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XVII

El Sexto Punto fue particularmente doloroso comparado con los cinco anteriores. La apertura de cada uno de ellos en su totalidad era un dolor progresivo, además de que terminaban dejándole, cuando lograba superponerse al dolor y manejar el Chi en creciente aumento, una rara impresión. Aquella sensación de frío que no se iba con nada, como cuando se está enfermo, lo abrazaba cada vez más fuerte. Al principio, cuando Seiryu le abrió el Segundo Punto y ya sabía sobre los mismos, pensó que era por el lugar donde estaba, sin embargo, mientras más abría, más se aseguraba de que no era así.

Ahora, cuando había apenas logrado estabilizar las olas de Chi tan bestiales que le recorrían, como contener una presa con voluntad pura, sintió los fríos dedos de Seiryu en el punto donde su cuello y su cabeza se unían.

—¿Preparado? —dijo, tratando de sonar sereno, aunque la curiosidad le imbuía la voz—. No sé qué pasará luego de que te abra este Punto, Po Ping...

La frase aleteó en el aire, como una polilla recién liberada, resonando con un eco ceremonial. Po inspiró profundo, haciendo lo mismo que las veces anteriores para soportar la apertura, controlar el Chi, superponerse al dolor y estabilizarse: recordar a Tigresa. No sabía a ciencia cierta por qué con imaginarla, o recordar los momentos que peleó a su lado, le ayudaban a tranquilizar su espíritu, solo que así era; y lo sabría aprovechar.

—Hazlo —le pidió, inclinando un poco la cabeza.

Seiryu lo asió por un hombro y se afincó, Po pudo percibir, como si el cuerpo de su Bestia respirara, un aire casi congelado salir de sus dedos, era como si el dragón empezara a congelarse. Un toque, dos presiones, y las mismas palabras incomprensibles en quién sabe qué idioma que él decía antes de abrirle los Puntos.

Al inicio no sintió nada, sólo un frío, como si le clavaran una aguja en aquel sitio del cuello y le atravesara la garganta hasta salirle por el frente, aquella sensación pasó con tragar saliva varias veces. «No es tan sorprendente», pensó, al tiempo que esbozaba una sonrisa victoriosa. ¡Había logrado soportar los...!

Y entonces llegó el dolor. Al contrario de los demás Puntos que comenzaba con un dolor sordo y luego se hacía agudo, ese fue una explosión. Cada milímetro de su piel se sentía como si le estuvieran marcando con fierros calientes, y como si lo quemaran con el hielo más frío; ambas sensaciones a la vez. Cayó boca abajo al suelo, dando pequeños espasmos; el cuerpo no le respondía y sus pensamientos parecían ser arrastrados por una rompiente marea. Se oía gritar a sí mismo, y su consciencia se desconectaba en entretiempos en los que se preguntaba qué hacía allí gritando y en los que recordaba que lo hacía para... En realidad no sabía por qué hacía aquello. Era para poder ver a Tigresa, sí, pero si quería verla podía volver al palacio, no hacer todas esas cosas.

—Sei... —intentó llamar al dragón, mas este estaba mirándolo con detenimiento, con aquella absoluta atención que tienen los cachorros al ver algo por primera vez.

Ni siquiera parpadeó para ayudarlo.

—Supéralo y sobreponte.

El dolor cambió, asemejando el recibir de lleno los impactos de los cañones de Shen a quemarropa. Era descabellado, un dolor titánico; juraba que si no moría, quedaría loco o algo peor. Y aquello último empezaba a cobrar fuerza porque cada que pestañeaba veía a cuatro seres gigantes en una coreografiada lucha contra alguien. No diferenciaba qué o quién era contra quienes esas criaturas peleaban, lo que sí, fue que entre ellas identificó a Suzaku, Genbu y Byakko, lo que por ende aquel ser azul debía ser Seiryu.

Por entre el dolor, una vez abrió los ojos, se preguntó por qué habían cuatro bestias si eran cinco; ¿dónde estaba el Dragón Imperial? De pronto el dolor aumentó de intensidad, sacándole agónicos gritos, y estuvo a punto de rogarle a Seiryu que detuviera aquello cuando todo se puso negro. La dimensión tranquila y apacible desapareció, la isla de hielo en aquel océano, la luna, las nubes, las infinitas cuatro cascadas; todo era una absoluta negrura.

Se sintió flotar en un lugar parecido al que hubo despertado, pero sabía que eso era imposible. Una niebla perlada comenzó a aparecer en el lugar, y Po, flotando en aquella inmensidad, alzó la guardia. Momentos después el negro empezó a palpitar, como si fuera un corazón latiente, cambiando entre negro y el color de los prismas. La niebla se comenzó a arremolinar con ferocidad, dando forma a un ser que de cintura para arriba parecía un león, de cintura hacia abajo un ciervo, y en brazos y piernas, hasta los codos y rodillas respectivamente, una capa de escamas a modo de piel los recubría. Su cabeza era de león, con una espesa melena; unos bigotes como los de un dragón, ondulantes, y de su frente nacían dos largos cuernos ramificados.

Po inspiró inexistente aire al reconocer aquella criatura. Había visto estatuas talladas en varios pueblos cuando hizo su viaje para visitar su Casa en los Alpes. Unos pueblerinos decían que era un dios de la buena suerte y su presencia traía beneficios y prosperidad al pueblo que tuviera una figura suya.

Qilin.

Y sin embargo, si él era un dios que traía prosperidad, ¿por qué al ver aquel avatar de aquella niebla blancuzca sentía que, aun estando en esa forma espiritual, moriría? ¿Por qué no le daba una buena vibra?

La manifestación de Qilin movió la cabeza, desperezándose, mientras los brazos los tenía juntos, con las palmas unidas aunque con una ligera abertura, formando una especie de triángulo. Parecía que algo se las quisiera separar. Cuando alzó la cabeza y sus ojos de humo lo fijaron, Po sintió como si el peso del mundo mismo cayera sobre su cuello, obligándolo a agachar la cabeza, pero pudo evitar aquel gesto.

La niebla restante seguía tratando de darle forma a algo a su espalda, y de repente su pensamiento, incoloro e inexpresivo como el agua o el vinagre, retumbó con un doloroso eco en su mente.

¿Así que tu eres el guerrero de aquel dragoncillo, eh?, dijo.

«¿Dragoncillo?». ¿Estaba llamando así a Seiryu?

¡Responde!, exclamó.

—Sí —lo hizo, fuerte y claro.

Es interesante cómo has intentado forzar abrir tu Séptimo Punto, Guerrero Dragón, comentó Qilin; tras su espalda comenzaron a formarse varias esferas. No eres el primero que lo intenta inconscientemente.

Quería salir de allí. Quería volver a donde Seiryu. Mejor aún, quería volver con Tigresa.

Interesante, dijo como si nada, una tigresa, ¿eh? Interespecie...

—¿Cómo...?

Me estás mirando a los ojos, panda, por ende puedo percibir tus emociones más fuertes. ¿Amor? Y por otra guerrera, ni más ni menos. Aquel pensamiento estaba teñido de un interés peligroso. Desiste.

Otro más que venía a decirle que dejara sus sentimientos por Tigresa. ¿Es que ningún ser divino podía al menos entender lo que el amor significaba? Bueno, no es que él lo supiera tampoco, sólo sabía lo que sentía, y aunque nunca hubiera amado a otro animal, la intensidad de esas emociones no podía no ser amor. Era muy fuerte para que no lo fuera.

—¡No! —replicó con aplomo, tratando de ver cómo salía de allí.

¿Quieres verla?, preguntó, con astucia. Po se detuvo en seco. ¿Si quería? ¡Vendería el alma si pudiera! Nos vamos entendiendo, Guerrero Dragón; me entusiasma que quieras darme el alma por ello.

—Yo no...

¡Silencio!, exclamó y Po sintió como si unas sogas le ataran los labios y se los cosieran. Ahora bien, Guerrero Dragón, ¿estarías dispuesto a hacer un trato? Yo te llevo con tu tigresa y tú me haces un favor. Algo insignificante.

Se detuvo a pensarlo. ¿Debería? Si lo aceptaba podía verla, estar con ella, confesarse si se daba el caso, pero su ser le decía que no aceptara. Y su sentido común, que pocas veces oía, le gritaba que pensara. Lo hizo. ¿Por qué aquel dios que hace nada estaba diciéndole que desistiera de sus emociones le proponía juntarla con ella de nuevo? No tenía mucho sentido. Y su padre muchas veces le dijo que no confiara en animales que no conocía. En este caso dioses que no conocía, porque por mucho que Seiryu fuera lo que fuera, tenía trato con él, no con ese león con complejo de venado.

—No. —Claro y corto—. Ahora, devuélveme al lugar donde estaba.

Testarudo, como el dragoncillo. Hizo una pausa. No te pediré nada, en realidad, Guerrero Dragón, sólo que me ayudes. Estoy preso por seres que me traicionaron, necesito salir y... obtener justicia. Sí, justicia. ¿No podrías ayudar a un necesitado?

—Devuélveme al lugar donde estaba —repitió. Dudó, ¿de verdad estaba cautivo?

Lo vio fruncir el seño y Po cayó de rodillas en aquella infinidad.

¡Testarudo e idiota, como el dragón!, gruñó. Te di la oportunidad, panda, y no la tomaste; no ruegues a los dioses cuando estés sufriendo mi castigo.

La niebla que lo conformaba brilló de manera opaca y lo que se formaba en su espalda terminó generando unas esferas, que giraron con velocidad. El resplandor aumentó, dejando ver intermitentemente que en todo su cuerpo había varias ataduras.

Lamentarás esto, panda, dijo con voz aterciopelada y cuidadosa, a Po se le hizo un parecido a las serpientes cuando van engatusando a su presa, siseando antes de mostrar los colmillos. Pudiste haber aceptado, pero por testarudo e idiota no tendrás un destino. Una pausa, y él reanudó con un mandamiento, como un rey dando una orden que no puede ser contradicha. ¡Mira, Guerrero Dragón, los destinos que tu miserable existencia repetitiva ha tenido!

Las esferas se colocaron en fila al frente de Po, quien luchaba por alzar la cabeza ante la presión tan ridícula que solo el carácter de Qilin ejercía sobre sí. «¿Cuánto poder tenía?». En el instante en que sus ojos vieron la primera de ellas, su atención quedó atrapada como una mosca en una telaraña; se le hacía imposible no mirar.

Tenía la nitidez de la mejor de las pinturas, y podía ver, en secuencia, de la misma forma como si estuviera en ese lugar presenciando esa escena, cómo su cuerpo se interponía entre una lanza que un lobo moribundo precipitaba hacia Tigresa, se clavaba en su estómago y caía de rodillas, escupiendo sangre, al mismo tiempo que el atacante se desplomaba sin vida al suelo. Tigresa como pudo lo tomó al vuelo antes de que cayera por completo al suelo y lo recostó, haciéndola verle. Con su cabeza reposando en su regazo, le tomó la pata a ella y entrelazaron sus dedos, para luego, con un ocaso más oscuro de lo normal, dejar de respirar.

La segunda esfera dejaba ver lo que parecía un pueblo o una villa enorme, con grandes y altísimas casas, más delgadas que un castillo, pero mucho más altas. Luces blancas, azules y rojas bailaban por el ambiente de forma cambiante. Los gritos y alaridos se hacían notar y sonidos de cañonazos cortaban todo; el recuerdo de Shen volvió a su mente. Y ahí estaba, un panda con una tigresa a cubierto tras una especie de carruaje metálico, sosteniendo algo entre las patas, y cuando los vio (¿o se vio a sí mismo?) atacar, constató de que los cañonazos provenían de esa cosa en sus patas. «¿Cañones en miniatura?». La tigresa le dio un empujón y se interpuso en el trayecto de un cañonazo, para luego caer al suelo sangrando profusamente del pecho. Po contuvo una expresión de sorpresa al ver aquellos ojos ambarinos... los reconocería donde fuera. Poco después y cargando contra varios animales con un cañón en sus patas más grande, vio al panda morir.

La tercera fue la que empezó a hacerle hervir la sangre. Nunca en su vida se había enfadado más allá de algo simple que podría pasarse en pocos minutos. En aquella esfera de bruma se veía a Tigresa con una expresión de tortuoso dolor en una sección de un círculo yin yang multicolor, sosteniéndole la pata a Po, que edtaba en la otra sección. Ambos despedían tremendas cantidades de Chi, tan potentes que creaban torres que se perdían en el cielo, alrededor de ese circulo se hallaban tres animales: una gacela que brillaba de blanco, un tigre azulado que brillaba de azul, pese a estar muerto y, para su sorpresa, Tai-Lung, que brillaba de rojo. Tigresa y él movieron los labios y ella desapareció en un parpadeo.

Sin ordenárselo a su cuerpo, sin pensarlo, se superpuso a la presión de Qilin y de un manotazo molesto diseminó las tres esferas de neblina; una cuarta quedó suspendida, en blanco, sin nada que mostrar.

No te creas alguien especial, panda, comentó Qilin en su mente. Tu existencia se rehúsa a abandonar los multiversos. Y en todas ellas siempre sufres. Dimite. Ríndete. Resígnate y hazme el camino más sencillo. ¡Mírate! Con el grito Po sintió como si aquellas garras lo tomaran de la barbilla forzándolo a mirar las reconstruidas esferas. En una realidad mueres sacrificándote; en otra mueres por venganza; en otra tu amada felina es la que sufre, y con ella, tú. Ahora fíjate en esta... ¿cuál será tu destino para este plano universal? ¿Felicidad? ¿Muerte? ¿Amor? ¿Desdicha? Una breve pausa. ¿Cuál imaginas?

Alzó la vista, fijando sus jades con aquellos ojos de miasma, con tal intensidad y el seño fruncido que pensó que estar tanto tiempo con Tigresa había hecho que se le pegara aquella expresión. ¿Qué pensaba? Sería feliz con ella, así fuera estando a su lado como su pareja o simplemente como su amigo; siempre que pudiera estar a su lado nada importaría.

¡Me gusta esa mirada, Guerrero Dragón!, parecía un chillido de excitación y de sentirse complacido. Recuerda mis palabras: lamentarás no haber aceptado. Tú, que con tu insistencia siempre vuelves a frustrar las realidades.

Sintió un raro cosquilleo por todo el cuerpo, comenzando en el punto donde su cuello y cabeza se unían, bajando por su espalda, tomando sus brazos, piernas y antes de darse cuenta todo su ser emitía una especie de energía. Estaba enojado con él.

—Amenázame cuanto quieras, Qilin —dijo, manteniendo en su mente la imagen de Tigresa sufriendo de dolor; si como él dijo, en otra realidad ella sufría y por ende él, significaba que ambos eran uno solo, sea en el mundo que sea. Aunque muriera para protegerla. Aunque muriera por vengarla, llorando lágrimas de sangre. Aunque ella aceptara su muerte para protegerlo. Aquello, el que independientemente de la realidad el uno sufriera por el otro, no sucedería si en el fondo no fueran uno. Y con ese razonamiento, si Qilin quería castigarlo, atacaría a Tigresa—, pero si llegas a hacerle daño a Tigresa, te arrepentirás.

Estaba bullendo en enojo, pero se sentía frío, como si su cuerpo estuviera bajo el agua, mitigando sus emociones o, en dado caso, su reacción. La carcajada de Qilin fue larga, seca y vieja, de un inmortal, y el lugar, aquella negrura, giró sobre sí con violencia.

Al abrir los ojos sintió el frío hielo de la isla en el océano de Seiryu contra su mejilla, y el helado aire inundarle las fosas nasales. El dolor se había ido y estaba en calma, una extraña calma, tal era que dudaba que algo que no fuera muy intenso pudiera romperla. Intentó ponerse de pie, pero un rayo de dolor le subió por los bazos, las piernas y el torso.

Ante su inmovilidad, alzó la cabeza y oteó la zona, buscando a su Bestia; lo encontró, mirándolo entre sorprendido, enojado, expectante y con una curiosa media sonrisa en una comisura. Se encontró con sendas estacas de hielo clavadas en las palmas, los brazos, pies, piernas y estómago, que lo fijaban al suelo; y algo que le sorprendió en demasía fue que el océano había desaparecido. «Desaparecido» como tal no, sólo que una capa de hielo lo cubría por completo, extendiéndose por el horizonte; incluso las cascadas se habían convertido en torres de hielo.

—Al fin vuelves en ti, Po Ping —dijo Seiryu.

—¿Qué hago en el suelo? —preguntó—. Mejor dicho, ¿por qué parezco un dango con estas estacas?

Seiryu se acercó y empezó a sacarle las estacas una por una mientras le relataba lo que había pasado.

—No mucho, luego de que te abriera el último Punto caíste al suelo dando gritos —le relató—, como las veces anteriores. Sólo que esta vez, a diferencia, te quedaste estático, hasta el punto que pensé que estabas muerto. Algo raro porque eres un espíritu, en teoría lo estás. Luego comenzaste a convulsionar y dar chillidos y gruñidos como una bestia sin sentido y ¡pluf! —Hizo una pantomima con una pata— comenzaste a mover los dedos con frenesí y rasgar el hielo. Después vino lo interesante.

—¿Qué?

—Casi me matas —comentó como si nada.

—¡¿Qué?! —se sorprendió, sintiendo una de las estacas ser extraída de su cuerpo—. Un momento, tú eres un dios, un ser inmortal; no hubiera podido matarte.

—Técnicamente no —respondió, encogiéndose de hombros—, pero eso hubiera sido como la muerte. —Suspiró, y se apoyó en una estaca que ya había sacado—. Algo te hizo enojar como un demonio, y empezaste a quitarme el Chi. Fue demencial. Por un momento pensé que mi entidad sería absorbida por ti. —Hizo un mohín—. Sin embargo, pude inmovilizarte y con unas palabras sagradas recuperar mi poder. Pero aún así seguías gruñendo y chillando, y en un parpadeo congelaste toda mi dimensión.

—¿Eso hice? —Pasó la vista por el lugar, todo yermo, congelado, estático—. ¿Cómo?

—El Tercer Límite, supongo. Mi Chi en tu ser pudo moverse con libertad y pudiste controlarlo sin estar consciente de tus acciones. Un rugido. Un maldito rugido y mi hermoso hogar quedó así. —Sacó la última estaca, la del pecho, y Po se sentó, viendo cómo el agujero en el mismo se cerraba poco a poco—. Entre lo que pude ver, abrirlo te dio control total de una milésima parte de mi Chi, ahora hay que ver qué tanto puedes hacer con él. —Hizo una pausa y con chasquear los dedos, las estacas de hielo se derritieron, las cascadas reanudaron su flujo y el océano congelado comenzó a derretirse, volviendo a la normalidad—. A todo esto, ¿qué fue lo que te hizo enojar?

Dudó si decirle o no, no obstante, como eso influyó así en su... ¿podría llamarlo nuevo poder, comportamiento o espíritu? Sintió que se lo debía. Se llevó una pata a la cabeza, rascándose una redonda oreja, en parte molesto y en parte porque era una costumbre cuando hablaba de temas que no le gustaban. Alzó la vista, viendo esos azules.

—Tuve un encuentro con Qilin... creo.

Los ojos del dragón se abrieron con disimulada sorpresa y frunció los labios, componiendo una expresión entre preocupada e irritada.

—¿Intentó convencerte de algo? —quiso saber, volviendo a su calma de otro mundo.

—De que lo ayudara.

—¿A qué?

—A liberarse, supongo; dijo algo de hacer justicia.

—¿Aceptaste?

—¡Claro que no! —replicó él, indignado—. Jamás lo haría. Vi cosas... cosas que me enojaron. —Hizo una breve pausa—. En todo caso, ¿por qué pasó eso? ¿Quién es él? ¿Y por qué estaba atado?

Seiryu suspiró, dejándose caer de hombros, como si tuviera un peso muy grande sobre sí y con una floritura de una pata moldeó el agua y creó una especie de trono, modesto, pero trono a fin de cuentas.

—Cumpliré mi palabra, Po Ping —dijo, solemnemente—. Lograste llegar al Tercer Límite, soportar la apertura de los Puntos y sobrevivir, además de darme datos muy útiles. Te daré mi bendición. Levántate —le pidió; Po lo hizo—; ven. —Llegó hasta él, Seiryu alzó dos dedos y los reposó en su entrecejo—. Te voy a mostrar quién es Qilin.



El trayecto hasta la Muralla les llevó dos días sin haberse detenido a descansar, apenas lo suficiente como para dormir dos o tres horas y asearse; comían caminando, y las pocas veces que la maestra hablaba (para preguntar el por qué no podía abrir un portal a la Casa de los Tigres) lo hacía en el camino.

El sol se alzaba en un cielo despejado, azul por completo, sin importarle en absoluto que la humedad del bosque que atravesaban como podían mezclada con el calor que este emitía, los cocinaba poco a poco desde dentro. El león se detuvo ante la saliente de un camino hacia el muro y se pasó una pata por la frente para quitarse el sudor.

Uno de los dos costados de la Muralla se alzaba imponentes metros sobre ellos, haciéndolos parecer unos críos de pie junto a un gigante; inamovible y capaz de aguantar miles de ataques o ejércitos. Fai no volteó para constatar que Tigresa le siguiera el paso, le bastó con mover una oreja y agudizar su oído para detectar las suaves y predadoras pisadas de ella, tan silenciosas que parecían que saltaría al ataque en cualquier momento.

—Subiremos y seguiremos el camino en la Muralla para llegar a tu Casa, maestra —dijo Fai, apuntando la cima del muro.

—Ya.

—Mantén la guardia alta —la previno, dando un salto a un árbol, y luego se impulsó de su rama hasta una más alta, y así hasta que llegó a la copa y saltó al borde del muro. El camino de arriba, dentro de esta, estaba adoquinado con piedras erosionadas por el viento y la lluvia; poco después Tigresa aterrizó a su lado—. Si te descuidas terminarás muerta... o peor.

Ella no se inmutó, siguió caminando oteando la zona cada tanto. Fai la imitaba, pensando en que podrían abarcar más terreno si se ponían a correr en cuatro patas y al mismo tiempo se impulsaban con Chi, de esa forma el cansancio llegaría más despacio; si bien no podrían evitarlo, lo ralentizarían.

—¿Puedes manejar Chi, Fénix? —le preguntó, sintiendo una inquietud con respecto a aquel trayecto. Todo estaba muy tranquilo; demasiado para su gusto.

—Sólo el propio —respondió, mirando a los lados. «Bueno, al menos no es una inútil. También parece tener un presentimiento»—, cuando intento usar el de mi Bestia Divina me atoro.

—Eso servirá. —Se detuvo e hizo los pasos de la Maestría del Chi, recubriéndose con un brillo dorado; ella lo imitó y alcanzó la Maestría—. Concéntralos en tus patas —le indicó, afincándose en las cuatro— y corre.

Hizo tal como se lo dijo y en cuestión de un momento ambos estaban preparados para salir corriendo; mientras más rápido llegaran a destino, más rápido podría saber. El viento los azotaba de lleno al correr al doble de lo que sería su velocidad normal de desplazamiento, que era un método más efectivo y mitigarían el cansancio a priori; sus músculos serían los que recibirían la tensión, haciendo aquella manera de moverse un arma de doble filo. La recortada melena onduló muy poco con el aire, y Fai se sintió renovado; aquel era su elemento, no importaba cómo estuviera, siempre que pudiera sentir el aire acariciándole el pelaje, podría pensar con la mente fría.

Ladeó un poco su cabeza para ver si ella le seguía el paso, y sí, lo hacía; con los ojos entrecerrados por el aire, pero lo seguía. Sin embargo, habiendo recorrido un trayecto en la Muralla, se presentó el primero de los que supuso serían muchos obstáculos. Fue una pequeña vibración en la presión que los rodeaba, minúscula, aunque lo suficiente como para que la captara; torció la vista hacia la dirección donde percibió la anomalía, al este, al tiempo que una esfera un poco más grande que una piedrita, de color negro, venía en su dirección.

Se detuvo en seco, estirando un brazo en toda su envergadura en una clara señal de alto para la tigresa, pudiendo esquivar la flecha que pasó rozándole los bigotes y se clavó en el suelo. Iba a decir algo, pero maldijo su incompetencia: una tanda de ocho o nueve flechas, más delgadas que la anterior, seguían el mismo trayecto, un poco más en su dirección y en la de la maestra. ¿Qué hacía? ¿Dejar que esa cosa negra desconocida le impactara o dejar que las flechas lo hicieran?

Con un rugido molesto Tigresa lo tomó de un brazo y lo lanzó al aire; dejando que la sorpresa se le notara en el rostro por su acción, Fai buscó sus ojos ambarinos y recibió una mirada clara: yo me ocupo. Una sonrisa desafiante se le dibujóa Fai al tiempo en que giraba y con una patada de empeine, mandaba la esfera a chocar contra una de las flechas. Una explosión de humo negro se manifestó enseguida. «¿Una bomba de humo? Eso es tan de novatos».

Aterrizó con gracia y se volvió, percatándose de que la Fénix había usado la inercia que se produjo al lanzarlo como impulso para dar una voltereta hacia atrás y esquivar los demás proyectiles.

No hubo necesidad ni tiempo de que alguno de los dos preguntara si el otro estaba bien, porque instantes después varios animales cayeron en el camino, por ambos extremos, encerrándolos; y los menos habilidosos subían por los bordes con kanigawas.

Dio pasos lentos hasta situarse junto a su compañera para trazar un plan de ataque. Debía analizar la situación con calma. Primero, estaban rodeados. Segundo, los superaban cinco a uno, por lo que eran dos contra diez... y los que estaban subiendo por los lados. Tercero, el líder, que apareció caminando con una naturalidad que rozaba el descaro, lo reconoció al momento.

—Guerrero Dragón Imperial —dijo el líder, Sho, un zorro—, ¿qué te trae por estos lados? Oh, cierto, disculpa mi memoria... —Curvó una sonrisa sádica— olvidé que el Emperador murió. Mal ahí de tu parte, tu deber era protegerlo.

—¿Lo conoces?—le preguntó la maestra Tigresa.

—Podría decirse —respondió, apretando los puños; le irritaba aquel zorro—; intentó atacar el Palacio Imperial para robar unos rollos.

—¿Es fuerte? —Como única respuesta Fai movió tentativamente la mano hacia los lados—. ¿Crees poder hacer algo con los que nos están apuntando?

—¡¿Me crees un rayo?! —le reclamó en voz baja—. Mi elemento es el viento, no puedo moverme más rápido que el mismo aire; y eso si estoy en el segundo estado. Ahora mismo, a lo mucho, el doble de lo que saltaría normalmente. Si pudiera entrar en el primer estado, la tendríamos fácil.

Nómbralo, resonó con suavidad la voz de su Bestia en su mente; para luego retirarse y dejarlo solo. Fai suspiró, sabiendo que el que su dragón lo ayudase en ese momento era por puro entretenimiento. Para divertirlo.

—Irás por el grandote —le ordenó a Tigresa, mirando de soslayo a un rinoceronte—, ellos te terminarán disparando y yo me encargaré de desviar las flechas.

—¿Cómo, en específico?

—Regla número uno, maestra: no hacer preguntas estúpidas. Confía un poco.

Un seco asentimiento fue toda la respuesta que recibió. El león suspiró relajando su cuerpo y soltándose de hombros, cerrando los ojos. Sabía que le sería imposible hacer los pasos de la Maestría del Chi para llegar al Primer Estado.

—¡Anitya! —murmuró, y acto seguido sintió aquel familiar cosquilleo en la boca del estómago extendérsele a las patas. Su visión se agudizó y podía sentir las corrientes de aire bailarle en los dedos. No al mismo nivel que cuando peleó contra Suzaku o Byakko, pero sería una ventaja.

Se apoyaron contra sus espaldas mientras veían a los animales flanquearlos como una cadena, ciñéndose sobre ellos, acortando las distancias. Sho se había quedado de pie en su lugar, sin mover nada más que una oreja. Sintió cómo en su espalda la presión aumentaba, indicativo de que Tigresa se impulsaría hacia adelante, iniciando la lucha. Fai se inclinó un poco hacia adelante, con los brazos abiertos en toda su envergadura.

Era como si ambos pensaran lo mismo; sus cuerpos reaccionaron como uno solo.

Tigresa saltó y empezó a repartir golpes y patadas, y Fai hizo un ademán de cerrar los brazos con violencia al mismo tiempo que los contrincantes en su lado disparaban las flechas. La ráfaga de aire producida desvió los proyectiles y los hizo caer por los bordes, y él se precipitó hacia ellos. Dos de los cuatro cargaron hacia sí y dieron golpes, los cuales esquivó y aprovechó una abertura para noquear al más pequeño: un mapache.

Con el segundo, un leopardo, entabló una pelea con los puños. Ambos parecían bailar con una muy pulida coreografía, porque ninguno acertaba. Ese leopardo tenía que, por sentido común, ser un maestro o haber sido entrenado por alguien que manejase el Chi; he ahí la única manera de que pudiera seguirle el ritmo.

Un golpe con la izquierda; el leopardo se movía con agilidad, dando un giro sobre sí mismo y lo esquivaba. Usando el impulso del giro él daba una patada lateral, que Fai esquivaba al agacharse un poco. El león daba un zarpazo con la derecha y un golpe el estómago con la izquierda; el leopardo se inclinaba hacia atrás hasta que sus patas delanteras tocaban el suelo y daba una voltereta, aprovechando la inercia de la misma para dar una doble patada ascendente.

Los dos animales del fondo, cerca de Sho, ambas gacelas, tenían una flecha en el arco, esperando el momento de disparar. El leopardo sacó una pequeña daga que giró como suspendida en el aire y terminó en su pata, al tiempo que daba estocadas hacia él.

Se le estaba complicando un poco a Fai, porque tenía que tener un ojo en el leopardo para no recibir una puñalada y otro en los arqueros, para poder esquivar las flechas en el último momento. Agachó apenas la cabeza para evitar un corte en la frente, y vio caer, como hojas muertas, varios mechoncitos de su melena. «Bueno, basta de tonterías». Frunció el ceño y sin dejar de esquivar, concentró el Chi en sus patas. «Una abertura. Una y lo lamentarás».

El leopardo dio un mandoble con el cuchillo muy flojo, y el Guerrero Dragón Imperial vio allí su oportunidad. Le dio un codazo en el antebrazo interno, luego le tomó la muñeca y con la pata libre le dio tres golpes certeros en el plexo solar, logrando sacarle el aire y hacerlo tambalear. Fai tomó el cuchillo y sin pensarlo, sin dudar, lo lanzó a una vertiginosa velocidad hacia uno de los arqueros. La potencia y rapidez del tiro hicieron que se le clavara la daga en el centro del pecho al animal, haciendo que el otro disparara y, a su vez, sacándole un quejido silencioso de dolor al león: se había malogrado un ligamento. «Demasiada fuerza».

El leopardo rugió y lanzó un zarpazo; Fai se hizo a un lado y, con los puños arriba, cubriéndose el rostro y dando pasos cortos de un lado a otro, le conectó un derechazo a las costillas. El chillido fue música para sus oídos e incentivo para seguir con ello. Un golpe. Dos. Tres. Cinco. Interrumpió una recuperación con un antebrazo y dio otro golpe, esta vez a la mandíbula. Su enemigo no podía seguirle los pasos porque aquello no era Kung Fu, aquel estilo de pelea era el que se aprendía en las calles, el que se desarrolla para poder sobrevivir; su juego de pies y golpes sin fin, eran mucho para el animal.

Otra flecha cortó el aire, y él la tomó con precisión, haciéndose un corte en la palma de la pata, pero aprovechando el suave impulso del viento sumado al de la flecha para dar una media vuelta y clavársela a su contrincante en el hombro. Él gritó de dolor y Fai aprovechó para darle una patada de gancho al cuello. El crack resonó como un gong en sus oídos, haciéndolo sonreír y el leopardo cayó con los ojos sin vida al suelo.

Sin perder tiempo corrió hacia el zorro, abriendo los brazos y haciendo otro gesto de cerrarlos con violencia, y la ráfaga de aire en consecuencia hizo que los kumigawas en los bordes se salieran y los que subían por las cuerdas cayeran al vacío. La gacela restante se interpuso, lanzando una patada de novato que pudo esquivar con facilidad; no obstante, antes de darle un golpe, sintió un cosquilleo en la espalda, una especie de intuición que le decía que se tumbara.

Lo hizo y acto seguido, como una bala de cañón viva, un cerdo impactó contra la gacela, tropezaron y cayeron por el lateral de la Muralla; Fai volvió la mirada y se percató que la maestra Tigresa había derrotado a cuatro de los cinco animales que tenía de su lado y ahora luchaba contra el rinoceronte que si bien la superaba en altura y peso, no en agilidad y fuerza. El estilo de pelea de ella, tal vez por ser una tigresa o tal vez porque su sangre entraba en juego, era con las palmas semiabiertas y los dedos retraídos. No era una palma completa, pero tampoco un puño en su totalidad. Ella giraba, se movía, agachaba, saltaba y golpeaba, aunque no lograba encontrar la abertura para dar el golpe definitivo.

Fai se puso de pie y cargó hacia el zorro, quien lo esperaba con una sonrisa entre divertida y de suficiencia. Eso le hirvió la sangre, ¿quién se creía ese ladrón de poca monta para mirarlo de esa manera, como si fuera superior? Saltó y golpeó, sin embargo, su golpe quedó a medio camino.

—Oh, no, Guerrero Dragón Imperial —dijo, con saña—, esta vez no.

No lo había notado. Había sido demasiado descuidado. No se percató de que entre ellos, un débil muro de Chi los separaba, no tenía ni de lejos el control necesario para herirlo o reflejarle el daño del golpe, pero sí para evitar que un ataque sin Chi lo alcanzara. Levantó la otra pata y concentró su poder en esta para atacar y romperlo, pero con un movimiento de un dedo del zorro, la delgada lámina dorada se quebró y lo impulsó hacia donde Tigresa.

Sus ojos se atisbaron por un segundo, tal vez menos, mas en ese corto instante la siguiente movida ya estaba decidida; se entendieron sin problema. Ella corrió hacia él y este corrigió su postura en el aire, mirándola, con su frente hacia ella y un brazo estirado a modo de «C»; solo tendrían un intento, y de fallar, se desgarrarían o dislocarían el brazo.

Tigresa se colocó en cuatro patas y corrió hacia él, para luego saltar propulsándose, imitando la forma de su brazo. Dolió. En el momento en que sus dos brazos se conectaron dolió un demonio, pero por su cuerpo Fai sintió cómo el impulso de esta lo hacía girar sobre sí, cambiando los roles.

Un medio giro brusco y su trayectoria se corrigió, nuevamente hacia Sho, mientras que ella se propulsaba hacia el rinoceronte con las palmas juntas, como si fuera a dar un golpe doble. Fai, en cambio concentró todo su Chi en su puño derecho, que brillaba, por sobre el dorado intenso que adquiría su pelaje al entrar en el primer estado, de grises.

«¿Quisiste robar los Rollos Imperiales aquella vez, no?».

El zorro brillo de un trémulo dorado y extendió las patas a ambos lados; la fina película de Chi que pretendía ser un muro se extendió entre ambos.

«Deja que te presente uno de ellos».

El brillo grisáceo fue más intenso, al punto de que le ocasionaba chiribitas.

«¡Quinto Rollo, Ley de Causa y Efecto...!».

El golpe rompió el muro como si de papel arroz se tratase y se detuvo en el estómago de Sho, que escupió sangre; el cuerpo se relajó como un muñeco de trapo y los ojos perdieron su color, quedando de un blanco mármol.

¡Karma! —gritó, terminando el golpe, impulsándolo hacia arriba.

Sintió las piernas débiles, pero se mantuvo de pie, ¡ni muerto mostraría señal de debilidad ante ellos, o ante la maestra! Dio un pequeño salto hacia atrás, respirando con fuerza, con pequeños jadeos contenidos y vio cómo poco a poco el cuerpo del zorro adquiría un mortecino gris. Una vez se hubo vuelto del color de la piedra, su cuerpo se convirtió en ceniza que fue dispersada por el calmado ondular del viento.

Se relajó de hombros, lo suficiente como para permitir que su cuerpo saliera del primer estado y de la Maestría del Chi, pero no tanto como para que cayera de bruces al suelo; estaba haciendo un esfuerzo inanimal para mantenerse de pie. Sus reflejos estaban empezando a ser cada vez más lentos, porque no pudo advertir cuando Tigresa estaba a un paso de él.

—Una técnica interesante —comentó ella—, aunque parece desgastar mucho.

Se volteó, y notó que lo veía más... ¿normal? No podía dar un veredicto claro porque no tenía idea de cómo lucía ella cuando no tenía esa expresión de piedra, sin embargo, se veía más suave. Casi, casi un animal normal.

—Necesito... —Un largo bostezo cortó sus palabras. Por esa razón no usaba ataques de los Rollos Imperiales, que aunque eran potentes, los maestros que una vez tuvo el palacio se enfocaban tanto en el ataque, de terminarlos con orgullo y tan rápido para destruir la moral de tropas enemigas, que no les importaba caer sin energías al poco tiempo. Y no era simplemente Chi, que podía reponerse con sólo esperar, sino energía corporal, la que por obligación debía reponerse durmiendo—. Necesito un momento. Debo...

Fue a dar un paso y se tambaleó, mas no cayó; Tigresa lo impidió, tomándole el brazo y pasándoselo por el cuello. Fai frunció el ceño, no necesitaba ayuda.

—¿Debes qué?

—Nada. —Se desembarazó de ella y caminó hasta uno de los bordes de la muralla, para luego tumbarse contra una de las almenas; los párpados le pasaban—. Debo descansar un poco. Haz guardia y cúbreme, estaré dormido unas... —Bostezó— unas tres o cuatro horas. Y no trates de matarme mientras lo hago.

—Si no te maté antes no lo haré ahora —replicó; su pecho subía y bajaba repetidas veces, determinativo de su agotamiento—. Además de que matar a mi guía es lo más idiota que haría. Por más que te lo merezcas.

Fai gruñó sintiéndose caer en una confortable oscuridad, cerró los ojos y cruzó los brazos. Ella era idiota con ganas, molestarse porque a él no le simpatizara el Dragón era estúpido; aunque viéndolo por el lado verdadero, eso dejaba claras muchas cosas. «Y aún así sigue sin darse cuenta de sus propias emociones».

Iba a decir algo, pero las delicadas e inflexibles garras del sueño se lo llevaron.

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