XV
En la dimensión de Wang, Seiryu estaba de rodillas, con una pata en el pecho. Su cuerpo sudaba contra toda la lógica, él era un ser divino, alguien inmortal, no podía sufrir achaques de dolor como... Como cuando...
—¿Seiryu? —Wang estaba de pie frentre a él, sin mostrar un ápice de sorpresa o preocupación.
—Estoy bien —jadeó. Algo pasaba, algo le había extraído tal cantidad de Chi de golpe que lo dejó descolocado. El pecho le dolía ahí donde tenía la cadena y un zumbido grave le inundaba los oídos—. Sólo tuve un percance.
—Ya. Tu enlace te cobra facturas, ¿eh?
Seiryu se puso de pie lo más digno que pudo.
—Olvídalo. ¿Tienes lo que necesito?
Wang sonrió con una inteligencia peligrosa.
—Me costó lo suyo —respondió, su forma de tigre azul dorada titiló y adoptó la de un dragón hecho y derecho, dorado y basto. En su cuerpo, varias secciones estaban quemadas, con fuego y con rayos—. Pero nada que no puediera lograr. De hecho —recobró la forma de tigre— el conocimiento de los Reinos me ha dado datos para hacer... cosas.
—Cuidado con lo que haces, Wang.
—¿O qué?
Seiryu fue a contestar, pero prefirió pasarlo por alto.
—Dame el nombre secreto —exigió—. Lo necesitaré para lo que voy a hacer.
Wang suspiró y estiró la pata, Seiryu se la tomó y una cadena deenergía pura, prístina e inmaculada los envolvió.
—Yo, Wang, Dragón Imperial, te entrego el nombre secreto de Qilin.
La energía brilló de colores y se adentró en Seiryu. La información fue abrumadora, observó el nacimiento, las experiencias y la vida de Qilin, su dios, su creador, su enemigo. Contuvo un grito, mientras tal cantidad de poder e información en bruto, se asentaba dentro de sí.
Al calmarse, Seiryu alzó la pata y trazó una línea en el aire, rumbo hacia su dimensión. Obtener el nombre secreto de Qilin lo agotó de sobremanera. Wang no estaba igual, su forma ondulaba sin poder mantenerse firme del todo, pero sus ojos le dejaban un mensaje claro: interés.
Seiryu cruzó, sintiendo cómo el poder lo inundaba, llenándolo y recomponiéndolo de aquel episodio con Wang, caminó con calma por las azules aguas del inmenso océano, hacia la isla de hielo en el centro. En la misma, Po Ping estaba sentado en posición de loto, con un brillo dorado, indicativo de que estaba controlando su Chi.
Una vez llegó con él, se dio cuenta de que el espejo de cristal que usaba para conectar la cadena que unía su esencia con el alma de él, no estaba. Se intrigó por ello, porque para destruir algo de aquel lugar, no era necesaria fuerza bruta, sino más bien parte del Chi del creador, es decir, del mismo Seiryu. Le dio mala espina. El espejo era una especie de portal. Más le valía al mortal no haber hecho alguna estupidez.
Estiró una pata hacia él, como si intentara sujetarlo y cerró sus ojos, leyendo el flujo de Chi dentro de su cuerpo. Era estable, los puntos del alma donde debería haber un descontrol total estaban con una quietud como si el panda hubiera entrenado durante décadas. Frunció el ceño al tiempo que abrió los ojos, si eso seguía así realmente podría lograrlo, y no es que eso fuera malo, era perjudicial porque otorgarle una bendición era lo último que quería.
—Lo llevas bien —dijo Seiryu, Po abrió los ojos y con cansancio esbozó una sonrisa alegre.
—Te dije que podría —reiteró.
Torciendo los labios, Seiryu se tumbó en el suelo frente a él, sentado con las piernas entrecruzadas y apoyando las patas en sus rodillas, inclinándose hacia él un poco. No terminaba de convencerle cierta ondulación en su Chi, algo que no lograba entender por completo. Se suponía que él era Seiryu, si bien no era un dios de absoluto conocimiento, existían pocas cosas que desconocía, y el no saber que en el sistema de Chi de su guerrero hubiera una pequeña zona, sobre donde debería estar el corazón si fuera un cuerpo mortal, en la cual su Chi, tanto el del panda como el propio de dragón, ondeaban de una forma en la que nunca había visto.
Por lo que sabía, el Chi o la energía fluctuaba en los cuerpos de manera distinta, iniciando por la cabeza y expandiéndose a cada lugar del cuerpo, siempre en los mismos patrones: lineal o circular. En el caso de los Guerreros, el Chi propio como el de su Bestia iban en sentidos contrarios, si uno iba en línea, de arriba abajo, el otro iba de abajo hacia arriba; de la misma forma si era circular. En Po Ping, era lineal, sin embargo, en el corazón, donde debiera seguir su curso, ambos Chi se mezclaban como dos soluciones y se volvían a separar para ir por su camino.
¿Sería acaso algún efecto del Tercer Límite?
Bueno, para bien o para mal, el panda aprendía rápido, demasiado rápido, lo hacía casi por instinto. Si pudo soportar la apertura del Tercer Límite, bie podría soportar los Puntos.
—¿Preparado para seguir? —preguntó, con curiosidad latente—. Comenzaré con el Segundo Punto.
—¿El qué? —Po ladeó un poco la cabeza, confundido.
—Cierto —bufó Seiryu—, no te lo he dicho. —Inspiró antes de iniciar—. ¿Conoces los Seis Reinos?
—¿Los Seis Reinos del Samsara? —Hizo un mohín con la vista hacia la luna, tal vez recordando—. No mucho, algo me había dicho Shifu pero no le presté atención. ¡Oh, claro —agregó dándose cuenta de algo—, Shifu fue mi maestro antes de yo ser su sucesor del Palacio de Jade!
—Ya. —Él hizo un gesto con la pata para restarle importancia, poco le importaba quién fuera el dichoso Shifu—. Bien, algo parecido, pero en realidad, no son seis, son siete.
—¿Y si son siete por qué dicen que son seis?
—No lo sé... —Se enderezó, tenía que contarle con sumo cuidado, sin ahondar en lo recién gc descubierto de la trinidad de los Reinos— pero en fin, son siete. En primera instancia sólo era uno, pero con el pasar de los milenios fueron apareciendo más. De hecho —añadió, rascándose la mejilla con un dedo—, cuatro aparecieron al instante.
—¡Un momento! —exclamó Po, entrecerrando los ojos—, ¿estás diciendo que los Seis... Siete Reinos del Samsara son reales? ¿No eran una metáfora?
—Estás hablando conmigo, ¿no es cierto? —replicó—. Incluso se cree que yo soy una mera ilusión. Los mortales creen lo que quieren creer. —Hizo una pausa por si el panda iba a agregar algo; no lo hizo—. Bien, los Siete Reinos, son tanto reinos, lugares reales, como ubicaciones específicas en el alma de los mortales.
»Los Reinos no tienen un orden específico en cuanto a jerarquía, lo que sí, es que el séptimo debe ser el último. Existen:
»El Reino de los Narakas, o Infernal: donde los espíritus que cometieron faltas o fueron malos en vida van a parar. El Reino de los Preta, o de los Hambrientos: donde habían seres que devoraban todo lo que veían. No permitían que nada viviera mientras ellos estuvieran allí. El Reino Animal, donde existían seres sin racionamiento, que vivían por y para su instinto. El Reino Manusya, o Humano, donde... —Suspiró— mejor no debería contarte sobre ese.
—¿Por qué? —Po lo miraba con muda atención, atrapado por el tema. Seiryu negó con la cabeza, ya conocía lo que pasaba con los mortales que tuvieron consciencia de que dicho Reino existió. Nunca sobrevivían; era como firmar su sentencia de muerte—. ¿Qué es el Reino Humano?
—No preguntes.
—¡Vamos! —rogó él—. ¿Por qué no puedes decirme?
El Dragón Azul dejó caer los parpados, ¿por qué era tan irritante tratar con su guerrero? Peor aún, ¿cómo pudo alguien que tiene un comportamiento de infante ser compatible con su Chi? «¡Claro, eso es! Podría actuar como lo haría con cualquier mocoso mortal».
—Si aguantas todo, mi bendición será no contarte, sino mostrarte sobre esos mundos. —Eso era, claro que sí. Así no le daría un poder que terminaría dejándolo unido para siempre con él, uno que destruyera al panda, o uno que terminara por afectar al mismo dios. Sólo le daría información y ya está—. Ahora, déjame proseguir...
»El Reino de los Asura, donde, como en el Preta, existían seres que destruían cuanto veían, con la variante de que en lugar de hacerlo para comerlo, lo hacían por mera ira. Y por último, el Reino Deva, el de los dioses.
Po movió los ojos a los lados y luego los fijó en sus azules.
—¿Y el séptimo?
—El Séptimo... —Dejó escapar aire, aquel Reino que fue el causante de todo—. El Séptimo es el Reino de la Nada y Todo, o la energía. A diferencia de los otros seis, este Reino no se veía, ni se sabía que estaba allí, sólo existía en el anonimato, pero tenía mucha más importancia que los demás.
Uno de los recuerdos de Qilin bailaron en su mente. «Es el nexo al Mundo Espiritual, de donde vienen todos las energías extramortales». Un recuerdo de una diosa antigua, de otro universo, tan inmensa como la noche. Un fuerte dolor de jaqueca le perforó el entrecejo. ¿Desde cuándo sufría dolores de cabeza?
—Ya —asintió, y luego de un rato agregó—: ¿Y por qué me preguntaste si los conocía?
—Porque para poder abrirte los Puntos —le explicó—, debo primero abrir cada segmento de los Siete Reinos que hay en cada alma, es decir, darle paso al Chi para que fluya de los Siete Lugares hacia ti. Por lo general, los mortales pueden abrir solos los Siete Puntos, pero para que estos funcionen en armonía y no uno a la vez, se necesita una pata divina.
—Lo que tú harás —concluyó Po, con vehemencia.
—Sí. —Se llevó un dedo a la frente—. El Primer Punto, Deva, está aquí, en el entrecejo, y se abre con el placer, el éxtasis, la alegría o el disfrute, y se cierra con la tristeza y el dolor. —Bajó el dedo hasta su garganta—. El Segundo Punto, Asura, está aquí, y se abre con la ira, el ego, la competitividad y la arrogancia, y se cierra con la humildad. —Siguió hasta donde, si fuera mortal, estuviera su corazón—. El Tercer Punto, Manusya...
—O Humano —intervino él.
—Se abre con las emociones fuertes, como el amor —continuó como si Po no lo hubiera interrumpido—, y se cierra con el sufrimiento. A diferencia del Primero, el dolor y el sufrimiento son dos cosas distintas, porque con el Primero, un dolor que deje tristeza lo cierra, pero con el Tercero, debe ser una marca que dure la vida entera; una cicatriz emocional. —Prosiguió hasta su estómago; las nubes obstruyeron temporalmente la luz de la luna azul negruzca del cielo—. El Cuarto, Preta, se abre con la necesidad, el querer, la envidia, y se cierra con la conformidad. —Colocó su pata en su vientre—. El Quinto, Naraka, se ubica en el vientre, se abre con el miedo y se cierra con la calma. —Se señaló la espalda, un dedo más arriba de la cola redondeada—. El Sexto, Animal, se abre con la impulsividad y se cierra con la razón. ¿Me sigues?
—Sí, sí —asintió efusivamente.
Seiryu se tocó el cuello, allí donde la cabeza se unía a la columna, ese punto tan delicado que con la suficiente fuerza un mortal mataría a otro.
—El Sétimo Punto, el de la energía, se abre con intervención divina y siempre está cerrado. Es aquel punto donde el Chi, cuando se acumula en el cuerpo en cantidades muy altas sin que se abra ninguno de los límites, expulsa la energía al ambiente. El Primer Punto es algo que siempre está abierto, por tu raciocinio, así que te abriré el Segundo.
—Antes habías dicho —dijo Po, luego de un rato, pasada la gran explicación—, que los Reinos eran lugares, ¿es cierto?
—Así es.
—¿Dónde están?
—Estás en uno ahora mismo —le respondió, enigmático. Po abrió los ojos por la sorpresa y le brillaron con intensidad, para luego divagar con voz baja sobre qué Reino podría ser aquel.
El dragón se puso de pie y dio los dos pasos que faltaban para estar frente a frente con su guerrero.
—Alza la cabeza —le ordenó.
Po lo hizo y él le colocó dos dedos en el cuello. Concentró su poder y se enfocó en abrir permanentemente el Segundo Punto; introdujo un poco de su Chi pronunciando unas palabras ininteligibles para el panda y acto seguido este dejó escapar un alarido de dolor.
En el suelo, sujetándose el cuello y dando pequeños gemidos, unos agudos y otros gruesos, Po se movía de un lado a otro, boqueando para respirar. «No necesita respirar, lo hace por gusto». Los sonidos dejaban claro que estaba sufriendo en gran medida, pero Seiryu se dio media vuelta y caminó fuera de la isla, hacia una de las cuatro cascadas que caían del cielo y se sentó bajo la misma.
No le gustaba tener a un quejica en su dimensión dando gritos porque no soportaba una apertura, mas debía soportarlo. Con todo lo que iba pasando, sabía que Qilin terminaría surgiendo tarde o temprano, habiendo sido dos dioses derrotados y quedando solo dos Chi en el sello que lo aprisionaba, era cuestión de tiempo para que saliera. Y si lo hacía, al menos debían estar preparados.
Para bien o para mal, aquel panda era una de sus más importantes líneas de defensa.
El camino hacia su destino se volvía con cada día que pasaba más y más complicado, llevándola a los límites de su resistencia, paciencia y sobre todo capacidad de desplazamiento. Al inicio fueron solo bosques, y uno que otro pueblo salpicado por la inmensidad de China, pero con el pasar de los días los pueblos empezaron a escasear y los ambientes áridos e inhabitados hicieron acto de presencia. Ya no había caminos, senderos o puentes para cruzar, sino que debían abrirse paso como pudieran por entre los bosques indomables, cortando maleza o saltando por las ramas de los árboles. Escalando varias salientes de montañas o caminar por angostas veredas en las cordilleras, cuyo final era un precipicio; y atravesando a nado grandes y anchos ríos con corrientes potentes y temperaturas muy bajas.
Tigresa, luego de cruzar un río color barro por los manglares, se sacudió para eliminar el exceso de agua en su cuerpo que sumado a su ropa y su pelaje, le daba más peso con el que cargar. Fai parecía de hierro, no se detenía por nada ni nadie y muy pocas veces miraba atrás para ver si ella le seguía el paso; parecía un soldado, sólo que más curtido, como si hubiera hecho aquello, rondar por caminos imposibles, toda su vida. Escalaba, nadaba, caminaba, cortaba maleza y se abría paso por cualquier sitio, sin importarle las heridas. De hecho, se había hecho un corte en la palma de sus dos patas al intentar asirse a una roca saliente cuando tuvieron que andar por el precipicio y no le importó en lo más mínimo.
Es más, incluso utilizó la sangre del corte para pescar: rasgando un pedazo de tela de su traje se la vendó y cada tanto se apretaba los bordes del corte, empapando la tela y tiñéndola de un color oscuro, y cuando estuvieron lejos del manglar, en una zona que se mostraba más amable con ellos y Tigresa se apoyó en un árbol para descansar, él desapareció y volvió más tarde con sendos peces que asaron.
Ahora, cinco días desde que partieron del valle, estaba exhausta, y de mal humor porque la comida se le había terminado, con el pelaje sucio y en algunas partes solidificado por la tierra pegada y seca. Faltaban diez días de trayecto, si el estimado de Fai era correcto. Suspiró exhausta sacando una muda de ropa seca de su mochila y se dispuso a esperar que su guía volviese.
Se recostó por completo contra el árbol, toda suelta de piernas, y cerró los ojos, frunciendo el ceño, sintiendo los rayos del sol que se colaban por las copas de los árboles en los párpados. Rememoró el sueño tan extraño que había tenido la noche en la que partió en su viaje. Fue confuso. Por alguna razón había soñado que era un tigre azul que conoció una tigresa blanca; sabía que era una época muy antigua, por cómo eran los edificios del pueblo que soñó, mas no tenía explicación alguna para aquello.
Al principio pensó que era eso, un simple sueño sin sentido, pero todos los días se repetía. No era exactamente igual, aunque sí seguía siendo y viviendo todo desde el punto de vista de aquel tigre. Estaba consciente de que era el animal, sólo que no controlaba sus acciones, era más como si viera algo que ya pasó, una memoria, tal vez.
Un sonido de ramas crujiéndose la sacó de sus pensamientos y se levantó, poniéndose en guardia.
—Calma —le dijo Fai, apareciendo al apartar una frondosa rama de un árbol—. Soy yo.
En todo ese tiempo que había pasado con el león, había podido descifrarlo, aunque sea un poco. Era cerrado, obstinado, pedante y especialista en activar aquel instinto asesino en ella, pero para su pesar, él era alguien fuerte, y no ponía reparo alguno cuando la situación no estaba a su favor. Tal caso sucedió ayer en la noche, cuando tuvieron que dormir en los árboles, y no había ni frutos, ni peces ni nada para comer. Ella estuvo molesta por ello, sin embargo, Fai no dijo nada, sólo lo aceptó y durmió.
No era muy comunicativo, y pocas veces entablaba una conversación, de hecho, las veces que lo hicieron no pasaban de cinco respuestas entre ambos y siempre las respuestas eran monosílabas.
Él venía con el holgado pantalón negro ondeando y con la camiseta en un hombro, dejando ver su húmedo pelaje amarillo oscuro, y gracias a que estaba así, pudo divisar, debajo de un collar de cuerda con un dije mínimo de una campanilla, que en el pecho, en el pectoral derecho, tenía una enorme cicatriz que se extendía como si fuera una telaraña hasta poco más debajo de su clavícula.
—Ve y aséate —le mandó, secándose la recortada melena con la camisa—, nos moveremos en una hora, o en un poco más. Después de comer.
Tigresa se puso de pie, sin apartar la vista de aquella cicatriz. Ella sabía de cicatrices, porque tenía varias, pero no había visto ninguna como aquella; parecía una especie de puñalada, mas no conocía arma alguna que dejara un corte así. Parecía más como los cañonazos de Shen. Explosiva.
—¿Y comer qué, precisamente? —dijo, impávida, dirigiéndose hacia el estanque que se formaba a unos veinte metros desde donde estaba, por la desembocadura de un riachuelo por el que había cruzado antes.
—Regla número uno —replicó él, con hastío—: no hacer preguntas estúpidas. Si yo digo que comeremos, es porque comeremos. —Se secó una oreja y la movió varias veces, las pequeñas gotitas que quedaron en su pelaje brillaron cuando les dio la luz—. Pescaré algo río arriba, o veré qué frutos hay por acá. Ahora vete. —Hizo un gesto como si apartara un mosquito molesto.
Sin responderle ni dejarse llevar por aquella actitud tan estresante, Tigresa fue hasta el estanque. Una vez llegó allí, una pequeña sonrisa tranquila se le dibujó en el rostro; el estanque era como un pequeño pozo, de un agua cristalina que venía de un riachuelo angosto. En el mismo, por los bordes, flores de varias tonalidades adornaban el lugar, y salpicados aquí y allá, nenúfares flotaban en la superficie del agua.
Se quitó sus ropajes y se introdujo al mismo, recibiendo con agrado la relajante sensación del agua quitándole la suciedad y el estrés de su pelaje, era como volver a nacer. Cuando se hubo limpiado por completo, se quedó un rato en sus pensamientos, sentada en las rocas del estanque, sumergida hasta la nariz. Quería llegar rápido a su Casa y saber de ella para así volver lo más pronto posible al valle.
Tenía una creciente sensación de volver al Palacio de Jade, de ver a Po, y sobre todo de preguntarle cara a cara si lo que dijo el señor Ping era cierto.
Se irguió y cambió con la muda de ropa limpia que había llevado consigo. Al llegar al sitio donde habían dejado sus cosas, encontró a Fai intentando hacer una fogata golpeando dos piedras, sacando chispas, y a su izquierda había cuatro peces y frutos varios. «De verdad tenía razón con lo de que comeríamos», pensó.
—Deja lo hago yo —dijo Tigresa, viendo que el león golpeaba y golpeaba las piedras sin conseguir la chispa suficiente como para encender la yesca de la fogata.
—No. —Claro y corto—. Yo lo haré.
—Nos llevará todo el día.
—Que así sea entonces —zanjó este, sin lugar a réplicas.
—¡Deja el orgullo y dame! —La actitud de Fai le recordó un poco a la de Po, con la diferencia que con su amigo era insistencia porque quería lograrlo, y con Fai era más por orgullo, porque podía hacerlo, pero no quería relegarle la actividad, o pedir ayuda.
—¡Que no! —exclamó, molesto—. Tú debes guardar energía. —Tigresa se detuvo en seco; ¿se estaba preocupando por ella?—. Después de todo, eres muy lenta para seguir mi ritmo de avance. —Y siguió con lo suyo.
Ella dejó caer los parpados y frunció el ceño; no, no era que se preocupara, era que seguía dándoselas de superior. Bien, si eso quería, eso obtendría. Tigresa se sentó en el suelo, recostándose contra un árbol viéndolo matarse para encender una mísera fogata... y por alguna razón se regocijó por ello, de que el creído de Fai la pasara mal con algo tan simple. Mucho rato después, por fin una débil línea de humo, indicativo de que la yesca encendió, se elevó solemnemente al cielo. En cuestión de minutos ya el fuego crepitaba a todo dar.
Devoraron lo que había en silencio, con calma, y con la guardia alta, porque por mucho que estuvieran en un descanso, la posibilidad de que los atacaran estaba presente. Al terminar, enterraron los restos para no dejar pistas, y cuando ella quiso apagar la fogata, él se lo impidió.
—¿Por qué? —quiso saber. A toda respuesta Fai apunto al cielo entre las copas de los arboles.
—Anochecerá en dos horas, no podremos recorrer mucho en ese tiempo. Será mejor que nos quedemos aquí.
Sin algún punto válido para replicar, Tigresa se dejó caer de hombros, suspiró y rodó los ojos, después de todo, el guía era él. Ambos, recostados contra un tronco distinto, uno frente al otro, observaban el cielo y el perezoso ir y venir de las nubes. Fue entonces cuando la maestra se fijó en que el Guerrero Dragón Imperial sostenía el dije de aquel improvisado y rudimentario collar: la campanilla azul bailaba en sus dedos y garras.
—¿Qué es eso? —preguntó sin darse cuenta, y cuando lo notó se mordió la lengua. ¿Qué le interesaba a ella aquello? Sí, con su atuendo aquel accesorio no se le notaba, y ahora su curiosidad de felina estaba a tope.
Fai quitó la vista del firmamento y la posó en ella, entre sorprendido y molesto, como si fuera la primera vez que alguien se interesaba por aquel minúsculo y desapercibido detalle.
—Un collar, ¿no ves? —soltó, a la defensiva.
¿Fai a la defensiva? «Vale, ahí hay algo que no termina de cuadrar».
—Sí —contestó, cuidando lo que decía—, ya veo. Sólo me pareció un collar interesante.
—Que bien. —Se afincó en el tronco con toda calma, intentando parecer relajado y cerrando los ojos; sin embargo, Tigresa sabía leer el lenguaje corporal, y la tensión que dejaban ver sus hombros, piernas y espaldas, lo delataban: estaba incómodo.
Dejando el tema de lado, sabiendo de que si seguía insistiendo era seguro de que él se enojaría y terminarían ambos en una pelea (y no le convenía pelearse con el que la guiaba), comentó sobre que era mejor hacer un refugio para pasar la noche en las ramas de los árboles.
—No podemos —refutó el león, sin abrir los ojos y cruzando las piernas—. Mira bien: las ramas son muy delgadas y no soportarían nuestro peso. Lo mejor es dormir aquí en el suelo.
—¿Y si nos atacan? —inquirió ella.
—Haremos guardias —respondió con naturalidad, como si estuviera acostumbrado a aquello—. Cada ocho horas nos turnaremos, uno estará atento mientras el otro duerme.
No muy convencida, Tigresa asintió. ¿Qué otra opción tenía?
—Duerme tú —dijo—, la primera la haré yo.
—No —la contradijo él—, duerme tú. Aún hay luz del día, por lo que es poco probable que nos ataquen ahora, así estarás más descansada para cuando te toque. Vamos, duérmete —insistió—; no me sirves si no estás al máximo de energía. Nos quedan diez días de viaje, aproximadamente. Siete si tomamos un atajo por la Muralla, pero es más peligroso, el triple de riesgos. —Bostezó con flojera—. Luego lo decidiré.
Pensando las miles de formas en que le haría tragarse su orgullo y forma de ser a golpes, Tigresa se relajó contra el árbol, cerrando los ojos y librando una pequeña lucha interna. Sabía que necesitaba descansar lo más que pudiera, y a la vez no quería hacerlo, porque sabía que tendría aquellos sueños de nuevo. Una parte de su ser, como la felina que era, quería saber, pero otra se resistía.
Ya había visto (¿o tal vez podría llamársele vivido o recordado?) el despertar, el congeniar con aquella tigresa, y se había topado con la desesperante incertidumbre sobre quién era y qué hacía allí. Vaciando su mente de pensamiento, intentó dormir.
Tal vez esos raros sueños tuvieran alguna explicación.
Le dio un mordisco a una pera de los frutos que había traído y siguió en su lugar, sin moverse más que para acomodarse y quedar recostado contra un arbusto frondoso que había arrancando del suelo y colocado a modo de cojín entre él y el árbol. El jugo de la fruta era ácido, por falta de madurez, pero le servía para no relajarse más de la cuenta y terminar dormido. Alzó la mirada y por entre las hojas de los árboles, divisó los rojos, naranjas y algunos tonos lilas del atardecer.
Tenía su camiseta puesta y atada a la cintura con una cinta corta, que servía tanto para ocultar armas (algo que aprendió con el pasar de los años) como para guardar cosas simples; metió la pata por el cuello y sacó con delicadeza el collar con forma de campanilla. La movió con cuidado entre sus dedos, observando la curiosa forma del zafiro; tantos años después, aún no entendía por qué a aquella flor le llamaban campanilla.
Sacudió la cabeza y apartó esos pensamientos, no era momento de ponerse retrospectivo. Aquello ya había pasado. Debía borrarlo de su ser por completo. Suspiró. Debía, mas no podía.
En lugar de eso, se enfocó en lo más importante por ahora, en lo que ganaría llevando a la tigresa a su Casa; el lugar al que tuvo que acompañar al Emperador una vez, pero al que no pudo entrar. Tenía que saber todo lo posible sobre ese animal.
«¿Vas a descender o te quedarás como el otro Dragón? ¿Solo serás un mero vigilante?»
Ya te dije, Fai Zhang, respondió su Bestia en su mente, que los dragones somos observadores y que sólo intervenimos si lo vemos propicio.
«¿Por qué me ayudaste?» Aquella duda lo asaltaba paulatinamente desde que hubo despertado. El Dragón Imperial no tenía obligación alguna de tenderle aquella espada.
¿Qué te puedo decir?, aunque no lo viera, aquel tono dejaba traslucir la curiosidad, la diversión y el disfrute que tal vez tenía, me era entretenido. ¿Tienes idea de los años que llevo sin ver algo realmente interesante? ¿Cuánto serán? ¿Mil? ¿Dos mil años? Sí, si la memoria no me falla la última vez que pasó algo interesante, que me hizo actuar, fue la vez pasada.
«¿La vez pasada?» ¿Qué quería decir con ello?
Nada que te interese, Fai Zhang.
Fai se tomó su tiempo en responder, no tenía nada más relevante que decir. Ya sabía, porque se lo preguntó cuando se despertó luego de la pelea contra Genbu, escuchándolo dentro de su cabeza sin tener que entrar en aquel lugar por medio de la meditación, que lo oía porque al escuchar el nombre secreto de Genbu, su percepción sobre lo divino se había agudizado hasta ese punto.
Fai Zhang, quiero saber algo, dijo su Bestia, sacándolo de sus pensamientos.
«¿Qué?», pensó soltando aire, hastiado.
¿Por qué percibo de ti tanto aprecio por ese collar de zafiro?, preguntó; Fai se tensó. No creo que lo sepas, pero los dioses con guerreros sabemos todo sobre nuestro enlace al Mundo Mortal una vez que estos despiertan nuestro Chi en su interior. De esta forma, por ejemplo, Suzaku sabe cosas de la tigresa así como Seiryu del panda; pero, como tú despertaste mi Chi cuando ya tenías ese collar, en mi caso, no logró hondar lo suficiente en tu alma, sin llegar a poseerte, para saberlo.
«Y no lo sabrás». Era terminante, finalizando aquel hilo de conversación. Jamás en la vida le contaría lo que aquel trozo toscamente tallado de zafiro en forma de campanilla significaba para él.
Recuerdo que ese día, hará cuando, ¿diez años?, ¿once?, en que por fin sentí que mi Chi fluctuaba, aquella milésima parte de mi energía bailando a la par que un mortal. Antes de ti había sido una loba, una desdichada loba. Oh, claro, recuerdo la ira. Una enorme ira. ¿Por qué fue, Fai Zhang?
Tal vez lo preguntaba por hacerlo, o porque de verdad tenía curiosidad, pero la forma en que lo hacía, el tono en que aquella voz que sonaba como el ulular del viento, era tanto como para sacarlo de quicio (algo no muy difícil) como para hacerlo decirlo mediante el enojo. Mas no lo lograría; no caería ante eso.
«Lárgate», le ordenó.
¿Estás seguro?, quiso saber, martirizante, porque serán pocas las veces que quiera hablar contigo.
«¡Lárgate, maldito dragón!»; las patas le temblaron apretando la piedra. Recordar aquello era molesto, doloroso y desmoralizante. La cicatriz en el pecho pareció palpitarle con un dolor sordo. «¡Lárgate y no vuelvas hasta que yo te llame!».
Suenas muy engreído, mortal, le respondió, serio y con un tono amenazante, pero tarde o temprano averiguo lo que quiero saber. Siempre. Tú no serás la excepción. Sobre todo, si ansías poder. Volverás a mí, lo quieras o no.
Supo que su Bestia se retiraba y lo dejaba solo porque, de alguna manera, percibía, como unas olas rompientes que poco a poco bajaran, replegándose con el descender de la marea, que su esencia lo abandonaba. Una vez lo constató, relajó los hombros, y se guardó el collar por debajo de su atuendo, sintiendo cómo la flor reposaba en su pecho, compartiendo el acompasado ritmo de su corazón.
El frío viento sopló con calma, como si lo abrazara con cuidado, protegiéndolo y extendiéndole su gélida sensación por cada parte del cuerpo. Fai cerró los ojos, suspirando con calma, recordando las peliagudas noches de hacía tantos años. Su día a día para seguir vivos.
Abrió los ojos fijándolos en la luna.
Obtendría las respuestas que andaba buscando, quería saber qué impulsó a aquel animal a arruinar su vida.
Y por encima de todo, obtendría venganza.
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