez.

—De nada. —Ru se levantó, tambaleante, y Tigresa constató de que se encorvaba un poco al caminar, y su hábito desgastado y raído un poco en la base, se arrastraba por el suelo de madera. Él caminó hasta el estanque e introdujo una pata en el mismo. Poco después su aspecto abatido mejoró considerablemente—. Ahora, maestra Tigresa, ¿qué te trae a la Casa de los Tigres?

Frunciendo un poco los labios, retraída en su ser cerrado, Tigresa meditaba si contarle o no.

—Soy una tigresa, ¿no? —denotó lo obvio—. Quería saber más de los míos.

Volviendo con ella, sentándose de la misma forma, imitándola, sólo que reposando ambas patas sobre su regazo, una sobre la otra, Ru respondió. Más como consejo que como comentario al azar.

—La curiosidad es cara.

—Es... —Ella se revolvió un poco— quiero saber más de mis orígenes, ¿bien? Calmar algunos demonios, eliminar otros fantasmas.

—Eliminar los fantasmas es bueno, te mantiene en el mundo de los vivos.

Tigresa no comprendió ese dicho.

—¿Quiénes son Tora y Terumi? —le preguntó tratando de desviar el tema con lo primero que le llegó a la mente.

—Resulta curioso que tú, viniendo a saber de tus orígenes, preguntes sobre ellos.

—¿Por qué?

—Terumi era la líder de la Rama Roja y Tora el de la Rama Blanca, ambos grandes animales. Muy fuertes y distintos a la vez. Y los que causaron, a su vez, muchos cambios en la Casa, cambios que, desafortunadamente, fueron en su contra, para mal. —La miró con curiosidad, arqueando una ceja—. ¿No sabes nada de tus padres?

Esa pregunta le cayó como balde de agua fría a Tigresa, dejándola muda en el acto. Padres. Una simple palabra, una palabra que la desarmó como la mejor de las técnicas de combate; desarmada de la misma manera que cuando se dio cuenta, sintiendo lo que Shui en sus sueños sentía, lo que era amar a alguien y lo que aquellas emociones se asemejaban con una precisión certera, como la mejor de las flechas, a las suyas.

El labio inferior le tembló un poco, la garganta le picó y los labios se le secaron. Apretó los puños, clavándose sin querer las garras, sintiéndolas frías.

Ru, por su reacción, dedujo algo, porque su expresión curiosa cambió a una de pena.

—No los conociste, ¿cierto? —le preguntó. Tigresa negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabras—. Se me iría un tiempo precioso si te contara sobre ellos, maestra Tigresa, ¿estás dispuesta a escuchar? —le preguntó con tacto. Ella asintió; él suspiró, retrospectivo.

»¿Qué podría decirte? Hum... Tal vez que yo fui quien los cuidó para luego dejarlos en sus respectivas Ramas. Permíteme explicarte: hace casi medio siglo, China entró en Guerra, y en la misma, los padres de ambos, tanto de Terumi como Tora, que en ese entonces no llegaban ni al año de edad, por órdenes de la Casa, fueron a la batalla. —Soltó un suspiro trágico—. Eran buenos tigres, los vi crecer; habría yo de tener unos ¿treinta?, no recuerdo bien. —Se tocó la sien repetidas veces con un dedo, sonriendo—. A veces me falla un poco la sesera.

»Cuando Sarabi vino y me contó lo sucedido, no tuve corazón para dejarlos al cuidado general de sus respectivas Ramas, éstas no eran precisamente un pan de los dioses. —Río con la mirada ida—. Aquellos pequeños eran como el sol y la luna. Tora, tu padre, era como un muerto, no se sentía, no lloraba, callado y tranquilo. Terumi, tu madre... bueno, todo lo contrario. Enérgica, podríamos decirlo. Los primeros meses fueron un pequeño calvario para mi adulto ser, porque nunca me había interesado en tener crías, mucho menos en cuidar las de mi propia Rama, y el destino, como buen desgraciado, no me doto con uno, sino con dos.

»Una vez fueron creciendo los problemas empezaron a aparecer. Ambos se peleaban casi a morir. A veces Tora aparecía con un zarpazo de lado a lado del rostro, y Terumi con una mordida discretamente oculta por su pelaje; se tenían una especie de rivalidad por quien sabe qué. —Parpadeó varias veces, sin que la sonrisa se le borrase, tal vez recordando, tal vez alegre; Tigresa no lo sabía, mas escuchaba con muda atención—. Sin embargo —continuó una vez volvió en sí—, algo tenían porque eran una pequeña promesa. Sólo lo sentía mientras más los veía crecer.

»Entonces se hicieron adolescentes, y su entrenamiento intensivo comenzó con sus respectivas Ramas. Claro, no tenían que volver a mi casa en la Rama Azul, pero aún así lo hacían, y yo lo agradecía, porque nuestra Rama es muy solitaria, no habíamos muchos. Tora era, como lo calificaban sus distintos instructores, un prodigio; se desempeñaba como uno de los mejores en estrategia de combate, pelea cuerpo a cuerpo, armamento y planeación. Terumi... no tanto; ella era más bien tosca. No obstante, ahora que lo pienso mejor, creo que veo el por qué de la rivalidad de ambos. Ella quería alcanzar a tu padre. De ahí que cada día, uno en específico, siempre el último de la semana, lo retara. Y siempre perdiera.

Ru se dio unos toquecitos en el dorso de su pata antes de continuar.

—Yo la veía. Entrenaba en las noches, desgarrándose las palmas de las patas para entrenar como la Rama Roja, sangraba y se lastimaba horrores; todo por alcanzar a tu padre. Por ser como él. Si Tora usaba dos kilos en sus pesas diarias, de las que se anudan en los tobillos, ella usaba cuatro. Si él comía una taza de arroz, ella dos. Si él dominaba un estilo de combate, ella tenía que hacerlo en menor tiempo. Le tomó tiempo, años, hasta que estuvieron cabeza a cabeza. Ambos se especializaron en el estilo de lucha de su respectiva Rama, y entre ellos surgió un respeto mutuo, silencioso. Se protegían cuando salían en grupo por orden del Emperador; se cubrían las espaldas si el otro lo requería; se curaban si estaban heridos. Eran un dúo en toda su expresión. Recuerdo a los demás tigres decir que no imaginaban a uno sin la otra, o que si una moría, el otro lo haría por dolor.

»Si te soy sincero, maestra Tigresa, no puedo decirte cómo o cuándo se enamoraron, tal vez fue desde siempre, porque dicen que el alma de uno le pertenece al otro antes desde el momento en que nace, incluso si la edad no cuadra, o podría ser que surgió de forma espontánea. Lo que sí puedo decirte con toda certeza es que se querían. Se amaban como nunca vi a nadie, y créeme... —Le guiñó el ojo— este viejo tigre ha visto mucho.

»Entonces llegó la elección de los nuevo líderes de las Ramas. Ojalá lo hubiera visto en ese momento, tal vez, sólo tal vez, si lo hubiera hecho, todo sería distinto. —Hizo una pausa, frunciendo el ceño—. Como era de esperarse, Tora se hizo el líder de la Rama Blanca y Terumi de la Roja, así como un tigre de la Naranja, Girei, uno de la negra, Fen, y yo fui ascendido al de la Azul. Ahí fue donde el anterior líder me reveló nuestro origen y dónde, años después, comprendí la naturaleza de Girei y Fen.

»Los años en que tus padres fueron las cabezas de sus Ramas, éstas prosperaron, tanto en natalidad como en supervivencia. Los azules seguíamos neutrales en ese sentido, y la Naranja y Negra se hicieron más crueles. Empezaron a introducir una ideología que desconozco, pero que, pese a todo, logró dominar a todos los tigres. —Espiró—. El detonante de todo fue cuando tú naciste, maestra Tigresa.

Tigresa iba a preguntar, mas no lo hizo para no interrumpirlo; se daba cuenta que relatarle ello era doloroso para Ru.

—Es imposible que lo sepas —le contó—, pero en la Casa de los Tigres, como en la mayoría de todas las Casas existentes, se tiene mal visto una relación diferente. Ni se diga de una interespecie, por lo que un tigre Blanco estuviera con una tigresa Roja, desataría rencorcillos dormidos entre todos. Razón por la cual tus padres se veían en secreto, en mi casa, con la excusa de dialogar con el líder. Yo por mi parte, contento de que los animales que crié, que si te soy sincero pensé morirían al mes, fueran felices. —Su mirada se tornó oscura—. Luego Terumi quedó en estado.

Tigresa tragó grueso.

—Los rumores no se hacían esperar, apostando o vaticinando qué tigre de la Rama Roja fue el afortunado, y el que tu madre no dijera nada y ningún macho saliera en su defensa, empezó a teñir de un color oscuro a la Rama, comenzando a ser marginada. Estúpido, lo sé —agregó cuando la vio fruncir el ceño—, pero así era. Yo no lo supe hasta muy tarde, pero de alguna manera se enteraron que Tora era el padre de la criatura que Terumi esperaba y poco a poco se empezó a planear un golpe de estado, por decirlo de una forma, hacia ambas Ramas. ¿Puedes creerlo? —agregó con un gruñido molesto—, todo por un simple cachorro.

»Durante el tiempo en que todo se maquinaba en las sombras, siendo la mayoría ignorantes a ello, Tora y Terumi se especializaron en técnicas secretas de sus respectivas Ramas, las cuales, para mi sorpresa, se asemejaban a las de la mía. Y fue así como yo, cuando la dominé, pude prever quién serías. —Se apretó el entrecejo, agotado—. No sé con lujo de detalle cómo sucede, cómo se elige o por qué lo hacen, pero tú... tú tenías aquel Chi latente dentro de ti. El Chi que, sin riesgo a equivocarme, supongo has despertado.

—El de Suzaku —comentó, aunque sonó más como pregunta.

»Y fue por ello que todo pasó. —Inspiró y soltó el aire muy despacio—. Verás, no fue hasta que tiempo después de que el caos se desatara y tus padres huyeron contigo que logré comprender por qué Fen y Girei lideraron aquella rebelión. Meses y meses de búsqueda y comprar información en ciertos lugares, uno de ellos el Palacio Imperial. —Arrugó el morro, entre divertido y molesto—. No hay lugar donde con unas pocas monedas un animal no venda hasta el alma. En fin, en lo que estaba: de alguna forma ellos dos, Girei y Fen, descubrieron que tú portabas tal cantidad de Chi. Lo percibieron. Y claro, nosotros, tus padres y yo, lo supimos al momento de verte.

—No entiendo esa parte —le hizo saber Tigresa, sintiéndose un poco aturdida por semejante información—. ¿Cómo lo supieron al verme?

Ru, contra todo pronóstico, diferenciándose mucho del tigre que hace segundos estaba hablando con ella, soltó una carcajada alegre, llevando hacia atrás la cabeza y riendo con ganas.

—No todos los bebes recién nacidos queman la manta donde está cubierto, maestra Tigresa.

—Oh. —La felina no pudo ocultar la sorpresa de aquella aseveración.

—Supongo que esperaron el momento en que Terumi te dio a luz para hacer el movimiento, porque no pasó ni una hora cuando todo se puso de cabeza. Mi casa fue atacada e incendiada y nosotros logramos huir por muy poco gracias a... —Con un gesto amplio de la pata, apuntó pequeño estanque en el centro de la habitación—. Como ya sabes, yo, así como todos los tigres azules, poseo sangre divina. Diluida hasta el extremo, pero divina a fin de cuentas. Sumado a la técnica de mí Rama, en la cual a la fuerza obtenemos el poder de un dios, se nos concede habilidades más allá de los mortales; por poco tiempo y con peligrosos efectos secundarios.

»En mi caso, puedo trasladarme y a un máximo de cinco animales de un sitio a otro siempre que hubiera estado antes en el lugar de destino, y que haya agua en el mismo. Preferiblemente un estanque o lago para no sufrir una herida interna. —Movió la pata como si apartara un insecto, para dejar de lado aquel tema—. Yo quedé agotado en esta misma habitación una vez los saqué de la Casa, sin embargo, ellos decidieron huir y ponerte a resguardo, pidiéndome a su vez que me mantuviera vivo. Aludiendo a que tal vez tú quisieras volver, y mírate, aquí estás.

—¿Sabes... —Apretó las patas, entre enojada e impactada, detestaba no sentirse segura en un tema. Dudar— sabes cómo o por qué me dejaron en un orfanato?

Ru alzó las cejas en sorpresa, para luego negar con la cabeza.

—Desconozco el motivo en específico, lo más probable es que distrajeran a quienes los perseguían mientras tú estabas a resguardo. Para protegerte.

«Para protegerte». Era sencillo decirlo, pero él no fue quien vivió gran parte de su infancia marginada en un orfanato donde los demás críos eran tan frágiles como papel de arroz que con cualquier movimiento que hiciera se lastimaran, o que tuvieran la piel tan frágil que al darles un golpecito en la espalda sus garras se les marcasen. Tampoco vivió su vida con un padre que tenía todo menos la paternidad en sus venas; sí, Oogway después le explicó que Shifu era así por su fracaso con Tai-Lung, ¡pero ella no era Tai-Lung! ¡Era Tigresa! ¿Tanto esfuerzo era que la hubiese tratado como ella misma?

Sacudió la cabeza como si con ello pudiera despejarse las ideas, centrándose en lo principal. Sus padres. Ellos no la hubieran abandonado porque sí, tenían un motivo de peso: su seguridad. Por ende no la dejaron a su suerte, lo hicieron porque la querían. Porque la amaban. Ahí de nuevo una sensación de curiosidad y de ignorancia, ¿en qué se diferenciaba el amor de los padres con el amor que se sentía por una pareja? Aquello no lo tenía como referencia por el sueño de Seiryu, y Shifu no era precisamente el mejor mentor en lo que a aspectos emocionales se debía. Oogway, tal vez; no, él veía hasta al cartero como parte de la familia... y a Tigresa no le caía bien el cartero.

La más consolidada y fuerte relación de ese estilo que tenía era la de el señor Ping con Po, ahora sumado Li, y sintió un extraño calor en el pecho. Cómodo, agradable. Una pequeña semisonrisa se le dibujó al pensar que por una vez fue querida de esa manera.

Entonces se centró en lo más importante ahora: Girei y Fen. Ya sabía, por su experiencia y el relato de Ru, que ellos no eran animales normales. No eran mortales, siquiera. Y no podían serlo, si Girei se devoró su ataque, lo comió como Po devoraba dumpling y fideos.

Po.

Al pensar en su comida, y en él, sintió como si hubiera tragado un cubo de hielo que le fuera bajando por la garganta y se quedara en su estómago, molestándola, haciéndola sentir extraña. Se sentía rara al recordarlo, porque para su sorpresa emociones de querer tenerlo cerca y verlo de nuevo, oírlo reír, eran las que empezaban a manifestarse.

Cerró los ojos y dejó caer los hombros, relajándose y enfriando la mente. Muchas veces Shifu se lo había dicho cuando la entrenaba: una mente que no está fría es presa de malas decisiones. Se concentró en lo principal en ese momento.

—Esos tigres, Girei y Fen, ¿están en la Casa? —le preguntó a Ru.

—Son quienes la lideran.

—Si ellos están al mando, ¿cómo pudo estar libre el Guerrero Tigre? Un tigre blanco.

El anciano se encogió de hombros.

—Tal vez huyera cuando se inició todo, no sólo tus padres lo lograron; muchos animales siguieron su ejemplo y huyeron para sobrevivir.

—¿Hay una manera de entrar a la Casa?

—Puedes ir por el frente y abrirte paso de la manera difícil —enumeró—; puedes entrar a través del estanque, aunque me llevará tiempo recuperar mi Chi, luego de haberte sanado semejante herida. O puedes entrar por aire.

—¿Por aire? —se extrañó.

—La Casa de los Tigres, para mantener el secretismo que nos identifica, posee una barrera de Chi en forma de cúpula que la camufla con el entorno y evita, a su vez, que cualquiera entre. Tumbarla es muy difícil, se requiere mucha energía, pero es posible. Ustedes son dos Guerreros, ¿o no? —añadió, con una sonrisa que nada tenía de inocente.

—¿Dónde está Fai? —preguntó, cayendo en cuenta que desde que despertó no lo había visto.

—Salió, aunque dijo que volvería en un día a más tardar.

Tigresa asintió, no podía pensar qué hubiera forzado al león a salir cuando estaban tan cerca de la Casa.

Apretó las patas, frunció el ceño y se puso de pie, dispuesta a entrar a la Casa de una manera o de otra, tenía que sacarle a golpes a Girei y Fen qué fue de sus padres. Si murieron, si ellos los mataron o si, quizá (aunque no lo creía), estaban vivos.

Cuando se irguió la puerta de la pequeña habitación de madera se abrió con un rechinido de madera quebradiza y seca, y tras el umbral Fai la miraba sin emoción alguna.

Los ojos de ambos dejaban en claro que tenían el mismo querer.

Entrar a la Casa de los Tigres.

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