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XX

Vio la figura del tigre ser propulsada al suelo por una patada que se vio tranquila, como si no hubiera esfuerzo impreso en la misma, casi burlona, y estrellarse contra el suelo. Los tigres cercanos se quedaron inmóviles, viendo la escena. Fai empezó a respirar cada vez más rápido, agitado, sin poder decidir si dejar a Tigresa en el sitio y arriesgarse a que muriera (si es que el agujero en el estómago no la terminaba matando), o ir y matar a aquel tigre.

No debía pensarlo.

El tigre.

No volvería a tener una oportunidad así nunca más.

El collar en su cuello le pesó como si en lugar del dije tuviera una bala de cañón.

Bajó y colocó a Tigresa en el suelo, inconsciente, concentró su Chi a su alrededor e hizo una especie de barrera para ella, impidiendo que los demás tigres la capturaran o mataran, sea cual sea la razón que tengan para ello.

Unió las palmas a nivel del pecho y murmuró con voz ansiosa:

—¡Duhkha!

Esta vez, porque no estaba entrando a la fuerza (al menos no por completo) el Chi y el viento a su alrededor comenzaron a amoldarse a su cuerpo, en una especie de atuendo, sólo que no tenía el control suficiente de tal cantidad de poder como para lograr darle forma definida. «No importa, con esto bastará». Rugió con una intensidad atronadora y con un impulso, se elevó.

Solidificó aire en sus patas al mismo tiempo en que el tigre enemigo se elevó en el aire, sin reparar en el león, y creó sus cuchillos cuerno de ciervo. Flexionó un brazo para dar un golpe, ocasionando que un pequeño tornado naciera de su muñeca y le envolviera la extremidad; el tigre volvió la cabeza hacia él, con aquella venda cubriendo sus ojos.

Aquellos malditos ojos.

Éste levantó una pata con la palma hacia él, como si le pidiera que se detuviera, pero Fai sabía iba a frenar su ataque. Concentró casi toda su energía en su brazo. «Detén esto, bastardo». Sin embargo, antes de poder siquiera conectar el golpe, la figura que había interceptado al tigre lo paró en seco, con una palmada al pecho a modo de reprimenda, causando de alguna manera que se fuera a estrellar contra el piso, anulándole el Tercer Estado.

Adolorido, Fai alzó la mirada, maquinando qué podía ser aquel animal. Esa manera de golpearlo, tocándolo apenas, sólo podía ser de un tipo en específico... Se quedó mirándolo detenidamente. Vestía un hábito como el de los demás tigres, aunque más gastado y decolorado, se movía muy errático y destilaba un suave brillo azul. Casi, casi se parecía al Dragón. Caía, por lo que no flotaba en el aire.

Cuando tocó suelo lo hizo a su lado, encorvándose un poco.

—Tómala y protégela —dijo, con una voz adolorida, gastada.

Fai, furibundo, se acercó a él y lo tomó por la capucha, bajándola; no iba a aceptar órdenes de un perfecto desconocido. Al hacerlo, notó entonces que aquel animal también era un tigre, con la peculiar diferencia que su pelaje era de un azul tenue.

—Eres de la Rama Azul —musitó sorprendido; conocía aquella división de la Casa de los Tigres por su hermano, pero nunca los había visto. Este tigre azul tenía una muy peculiar presencia, algo en él causaba que no pudiera apartar la vista. Era mayor, tal vez llegando a la vejez, con unos ojos claros que emanaba experiencia y sapiencia, a la vez que dureza, mas las líneas expresivas en las comisuras de los labios anulaban tanta gravedad—. ¿Qué haces aquí?

—Toma a la felina y protégela —le ordenó, frunciendo el ceño—, o yo te haré hacerlo, ¿quedó claro? —Cerró los ojos y contuvo una expresión de dolor, no obstante, las líneas de expresión en su frente se superpusieron a su pelaje—. Ella es el objetivo.

—¿Por qué? —gruñó.

—Ten. —Le arrojó una cantimplora—. Cuando te de la señal, espárcela en el suelo —le indicó, ignorando su pregunta.

Fai iba a replicar y decirle a aquel viejo que se las apañara solo, pero Tigresa, quien estaba en la débil barrera de viento cerca, no tenía dicho tiempo. Gruñó hastiado de ese circo y se encaminó hacia la felina, la cargó en sus brazos, cuidando de hacerlo en una posición para que la herida en su estómago no sangrara más de lo que ya lo estaba haciendo.

Viejo desgraciado, ¡él quería matar a aquel tigre, no cuidar a la Fénix!

Pudo ver a duras penas cómo el tigre azul unió la punta de sus dedos, y todo su cuerpo brilló más fuerte de aquel azul que asemejaba el cobalto del océano.

—¡Ira azul!—murmuró, con un jadeo—. ¡Shinto: mar!

Fue un destello, o al menos así pudo definirlo el león, porque el tigre azul flexionó las rodillas y saltó en línea recta hacia el tigre en el cielo, suspendido en el aire. Éste intentó golpearlo usando los ataques de aire que Fai conocía muy bien, pero el felino azul lo esquivó y, con una gracia insúltate, le dio una pequeña palmada en el pecho, con la pata abierta. El efecto fue inmediato: un brillo delicado y azul surgió del pecho de éste y lo mandó a perderse en el horizonte. El viejo se volvió hacia él y empezó a descender apresuradamente; la forma en que lo miró era clara: «abre la cantimplora».

No entendía qué tenía que ver la cantimplora en eso, pero acató; la abrió y derramó su contenido, simple agua, en el suelo, generando un charco un poco más amplio que su contorno. El tigre aterrizó al frente, tambaleándose y escupiendo un poco de sangre, y lo tomó a él por el brazo, apretándole con una fuerza increíble para su edad o estado.

Y sin más, como si fuera lo más común del mundo, el tigre cerró los ojos y el suelo dejó de existir.

La sorpresa del evento dejó paso al impacto de no poder respirar estando donde estaban. Agua. Estaban bajo el agua. ¿Pero cómo demonios llegaron allí? Gruesos hilos de sangre ascendían y se diluían en el agua. Buscó con la mirada al tigre, sin hallarlo. «Aire». Unas pequeñas burbujas salían de su hocico, aunque nada comparadas a las enormes que salían de los labios de Tigresa. Debía salir de allí o morirían ahogados.

Alzó la cabeza y vio una débil luz, ondulante, perezosa; comenzó a nadar hacia allí con gran fuerza, hasta que su cabeza rompió la superficie, aspirando gratificante oxígeno.

Entornó los ojos por la luz de una vela que le cegó, una vez acostumbrado oteó el lugar. Era una especie de habitación amplia, de madera, con un estanque casi del doble de la envergadura de Fai en el centro. Un tatami hacía de cama y un improvisado fogón terminaban de darle la decoración al sitio. Cerca del tatami, apretándose el pecho, el tigre azul tenía los ojos cerrados y por la mandíbula le escurría sangre.

—Tráela —dijo, con un susurro agotado; se llevó la pata a los labios y tosió, tiñéndosela de rojo—. Ponla aquí, debo curarla.

Sin salir del leve aturdimiento sobre cómo llegó de aquel sendero a esa habitación, Fai avanzó y la colocó sobre el tatami, que empezó a mancharse de rojo.

—¿Quién eres? —preguntó, viendo cómo, sin pedírselo, el tigre anciano colocó sus patas en la herida de Tigresa y de éstas empezó a emanar un suave Chi entre azul y dorado.

El aludido volvió la mirada y sus ojos claros, ahora dejaban ver una vida de cansancio y constantes huídas. Fai se sintió identificado con él.

—El último líder de la Rama Azul de la Casa de los Tigres —se presentó, y sonrió con pesadez—: Ru.

—¿Último? —se inquietó. No podía ser el último, tener un «último» en una Casa quería decir que dicha Rama está por disolverse—. ¿Y los demás tigres qué?

—Guerrero Dragón Imperial —respondió, conciliador—, yo soy el último de mi Rama, y la Casa en sí, ya murió. Baja la guardia, por favor, sé que eres el Dragón Imperial porque hace años, cuando el Emperador visitó la Casa, pude observarte.

—Explícate —le ordenó.

—¿Conoces a Girei?

—¿Girei?

—El tigre que hirió a la maestra.

Fai apretó los puños por instinto, clavándose las garras. Lo conocía, claro que lo conocía, y se aseguraría de matarlo, así le costara la vida. Si tan sólo hubiera muerto aquella vez, esto no estaría pasando. Asintió.

—Él y su hermano fueron quienes empezaron a corromper la Casa —le indicó Ru—. Es algo largo de explicar, y que ahora ya no importa. —Suspiró—. Ellos consiguieron dominar todas las Ramas e iniciaron una cacería en contra de los desertores.

—¿Ella lo es? —Apuntó a Tigresa, quien parecía tener mejor aspecto. «¿Qué está haciendo exactamente este tigre?».

Ru no respondió, o al menos hacer un gesto para negar o confirmar. Él conocía esas faltas de expresiones: no podía hablar del tema, o no era él con quien debía hablarlo.

Volviendo en sí, Fai se encaminó hacia la puerta de aquella habitación; no podía enfrentar a Girei en su estado, el Duhkha no lo dominaba por completo, por lo que una prolongada pelea lo terminaría matando antes de siquiera darle el golpe definitivo al tigre. Pero tampoco podía pelear con él así sin más, como un simple maestro, sabía que ese estilo no funcionaba con... seres como él. Así pues, su única alternativa era ir a por los Rollos Imperiales, ahí debería haber alguno que le sirviera de ayuda.

Sopesó cuánto tiempo le llevaría viajar al Palacio Imperial en ida y vuelta, no más de un día, máximo. No podía abrir un portal hasta el Palacio porque, para bien o para mal, su Chi estaba últimamente muy inestable, desde que Genbu hubo usado aquella forma tan colosal. Tal vez, supuso, se deba a aquella percepción mejorada lo que interfería en la creación de los mismos. Usar tanto tiempo el Anatman lo agotaría en sobremanera, pero era lo que debía hacerse.

No podía dudar.

—Volveré en un día, tigre —le comunicó—. Si para ese tiempo la Fénix no ha despertado, me iré sin ella. Si eso pasa, dile que mis objetivos han cambiado, que se las apañe para entrar a su Casa.

Salió de la improvisada casa oculta entre una maleza que la ocultaba haciéndola parecer parte de la misma, o una piedra de la montaña. Murmuró el Segundo Estado y de un pisotón salió disparado hacia el Palacio Imperial, le esperaba un largo viaje.



A las pocas horas, cuando el sol estaba en su cúspide, las fuerzas empezaron a escasearle, la visión comenzó a ponérsele borrosa y sus respiraciones se hacían cada vez más fuertes y pesadas. No obstante, no menguó; continuó, superponiéndose al dolor que estar en ese estado le causaba.

Lo valía.

Lo valía cada momento; debía conseguir su venganza.

Debía limpiar sus memorias.

Sin quererlo, los recuerdos de su larga y tortuosa vida, le llegaron. Siempre había sufrido, no sabía por qué razón, pero en todo lo que llevaba de vida, todo lo que una vez llegó a amar o apreciar, terminaba pereciendo. Muchas veces llegó a pensar que cargaba encima una maldición que le ocasionaba aquello.

Su madre hubo muerto a sus siete años, cuando unos ladrones despiadados atacaron su pueblo, por poco no la contó, pero fue gracias a su madre, quien les sirvió de pantalla a él y a su hermana para que pudieran escapar, que sobrevivieron. Obviamente, como el crío que era, se había rehusado a dejarla, por lo que su hermana tuvo que cargarlo como un cachorro, del cuello, y correr en cuatro patas hasta que pudieron estar a salvo. Ya después pudo llorar, siendo consolado por ella.

Desde ese momento les tocó vivir los dos solos, con un estilo de vida nómada, adaptándose al pueblo de turno que visitaban. Ambos desarrollaron habilidades importantes para mantenerse vivos; su hermana, como la mayor, era la fuerza del dúo, mientras él se encargaba de la parte de negocios. Yuga era una leona con un pelaje tan rubio que rozaba lo blanco, unos ojos verdes y en general un aspecto atractivo, pero con una actitud que difería por completo, huraña y borde, seca y ruda. Por más que tuviera ese carácter, algo que sabía era seguro, es que ella saldría en su defensa y él por ella sin pensárselo dos veces.

Morirían por el otro.

Cuando lo conocieron Fai tenía quince años. Se especializaban en la manipulación de animales mediante un trato que garantizaba serles de ayuda a largo plazo; plazo de tres meses en los cuales ellos abandonaban el pueblo con las ganancias al mes y así se ahorraban una disputa. Aquel día Fai recordaba que hacía un frío bestial, faltaba poco para el invierno, y aunque fuera a iniciar una estación cruel y despiadada, el trato que ambos estaban por hacer era el mejor de sus vidas.

Consistía en un canjeo de quinientas monedas de oro junto a un método de conquista para que su parte interesada, un rinoceronte, pudiera atacar, derrotar y tomar posesión del grupo de ladrones del pueblo contiguo. Plan que, Fai ideó, no daría resultado porque no le daría los datos completos, sumado a que lo que le dijera, se lo terminaría vendiendo al líder maleante del otro pueblo. De esa forma terminarían destruyéndose ambas facciones.

Esa noche se ataviaron con unos abrigos que consiguieron a bajo precio y cruzaron las calles de aquel pueblo, sin embargo, algo inquietaba a ambos leones que tenían esa sensación en la nuca de cuando alguien los seguía o los interceptaría. Y así fue, ya que cuando tenían que cruzar un callejón, un animal les bloqueó el paso.

Animal que desprendía un aura que hacía que sus sentidos gritaran su huída, peligro. Yuga se hubo adelantado, protegiéndolo, alzando dos cuchillos cuernos de ciervo en sus patas. Fue entonces cuando un haz de luz lunar, blanquecina como la muerte, iluminó al sujeto, sorprendiendo a ambos. Se trataba de un lobo, un lobo que tiempo después Fai sabría era un año menor que él, de un pelaje marrón oscuro, como caoba, y unos ojos amarillos oro.

Su apariencia tan joven no era lo que les transmitía aquella sensación, sino más bien su aspecto; la expresión fría y calculadora, con un deje zorruno en sus muecas, burlón, dejaban claramente que no era un animal de subestimar. La forma en que sus ojos parecían calar hondo al león y, claro está, la espada Hsu que sostenía en su pata derecha, como si de un simple ornamento se tratase.

—¿Qué quieres? —preguntó Yuga, su hermana, sin ceder un ápice de terreno. Fai, por otro lado, estaba temeroso, porque aquella presencia aplastante y esquiva que se colaba por todos lados, le dejaban en claro que no podría escapar, mucho menos luchar.

El lobo se llevó una pata a la espalda y arrojó ante ellos un cuerno de rinoceronte burdamente rebanado, tanto que aún conservaba algunos trozos de rojiza y babosa carne en sus bordes, seguido de un saco tintineante de monedas de oro. Sonrió, viéndolos.

—Seré claro. —La voz que salió de sus labios era calma, serena, y ridículamente plana; como un soldado que ha perdido las emociones animales—. Los conozco, los he seguido. Me representan un beneficio, por lo que quiero unirme a ustedes. —La mirada con los parpados caídos se relajó un poco, cuando una sonrisa confiada se le dibujó, colocándose la espada en el hombro, cuya vaina brilló de forma amenazante—. Queda claro que no pueden rehusarse.

Así, pues, su inclusión a ellos fue a filo de espada.

Pero para sorpresa de ambos, el lobo no era un animal comunicativo si la situación no lo ameritaba, siempre solitario cuando les tocaba descansar y se desaparecía el día entero, volviendo en la noche. Era como un fantasma... uno que si descuidaban o hacían enojar podría terminar matándolos. No expresaba sus emociones, ni lo que le aquejaba; nada. Estaba muerto por dentro. Lo único que en el año que había transcurrido logró saber era su nombre: Zhang.

Los tres hacían un equipo peculiar ya que el lobo trazaba planes de huída y ataque si la situación lo ameritaba, tenía hielo en lugar de sangre; Fai lograba manipular animales para convencerlos de hacer cosas que no les darían un beneficio y Yuga era el factor ataque de ambos.

Y eso era otra cosa en la que ese extraño trío se complementaba; Zhang era especialista en atacar en silencio, pero débil en largos ratos. Yuga, por otro lado, tenía una resistencia como un toro y no parecía haber algo que la hiciera retroceder. Lo que sí, era que tenía problemas cuando la superaban en gran número.

Con estos factores en sus cualidades, los tres empezaron a pulirse poco a poco, para protegerse los unos a los otros. Yuga comenzó a trabajar su resistencia mientras que Fai, haciendo astucia con el lobo, le pidió que lo entrenara. Aprendió mucho de él durante las sesiones, además del verdadero temperamento del animal.

Un demonio en cuerpo de lobo era la descripción perfecta que podía darle a Zhang. El entrenamiento para obtener resistencia consistía en correr en círculos una distancia de como mínimo cuatro kilómetros unas diez veces; «¿Por qué diez?, ¡mejor quince!», decía. Luego de eso comenzó el muscular, que era más tortuoso aún, porque cuando llegaron a otro pueblo, Zhang compró unas telas resistentes y unos pesos de metal, gruesos; los ató a sus muñecas y tobillos con las telas y lo hacía pasar horas y horas golpeando el aire.

—Cuando alcances la musculatura óptima —le había dicho, hacía cuatro meses—, comenzarás con el de fuerza y dolor.

Entonces supo que tal vez, sólo tal vez, aquel lobo disfrutaba haciéndolo sufrir. El de fuerza fue, cómo no, golpeando cosas; iniciando con árboles, para luego practicar con Zhang mismo. Y ahí inició el del dolor, porque su maestro no se medía en la potencia de los golpes, solo los daba, cayeran donde cayeran.

Fue un calvario, pero valió la pena, porque cuando hacía guardia una noche particularmente húmeda, logró repeler el saqueo que dos linces intentaron hacer. Dos golpes a cada uno y cayeron inconscientes al suelo. Poco después salió Zhang, silencioso como una sombra, sosteniendo su espada Hsu en una pata y la vaina en la otra.

—¿Qué sucedió? —preguntó, más calmado, al ver los linces en el suelo—. ¿Ladrones?

—Sí —asintió Fai, jadeando; al hacerlo la melena se movió un poco—; nada difícil.

Zhang arqueó una ceja.

—Difícil sí fue. —En esos meses de entrenamiento, había entablado una especie de amistad con el lobo, y con ella había obtenido datos importantes, como, por ejemplo y más importante, que era hijo de un lobo perteneciente a la Casa Imperial.

Por ende, aprendió dos cosas: que la Casa Imperial no se componía sólo por leones, sino más bien por los que el Emperador quisiera, sea la especie que fuera; y segundo, que el padre de Zhang en una excursión hubo violado a su madre. Razón por la cual éste estaba fortaleciéndose para un día matarlo.

Cuando vio el destello plateado de la hoja de la espada y a Zhang acercándose a los inconscientes ladrones, Fai se alarmó.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Matarlos —respondió sin más; volvió la mirada. Fai tragó grueso, había visto esos ojos amarillos durante ese año, pero siempre parecían pertenecer a un animal completamente distinto en esos momentos, cuando mataría a otro animal; la luz de la luna sobre su pelaje marrón le confería el aura de la parca—. Sabes tan bien como yo que si lo dejamos vivos podrían dar nuestra posición.

Él se quedó ahí, como una estatua, esperando su respuesta; no lo hizo. El león ladeó la cabeza y se dio la vuelta, alejándose; maldijo su oído felino por permitirle escuchar el momento justo cuando el filo de la espada les cortaba el cuello a los linces.

Lejos de aquella zona, sentado en un tronco caído, se pasó una pata por la melena. Él quería ser fuerte, pero no podía tener aquella sangre fría que Zhang.

—Debes madurar, Fai —dijo Zhang, a su espalda.

El joven león alzó la vista y vio a su compañero sentado en la rama de un árbol cercano, como un cuervo, mirando la luna con anhelo y libertad.

—No podré matar como tú lo haces —le respondió—; tengo principios.

—Principios que abandonarás tarde o temprano. —Lo decía con la calma de quien sabía lo que hablaba—. Mírame. ¿Crees que yo fui así siempre? Desde los cinco años llevo velando por mi vida. No es algo que decides, sólo te pasa y punto. Perderás esos principios, perderás los lazos y quedarás siendo un cascarón. Ahí, y sólo ahí, podrás sobrevivir sin problemas.

—Dices tú. Mi deseo de ser fuerte se volvió lo principal, pero si eso significa que debo ser un desalmado como tú, tendré que dejarlo. No quiero un futuro vacío.

—¿Futuro? —preguntó, entre curioso, irónico y bromista—. El futuro lo único que trae son nuevas heridas, cicatrices. Niégamelo. Dime que el futuro no te hirió y a Yuga con tu madre; o que no me dejó otra alternativa de hacerme lo que soy, si no hubiera hecho que la mía se matara.

—¿Y qué pasará cuando mates a tu padre? —le soltó, molesto. Le irritaba que ese mocoso le quisiera dar lecciones—. Quedarás vacío.

—Obtendré mi cometido, simple. —Se bajó y caminó hasta él, quedando frente a frente. Una vez cerca, alzó la espada, sosteniéndola en horizontal—. ¿Qué haré después? ¿Qué crees? Me podría meter en el Ejército Imperial, o volverme un asesino a sueldo; solo sé matar, Fai, ¿qué más puedo hacer?

—Una familia, como lo que aspira Yuga —indicó, tentativo.

Zhang soltó una seca risa.

—¿Yo? No te ofendas, pero los animales como yo no tenemos familia. Se nos rechaza en todos lados, se nos exilia, se nos mata. Yo no tengo sueños ilusos como tu hermana. Ella lo tiene fácil, es una hembra, alguien la desposará y listo. ¿Pero tú o yo? —Un silencio pesado se empezó a extender—. Soy realista, eso es a lo que puedo aspirar. Nunca me rebajaría a ser un simple granjero.

El silencio se acentuó aún más. Era cierto. Si Yuga terminaba desposándose por alguien, sea quien sea, no podría seguirla. Ella formaría su familia. Aparte. Entonces tendría que vagar solo para no incomodarla.

—Respóndeme, Fai: ¿a qué aspiras tú?

Fai suspiró.

—No lo sé —respondió al rato—. No tengo nada claro.

—Te acordarás de mi cuando el destino te obligue a ser como yo.

—¿Con una máscara estoica? —preguntó, irónico—. Me rehúso.

Zhang suspiró, sentándose en el mismo tronco, clavando la vaina de la espada en el suelo.

—No es estoicismo, es fuerza —respondió—. Lo he visto muchas veces. Llegará el día en que tu cielo se tiña de carmesí y el dolor te de un impulso que te haga fuerte. Tarde o temprano el tiempo te quita lo que más te importa, de una forma o de otra.

—¿Cómo lo superaste? —le preguntó, recordando cómo perdió a su madre, quien los protegió a ambos, a él y a Yuga—. La muerte de tu madre, digo.

—No lo hice. —Un suspiro, lento, corto y con tantas emociones contenidas que dejaron sin pensamientos al león, al tiempo en que Zhang sacaba su collar de zafiro con una campanilla, paseándolo entre sus dedos. Le había dicho, hacía tiempo, que dicho collar era de su madre, y la flor tenía un significado para quien se la entregaba, mas no qué—. Sólo mitigué el dolor al tener un objetivo, y con eso pude mantener el cuerpo firme, mirando al frente. —Se encogió de hombros.

—Lo único que te mantiene ahora es tu venganza, ¿no? —quiso saber—. Matar a tu padre. —Zhang asintió—. ¿Y luego de que lo hagas, qué harás?

—No lo sé. Como ya te dije, puede que me haga asesino a sueldo. Es más rentable. —Suspiró con resignación, una tan intensa que le arrugó el corazón a Fai—. Ya lo he asumido, Fai. Siempre andaré solo, es el destino para animales que son... como yo.

—¿Cómo?

Zhang lo miró a los ojos, con una llama constante de tristeza y soledad bajo las capas de duro estoicismo. Fai supo que no debía insistir en ello.

l es tu nombre completo? —preguntó de improvisto—. Dudo que adoptaras el de tu padre luego de... —Dejó la frase en el aire para no tocar ese tema.

Su compañero menor frunció un poco el seño, nostálgico.

—Zhang Xia; pero como mi madre murió, solo Zhang. ¿El tuyo?

—Fai Fa y Yuga Fa. Ahora sólo Fai.

—¿Te pusieron el mismo nombre de tu madre? —rió.

—Es por el significado, imbécil —repuso, dándole un golpe en el hombro—. Fa es «comienzo» y Fai «inicio»; así como Yuga es «amabilidad».

—El de tu hermana es irónico —comentó—, tomando en cuenta cómo es. ¿«El principio inicial» y «la amabilidad inicial»? —Bufó.

—Puedo decir lo mismo, ¿«la flexibilidad del amanecer»?

—¿Qué culpa tengo que el nombre de mi madre signifique «amanecer»? —Zhang se levantó y escaló el árbol cercano, llegando a los frutos del mismo; instantes después un proyectil aterrizó en su pecho, lastimándolo: un durazno. Lo tomó y le dio un mordisco—. Vete a dormir, yo haré guardia.

—No tengo sueño —mintió; no quería volver al refugio, prefería estar allí, sintiendo el viento en su pelaje.

—Una pregunta, Fai —dijo Zhang, aterrizando con la gracia de un felino en el tronco caído; se sentó, tomó su espada y con la misma cortó trozos de su durazno—; ¿eres consciente de que esa bondad que tienes con los enemigos es una debilidad?

Luego de masticar un trozo y tragar, el león lo miró.

—No lo digas como si no tuvieras una —replicó—; todos tienen debilidades. ¿Cuál es la tuya?

Siendo la primera vez que lo veía sonreír como un animal normal, Zhang respondió, acompañado con un soplo de viento fuerte.

—Descúbrela. —Mordió su durazno—. Si te he enseñado bien, no te será difícil.

En lo que a Fai respectaba aquel estilo de vida, aunque nómada por seguridad de los tres, era cómodo. Se había apegado tanto a ellos que imaginarse de otro modo le era imposible.

Entonces, él apareció y le quitó todo.

A sus veinte años, mientras cerraban un negocio en un pueblo, él se apareció y los atacó sin mediar palabra alguna.

Tenía la muerte al frente: en forma de tigre. Eso le sorprendió al inicio porque en toda su vida, que llevaba viajando, no había divisado muchos tigres; eran una Casa muy misteriosa. Era robusto, y como única vestimenta tenía unos pantalones negros holgados y rasgados; con un pelaje tan naranja que rozaba el rojo y un detalle que llamaba la atención era que el tigre tenía los ojos cerrados. Desde que comenzaron a pelear, no los había abierto.

Le dolía el pecho, las costillas ahí donde de un corte profundo manaba sangre, debilitándole, el rostro, donde tenía, sin dudas, un incisivo roto, sumado a las magulladuras de los golpes en su cuerpo, le hacían sentirse pesado y a punto de desplomarse.

Respirar ardía y molestaba por la sangre en su nariz, pero no iba a morir. Se rehusaba a hacerlo en ese momento.

Miró a sus dos compañeros. Yuga, su hermana, estaba a punto de desplomarse, su pelaje estaba cubierto de polvo, tierra, sudor y sangre, quitándole aquel brillo casi blanco y sus ojos verdes se movían frenéticamente buscando alguna ruta de escape. Estaba en su límite, lo sabía sin necesidad de ver el ligero temblor de sus patas, sosteniendo sus cuchillos.

Zhang, a su lado, estaba un poco peor que Yuga. El lobo presentaba un corte importante en su pata derecha, por lo que sostenía su espada Hsu con su izquierda, la dominante. Manchas de sangre en todo su ropaje y una expresión de angustia; analítico como era, pero angustiado.

Fai, por otro lado, sostenía sus cuchillos cuerno de ciervo, agotado, conteniendo el dolor y ardor del corte en el costado derecho.

Pintaba mal, mas no iba a huir. No volvería a dejar que otros le salvaran la vida; sería él quien los salvara ahora.

El tigre se abalanzó sobre Zhang, tan rápido que era increíble que pudiera hacerlo con tanto músculo; el lobo pudo apenas llevarse la espada a la boca y morder la vaina para poder sacar el sable. El choque del acero contra las garras resonó como una campanada, devolviéndolo a la realidad.

—¡Zhang! —exclamaron ambos, Fai y Yuga.

Ésta se lanzó a atacar al mismo tiempo en que el cuerpo del joven lobo caía con estrépito en el suelo por la fuerza del golpe del tigre; los cuchillos de la leona brillaron con el sol del mediodía que les impactó y el tigre se volvió hacia ella, dándole la espalda a Fai. Él aprovecho esa brecha de tiempo para acercarse trastabillando hacia Zhang y lo ayudó a levantarsen

Zhang escupió un poco de sangre y con la pata sana se apretó el pecho, soltando su espada.

—Debemos escapar —murmuró, viéndolo a los ojos.

—Lo sé —contestó Fai, con el corazón latiéndole en las sienes, la adrenalina estaba a tope—. ¿Cómo?, es la cuestión.

—Óyeme bien. —Lo tomó del cuello del kimono—. Les daré tiempo, escapen entretanto.

—¡No vamos a dejarte! —exclamó él, viendo cómo su hermana se batía a duras penas con el tigre—. Eres como familia después de estos años.

—No te estoy preguntando, Fai Fa. —El león inspiro profundo, no le gustaba que le llamaran así, porque le hacían recordar a su madre—. Lo harán y punto. —Jadeó; el mapa de venas en sus ojos se hacían cada vez más rojo, ¿qué clase dolor estaba soportando?—. Ayúdame a ponerme de pie —le pidió—; necesito hacer unos pasos de algo que he estado practicando.

—Bien —asintió, apretando sus cuchillos cuernos de ciervos.

Se quedó mudo cuando vio que Zhang hizo unos pasos extraños, movía los brazos como trazando un círculo, para después unirlos a nivel del pecho, aunque le sorprendió fue el hecho de que un brillo intermitente y débil, color azul oscuro, comenzó a emanar de él. Parecía una luciérnaga moribunda. Ligeros azotes de viento con olor a ozono, como una tormenta, emanaban de Zhang.

En ese instante, como una polilla atraída por la luz, el tigre giró la cabeza y se enfocó en ellos, aún sin abrir los ojos; de un salto atacó. No supo cómo o cuándo, sólo que fue consciente de que se interpuso entre él y Zhang. El tigre atacó dando un puñetazo que Fai recibió con los brazos alzados en equis, a modo de escudo, y el impacto lo aturdió. Un segundo en el estómago lo hizo caer de bruces al suelo, desenfocándole la visión.

Patosamente intentó ponerse de pie, pero no podía ni respirar, le había sacado el aire. El tigre se acercaba hacia Zhang, quien fijaba los ojos en el enemigo, mientras tenía aquel brillo azul oscuro; sin miedo a morir. Y de improvisto, Yuga apareció y frenó el golpe con los cuchillos, dando un gruñido adolorido. El tigre giró la cabeza hacia ella, alzó la pata libre y abrió los ojos.

Yuga cayó de rodillas ante él, indefensa, temblando como una cachorra recién nacida.

No podía verle los ojos a su enemigo y por ello no podía comprender la reacción de miedo irracional que tuvo su hermana. Lo que sí entendió, como una daga que se le hubiera clavado en el pecho y extraído el corazón, fue aquella mirada que le dio a Fai.

Clara. Simple. Contundente.

«Huye».

Zhang lo asió por un hombro y le dio un pequeño golpe en la parte trasera de las rodillas, haciéndolo caer hacia atrás; lo aseguró por la cintura, y flexionó las rodillas.

Zhang se impulsó a gran velocidad con las patas traseras brillando de un azul intermitente, a veces estaba y a veces no, y se propulsó a correr.

Fue entonces cuando vio con una macabra lentitud, cómo el tigre clavaba su pata en el pecho de Yuga, arrancándole la vida.

Y fue allí que sintió algo destruirse dentro de sí, dejando ver una esencia que siempre estuvo en él. No llegaron muy lejos, porque inmediatamente después de que soltara el cuerpo de Yuga, el tigre, veloz como una flecha, los interceptó con una tacleada.

Ambos rodaron por el suelo, Fai gruñendo y Zhang dando un rugido de dolor que cortó el ambiente. El tigre comenzó a caminar con una insultante tranquilidad hacia él, con la firmeza de un verdugo, limpiándose la sangre de la pata. Fai apretó los puños, tendido en el suelo, con los ojos escociéndole de dolor y enojo.

Con una suavidad cariñosa, percibió de alguna forma el aire que se arremolinaba a su alrededor. El tigre también notó esto, flexionó las rodillas y se propulsó hacia él, con los brazos abiertos en toda su envergadura, como si fuera a dar unos zarpazos que lo matarían.

Y entonces abrió los ojos.

Fue como si le hubieran succionado de un tirón las ganas de luchar, el calor, la valentía, y le hubieran dejado un inmenso miedo y sumisión. El tigre tenía unos ojos que no eran normales: esclerótica dorada e iris negro como carbón. Fai se preguntó contra qué estaban peleando.

Zhang gritó algo que no alcanzó a oír, aunque sí percibió el terror en su voz; poniéndose de pie, lanzó su espada, que giró suspendida en el aire, y le cortó la carrera al tigre. Luego éste flexionó hacia atrás un brazo, juntando sus dedos como su fueran la punta de una lanza y reanudó su carga.

El resto pasó con una enorme lentitud: Zhang lanzó unas espinas metálicas a los pies del tigre, frenándole un poco la corrida al clavárselas cuando pisaba; llegó con Fai y lo abrazó con tal fervor que le clavó las zarpas en la espalda, sirviendo de escudo, protegiéndole. El cielo se oscureció y un trueno rompió el cielo.

El siguiente sonido se le grabó a fuego en el alma. El sonido de la pata del tigre atravesándole la espalda a Zhang y saliendo por su pecho, clavándosele a su vez en el pectoral derecho, el sonido de la escupida de sangre con un gruñido de sorpresa y dolor, y las últimas palabras del lobo.

Zhang se movió como pudo, y acercó sus labios a su oído.

—Toma el collar, Fai. —Jadeó muy despacio—. Quisiera que... —Luego su cuerpo se relajó y no se movió más.

El mundo en sí parecía haberse detenido; las nubes dejaron de moverse, el aire de soplar, el sol de brillar, todo se sumergió en un aura de parálisis total. Lo único que oía era un suave soplido y el golpeteo constante de su corazón, en las sienes, en el pecho, en la punta de sus dedos.

Entonces vino el enojo. Un enojo potente, animal, gutural, algo grabado en el fondo de su esencia misma. Aquella ira sin consciencia era como un ente que lo abrazara o acorralara como una serpiente muy extensa, casi amable, pero con el indudable sentimiento de matar a aquel animal.

Esa ira no era parte de Fai, lo sabía. Había algo más allí, un sentimiento acumulado que superaban el dolor propio, el perder a Zhang, a Yuga y a su madre; algo con siglos de haberse acumulado y esperado el momento de salir. No eran sus emociones, pero las aceptaba de buena gana.

Sólo pudo definirlo como un destello. Todo pasó tan rápido que si hubiera parpadeado se lo habría perdido. Rugió, con dolor, ignorando la sensación de aún tener la pata del tigre, que atravesaba el cadáver de Zhang recostado contra él, en su propia carne, sintiendo como si su cuerpo fuera tirado de todas las direcciones a la vez, al tiempo que la sangre, caliente y roja, le mojaba el pelaje.

Una pared de aire, circular, los envolvió, haciendo que el tigre por primera vez mostrara unas facciones de preocupación. El viento hacía un sonido de succión cuando con la única idea en mente de matarlo, se envolvió alrededor de una de sus patas.

Fue instintivo, con la pata libre le tomó la que lo atravesaba para no dejarlo escapar, y en la que se arremolinaba el viento, formando una especie de espada o punta de lanza, se la enterró en el centro del pecho. Varias gotas de sangre, negras como la brea, le salpicaron el rostro a Fai, y el tigre en lugar de sorprenderse, sonrió, abriendo la boca y aspirando fuerte; parte del aire cercano se dobló y fue engullido por el tigre, quien luego de haberse hartado, se pasó el dorso de la pata por los labios, de la misma forma que un ebrio lo haría con su bebida.

Fai se sintió mareado y la vista se le oscurecía a entretiempos, acercó su pata al cuello de Zhang y apretó con todas sus fuerzas el collar de campanilla que éste tenía. Luego, para bien o para mal, cayó en la inconsciencia.

El resto de su vida se mantuvo ante la duda de si aquel tigre había muerto o no, porque aquella herida era inequívocamente mortal, sin embargo, sabía que eso no era algo normal después de todo, era un demonio en piel de tigre.

Cinco años después, se presentó ante el Emperador, haciéndose pasar por su hijo, sabiendo que la forma en la que hubo reaccionado contra el tigre fue porque él era el Guerrero Dragón Imperial y dicho título le serviría para cumplir un objetivo, el de Zhang.

En ese período de tiempo, comprendió que todo lo que Zhang le había dicho sobre cómo terminaría, era cierto. El dolor lo había hecho fuerte, había aprendido solo cómo luchar, protegerse y más importante, a ser estoico.

La pelea contra el tigre le dejó una cicatriz en el pecho que parecía una telaraña, por la violenta forma en que lo atacó, aún así, las verdaderas cicatrices no estaban en su piel, sino en su personalidad. Había adquirido aquella frialdad que en su tiempo le parecían demoníacas de Zhang, comprendiendo así que la única forma de mantenerse mirando al frente, con un objetivo, su objetivo, confirmar la muerte del tigre, era de esa manera.

—Dices que quieres servirme, león —dijo el Emperador; un león entrado en años, con algunas canas salpicándole la melena y de mirada dura.

—Sí, mi señor —respondió, con la vista gacha—. Mi madre, quien fue una de vuestras concubinas y quien permitisteis volviera a su pueblo natal para dar a luz, me pidió que una vez ella muriese, viniera y le sirviese. —Su tono era tranquilo, solemne, había que ser muy astuto para detectar la mentira—. Por esa razón estoy aquí, para serviros. Por ello, y por mi deber sagrado.

—¿Cuál sería ese?

Fai alzó la vista, sereno, fijando sus ojos oscuros con los azules del Emperador, mirando de soslayo el lobo de pelaje grisáceo que hacía de guardia al mismo. Un gruñido subió por su garganta, pero logró hacerlo bajar de nuevo. Aquel animal era clavado a Zhang.

—Mi deber como Guerrero Dragón Imperial. —«Y matar al lobo a su lado», pensó, sintiendo cómo el collar de una campanilla de zafiro que le reposaba en el pecho, le pesaba como plomo.

Luego de sus palabras, un silencio ceremonial se asentó en la habitación decorada.

—Demuéstralo —ordenó el Emperador, más serio que antes.

Fai se puso de pie, realizó los pasos de la Maestría del Chi y con el pensamiento le ordenó al viento a girar un poco, lo suficientemente fuerte como para que se viese pero no como para causar un estrago. Aquella demostración consumía sus fuerzas con rapidez, puesto que aunque pudiera controlar un poco su Chi divino, no tenía mucha resistencia para el mismo.

Aquella incursión al Palacio Imperial apelando a que lo aceptaran en su Casa era más para aprender y matar después al padre de Zhang, que para servirle al Emperador; aunque para bien o para mal, ambas cosas estaban relacionadas.

—Tu nombre —requirió el león.

—Fai Zhang.

—Bienvenido a la Casa Imperial, Fai Zhang —decretó el Emperador—. Está en tu elección si adoptar mi nombre o quedarte solo con Fai.

—Será Fai, mi señor, no soy digno de llevar vuestro nombre. —Jamás sería llamado Fai Xuing, ni aunque su vida dependiera de ello. El haber adoptado el nombre de Zhang, más allá por cumplir su deseo, era por una cuestión de respeto y estima.

—Bienvenido entonces, mi Dragón Imperial.

Un ventarrón improvisto lo trajo de vuelta a la realidad; el sol imponente le chocó en los ojos, cegándolo por un momento, cuando se hubo recuperado, parpadeó enfocando la masa de aire que se ondulaba, doblaba, giraba y metamorfoseaba en un lobo muy parecido a Zhang.

Fai ni se inmuto, pues sabía que su compañero y maestro estaba muerto, no podía ser ese animal. Eso se confirmó cuando dicho lobo, que flotaba en el aire igual que él, lo fijó con una mirada más de condolencia que de superioridad.

—Gracias, Fai Fa —dijo el animal. Reconoció aquella voz, esa cadencia, la había oído muchas veces dentro de su cabeza.

El Guerrero Dragón Imperial alzó una pata y concentró los vientos, apuntándole.

—No te atrevas a usar ese nombre conmigo, Dragón Imperial —le amenazó. El pecho le dolía al respirar por el cansancio y la exigencia que el segundo estado le aplicaba a su cuerpo por tanto tiempo de uso; sumado a que recordar esas cosas aboyó un poco su estoica armadura.

—Es el que te pusieron, ¿no es cierto? —Aquellos ojos intensamente grises y con un minúsculo tornado como pupila, le daban repulsión—. El que tu madre te colocó.

—¡Ella murió! —rugió—. Y no permitiré que de tu maldita boca salga una mención de ella. Ni de Yuga, ni de Zhang, ni de mi hermano.

—El Emperador no era tu hermano, lo sabes.

—No debe ser de sangre para serlo. —Sonrió con superioridad, exteriorizando el cansancio—. Claro, dudo que un dios como tú lo sepa. —Hizo una pausa—. ¿Qué quieres?

—Agradecerte —respondió, con sinceridad; chasqueó los dedos y su segundo estado se disipó. Ambos, por obra del dragón-lobo, descendieron con gracia hacia el suelo—. Por fin pude ver tu vida antes de que despertaras mi poder, Fai Fa... Lo siento, quería decir Fai Zhang.

»Mis Guerreros siempre han sufrido, pero tú, mortal, has llevado una carga peor.

Apoyándose contra un árbol al trastabillar, jadeando, respondió.

—¿Y qué te importa eso a ti, eh? —soltó.

—Mucho, considerado que tenemos un enemigo en común.

—¿Girei? —El Dragón Imperial asintió.

—Aquel tigre no es un tigre realmente, es una bestia que tiene un nombre y un propósito, cuya forma es robada; dudo que lo hayas oído, aunque me consta que en los Rollos Imperiales está, después de todo los maestros que dicha Casa obtuvieron sus conocimientos por otras Casas de animales, una red de información de tantos decenios, que concentra gran sapiencia del mundo. Y sobre todo, del Mundo Divino. ¿Llegaste alguna vez a ver los Rollos del Emperador?

—¿Los ocho rollos?—Estaba intrigado, es verdad que intentó muchas veces, durante su estadía en el Palacio Imperial, intentar acceder a dichos conocimientos, pero eran explícitamente propiedad del Emperador de turno, por lo que sólo él podía leerlos—. No.

—En cada uno de ellos se documenta a los ocho esbirros de un peligro mayor, Fai Zhang —comentó—. Uno de los cuales es Girei en cuestión. ¿Tienes conocimientos de los Reinos del Samsara? —preguntó, frunciendo un poco el ceño, perdiendo aquella mirada compadecida y adoptando una muy seria.

—Un poco —jadeó; los conocía de nombre, mas no por completo, no eran un tema que le interesara mucho.

—Él es producto de una energía de los mismos, del Reino de los Hambrientos: Preta.

Lo que menos quería ahora era una explicación que no le interesaría, quería llegar al Palacio lo antes posible.

—Abstente de palabrerías, Dragón Imperial —le cortó, enderezándose y preparado para irse de nuevo—. No tengo tiempo para eso. No me interesa ser parte de un jueguito orquestado por dioses ni nada por el estilo, lo único que me mantiene en pie es mi necesidad, mi anhelo, de matar a aquel tigre. A Girei.

—Con tu poder actual no lo lograrás —dijo—. Eso lo sabes.

—Por algo voy al Palacio, ¿no te parece? Si sabes sumar uno más uno, te darás cuenta de que lo hago porque voy a por los Rollos.

—Los Rollos lo debilitarán, mas no lo matarán. —El dragón-lobo hizo una floritura en el aire y éste se condensó en una silla ornamentada, muy parecida al Trono Imperial.

—Ya veré cómo hago —gruñó.

Antes de que partiera, el dragón habló.

—Yo puedo darte poder.

Fai, interesado a su pesar, ladeó un poco el rostro, viéndolo de soslayo.

—Un poder que está en el nivel de matarlo, sin duda. —Se miró las zarpas como si fuera lo más interesante del mundo—. Sin embargo, uno muy peligroso.

—No me interesa.

—¿Y qué pasaría si te dijera que el matar a Yuga, a tu madre y a Zhang, fue una consecuencia de una orden que le dieron? —Una sonrisa viperina se le dibujó en los labios, como un rictus. Fai parpadeó sorprendido; el dragón-lobo era un buen actor, pero sus ojos dejaban claro aue aquella sonrisa era falsa. No estaba interesado, sino que apesumbrado—. ¿No creerás, Fai Zhang, que tú, portador de mi Chi y por consiguiente Guerrero Dragón Imperial, no atraería el interés de un dios. Más aún cuando son mis Guerreros los que tienden a atrofiarle las movidas a sus Sendas.

—Abstente de fingir —exigió Fai.

El Dragón Imperial alzó las cejas con sorpresa. Sin embargo, relajó el rostro.

—Es... peculiar que lo notes.

—Estos ojos han visto muchas cosas como para no notarlo. ¿Para qué has venido?

Una tormenta bailó en los ojos del Dragón Imperial, pero no dijo nada. Al rato, en cambio, habló.

—Para darte poder —dijo. En sus ojos había cansancio y comprensión—. Tenemos un enemigo en común, Fai Fa, Fai Zhang, y es Qilin. Así como su Senda: Girei.

—¿Y así sin más me ayudarás? —sospechó Fai.

—He obtenido un poder sobre Qilin y lo he entregado, Fai Zhang, pero con ese poder he visto... cosas.

—¿Estás loco? —se crispó Fai—. ¿Cómo regalas una carta de victoria?

El Dragón Imperial negó con la cabeza, tan parecido al antiguo Zhang que se le aprisionó el corazón.

—No comprendes aún qué significa ser mi guerrero. —Hizo una floritura en el aire con su dedo y flotando ignorando la gravedad, aparecieron dos objetos—. Como no puedes acceder al Tercer Límite ya que yo soy una Bestia Divina pura, este anillo emulará ese poder. Podrás estar, por un corto período de tiempo, al mismo nivel que el guerrero de Seiryu y la de Suzaku.

Fai señaló la espada Hsu, como la de Zhang hacía tantosaños. Con lavainna negra como la noche y el mango plateado,coronado por un rubí.

—Esta es una espada de esencia, es un arma... distinta a las que conocen. No corta la carne, sino el alma, pero... —El Dragón Imperial hizo una mueca—, su combustible al usarla al máximo es el alma del portador. No, lo correcto sería decir que es un modelo distinto de espada de esencia que contiene las almas de los antiguos guerreros. Puede que veas o experimentes... cosas.

Fai los tomó. La espadaparecía tirar de su alma misma, como susurrándole que la desenvainara. El anillo sí era común.

—Al girarlo —dijo el Dragón Imperial, señalando el anillo— una vez entraras en el Duhkha, al girarlo dos veces, doblaras el poder. Pero al girarlo una tercera, se destruirá y absorberá a quien se lo arrojes, sellándolo.

El Dragón Imperial chasqueó los dedos y un aura dorada envolvió a Fai, causándole un cosquilleo en la nuca.

—Con esto —dijo— los Rollos apareceran cuando los necesites, pero debes usarlos a conciencia. Los poderes de esos Rollos, al menos los cinco primeros, contienen... energías que no son de este universo.

—¿Y cuál es la condición? —preguntó Fai, mirando con escepticismo a su Bestia Divina—. Siempre la hay.

—Cierto —asintió el Dragón Imperial—. Sin embargo, la condición es que sobrevivas. Tú serás una pieza clave al final, sin ti los guerreros morirán. Perderemos. Moriremos. La pregunta será si podrás dar la talla.

—Yo siempre doy la talla.

—Ya veremos, hijo de Fa. —El Dragón Imperial sonrió, enigmático y con una diversión secreta—. Si te haces sabio en tu viaje, puede que tengamos esperanza. Tu hermano decía eso, ¿no? «La sabiduría es la respuesta cuando se tiene la inteligencia para encontrarla». Nos veremos en otra ocasión, Fai Fa, de la Casa de los Leones Imperiales.

Tanto Fai como el Dragón Imperial con la forma de Zhang se disiparon en viento. Todo se volvió oscuro y cuando la luz regresó, notando su cuerpo sólido, Fai se hallaba de pie, con energías renovadas frente a la cabaña de Ru, camuflada por los árboles.

La espada Hsu estaba en su pata. Un susurro en su mente, como de la misma espada, le dijo que la soltara y al hacerlo, se disipó en bruma negra. En el fondo de su mente percibía la espada, atenta a aparecer al ser invocada. «Algo útil», pensó. Se colocó el anillo e inspiró profundo antes de entrar a la cabaña y toparse con Tigresa, que lo miró de alguien que sin duda había tenido una revelación, y el ceño fruncido, de quien le han insultado el orgullo y busca limpiar su honor.

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