Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

XII

Descendió lentamente al suelo, ordenándole con el pensamiento a los vientos que lo depositaran allí, frente al cercenado cuerpo de Genbu y el cual emitía una tenue luz intermitente. Fai apretó en su pata la espada Jian que su Bestia le había entregado por el momento, sintiéndose poderoso y a la vez asqueado. ¿Cómo era posible que, odiándolos tanto, aceptara ayuda de ésta? Estaba claro: no podía hacerle frente a los dioses sin el poder que tenía, aunque este proviniera, irónicamente, de un dios. La sola idea de que él fuera una especie de mendigo que le pedía su poder cada que lo necesitaba le hizo hervir la sangre, haciéndolo tirar la espada y creando sus propios cuchillos cuerno de ciervo.

Sí, eso sería mejor. Le daría el golpe final a la tortuga con sus propias armas.

Caminó estoico hacia ella, a pesar de que al soltar la espada el cansancio que tenía antes le cayó encima como un yunque, empezando a respirar más acompasado. Se detuvo a su lado, el hanfu estaba roto en varias partes y con quemaduras en otras, parte de su piel tenía ese tono anaranjado del carbón cuando entra en contacto con el fuego, mientras otras tenían cortes profundos de los que manaba una sangre dorada; Icor. Uno de sus brazos estaba cercenado con un tajo limpio, pero la tierra a su alrededor se licuaba hacia el muñón, intentando crear otra nueva extremidad.

Cuando Genbu lo vio, Fai se percató de que sólo podía abrir un ojo, y tenía una especie de piedra como pupila que estaba desmoronándose, sonrió con petulancia. El Guerrero Dragón Imperial no dijo nada, se quedó observando con un semblante de piedra el lamentable estado de aquella diosa.

«No —pensó, deshaciendo sus cuchillos y creando en su lugar, una lanza de viento condensado—; merece una muerte rápida».

Tal vez fuera un animal que es capaz de plantarle cara a un dios, de sobrellevar lo que viniera sin objetar, o incluso de borrar a quien el Emperador hubiera necesitado, pero no era un sádico; Genbu no estaba en condiciones de nada, ni siquiera de defenderse, por ende merecía una muerte piadosa y rápida.

Piedad. Se estremeció un poco, aquella sensación aún le dejaba mal sabor de boca.

Alzó la lanza y apuntó a la magatama que estaba formándose con haces de luz verdes provenientes desde donde estaban el Dragón y la Fénix, una vez que se hubo formado por completo y brilló trémulamente, miró a los ojos a Genbu, sin rastro de sentir la más mínima compasión por ella. Todo lo contrario, la mataría gustoso, en memoria de su hermano.

Sin embargo, cuando estuvo a punto de bajarla, ella rió; una risa seca, rasposa y dolorosa, pero indudablemente con el tono de saber algo importante, con superioridad.

—He visto tu corazón, Fai Zhang —comentó. Fai ni se inmutó—. Nunca tendrás aquello que anhelas. No naciste para eso. Tu destino no es ser feliz. Tu existencia se reduce a ser la sombra del viento, a ser la transición que nadie toma en cuenta, a vivir y morir en la oscuridad.

Apretó con fuerza la lanza, sin cambiar su expresión. «Malnacida... Tal vez estoy cerca de su rango de influencia o de poder».

—¿Quién eres tú para saber cuál es mi destino? —dijo con voz torva.

—¿Quién eres tú para desear lo que no puedes tener? —replicó con un regocijo maligno en la voz, saboreando sus palabras, porque ella sabía, aunque él se lo negara a sí mismo, que tenía razón. Una aplastante razón—. Eres su guerrero, no tienes derecho al amor, a la felicidad, a una familia; sólo debes cumplir tu deber. —Se le formó una sonrisa desquiciada—. ¡No mereces...!

Se calló de golpe, Fai había dejado caer la lanza con tal fuerza que destrozó la magatama y se enterró varios centímetros en la tierra. Los oojosde Genbu se abrieron, como si se fueran a ssalirse de la orbitas, y su rostro compuso un gesto de dolor que lo deleitó.

—Mi destino lo decido yo —dijo Fai, soltando la lanza, que comenzó a disiparse. Empezó a sentirse aún más molesto y con una rara emoción de soledad. Sacudió su cabeza para apartar eso de su mente.

La tierra vibró un poco, en un sismo de baja magnitud, como lamentando la muerte de Genbu. Fai quedó viendo cómo poco a poco iba pereciendo: su cuerpo empezó a teñirse de un marrón negruzco, como barro seco, y poco después líneas empezaron a aparecer por su cuerpo. Un crack le dio la respuesta a aquello: estaba quebrándose; su cuerpo se endureció como la arcilla y empezó a fragmentarse hacia dentro, dejando ver el hueco interior.

Una vez que se aseguró de que el cuerpo se disolviera y dispersar la gravilla que formó con ordenar a los vientos a que lo hicieran, dio un leve golpe al suelo para elevarse y dirigirse hacia el Dragón y la Fénix. Estaba cansado, con la cabeza tan adolorida que juraba que era cuestión de tiempo para que se le partiera en dos y con un dolor en el pecho que asemejaba unas puñaladas; y lo sabría él, que se las habían dado.

Ascendió varios metros en el cielo y con pensarlo se desplazó «montando» el viento, mas cuando vio a ambos maestros supo que algo andaba mal. Estaba muy alto como para enfocarlos con claridad, pero se veían rígidos, demasiado quietos por haber tenido una victoria, por haber reducido a la Tortuga Negra. Descendió con prudencia y caminó hacia ellos; lo dudó por un instante porque ambos estaban abrazados, en un momento muy de ellos, y él detestaba aquellas muestras de afecto, sumado al hecho de que en la Casa de ella no lo permitirían, pero cuando vio con detenimiento, se acercó a ellos casi trotando.

En el suelo, alrededor de la felina, había un charco de sangre que cada vez iba aumentando su radio, de un rojo escarlata hipnótico, que emanaba de sendas heridas circulares en los hombros y vientre del panda. Él parecía estar inconsciente, lo que sería lógico; ella, en cambio, estaba en shock, lo abrazaba con tal fuerza que sin quererlo sus garras se le clavaban a él en el pelaje, los ojos estaban perdidos y el sentido de protección que emanaba de ella pareció embestir al león como un rinoceronte.

—¿Qué sucedió? —preguntó Fai, impertérrito.

La Fénix no respondió, seguía en su mundo. Fai frunció el ceño, molesto, detestaba que lo ignoraran, carraspeó y preguntó de nuevo.

—Maestra Tigresa, ¿qué sucedió? —Apuntó al panda (Po, recordaba que se llamaba)—. ¿Por qué el Dragón está muerto?

Siguió sin responder. Fai se acercó a ambos y sintió la fiereza que Tigresa emanaba con cada paso que daba, como advirtiéndole que no se acercara más. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para tocarlos, levantó una pata y tomó por el hombro al Dragón para constatar de que estaba muerto... y el golpe vino tan rápido que no pudo defenderse.

Antes de darse cuenta de qué sucedía, impactó contra una pared y un dolor macabro le recorrió la espalda, aumentándole el del pecho. Alzó la mirada, iracundo, y miró a la felina, ella estaba en el suelo, en sus cuatro patas y con los colmillos a la vista. Lo que más lo impactó, sin embargo, era que aunque estuviera agotada y ciertas partes del cuerpo le temblaran al punto de ceder, ella estaba delante del panda, protegiéndolo, con los ojos en el infinito y su Chi forzándose. Es decir, su estado de ánimo era tan potente con la emoción que dominaba su elemento que comenzaba a manifestarse en su cuerpo: sus patas, tanto traseras como delanteras, se habían perdido en una llamarada que empezaba a subirle por las extremidades.

Ella estaba en shock de verdad, lo que era extraño. Fai, en todo el transcurso de su vida, cuando había tenido que eliminar amenazas para el Emperador, se había quedado a ver las reacciones de los familiares o conocidos de estos, y tal como estaba Tigresa ahora, sólo lo habían expresado aquellos animales que compartían un fuerte vínculo con el susodicho, sea familiar o romántico.

Se puso de pie con el cuerpo adolorido y flexionó un brazo, tenía un ligamento maltratado, y al tocarse el rostro contuvo un quejido de dolor para acto seguido escupir un colmillo. Ella pegaba fuerte. Alcanzó a dar un paso cuando tuvo que saltar a un lado para esquivar una línea de fuego que pasó como una navaja a su lado y se estrelló en la pared: la Fénix había atacado. Y eso no era lo peor, lo más inquietante era que el fuego en su cuerpo seguía subiendo, amenazando con cubrirla por completo y, esperaba que no, entrar a la fuerza en el Duhkha. Él estaba muy agotado como para pelear contra alguien así.

No tenía tiempo para eso, debía volver al palacio, encerrarse en su habitación y soportar el dolor que le iba a llegar cuando abandonara el segundo estado, en soledad. Agitó una pata ordenándole al aire circundante a ella que se redujera, disminuyendo el oxígeno y, un minuto y medio después, esta cayó inconsciente al suelo desmayada y perdiendo aquel fuego.

«Arriba», pensó, haciendo un gesto de elevación con ambas patas; una corriente de viento los envolvió a ambos y los hizo levitar uno junto al otro. Fai caminó hasta ellos, sin muchas ganas, y pudo observar con atención las heridas del panda: varios orificios que lo atravesaban de lado a lado, sin embargo, estos tenían un ligero resplandor azul marino y frenaban el sangrado que, aunque no paraba, manaba en menos cantidad.

Sintió un mareo y la visión se le desenfocó por un segundo, se recuperó e inició su camino hacia las escaleras del Palacio de Jade, con una tigresa desmayada a su derecha y un panda que dejaba un rastro de sangre a su izquierda. Divisó a la pequeña panda que era la alumna de Tigresa inconsciente a pocos metros más lejos, e hizo lo mismo que con ambos.



Era como si estuviese cubierta de algún material que le causara un entumecimiento, sentía pequeños y dolorosos pinchazos por el cuerpo, como hormigas comiéndosela viva. Abrió los ojos con molestia y trató de sacudirse esa sensación, la odiaba, y se confundió por el lugar donde se encontraba. Era espacioso, de un negro infinito y ella estaba ahí, flotando, como si no importara en lo más mínimo, pero lo que atrapó su atención como una polilla al fuego, fue la escena que se recreaba frente a ella.

Hechos con llamas que cambiaban de colores, recorriendo el espectro de las mismas, el suceso de que Po la hubiera salvado de las garras de la muerte se repetía con una precisión macabra. Ella estaba en el suelo junto a Po. Tigresa se congeló cuando la serpiente apareció y fue hacia ella con las fauces abiertas. Sin mover un dedo, vio cómo Po se interponía en ambos y la serpiente clavaba sus fauces en él. Po presionó su frente contra la suya y cayó hacia un lado. Tigresa lo abrazó con fuerza sin intención de soltarlo.

Aquella escena se repetía una y otra vez, y con cada una, ella apretaba los puños y daba pasos hacia aquella recreación. «¡Basta!», pensó, dando un manotazo al fuego, que se disipó, no obstante, la misma escena se recreó en tres sitios a la vez de aquella negrura. Fue hasta uno de ellos y lo disipó, creando a su vez tres más. Repitió el proceso con otros dos y seis más aparecieron. Más y más, sin detenerse.

Sus patas temblaban de furia, de impotencia y de temor; aquella emoción prohibida para ella, estaba superponiéndose a las demás. Temía que Po muriese. «¡Basta!». Estiró la pata a un lado e hizo manifestar con un fogonazo, su alabarda con la que empezó a cortar cada escena, con las patas siendo dominadas por un temblor que no daba señas de querer irse. «¡BASTA!».

Se sentía débil, muy débil, con sólo imaginarse que Po pudiera morir. Porque no podía morir. La sola idea de que lo hiciera, de no verlo sonriendo por allí, comiendo por allá o haciendo feliz a otro era imposible, insólita; Po no podía morir. ¡No podía morir! ¡Aquellas llamas mentían! Claro, sí, eso era, estaban mintiendo, a Po no podría haberle pasado eso.

Y de repente sus patas soltaron su arma, dejándola caer y quedando suspendida en aquel espacio vacío, flotando como si nada; luego se desintegró en llamas de fuego que pensó recrearían la escena, pero en su lugar se volvieron hacia ella y la atacaron. Chilló por instinto, dando manotazos al aire, siendo presa de un dolor horrible, espantoso. El fuego le transmitía cierto enojo, decepción, mientras la consumía más y más, y de un momento a otro, escuchó las palabras finales de su amigo, antes de que éste cayera inconsciente: «Te dije que no morirías. Te dije que no lo permitiría».

Cayó de rodillas, dejando el dolor físico de lado, tratando de ahogar esas palabras. ¡Ella no le había pedido que la protegiera, ella no le había pedido que la salvara! Se llevó las carbonizadas patas al pecho, y si así era ¿por qué le dolía aquello? ¿Por qué sentía como si le hubieran clavado una espada en el pecho por ello?

Tigresa abrió los ojos con una exclamación, jadeando sin detenerse y fijando su vista en un techo dorado con grabados de un fénix. Su aliento le quemaba y cada respiración que daba le traía una sensación de respirar arena caliente. Supo a la perfección dónde estaba y aún así no se terminaba de explicar cómo podía sentir si, en teoría, su mente era la que estaba allí, no su cuerpo; se levantó, aún conmocionada con lo que había visto antes y trató de recuperar su seriedad nata.

El lugar no terminaba de inspirarle a Tigresa la sensación de paz o, en cuyo caso, de poderío que intentaba conseguir. El suelo, al igual que el techo, era dorado con grabados de un fénix, sólo que en reposo, mientras que el del techo era un fénix al vuelo; las paredes eran de un rojo anaranjado que fluía con lentitud, como lava, y en las mismas habían, parecido a las antorchas, pequeñas barras metálicas que sostenían unos incensarios, que a su vez emanaban volutas de un humo carmesí.

En el centro de aquella habitación había un altar hecho de un rubí tallado delicadamente, rectangular y sólido, con un cuenco negro como el carbón en el centro. Tigresa sacudió la cabeza, sin poder apartar aquella preocupación por Po, caminó hacia el altar, como siempre hacía, y con cada paso un círculo en su pecho, en el lado izquierdo, de color rojo fuego comenzaba a brillar. Cuando estuvo junto a al altar, de su pecho se lograba ver cómo salía una etérea cadena rojiza que se difuminaba cada vez más y se perdía, apuntando al cuenco.

Levantó una pata y con la otra se hizo un corte en la palma, dejando correr un fino hilillo de sangre, la extendió sobre el cuenco y una gota cayó sobre el líquido transparente que este contenía; la primera vez que lo hubo visto pensó que era agua, ahora, en cambio, sabía que era algún método para invocar a su Bestia Divina. Su sangre al tocar el agua causó una onda, y el líquido se tornó de un rojo oscuro, intenso, casi negro, para momentos después girar con violencia sobre sí mismo e ir dando la forma de una tigresa sentada con las palmas unidas a nivel del pecho. Aquella tigresa, no más grande que su puño, parecía estar sentada sobre el resto de aquel líquido y con los ojos cerrados.

Tigresa quedó expectante a que la miniatura hablara.

—Sigues siendo débil. —Su tono sonaba imperante y autoritario.

«¿Débil?». Apretó las patas con fuerza. «Yo no soy una diosa que fue derrotada, en primer lugar».

—Resuelve tus problemas internos —le ordenó, sin lugar a réplicas— y luego podrás venir aquí. No volveré a concederte mi poder si no haces. No me sirves si tienes conflictos. —Hizo una pausa y alzó la cabeza, sin dignarse a abrir los ojos; Tigresa quería darle un manotazo a la figura y disiparla, pero sabía que no debía tentar la suerte—. Largo.

—¿Me trajiste aquí para eso? —preguntó, cuidando el tono, dejando ver su enojo aunque no por completo—. ¿Para decirme que soy débil?

—No te creas tan importante —replicó ella—. Sólo quería comprobar un punto, y tuve razón: tienes problemas internos que debes resolver. No me sirve ni necesito una guerrera que no pueda lidiar con sus demonios.

—¿Con qué derecho me dices que no te sirvo cuando me intentaste matar? —Estaba a punto de explotar. Todo lo que había pasado la había dejado con el humor delicado—. ¿Y qué si no me interesa lo que tú quieras?

La pequeña tigresa en el cuenco abrió los ojos y sonrió con una malicia casi sólida, hizo gesto para hablar, pero al último momento sacudió la cabeza, como si no valiera la pena, y frunció el ceño. De un momento a otro Tigresa sintió una presión ridícula en el pecho y un dolor ahí donde la cadena se unía a su cuerpo, haciéndola caer de rodillas.

Se negaba a gritar, no le daría el gusto; el dolor era tortuoso, mas no gritaría.

Y cuando pensó que no soportaría, que superaría su umbral de resistencia, abrió los ojos de golpe, conteniendo un gruñido. Trató de ubicarse en el sitio para asegurarse de que no estaba en algún lugar de su subconsciente. No lo estaba. Era su habitación. Estaba tumbada en su cama, una estructura de bambú con una sábana tensa como apoyo, y tenía otra manta encima a modo de cobertor. Escuchó pasos y trató de levantarse, entonces se dio cuenta de que tenía varias partes del cuerpo vendadas, todo su torso y un brazo; corrientes de dolor le recorrieron la espina, pero eso no le impidió levantarse.

Con dificultad llegó a la puerta corrediza, la abrió y salió cuidando cada paso. Era de noche, porque los blanquecinos rayos de la luna se colaban por la entrada a los dormitorios y el frío aire le acariciaba el pelaje con dedos cariñosos, mitigándole el dolor. Era una suerte que la habitación de Po estuviera frente a la suya, por lo que solo de dos pasos llegó, abrió y entró.

Se quedó inmóvil al verlo. La habitación de Po era como una explosión de los carnavales de primavera que hacían en el Valle de la Paz, en una de las paredes laterales había el mismo armario que en su propia habitación, con la única diferencia que en lugar de tener los vestuarios ordenados, habían pantaloncillos esparcidos en una pequeña montaña; cerca del armario, sobre una mesa estilo exhibidor, se encontraban las figuras de todos los Furiosos, la de él y la de algunos maestros, como Shifu, Oogway y demás. En la pared contraria al armario estaba él, sobre la cama que se doblaba un poco por su peso, vendado por completo en torsos, piernas y hombros.

Se olvidó del dolor y trastabilló hacia él, cayendo de rodillas y conteniendo un quejido, porque ella era Tigresa, ella no se quejaba, sino que resistía estoicamente; y se quedó observándolo. Se veía tan tranquilo, con esa semisonrisa que parecía que estaba a punto de soltarse a reír, y la luz de la luna que entraba por la pequeña ventana casi en el techo, le hacía brillar un poco el pelaje.

Parecía muerto.

No.

Po no podía estar muerto.

Le tomó la pata y llevó sus dedos a su muñeca para buscarle el pulso, había visto hacer eso a las enfermeras en la Ciudad Imperial con los demás pacientes, tal vez con Po funcionara. No lo encontró. Sintió como si hubiera tragado arena y se le abultara en el pecho impidiéndole respirar. Po no podía estar muerto, era imposible. Como pudo logró subirse a horcajadas sobre él y colocar una oreja sobre su pecho.

Por poco no se desmayó del alivio. Ahí estaba. El suave pum-pum de su corazón. Era muy leve, casi imperceptible si no hubiera sido por su fino oído de felina, y era lento, demasiado lento, aunque estable.

El estado de su cuerpo le pasó factura de nuevo, arrancándole destellos de dolor como si se los sacaran con ganchos del cuerpo, agotándola, y el esponjoso pelaje de Po ayudaba a eliminar aquella sensación... sólo que no era lo mismo, no tenía esa calidez, estaba demasiado frío.

—Las heridas —murmuró casi sin voz y trató de apartarse de él, mas una fuerza que no conocía parecía unirla con el panda, como si la atrajera.

Con una enorme curiosidad, que se superponía a su sentido común de que no le quitara los vendajes, sacó una garra, la alzó y con cuidado le recorrió el contorno del cuello hacia el hombro, rasgando las vendas y dejando al descubierto uno de los huecos que los colmillos de la serpiente le había dejado. Solo necesitó ver uno para tener sentimientos encontrados: un circulo que de alguna manera estaba regenerándose, ya no era un hueco de lado a lado, sino que el tejido había empezado a crecer y cubrirlo, aunque aún seguía estando a carne viva y los bordes tenían un color lila.

Se tensó, los hombros y la cola rígidos, sorprendida de por qué él había hecho semejante locura; luego sintió algo parecido a agradecimiento, por haberla protegido, pero lo que más afloró en ella, como un fuego que explotara, fue el enojo, haciéndola apretar las patas en puños, tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. El labio inferior le titubeó al sentir, por debajo de esa furia, un dolor extraño, no era físico, sino era como si le estrujaran el corazón y lo malearan.

Odiaba eso. Aborrecía con toda su existencia lo que le estaba pasando, porque no sabía por qué se sentía así. Y era eso lo que odiaba: no saber el por qué de esas emociones. Se sentía débil por ello.

Y sin pensarlo, sin ordenarle a su cuerpo hacerlo, su puño surcó el aire y aterrizó con un golpe seco en la mandíbula de Po, haciéndole ladear la cabeza. Tigresa contuvo la respiración al darse cuenta de lo que hizo, pero por alguna extraña razón el brazo no le dolió ni se sintió mal por ello. Parecía lo correcto.

Sí, por su culpa ella estaba así. Dio otro golpe. Por Po es que se sentía así tan débil, tan frágil. Golpeó de nuevo. Siempre haciéndola sentir así, menos que él. Otro golpe. Siempre creciendo y haciéndose cada vez más inalcanzable. Otro golpe. «¡Imbécil!» Otro golpe. «¡Idiota!». Otro golpe; ¿por qué causaba eso en ella? «¡Inmaduro!». ¿Por qué estaba recordando la sonrisa de idiota que había puesto cuando ella lo había reconocido como miembro del palacio y maestro al haber derrotado a Tai-Lung? «¡Infantil!». Otro golpe; la imagen del abrazo en la prisión de Gongmen le llegó a la mente. «¿Por qué?». Aquel gemido que él dio cuando la abrazó en el puerto una vez muerto Shen, un ruidito de alivio porque siguiera viva, le inundó los oídos. Otro golpe; los ojos le escocieron al recordar cómo la hubo mirado cuando decidió sacrificarse para detener a Kai. «¡Suicida!». Aquel roce con su mejilla antes de caer inconsciente cuando la protegió de la serpiente.

—¿Por qué... tuviste... que hacer... eso...? —musitó con la voz quebrada, acentuando cada palabra con un golpe cada vez más débil, hasta que el último fue solo un roce. Lo tomó por el pelaje y fijó su rostro con el de ella, tan cerca que podía sentir en sus bigotes el aire que exhalaba—. ¿Por qué no pensaste en ti y no hiciste esa locura?

Lo soltó y se replegó como un animalillo herido, reposando su frente en el mentón de Po, presa de unos temblores incontrolables, de pronto sintió un frío que le caló hasta el alma.

—Porque pensó en ti—dijo una voz a su espalda.

Tigresa se irguió de golpe y se volvió para ver al dueño de aquella voz. El señor Ping estaba en el umbral de la habitación con un yukata de un marrón desteñido, con los ojos inyectados en sangre y una expresión serena y calmada. A Tigresa le dio un poco de repelús lo mucho que se parecía a Oogway. El ganso cerró la puerta y caminó casi como flotando hacia ella, al mismo tiempo que se bajaba de encima de Po con gracia felina, conteniendo un gruñido por el dolor y con una máscara de seriedad.

Ambos se quedaron viendo sin decir una palabra, y luego de que el viento ululara y una hoja de los árboles cercanos entrara por la ventana y descendiera trazando un vaivén, Ping preguntó:

—¿Te sientes mejor?

Tigresa no cambió la expresión, aunque por dentro estuviera como un títere de las dos emociones que más estaban peleando dentro de sí por el control: dolor y rabia. Ping caminó hasta Po y con un ala le sacudió el pelaje suavemente, reacomodándole la venda cortada; de improvisto aquellas emociones quedaron desplazadas por una vergüenza enorme, ¿qué demonios había hecho? ¡Le había dado golpes a un Po inconsciente!

—¿Por qué no despertó? —preguntó ella.

—No lo sé —respondió el señor Ping, con tranquilidad, y después de un rato añadió—. Nadie lo sabe. Cuando el león los trajo a los tres... —Suspiró—. Li y yo casi morimos de miedo y un infarto, respectivamente; todo era sangre, gritos, exclamaciones y animales borrosos de aquí para allá. Lo vendaron y cuando, antes del anochecer, vino Li a cambiarle las vendas, vimos que sus heridas comenzaban a cerrar, pero no mostraba señal de despertar.

—¿Lei-Lei? —se angustió.

—Está bien, solo un corte pequeño en la frente.

Tigresa soltó el aire que comenzó a retener.

—Fue por ti —comentó el señor Ping luego de un rato, volviéndose hacia ella—. Hizo lo que hizo por ti.

Apretó las patas aún más, clavándose sus garras. ¿Qué estaba diciendo él?

—Maestra Tigresa, siéntese, por favor. —Ella frunció el ceño, pero acató ante la ligera sonrisa del ganso; se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, con un leve quejido—. ¿Sabes por qué los demás hacen esos sacrificios por otros?

No respondió.

—Porque los aprecian.

Se le hizo un nudo en la garganta; eso lo sabía, para nadie era nuevo de que Po apreciaba a todos los del palacio, incluyendo a Zeng.

—Lo sé —logró decir ella.

—¿Y por qué te lo niegas?

—No me niego nada.

—Lo haces, maestra Tigresa. —Ella fijó sus ojos en los suyos—. Para mí no es sorpresa, y creo que para nadie en el palacio, nadie que sepa ver, que mi hijo te aprecia y estima. ¿Si no, por qué, arriesgó su vida por ti?

—Porque es un descuidado. —Y era verdad, Po era descuidado, un poco holgazán, flojo, pero también era uno de los animales más confiables que tenía además de Víbora—. ¡Porque no mide las consecuencias y sólo se lanza! —Los ojos le picaron y la voz se le quebró—. ¡Yo no le pedí que me salvara! Él... él...

—¿Lo hubieras hecho, si hubiera sido al revés?

—¡Claro que sí! —respondió sin pensarlo—. ¡Sin dudarlo!

Ping sonrió.

—La madre de Po, esposa de Li, hizo lo mismo que Po hizo por ti al día de hoy —le dijo—: estuvo dispuesta a dar su vida, sin dudarlo, por el animal que amaba.

—Po no...

—¿Te quiere? —bufó repetidamente, conteniendo una risa—. Maestra Tigresa, no debería ser yo quien te lo diga, pero creo que sería un insulto a mi hijo si no lo hiciera. ¿Sabes por qué Po ama tanto el Kung Fu? Por ti. —Suspiró retrospectivo—. Aún recuerdo cuando, hace tantos años, llegó diciendo que quería aprender Kung Fu, porque había visto pelear a cinco animales, que luego serían conocidos como los Cinco Furiosos, y a una Tigresa que le dio su merecido a un malviviente.

Tigresa tragó grueso, recordándolo, fue cuando el incidente del rollo.

—Poco a poco, con el pasar del tiempo, le puso más empeño, aunque debo decir que lo vi como una cosa de jóvenes, y empezó a comprar sus muñecos de los Furiosos, o como me insiste que les diga, sus figuras de acción; ¿y sabes?, él tenía una en la que ponía especial empeño en cuidar. ¿Podrías adivinar cuál es?

No hacía falta responder: era la de ella, aún recordaba a la perfección cuando Po se había apenado porque el señor Ping le hubo llevado una mochila con sus figuras, sus pinturas de bebé y comida antes de partir hacia Gongmen. Y no solo eso, sino que, como si viera una secuencia de pinturas, recuerdos venían a ella. La vez que recogió la piedra cuando ella intentó con una demostración destruir su ánimo y hacer que se fuera; las miradas que le daba de tanto en tanto: su reacción ante el abrazo en la prisión y en el muelle; la mirada que le dio cuando con Kai antes de hacer la Llave Dactilar Wuxi; y lo que había pasado desde hace tiempo para acá.

Realmente, pensó, Po estaba así por su culpa, no por él. Ella era la causante de su estado. No merecía eso. No lo entendía. ¿Cómo él podría siquiera querer lo que ella era? Era ruda, fuerte, inexpresiva, cerrada, con cicatrices, ¿quién en su sano juicio estaría con ella por su propia voluntad?

Y Po lo hacía. Po la quería por lo que ella era.

Pero no, no se merecía aquello.

Lo supo desde siempre: ella no había nacido para ser feliz.

—Tigresa —dijo el señor Ping, más firme pero más comprensivo—, ¿por qué te lo niegas? Ser querido por alguien no es nada malo.

—¿Cómo —dijo con un hilillo de voz— puede él...?

—¿Hacerlo? —El padre de Po dio un paso hacia ella y le colocó un ala en el hombro; era incluso cómica la gran diferencia de tamaños—. Por lo que escuché de Po todos estos años desde que vivió en el Palacio de Jade, ¿cómo podría no hacerlo?

Parpadeó varias veces para quitar esa humedad de sus ojos, ¿qué le habría dicho Po al señor Ping?

Y antes de que pudiera decir algo, sintió ambas alas rodeándola y dándole un suave abrazo, firme y protector. Tigresa inspiró fuerte, era el tercer animal, luego de Po y Lei-Lei, que hacían eso. No obstante, a diferencia de ambos, aquellas alas le daban una sensación de protección como una armada completa, como que nada malo sería capaz de dañarla. Y cuando él le dio unas palmaditas, solo pudo conseguir dar un gemidito lastimero.

—Tenía razón después de todo. —Las palmadas eran suaves y regulares—. Mi hijo, maestra Tigresa, tiene una capacidad algo extraña, y es que de alguna forma logra ser parte importante de quien más lo necesita. Y él tenía razón con respecto a ti: repleta de barbarosidad, pero frágil por dentro. Fuerte y delicada. —Hizo una pausa—. Digo sin miedo a equivocarme, maestra, que Po supo a la perfección lo que hizo al protegerla, e hizo lo correcto.

Sin poder mantener aquella máscara que había aprendido a tener con tantos años de entrenamiento con Shifu, dubitativa, alzó una pata y apretó al señor Ping contra ella, permitiéndose, luego de muchos años, casi una eternidad, derramar unas lágrimas.

No se pudo detener después de eso. Ping seguía ahí, abrazándola en silencio y confortándola. Recordó que cuando lo nombraron Guerrero Dragón, había pensado que aquel panda fofo y gordo había tenido su primer y único golpe de suerte; lo que en ese momento ignoraba y ahora sabía, era que Po siempre tuvo suerte por tener un padre como Ping.

Y en el fondo, Tigresa sentía envidia por ello.

Mientras lloraba en silencio, y sus lágrimas le mojaban el hombro de la yukata al señor Ping se juró que se volvería más fuerte, que no permitiría que Po volviera a arriesgar la vida de esa forma por ella. Que sería ella quien lo protegería la próxima vez.

Reconoció una cosa: quizá ella no hubiera nacido para ser feliz, pero tal vez Po sí, y podría aprender de él, comenzando con reconocerle los sentimientos que Ping aseguraba, él tenía por ella.

Después de todo, Po siempre hacía locuras, y quererla sin duda calificaba como una de ellas.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro