XVI
DOS MIL QUINIENTOS AÑOS ANTES
Shui estaba en una situación que por donde sea que mirara pintaba la muerte de uno de los tres, y no estaba dispuesto a dejar morir a Kumiko, y claro él tampoco quería morir, ni podía dejar morir a su hermano. Aún entre las pocas cosas que su memoria inútil podía recordar con claridad y una exactitud que rozaba lo absurdo, era cuando la conoció. Aquel vaivén despreocupado, de quien sabe no tendrá problemas para defenderse, y ligero, que resaltaba contra sus ropajes gastados, aquel blanco pelaje.
Ya llevaba con ella poco más de un mes, viviendo como uno más de su familia, puesto que no tenía lugar al que ir. Luego de que Shui le ayudara con la carga de mercancías hacia Shaoran y luego del mismo a su pequeña granja, los padres de Kumiko le invitaron, a modo de agradecimiento, un té.
—Es la primera vez que veo un tigre de tu color —dijo la madre de Kumiko, Cho. Cho era una tigresa naranja, al igual que su esposo e hijo menor, Yung y Ko, con unos ojos esmeralda como su hija y con una sonrisa afable; «algo que a la hija le falta».
—Ten más respeto, Cho —le aconsejó el padre de Kumiko. El señor Yung destacaba con su porte serio e inflexible, robustos brazos marcados de obrero y ojos oscuros—. No puedes decirle tan directamente a alguien su... llamativo color de pelaje.
—No se preocupe —intervino Shui, levantando una pata en señal de calma—, en serio. No tengo problema con mi color. Incluso yo también me sorprendí.
Yung arqueó una ceja de piedra y Cho y Ko lo miraron con suspicacia.
—¿Te sorprendiste? —le preguntó el tigre.
—¡Oh, cierto! —exclamó Kumiko, hablando por primera vez desde que hubieron llegado—, no se los he dicho. Me encontré con Shui cuando iba a Shaoran, y helo aquí.
Las cejas de Yung se fruncieron tanto que parecían dos líneas de roca que hubieran sido talladas en una montaña.
—¿Trajiste a un perfecto desconocido a la casa, Kumiko? —Su tono grave dejaba en el aire el deje de tensión, un poco de miedo y reprimenda—. Pudo ser perfectamente un asesino, un ladrón. ¡Pudiste haber muerto!
—¡Vamos, papá! —replicó con un ademán molesto—. ¿Crees que no sé defenderme? ¡Tú mismo me enseñaste a hacerlo! Además, ya conoces las historias. A veces los dioses descienden y se hacen pasar como mortales andrajosos para probarnos, y si no los ayudas, ¡zas!, quedas convertido en arroz. —Se encogió de hombros—. Nunca se sabe, mejor ser prevenida.
—Ya está. —Cho compuso una expresión que Shui jamás se pudo imaginar de la amable tigresa: frunció el ceño y las comisuras de sus labios se tensaron en lo que intentó ser una sonrisa para calmarlos, pero que se tornó perturbadora—. Más les vale a los dos callarse. Yung —se dirigió a su esposo—, si ella está viva, quiere decir que su intuición no fue mala. ¡Mírale, el pobre chico no puede ni matar una mosca! Y tú, jovencita... —Señaló a Kumiko, esta se tensó— un poco más de sentido común para la próxima, tu padre tiene razón. —Se volvió hacia Shui y éste se tensó por completo. Tragó grueso, tal vez sería bueno no decirle que intentó robar a la hija—. Y tú, pequeño, habías dicho que te sorprendiste, ¿por qué?
—Porque me desperté sin memoria alguna —respondió, mirando de reojo a Kumiko que estaba haciendo aspavientos en una muda conversación con su padre. Ko seguía en silencio, recostado contra la pared de madera de la pequeña vivienda con los brazos cruzados, analizando—. Su hija me encontró y ayudó. Es una buena hembra. —Sonrió—. Además, si fuera un dios, creo que lo sabría. De hecho, ella me nombró.
—¿Cómo es eso? —sonrió ella, intrigada.
—No recordaba ni mi nombre, y por las prisas, ella me dijo que Shui calzaba conmigo.
—Cierto, cierto. —Cho asintió repetidas veces con una sonrisa bailándole en los labios—. Tu pelaje recuerda al océano. Eso quiere decir que como no tienes memoria, no tienes a donde ir, ¿cierto? —Shui asintió—. ¿Te parece si te hospedas aquí mientras decides qué hacer?
El tigre azul inclinó la cabeza hacia la taza de té en sus patas; empezó a girarla distraídamente. Era cierto que no tenía lugar al cuál ir, un hogar o una familia... ¿o tal vez sí? No lo sabía en realidad. ¿Tendría una madre o padre que estuviera esperando con ahínco su llegada? ¿Estarían preocupados por su bienestar? Miró el líquido turbio hacer ondas suaves con cada giro que le daba a la taza, tenía un efecto relajante, y la puntadita que había tenido todo el tiempo en la sien, se intensificaba.
—Gracias —musitó con un hilillo de voz—, pero creo que sería abusar de ustedes. Ya Kumi me ayudó una vez, y lo agradezco, en cambio, quedarme sería pasar un límite.
—¿Tienes otro lugar? —le preguntó Kumiko, dejando a su padre en una conversación susurrada a medias. Shui negó con la cabeza—. Entonces quédate. Si es por eso, trabaja con nosotros. Podrías llamarlo una retribución.
Asintió.
—Bien —sonrió—; así sí podría aceptarlo.
—Entonces ya está. —Le pasó un brazo por el cuello mientras sonreía, para luego con la pata libre tantearle los bíceps. Shu dio un pequeño respingo, casi derramando el té—. Sí —continuó ella, ajena a su reacción—, creo que podrías ayudar fácilmente; y si te cansas, Ko te dará algunos trucos para sobrellevarlo.
Shui asintió de nuevo para dar un sorbo al té, quedándose en silencio y atento a la pequeña discusión que se formaba de nuevo entre Kumiko y su padre, solo que con un aire más despreocupado. Era raro, pensó, como aquella familia lo ayudaba sin siquiera preguntarle cosas sobre él (las cuales serían inútiles porque estaba sin recuerdos) y andaban alegres. Eran ruidosos, sí, pero tenían ese aire que no importaba qué tan mal fuera el día, mejoraba el humor.
Los días se hicieron semanas y las semanas formaron el primer mes, en el cual Shui aprendió mucho. Cosas como ver el crecer paulatino del arroz en aquellas zonas inundadas le entretenían como a un cachorro. Aprendió cómo tratar a cada uno de los cuatro de la familia: Kumiko parecía tener la resistencia de un rinoceronte, porque no se cansaba, no se quejaba de lo fuerte del trabajo y siempre que podía ayudaba. Yung era serio, aunque de vez en cuando, si el trabajo estaba bien hecho, una sonrisa se le escapaba; siempre y cuando todo estuviera en orden, el tigre era amable. Ko era el más centrado de todos, muy callado, muy reservado, casi no sabía cosas de él, y eso le preocupaba en cierta medida. Y Cho era un amor, cada que no la hicieran enojar, era el pilar de aquel cuarteto.
Y claro, algo que lo azotó con una nueva sensación fue que empezaba a querer pasar más tiempo con Kumiko. Todo comenzó a centrarse en la tigresa blanca. Comer con Kumi. Trabajar con Kumi. Reír con Kumi. Sentarse con ella en las comidas. Era su único pensamiento en todo lo que hacía, lo que le hizo preguntarse el por qué. ¿Qué hacía aquello? ¿Qué hacía que siempre quisiera ver aquellas esmeraldas y esa sonrisa? Y entre esos pensamientos, como una serpiente que se cuela entre el prado, que sabes que no se ve, pero está allí, la sensación de que olvidaba algo vital se hacía más y más fuerte con cada día que pasaba.
Entonces todo comenzó a desencadenar el hilo de sucesos que le deparaba a aquella dimensión.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Kumi; a ella, Shui y Ko los habían llamado de su trabajo en los campos de arroz por una noticia que iban a darles; todo esto, luego de que un león saliera de los terrenos corriendo en cuatro patas. A Shui le habían parecido interesantes aquellos ropajes que tenía—. ¿Sucedió algo?
—Tu padre se debe ir —manifestó Cho, con aplomo—. Recibió una carta del Emperador. La Ciudad Imperial está siendo atacada y necesitan a todos los machos que sean posibles.
—¡No! —se alzó Ko, lanzando fuego por los ambarinos ojos—. ¡Para eso está la Muralla!
—Este no es un problema que se pueda resolver con la Muralla, Ko —zanjó Yung, sin lugar a réplicas—. Parto enseguida, quería llamarlos para despedirme. —Dichas esas palabras, el tigre azul reparó en una improvisaba mochila a un lado del tigre mayor.
Con un paso adelante, Ko se alzó aún más, mostrando los colmillos.
—¡No estás en condiciones de ir, padre! —Apretó los puños—. Si necesitan un macho, yo muy bien puedo sustituirte.
—Eres muy joven, solo tienes veinte años. —Sonrió, una sonrisa que le hizo arrugar el corazón a Shui, ¿aquello era justo? Sabía que el señor Yung no era precisamente un peleador, podía soportar jornadas exhaustivas, siempre y cuando no fueran todos los días, porque sus dolencias se manifestaban. Yung tomó la mochila—. Adiós. —Corto y seco, para mitigar el dolor.
Kumiko y Ko se quedaron como dos estatuas de piedra flanqueando la puerta, y no apartaron la mirada cuando Yung salió, no sin antes apretarles los hombros en un gesto familiar. Una vez se hubo ido, Cho, quien Shui supuso era a la que más le golpearía aquello, les pidió que siguieran en lo suyo.
—¿Están bien? —les preguntó Shui, una vez en los campos de arroz.
—¿Crees que lo estamos? —soltó Kumi, viéndolo con fiereza a los ojos—. Padre terminará muriendo en alguna ridícula campaña de la Ciudad Imperial, ¿por qué tuvieron que venir y llevárselo? ¿Por qué no se las arreglan ellos? El ejército es grande.
Pequeñas puntadas de dolor hicieron acto de presencia, taladrándole la cabeza en un punto específico. Una alerta.
—¿Quién dice que los dejaremos hacerlo? —comentó Ko de repente, sorprendiéndolos a ambos. La tigresa blanca y el tigre azul miraron al naranja, que tenía una sonrisa desafiante mirando una pequeña hoz granjera—. Yo propongo que lo sigamos y veamos si vale la pena dejarlo.
—¡Estamos hablando de la Ciudad Imperial, Ko!
—¡Estamos hablando de nuestro padre, Kumiko! —replicó él, impasible—. No me importará ir contra los mismos dioses si he de proteger a mi sangre.
Aquella frase quedó flotando como neblina entre el trío.
—¿Qué haremos? —preguntó Shui, rompiendo el silencio, si ellos le dieron asilo cuando lo necesitaba, estaba obligado a ayudarlos—. Tú serás el guía, Ko. —Sonrió, entrecerrando un ojo por el dolor de cabeza que empezaba a subir de intensidad; el tigre le devolvió la sonrisa.
Partieron esa misma noche hacia la Ciudad Imperial, una vez que Cho se durmió y Shui en un acto de consideración, le escribió una nota a las prisas en un papel pergamino para avisarle una vez ella se levantara; así no se preocuparía... no mucho, al menos.
Los tres, curtidos y fortalecidos por el tiempo de toda una vida de trabajo (y el otro por cuatro semanas) recorrieron largos trayectos en poco tiempo. Correr en cuatro patas era liberador. A la mañana siguiente, estaban en uno de los pueblos más cercanos a la Ciudad Imperial, no habían dormido, se pasaron toda la noche corriendo. El sol, por alguna extraña razón, no parecía iluminar por completo: tenía una mínima mancha negra, como una mordida en uno de los extremos de una galleta.
Los tres se sorprendieron por ello, aunque no le dieron mucha importancia; iban a lo que iban. Según los estimados de Ko, el señor Yung debía estar en ese pueblo, o al menos, haberlo abandonado al amanecer, por lo que debían peinar la zona y encontrarlo.
Empezaron a caminar más despacio, respirando agitados, hacia la entrada.
—Es extraño —comentó Kumi—, miren a los pueblerinos, parecen no tener vida.
Y era cierto, porque incluso los cachorros de lobo, conejos, gacelas y demás, tenían la mirada perdida en el infinito. Ellos dos estaban tranquilos, pero las alarmas de Shui pitaban como locas, el dolor se triplicó y la presión era aún mayor, sentía que en cualquier momento el cráneo le explotaría.
Una sensación de que estaban en peligro de muerte se extendía por todo su cuerpo, erizándole el pelaje.
—¡Abajo! —les gritó, antes de que pusieran un pie en la entrada del pueblo. Se lanzó hacia ellos y los tumbó en el suelo; instantes después senda espada pasó girando y se atoró en un árbol.
Los tres volvieron la mirada hacia el lugar de procedencia del arma y vieron... no sabían bien qué veían. Era un ser antropomorfo, no cabía duda, estaba de pie en sus patas traseras y en las delanteras sostenía otra espada, solo que Shui no podía determinar su especie. ¿Era un lobo? ¿Un león? ¿Un tigre? Solo era una masa antropomórfica negra que cambiaba a los animales ya mencionados.
—¡Tú! —Los ojos de aquella cosa eran negros, de un negro tan brillante y opaco a la vez, que destacaba como luz por sobre el negro de su cambiante forma—. Te estuve buscando mucho tiempo. Eres irritablemente escurridizo.
—¿Qué está diciendo? —murmuró Kumiko, irguiéndose sobre las rodillas—. ¿A quién busca?
Shui dio un grito de dolor de rodillas, apretándose la cabeza y pegando la frente contra el suelo. Entre el dolor veía cosas sin sentido: titánicos animales en una pelea que escapaba a su comprensión, todo a una velocidad de la que solo se percibían destellos. Y aquellos gigantes estaban perdiendo.
—¡Shui —se alarmó ella—, Shui!
—¡Haz que se detenga! —le rogó, conteniendo las lágrimas—. ¡Detenlo!
—¡Vamos! —se burló aquella cosa—. ¿No me digas que no lo soportas?
—¡Haz que pare, por favor! —le rogó a nadie en específico.
—Vaya, ¿quién diría que tu estado te dejara de esa manera?
—Shui, ¿lo conoces? —preguntó Ko, impertérrito.
—¡Haz que pare! ¡Detenlo! ¡Duele! —Estaba mareado, podría jurar que sus sentidos estaban yéndose y pronto su cuerpo se partiría al medio.
Instantes después, aquella cosa hizo un gesto de atrapar y tirar de algo y del suelo, como una trampa de peces, hilos de un grosor mínimo, tanto que solo se veían por sus destellos contra la luz, salieron del suelo y los ataron en el aire, apoyándose en los árboles, suspendiéndolos como moscas en una telaraña.
Por donde lo mirara, cuando podía superponerse a aquel dolor, uno de los tres moriría, y algo le decía que iba a ser él. Otro grito, profundo, desde su garganta, quebró el aire. Sentía un dolor atroz, pero no físico, no era su dolor y a la vez sí. Dolía dentro, muy adentro, y se preguntaba por qué esos seres gigantes que veía en entretiempos sangraban dorado.
Kumiko y Ko luchaban para liberarse, y mientras más lo hacían los hilos les cortaban la carne; gotitas de escarlata se deslizaban por las invisibles hebras. Aquel ser negro se acercó a su rostro y con una suave risa le tomó el mentón y acercó sus labios a sus oídos. Las palabras que escuchó le aumentaron el umbral de dolor a límites que no eran de un ser vivo, era algo sin precedentes.
Pero le trajeron la memoria, oír aquella última palabra le devolvió su vida.
Su existencia.
—Mátame —le pidió a aquella cosa, comprendiendo que «morir» era la única manera de volver a lo que era; Kumiko ahogó una expresión—. Mátame, pero no los dañes.
—¿Velando por mortales? No es propio de ti.
—Mátame; pero si los tocas... —Imbuyó su voz con su recién recordada fuerza y poder— me encargaré que no vuelvas a ver la luz de día, maldito error. Tu existencia es un insulto.
—Los mataré a ambos, por tus lindas palabras. —Alzó la espada y apuntó a Kumiko—. Comenzaré por ella.
Kumiko cerró los ojos, preparada; Ko gritó, Shui trató de conseguir poder, mas su cuerpo no se lo permitía. Y de repente...
Un destello.
Un quejido.
Sentir el suelo en sus patas.
Cuando se dio cuenta de lo que pasaba, aquella cosa negra se miraba una pata cercenada que se descomponía en brea sobre el suelo, y Yung estaba dándoles la espalda, sosteniendo una espada oxidada.
—A mi hija no la tocas, engendro.
—Ahora se une un vejete. —Él miró a Shui por sobre Yung—. Hiciste muchas raras amistades, ¿eh? Qué pena que tendré que matarlos.
Como pudo, Shui se puso de pie; la tigresa blanca y su hermano lo imitaron, flanqueando como una guardia al tigre mayor.
—Si es que antes te dejo —jadeó Shui. Cerró los ojos y trató de concentrar su fuerza en su pata derecha. «Solo un golpe, si puedo darle un golpe lo mataré».
—Váyanse —les ordenó Yung.
—Padre...
—Ko, me has desobedecido y seguido, cuando sabían que no puedo huir a mi deber.
—¡Tú ya luchaste una vez!
—Es mi deber hacerlo cuantas veces se me pida.
Ko quiso replicar de nuevo, pero un mandoble de la espada de ese ser, el cual lo frenó el tigre mayor, se lo impidió. Yung y esa cosa empezaron una coreografiada lucha de espadas, chocando metal contra metal, sacando chispas y estremeciendo a sus espectadores cuando sonaba el seco sonido de los golpes.
«Solo necesito una abertura».
El baile de ambos era pulido, experiencia en combate contra poder puro. No había que ser un genio para saber que Yung perdería, por muy bueno que fuera, pelear contra algo que no era de ese mundo era mucho para un mortal.
Y pasó. Un chasquido y la espada de Yung salió volando y luego de girar se clavó en el suelo.
—Fue divertido, anciano —dijo esa cosa.
«¡Ahí!».
Justo en el momento en que la espada de su contrincante estaba a punto de dar el mandoble, Shui, de alguna forma, logró impulsarse como agua a presión y darle un puñetazo en el centro del pecho a ese ser, atravesándolo y haciéndolo escupir algo negro. Por un instante todo fue un silencio de cementerio, y luego, la carcajada de su enemigo.
Shui sacó el puño cubierto de aquella sustancia negra y viscosa, y el cuerpo cayó hacia atrás, con un agujero en el centro, sin embargo, no se moría. Sus negros ojos lo veían con suficiencia, como si él no fuera el que estuviera derrotado en el suelo.
—Necesitas más que esto para derrotarme —le dijo, comenzando a deshacerse, como cera derritiéndose—. Nos veremos la próxima vez. Y para que vengas con ánimos... —Movió uno de sus dedos derritiéndose como si llamara algo, y el quejido siguiente cortó la escena como el mejor de los cuchillos.
A su lado, Yung cayó de rodillas, con la punta de la espada que se había clavado en el árbol, saliéndole del pecho, escupiendo sangre. Kumiko dio un gemido y Ko un grito, ambos yendo hacia él.
—¡No vengan! —les gritó Shui. Dio un salto atrás al tiempo que su enemigo quedaba vuelto un charco negro en el suelo y Yung se retorcía en leves convulsiones a la vez que, de alguna forma, puntas de espadas lo atravesaban de adentro hacia afuera; moriría en nada.
Ko lo supo y no hizo nada, pero Kumiko se negaba a aceptarlo, por lo que Shui la abrazó por la cintura desde atrás mientras ella le daba zarpazos en los antebrazos para que la soltara. Yung dio una última convulsión. El cuerpo agujereado quedó quieto. Inmóvil. Muerto.
Ko caminó hasta él, se arrancó su camisa y lo cubrió, para luego envolverlo torpemente y cargarlo. Con un opaco «lo llevaré a casa» se volvió a ver a ambos. Shui seguía abrazando a Kumiko, sólo que ahora estaban arrodillados en el suelo y ella trataba de no dejar que las lágrimas salieran, lo que era peor.
—Busquen refugio —les dijo—, y cuando vuelva, Shui, vamos a hablar. —El aplomo, la seriedad, el dolor y los inicios de lágrimas en aquellos ojos le hacían saber que no era una simple frase. Era una amenaza tácita.
Con la luz de un sol que cada vez empezaba a hacerse más oscuro, pese a que no era ni medio día, la silueta del hermano menor de Kumi se disipó a lo lejos en el horizonte, mientras rato después ellos seguían en el suelo, en silencio. Él escuchando el dolor, sintiendo su dolor, como si fuera en su propia piel.
No era su dolor, pero de alguna forma lo sentía; un dolor que parecía quemarlo desde dentro.
Poco a poco, los temblores del shock fueron cesando, dando paso a la acompasada respiración de Kumiko, las garras que tenía clavadas en sus antebrazos le dieron escozor, no obstante, ella no las quitó. Seguían allí, como pidiendo de forma silenciosa un soporte. Shui inspiró profundo y le reposó su frente en el hombro, mientras esperaba a que ella dijera la primera palabra. En su mente aquello era insólito, no podía ser. Traería caos. Era imposible...
...pero ahí estaba.
Ni siquiera el Chi más intenso, más poderoso o más aterrador hubiera tenido tal influencia sobre él. Nublándole el sentido común, la razón, y haciéndolo seguir esas intensas emociones.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Yo debería ser quien pregunte eso.
—Gritabas mucho —murmuró sacándole las garras de la carne, con cuidado—. Parecías estar sufriendo.
—Lo estaba —confirmó—. Era... —Suspiró— aterrador.
—¿Lo conoces, cierto? —Le apretó tan duro las patas que Shui contuvo un quejido—. A esa... cosa.
—En parte. —Hizo una pausa—. Es difícil de explicar.
—Explícamelo.
—No sé si deba.
—¿Por qué?
—Tengo miedo. —Aquellas dos palabras salieron de sus labios antes de siquiera procesarlo. ¿Miedo? ¿De entre todos los seres existentes, él tenía miedo? Esa emoción era impropia de sí; era tan... mortal—. Cuando lo sepas...
Kumiko se giró poco a poco sin salirse de sus brazos y quedó viéndolo a los ojos; sus verdes refulgían con tanta intensidad que se le dibujó una sonrisa a Shui; ella era, realmente, una mortal de armas tomar.
Y sin pensarlo, sin planearlo, sin preocuparle nada, Shui la besó.
Tras unos momentos que se hicieron larguísimos (quizá media hora, quizá días, quizá minutos) ambos se separaron. Shui se sentía como a punto de desmayarse por falta de energía, y al mismo tiempo rebosante como un rinoceronte. Aquello era ridículo. ¿Cómo era posible que se sintiera débil y fuerte al mismo tiempo?
Con una sensación de estar flotando, se irguió un poco y le besó la frente, en el entrecejo.
—Te lo contaré todo, Kumi —dijo, con voz suave—. Sólo no me temas.
—¿Por qué lo haría?
—Porque... —Reposó su frente en su hombro, y sintió las patas de ella rodearlo por completo.
Shui suspiró y abrió su alma, su esencia... y le dio su nombre secreto. El máximo gesto de confianza y amor entre los seres como él: compartir el nombre secreto. Kumiko gimió al procesarlo, su poder, su conciencia, sus batallas, sus conocimientos, su vida, su todo. El nombre secreto sólo lo sabían inicialmente tres tipos de animales: el sujeto, el que lo vio nacer y el que estuviera más cerca a su corazón.
Y que los dioses la protegieran: ella era ese último animal.
Sin embargo, Kumiko no se apartó.
—¿Importa acaso? —Hizo una breve pausa—. Ahora, vamos a por una cabaña para dormir. Lo necesitamos.
Tigresa se irguió de golpe, jadeando y con algunas lágrimas recorriéndole las mejillas. Se las limpió con un frotar de su pata sin poder dejar de respirar tan abruptamente. El corazón le iba como si hubiera entrenado por días y el pelaje lo tenía empapado de sudor. Aquellos sueños cada vez se sentían más reales, más intensos y las sensaciones tan fuertes que dolían. Le ardía la piel, le dolía la cabeza y esa sensación de flotar seguía grabada en su cuerpo.
¿Por qué estaba soñando aquello? ¿Por qué justo ahora? Ahora lo que necesitaba era saber cuánto tiempo les tomaría llegar a la Casa de los Tigres, cómo sería el camino, qué hacer con los sentimientos de Po y los suyos propios, y definirse algunas cosas; no aquellos sueños raros.
Un momento... tal vez, pensó, podía usar aquello para aclarar las emociones. Sí, podría ser. En su sueño, aquel tigre azul sentía algo por esa tigresa blanca, y parecía que era recíproco; ahora, en específico, ¿aquello era amor?
Debería pensarlo a fondo, para no equivocarse. Se puso de pie y un rayo de sol la cegó por unos instantes, lo que la hizo darse cuenta de que estaban, a lo que lograba estimar, a media mañana. Buscó a Fai con la mirada, encontrándolo sentado sobre un arbusto esponjoso, comiendo una pera.
—¿No ibas a despertarme para hacer la guardia? —le recriminó.
—Tienes razón: iba —respondió y le dio otro mordisco—. No lo hice porque te veías mal. Te revolvías, sudabas, parecías sufrir; lloraste, incluso. No iba a despertarte así.
—¿Por qué no? —replicó.
—¿No lo sabes? —Arqueó una ceja—. Los sueños de los guerreros o animales que tengan un contacto muy cercano al Chi de los dioses son o premoniciones o memorias. Es malo cortar aquellos sueños, o en dado caso, no darles importancia. —Su mirada se oscureció y la sombra del pasado bailó en sus ojos—. Yo lo aprendí a la mala.
Tigresa se quedó en silencio procesando lo que había dicho: él le advirtió y en el mismo diálogo dijo algo de sí mismo. Primera vez, desde que lo conocía, que escuchaba al león hacer alegoría a algo suyo, o una experiencia vivida.
Bien, tomando esa línea de razonamiento, podía suponer que su sueño era un recuerdo, puesto que era imposible que fuera una premonición. No podía constatarlo, sólo era una corazonada. Dio un paso hacia Fai y este le lanzó una fruta que ella atrapó al vuelo, un melocotón.
—Gracias —dijo, como si la palabra le pesara. Darle las gracias a sus compañeros era fácil, a Po era casi instantáneo, pero con él era complicado—. ¿Qué camino tomaremos a fin de cuentas? —Le dio un mordisco.
—La Muralla —respondió, poniéndose de pie y bostezando—. Iremos por la Muralla, acortaremos camino por ahí, aunque tendremos que luchar si se nos presentan enemigos.
—¿Ladrones?
—En el mejor de los casos.
—¿Cuál sería el peor? —quiso saber, echándose al hombro su mochila.
—Asesinos, secuestradores, violadores. —Se encogió de hombros—. Diversidad de mala vida es lo que abunda en el mundo, maestra. —Se puso su mochila también—. Ahora pues, vamos, que nos espera trayecto.
Empezaron su recorrido, Fai cortaba con sus garras cualquier molesta rama o arbusto que les entorpecía el paso. En un momento dado llegaron a un sitio del bosque que era enredaderas puras, a modo de pared, por lo que él sacó de su mochila un cuchillo de hoja ancha y más corto que una espada y empezó a repartir tajos a diestra y siniestra, sin medirse a ver qué cortaba y qué no. Solo quería abrirse paso.
—Fai —le llamó ella; este ondeó una oreja a modo de respuesta—, gracias por no despertarme.
—No lo agradezcas —repuso, con sequedad—, es lo que debía hacerse. No es que me lleve muy bien contigo, pero esos sueños... son importantes. —Antes de dar el siguiente tajo a unas lianas en especial molestas, agregó—: ¿Lo fue?
—Mucho —corroboró, apretando los puños, en un gesto no de enojo, sino de sentirse sin bases en un área nueva para ella: los sentimientos—. Aprendí de él.
Aquellas palabras captaron la atención del león; bajó la pata y cortó las lianas.
—¿Puedo preguntar qué?
—Sentimientos.
—Mmm... Una rama de la vida muy molesta.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Los sentimientos tienden a nublar el juicio, ralentizan el tiempo de reacción, ignoran una parte de los hechos siempre que no favorezca al objetivo amado, cosas así.
—¿Cómo sabes que es amor? —Se interesó; Tigresa nunca había dicho nada de los pensamientos que le rondaban a cada momento.
Fai esbozó una enigmática sonrisa.
—No hay que ser un genio, maestra Tigresa. —Siguió cortando y avanzando—. El Dragón y la Fénix son dioses que tienden a tener una gran compatibilidad de una forma o de otra; lo mismo para sus guerreros. Y de la manera en que el Dragón resultó herido por, según me enteré después, protegerte, me lo confirma. Él te ama. —Se detuvo y se volvió, sus ojos la escrutaban por dentro—. Y puedo apostar mi brazo a que tú, envidiable y admirada maestra del Kung Fu, no sabe cómo corresponder, porque, cavilo, no sabes qué es el amor. ¿Qué tanto acerté?
Silencio absoluto; la sonrisa intimidante que Fai tenía no ayudaba a disminuir el enojo creciente en Tigresa. ¿Acaso era un libro abierto para él?
—¿Cómo lo supiste? —Frunció el ceño.
Dejando caer los parpados, sin cerrarlos por completo, Fai respondió con un tono que dejaba la incógnita en el aire.
—Experiencia. Y sentido común —añadió al rato. Hizo un mohín y se dio la vuelta para seguir cortando camino—. No soy quién para decirlo, maestra, pero he de recalcar una cosa: el Dragón tiene un instinto suicida, no piensa con detenimiento antes de atacar o hacer algo, sólo lo hace. Y ni para ti ni para mí, como siguientes objetivos de los dioses de quinta que nos persiguen, es algo bueno. Tarde o temprano terminarán matando al Dragón, y por él, no pienso morir yo.
—¿Por qué te expresas de Po con ese tono tan desdeñoso? —le reclamó, calmada—. ¿Qué te ha hecho él, además de ayudarte y darte la pata?
Él giró un poco su cabeza, lo suficiente para verla de refilón y para que sus ojos hicieran contacto, y al hacerlo, Tigresa pudo detectar una fuerte presión y molestia viniendo de él.
—Detesto a los animales como él.
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