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Mientras caía al vacío, viendo cómo se acercaban los tejados de las edificaciones y el empedrado del suelo, Po se percató de un destello púrpura, rápido y veloz, que se movía como un rayo por el Valle. Cuando estuvieron a tiro del suelo, se enderezó en el aire, costándole un poco por la resistencia del viento, y aterrizó, aunque no de buena manera, porque se tambaleó y cayó en cuatro patas. Tigresa, en cambio, se le soltó a tiempo y cayó con gracia en una de las salientes de una casa.

Los gritos de terror inundaban el aire, dándole una sensación aplastante y depresiva, como una niebla que le quitara la esperanza, a la vez que cientos de animales, conejos, jabalíes, pandas, corrían lejos de aquel caos. Un pensamiento de miedo lo invadió al no ver a sus padres, ni Ping ni Li daban señales de vida. Escrutó lo que pudo ver más allá de animales, polvo y escombros, sin encontrarlos.

—Po. —Tigresa lo hizo volver en sí, al verla, tal vez porque fuera ella misma o tal vez porque estaba en el Anatman, aquel miedo que sentía fue consumido como en una llamarada—. Creo que son dos.

Po parpadeó dos veces para centrarse, lo cierto era que Tigresa era bárbara, pero ahora con ese estado se veía aún mejor, parecía estar hecha de fuego. Bueno, se dijo sin apartar la vista del fuego en el rombo de su frente, al menos en parte.

Asintió; no debía preocuparse por sus padres, los Furiosos y Shifu estaban en el Valle ayudando a los aldeanos, de seguro ya los habían sacado de allí y estaban a salvo, de lo contrario...

No, ni siquiera lo pensaría. Apretando el bastón en su pata, hizo acopio de sus fuerzas y empezó a correr con ella, él en el suelo y ella de techo en techo, aunque sin perderla de vista; algo que notó era que ambos dejaban una estela a su paso: donde ella pisaba, una huella negra, como de hollín, o quemada, quedaba en las losas, y él, dejaba una escarcha invernal.

Varios conejos de distintas edades corrieron hacia ellos, unos llorando, otros asustados y otros, los más grandes, con una máscara de seguridad para los más jóvenes; de pronto el suelo tembló con violencia, haciéndolos caer. Po y Tigresa se detuvieron en su corrida para no caerse también, pero al detenerse el sismo vieron en cámara lenta cómo uno de los templos cercanos se ladeaba, derrumbándose sobre los conejos.

No supo cuándo lo hizo, o de qué forma, sin embargo, de alguna manera que no lograba entender, su cuerpo, o mejor dicho su Chi, reaccionó a lo que quería, protegerlos, y el suelo se congeló en un parpadeo. La capa de hielo se había solidificado desde él hacia los conejos y los protegió como si fuera una ola, arqueándose sobre ellos y aguantando los escombros. Dicha acción no la logró hacer sin que le pasase factura, porque segundos más tarde un dolor punzante le recorrió el pecho. Los animales lograron salir de su asombro y volvieron a correr, no sin antes, algunos, darles las gracias a Po cuando pasaban a su lado.

Un destello azul purpureo, casi tan rápido como la misma luz, apareció de la nada y le propinó un golpe en el estómago que lo hizo elevarse unos centímetros del suelo. Otro, esta vez como de algo delgado, en el mentón lo hizo inclinarse hacia atrás, pero antes de siquiera procesar qué, cómo o quién hizo eso, vio que el destello parecía girar sobre sí y lo que reconoció a la perfección como una patada, la cual lo propulsó hacia una pared. Po impactó con un estrépito, tratando de recuperar el aire y entrecerrando los ojos para encontrar a su agresor.

Lo que logró atisbar, en cambio, fue a Tigresa en el aire hacia la luz con la alabarda en alto a punto de dar un tajo. Casi lo logró: en el último momento se inclinó hacia atrás, frenando la aceleración de golpe y un sonido silbante rompió el aire, para instantes después crear un tajo enorme en el suelo. Tigresa movió la cabeza, buscando el lugar del ataque, pero fue Po quien lo encontró. Un delicado hanfu verde oscuro descendió con la belleza y gracia de un ángel, como si unas cuerdas invisibles la colocaran allí lentamente; quien vestía el hanfu hizo un gesto de levantar algo y Po divisó, entonces, senda hacha marrón, que brilló con opacidad y se dirigía hacia Tigresa. Ella movió una oreja, detectando el ataque, sólo que Po sabía muy bien que no lograría esquivarlo.

Adolorido, Po estiró una pata hacia ella, como si fuera a tomarla, y un muro de hielo se creó al instante con un tintineo; no fue lo suficientemente grueso para frenar el golpe, pero sí para que Tigresa lograra, a duras penas, cambiar la posición en el aire inclinándose hacia atrás y cayendo al suelo sobre su espalda. El hacha siguió su camino, quebrando el hielo y rebanando como si fuera mantequilla los muros de piedra, los escombros del templo y dos casas adyacentes.

El ser del hanfu verde tocó por fin el suelo y allí donde pisaba, hierba verde y plantas crecían como si fuera una pradera, dejando el empedrado suelo cubierto de verdes y amarillos. La luz que lo había golpeado estaba quieta junto a aquel ser y poco a poco fue disminuyendo su brillo.

Po tragó grueso al ver con detenimiento a ambas entidades, una junto a la otra, los identificó al momento: el Tigre Blanco del Rayo del Oeste y la Tortuga Negra de la Tierra del Norte. Byakko y Genbu. Genbu era una tortuga verde, de aspecto delicado y refinado, con una serpiente blanca como collar y unos ojos verde intenso, como un bosque, con una piedra por pupila. Byakko, en cambio, era un tigre blanco con un qipao morado, de aspecto fuerte y porte orgulloso, y unos ojos púrpura, como el destello de los rayos al caer, con un arco voltaico por pupila. Este, además, poseía una lanza que emitía leves descargas eléctricas.

—No nos llevó mucho tiempo —dijo Byakko, mirando como a un insecto a Po y a Tigresa con detenimiento y curiosidad.

—¿Cómo los matamos? —preguntó Genbu, afincándose el hacha en su hombro—. ¿Rápido o lento? Podríamos cobrarnos lo que le hicieron a Suzaku.

—Me da igual —repuso, impasible—. Pero no lo haré por ella; me importa un cuerno lo que le hayan hecho. Si se dejó vencer, fue por débil y descuidada.

—A esta le cortaré las extremidades —apunto la tortuga, señalando a Tigresa con un dedo, luego se lo llevó al mentón—. ¿Primero los brazos o las piernas? —Sonrió—. Las piernas, como la basura que es.

Genbu hizo un gesto de aprisionamiento con su pata libre, ocasionando que gruesas enredaderas negras salieran del suelo y se enredasen en Tigresa. Eran curiosas esas hiedras, porque no se envolvían al azar, sino que lo hacían en lugares claves, ligamentos de las extremidades, cuello y muñecas, y parecían aprisionar con cada respiración de la felina. Genbu levantó el hacha, que brilló cuando la luz le impactó.

—Grita si quieres.

Tigresa no lo hizo. Le mantuvo la mirada tan firme que parecía que la que fuera a morir fuese la tortuga, ni pestañeó o miró el hacha. Po se puso de pie de golpe, ignorando el dolor en el estómago y el costado cada que respiraba y alzó el bastón en su dirección; haría aparecer hielo en sus pies y la haría perder el equilibrio, o crearía del suelo unas estalagmitas que le perforaran el pecho. No. De cualquier forma soltaría el hacha y esta caería sobre Ti. Tal vez sí...

—Mira hacia aquí, Guerrero de Seiryu —dijo Byakko.

Po se había olvidado del tigre, y al verlo, supo que moriría. Al instante en que sus ojos se posaron en él, éste despegó los pies del suelo, sosteniendo la lanza, como un caballero en una justa, y se lanzó hacia él. El tiempo fluyó más lento, como burlándose o alentándolo a tomar una decisión: o él o Tigresa. No necesitó pensarlo. Ella. Mil veces ella. No le importaba morir. Ya sabía lo que haría: haría crecer la estalagmita y a su vez de la misma, una barrera entre el hacha y Tigresa, con suerte, el frío congelaría las enredaderas y se liberaría.

Concentró Chi en su bastón, dando un paso hacia ella, apuntándola. La punta de la lanza estaba cada vez más cerca. Notó que el hielo en sus garras se extendió, entumiéndole los dedos. En el suelo donde Tigresa estaba tumbada, empezó a emitir un leve vapor: su frío con su calor. La lanza estaba casi sobre él, pudo ver incluso la mínima corriente de la punta. «¡Solo un poco más!».

Cerró los ojos y aceptó su prematura muerte, al mismo tiempo que canalizaba toda su fuerza hacia el bastón; el hielo le quemaba cuando le agarró el dorso y la muñeca, y de repente el aire se hizo más fino.

Lo azotó un vendaval tan fuerte como si un rinoceronte lo hubiera embestido, haciéndolo tambalear y caer. Oyó un siseo y una exclamación; al abrir los ojos vio que Genbu estaba en el suelo, con un fragmento de estalagmita de hielo en el pecho, usando el lateral de la hoja de su hacha como escudo. Tigresa estaba sobre la tortuga, chocando la hoja de su alabarda contra el hacha. Rojo contra marrón.

—¿Llamarías a esto debilidad o descuido? —dijo una voz a sus espaldas; Po la reconoció al instante. La cadencia era desafiante y un poco burlona.

Al volverse, encontró a Fai. Sus ojos destilaban decisión y enojo, expresión que se agudizaba porque tenía retraído los labios y enseñaba los colmillos. Sus brazos estaban recubiertos por tornados en miniatura, a su vez que una masa de viento se arremolinaba alrededor de él. Con una de sus patas, como si fuera una simple vara de entrenamiento, sostenía la lanza de Byakko, un acto increíble pese a estar sangrando por dicha acción.

Po hizo ademán para ayudarlo, pero una fulminante mirada de Fai lo hizo recapacitarse.

—Este es mío, Dragón —aseveró, con voz torva.

Sin decir nada, Po salió a toda velocidad hacia Tigresa. Siendo ellos dos contra Genbu, podrían acabarla.



Viendo que el panda se encaminaba hacia la Fénix, Fai hizo lo que debía: en un rápido movimiento solidificó el viento a su alrededor y creó uno de sus cuchillos cuerno de ciervo y lanzó un tajo hacia el tigre. Byakko ni siquiera dio señales de esquivarlo, levantó la pata que no sostenía la lanza e hizo un gesto despectivo, como si apartara a un insecto particularmente molesto; al instante, un rayo descendió del cielo e hizo de muro entre ambos, haciendo que Fai apartara la pata.

Byakko tiró de su lanza y se la sacó de la pata, causándole otro corte en la palma, dio dos saltos hacia atrás y girándola se la colocó en los hombros, afincando las muñecas en el bastón. Aquellos ojos con un arco voltaico por pupila lo miraron con ligera gracia, pero sobre todo con superioridad.

—El Guerrero de Wang —dijo a nadie en específico—. Esto será entretenido.

Fai no dijo nada, se mantuvo impasible, analizando al dios. Era un tigre blanco, que tenía poder y control sobre el rayo y, al ver al cielo por un atisbo de momento, allí donde iba el dios, nubes negras de tormenta se formaban. «No debo dejar que me caiga un rayo», fue lo primero que pensó, aunque, siendo él usuario de viento, tenía cierta superioridad sobre el rayo, mas no sabía cuánto.

Byakko se quitó la lanza de los hombros y la arrojó al cielo, se rompió en cuatro haces de luz que se clavaron en los cuatro puntos cardinales a dos metros de cada unos de ellos, conformando una especie de cuadrilátero. Acto seguido, cada una de aquellas estelas brilló con intensidad, haciendo que una capa de luminiscencia las conectara una con la otra, como una delicada cortina de una ventana; cuando todas estuvieron selladas a cal y canto, el interior del lugar brillo con parsimonia de un lila suave.

—¿Preparado? —le preguntó Byakko, tronándose los dedos.

Aunque la barrera era hueca por la parte de arriba lo que le permitía, si quería, escapar ascendiendo, no lo hizo, porque sabía que él no lo dejaría. Fai no respondió, se preparó solidificando un segundo cuchillo en su otra pata; luchar en lugares cerrados no era lo suyo. Byakko alzó una pata al cielo y apuntó al mismo con el dedo índice, tres rayos le cayeron encima, cubriéndolo con una extraña armadura. La energía se fue condensando, causando que se le erizara al tigre el pelaje. Agachó la cabeza y se encogió un poco sobre sí, como acumulando fuerzas, y cuando alzó la vista y fijó sus ojos, Fai intentó lo más rápido posible acumular Chi en su cuerpo, en lugar de en sus armas.

Un parpadeo... no, fue mucho más rápido que eso, un destello, era como un relámpago, ¡era luz moviéndose!, Byakko le asestó un golpe al pecho con tal potencia que lo mandó derecho contra la barrera. Entonces Fai comprendió el por qué de la barrera: la pared, al momento de tocarla, lo despidió hacia el tigre con la misma fuerza que este lo había propulsado. El tigre blanco, recubierto por los rayos, se movía sin detenerse afincándose en las etéreas paredes y propinándole golpes en todas las direcciones y cada vez más rápido. Todo lo que veía el guerrero Dragón Imperial eran destellos de luz.

Debía hacer algo, debía contraatacar, ¿pero cómo? Si ni siquiera podía frenar la paliza que le estaban dando. Serenó su mente, pese al dolor. No tenía forma alguna para predecir de dónde iba a provenir el siguiente ataque, ¿adelante, atrás, izquierda, derecha?, y no se fiaría tampoco de su intuición, porque bien sabía que era mala. Así, pues, sólo vio una forma viable. Deshizo los cuchillos de aire y relajó su cuerpo; sintió los golpes aún más rápido que antes, pero no le importó, el dolor externo sería más liviano que el dolor interno que sufriría luego de hacerlo. Entre golpes, se llevó los brazos al pecho y los cruzó en equis, en un gesto de defensa, sin embargo, eso era una finta, porque lo que Fai buscaba era lograr unir sus palmas a nivel del pecho.

Lo hizo con dificultad, y se preparó para el dolor que sentiría, forzar el Chi y entrar en el tercer estado sería peligroso, muy peligroso, pero tenía una línea de tiempo muy fina para poder actuar sin caer muerto; debía entrar en el Duhkha, atacar, y volver al Anatman. Al juntar sus palmas sintió como si su cuerpo se agitara y revolviera, como si dentro de él hubiera un huracán que amenazara con despedazarlo y borrarlo de la historia con un soplido, y cuando aquella sensación se le extendió a cada célula del cuerpo, supo que lo había logrado.

Disponía de, máximo, cuarenta segundos.

Hizo acopio de sus fuerzas y con un grito condensó el aire dentro de la barrera, separando a Byakko de sí mismo, empujándolo con tal fuerza y presión que ni la misma pared lograba devolverlo. Extendió ambas patas hacia él y lo mantuvo a raya, mientras al mismo tiempo intentaba mantener el tremendo poder con el que estaba logrando superponerse al dios del trueno y evitar que dicho poder lo matara desde dentro; llamó los vientos, que se colaron por la abertura superior de la barrera y empezaron a girar con ferocidad alrededor de su cuerpo. Pocos momentos después, una especie de armadura de viento lo recubría, aunque como no tenía un control estable, no podía darle una forma sólida.

El viento a sus pies comenzó a girar cada vez más rápido y, como un embudo, engulló a Byakko, para despedirlo hacia el cielo con un silbido a presión. Fai ascendió dando patadas en al aire y, como con Suzaku, dio palmadas de vació al cielo, impulsando cada vez más al tigre hacia las nubes. Cuando Byakko recuperó el equilibrio y se enderezó, alzó ambas patas al cielo y las bajó con furia: un pequeño tigre hecho de rayos asomó el morro de las nubes y abrió las fauces al tiempo que se propulsaba hacia el león.

Fai estiró una pata e hizo un gesto, como trazando una línea, que en realidad era aire comprimido a tal fuerza que un filo de aire dividió a la mitad al tigre de rayos, que se dispersaron en el cielo. Veinte segundos. Aprovechando que Byakko quedó aturdido por haberle desarmado su técnica, Fai unió ambas patas, entrelazando los dedos y apuntando al tigre, como si sus brazos fueran un cañón; concentró todo el viento que ondeaba en su cuerpo en la punta de sus manos y, con el tigre como objetivo, con un grito, tanto de ira como de dolor, lo descargó.

Las fuerzas de su cuerpo lo abandonaron momentáneamente, pero mientras caía, pudo percatarse de que el enorme huracán que ascendía en forma de dragón hacia Byakko, abría las fauces y dejaba salir una especie de rugido. El tigre se recubrió con aquella armadura de rayos, cosa inútil porque cuando el dragón de viento cerró las fauces en torno a él, se disiparon y él comenzó a girar sin control. De repente algo húmedo le cayó en la mejilla a Fai que se precipitaba al suelo, se llevó una pata a la misma y vio que era dorado.

Icor.

Aquel maldito dios estaba desangrándose.

Esbozó una semisonrisa confiaba, notando cómo su caída iba reduciéndose paulatinamente, como si unas sogas le protegieran. No podía mover ni un solo músculo cuando el viento lo enderezó y lo hizo tocar tierra firme sin percances, manteniéndolo erguido sólo por las corrientes que así lo querían.

De forma inesperada el aire cercano, sin que él se lo ordenara, se arremolinó y fueron dejando ver el contorno de un arma, que luego se solidificaría. Frente a él, una hoja recta, moderadamente larga, de doble filo y casi sin cruz, levitaba: una espada Jian.

Desconfiado, examinó la espada que vibraba como si le dijera que la tomara, y entonces todo calzó de una forma que lo sorprendió y le despertó un enojo aún mayor. Aquel dragón lo estaba usando como diversión.

Un rugido atrajo su atención, haciéndole alzar la mirada; arriba, muy alto, Byakko tenía su lanza en la pata y esta despedía sendos arcos voltaicos, rayos, truenos y relámpagos, y sus ojos, a la vez que rugía, despedían hilillos de luz que se arqueaban y movían. Las siguientes palabras resonaron con la claridad de un trueno.

—¡Retumba... —Alzó la lanza apuntando a las nubes; un rayo blanco cayó en la punta y se envolvió como una serpiente por toda la lanza y el cuerpo del tigre, describiendo círculos como anillos— Byakko!

Un rayo infinitamente más brillante que cualquiera que hubiera visto, iluminó el cielo, cegando a Fai; cuando dejó de ver chiribitas, divisó que, bajo las nubes, un avatar de la forma original de Byakko se alzaba imponente, hecho por completo de rayos. El Byakko pequeño se encontraba suspendido dentro de la cabeza de aquel avatar, el cual destilaba tanto poder y calor que hacía ondear el aire.

Sin opción alguna, Fai tomó la espada y sintió de golpe cómo sus fuerzas se renovaban. Era una sensación agridulce, pero cuando dio un golpe al suelo y se propulsó hacia la entidad luminiscente, se dijo que aunque le diera esa ayuda, igual lo tenía en lista para matarlo llegado el momento. No habría dios que se salvara.



Llegó con ella cuando Tigresa levantó la alabarda de forma que se la clavaría como una estaca a Genbu, y al justo momento para protegerla de una raíz espinosa de un color rojo sangre que aparentaba la dureza del metal; Po la logró congelar a tiempo y se quebró en trozos, cuando la felina, desprevenida, ladeó la mirada, momento en el cual la tortuga le dio una patada y la apartó.

Tigresa recuperó la postura en el aire y tocó el suelo con una mortal invertida, sosteniendo a su espalda la alabarda que parecía dar pequeños chasquidos. Po reconoció los gestos de cansancio en ella: hombros ligeramente temblorosos, cola a ras del suelo y cabeza un poco gacha, no obstante, también estaba en una posición analítica para saltar al ataque.

—¿Estás bien? —le preguntó, una vez se puso a su lado.

—Sí —respondió ella, sin apartar la vista de Genbu que se levantaba del suelo—. Atento con ella.

Se percató, al tiempo de que la tortuga se ponía de pie, que Tigresa tenía, allí donde aquella enredadera la había atado, quemaduras ponzoñosas con pequeñas pústulas moradas y verdes.

Po de pequeño había ido al bosque por ingredientes frescos para sus intentos de hacer una sopa de fideos, antes de conocer el maravilloso Kung Fu, y por mera curiosidad había intentado hacer un caldo con unas bayas de bonitos y brillantes colores que crecían en un arbusto. Comió unas y le supieron ácidas, sin embargo, momentos más tarde volvió a casa con malestar y, en la noche, le había salido un sarpullidlo de puntitos purpuras por todo el cuerpo bajo el pelaje.

De esa misma forma, le recordaba a Po las heridas de Tigresa. Sin decirle nada, le dio un toque con el bastón en el hombro y un delicado brillo azul-dorado la iluminó; las quemaduras sanaron al instante, aunque tal uso del Chi lo dejó agotado. Ella le esbozó una semisonrisa a modo de agradecimiento, la cual recibió con una infinita alegría, muy pocas veces la veía sonreír, pero esa era la primera que le daba una sólo para él. Con la moral renovada, apretó el bastón y fijó la vista en Genbu.

—No lo hacen mal —dijo esta, sacudiéndose un poco el polvo del hombro, con gesto despreocupado y con una sonrisa expectante—. Pero... —La serpiente blanca que tenía en el cuello se desenroscó y reptó por su cuerpo, deslizándosele hasta que tocó suelo y desapareció bajo tierra. Genbu abrió los brazos como si les pidiera un abrazo y la sonrisa se le volvió oscura y arrogante— ¿qué podrán hacer contra esto?

Del suelo, poco a poco, como pidiendo permiso, empezaron a salir retoños de plantas rarísimas que Po nunca había visto, en especial, unas que eran como orquídeas, pero eran de color azul intenso y despedían una niebla espesa amarillenta. Ninguno de los dos se movió, esperando que pasara algo; Genbu no se movía, solo se quedaba con esa sonrisa malévola mientras veía la niebla desplazarse. Entonces, cuando dicho miasma tocó una planta que era autóctona del Valle y esta se consumió con un siseo, lo entendió: eso no era una niebla normal, era corrosiva.

Por instinto ambos dieron un salto hacia atrás, pero Tigresa, quien dio uno más fuerte, dio un quejido y luego un gruñido; Po volvió la vista y la vio hincada en una rodilla, con la espalda sangrante y miró, tras ella, una especie de raíces transparentes que tenía unas espinas que chorreaban algo verde, las cuales se movían con seguridad poco a poco hacia ellos.

Los había encerrado.

Fue hasta ella y se arrodilló a su lado; la herida en su espalda era profunda, ridículamente grande para las pequeñas espinas que tenía esa... cosa, y no dejaba de manar sangre.

Cuando le puso una pata en el hombro, ella se contorsionó con un gesto de dolor.

—Lo siento —balbuceó Po al instante.

Ella negó con la cabeza, frunciendo lo labios.

—Esas cosas tienen algo —dijo, agotada—. Ese líquido... me quita las fuerzas y aumenta el dolor y...

—Parece que te hace sangrar más —completó él.

La niebla amarillenta poco a poco se cernía más y más sobre ellos, como los temblorosos y pálidos dedos de la muerte, divirtiéndose con sus nervios y miedos. Po se irguió cuan alto era y trató de hallar la manera de ganar tiempo. Hizo crecer una pared de hielo lo más gruesa que su debilitado cuerpo, por estar tanto tiempo en el segundo estado, pudo crear entre ellos y la niebla, mas esta, al tocarlo, se detuvo un poco, sí, aunque luego de unos segundos empezó a carcomérsela. ¿La pared de raíces? Bueno, solo podía verla cada vez más cerca también.

Tigresa le tomó el brazo con tal fuerza que tuvo que reprimir un gemido de dolor.

—Son plantas, ¿no? —dijo, jadeando; Po asintió—. Entonces quemémoslas.

—La de fuego eres tú, Ti —le recordó—. Yo sólo —Se miró las patas con impotencia—. El agua cura, no ataca. Lo mucho que puedo hacer son defensas y uno que otro ataque de hielo.

—Exacto —asintió ella, el pelaje estaba humedeciéndosele por el sudor—. Puedes congelar esas cosas tras nosotros y yo quemaré esa niebla. No debe ser muy difícil, hemos salido de peores. Has salido de peores.

—¡Eso ha sido suerte! —exclamó, tocándola con el bastón, la herida de la espalda se le cerró, agotándolo aun más—. Con Tai-Lung tuve la suerte de deducir la Llave Dactilar Wuxi, con Shen... ¡por Buda, Ti!, con Shen fue suerte, si no hubiera despertado la Paz... Y con Kai, bueno, ya viste lo que tuve que hacer, ¿no?

—Has salido de peores —repitió, como si él no hubiera replicado—, y saldremos de esta. —Se puso de pie y se apoyó contra su espalda, cada uno mirando a donde debían: él a la pared y ella a la niebla—. A la de tres, trata de congelar ese muro de raíces.

—¿Y si...?

—Uno...

—Pero, Ti...

—Dos...

Sabía que no tenía sentido replicar. Se serenó y apuntó el bastón de jade hacia las transparentes plantas, viendo cómo ese líquido verde goteaba asquerosamente, y se imaginó algo grande y frío... Grande y frío...

—¡Tres! —gritó ella.

Al momento sintió como si le derritieran la espalda, el calor que emanó de Tigresa era enorme, tanto que estaba seguro de que si no él no manejara el agua, se hubiera quemado hasta morir. El bramido de la maestra le retumbó en los oídos, haciéndolo razonar: si ella daba todo de sí, él debería hacer lo mismo. Con algo grande y frío en la mente, clavó su bastón en el suelo: una estela de hielo apareció camino a la pared de raíces, como un rastro de pólvora que se encendiese, y cuando llegó a las mismas, sonó como si algo se quebrara, y vio, con asombro, una enorme montaña de hielo que atrapó a las raíces, dejándolas inmóviles.

Ladeó la cabeza y se percató de que donde estaba la niebla una enorme llamarada rugía en dirección a Genbu, esta saltó, esquivándola, e hizo un gesto como de tirar de algo y la serpiente blanca salió del suelo, como una flecha hasta ella, enroscándose en su cuello de nuevo.

De reojo, Po pudo divisar que donde Fai estaba peleando, había una especie de barrera de luz.

Tigresa trastabilló hacia adelante, Po evitó que cayera, tomándola por la cintura con ambas patas, dejando caer el bastón; estaban débiles, tanto que no le importó la cercanía, no tenía fuerzas ni para sonrojarse. Ella se volvió a mirarlo, con los parpados amenazando con cerrarse.

—¿Ves? —dijo—, salimos de esta.

—Sí —sonrió.

—¡Suficiente! —dijo Genbu, en el cielo, cayendo; estiró una pata hacia ellos y el hacha que estaba en el suelo fue hasta ella. Cuando tocó tierra, una vez que el fuego se extinguió, añadió—: Basta de jugar con la basura.

La tortuga alzó el hacha, que era igual de grande que ella, manteniéndola en un equilibrio tan hipnótico que intimidaba; Tigresa lo sacó del trance.

—¿Puedes curarme una vez más? —le preguntó.

El Guerrero Dragón dudó, estaba muy agotado.

—Una vez más —dijo; por ella lo haría todo—. Sólo una más.

—Vale —asintió—; por favor.

Inspiró profundo y la tocó con el bastón de jade una última vez, en el rombo de su frente, y sintió cómo sus fuerzas lo dejaban, perdiendo el Anatman, volviendo a la normalidad. Cayó de rodillas al suelo, jadeando y presa de unos dolores insoportables.

—Gracias —le dijo, y saltó con la alabarda en alto.

Con un ojo entrecerrado y la visión borrosa, Po trató de ver la pelea de Tigresa y Genbu, que en realidad, era impresionante. Cada que esa hacha y esa alabarda chocaban, el mundo parecía estremecerse, o tal vez fuera él mismo. Tigresa se vía más segura que nunca, más confiada, más fuerte e infinitamente más hermosa. Ella daba estocadas, cortes y mandobles que dejaban una estela de fuego al hacerlos.

Genbu mostraba un semblante molesto, incluso harto, como si se enfureciera porque una mortal pudiera seguirle el ritmo o la arrinconara de tal manera. Po sonrió a sus anchas, ella lo lograba porque era Tigresa y sólo por eso, porque era la mejor y más bárbara.

Tigresa dio un salto hacia atrás y concentró todo su Chi en la hoja de la alabarda, que empezó a brillar como una estrella roja moribunda, cada vez más intenso.

Genbu saltó en al aire para dar un mandoble definitivo...

Atacaron al tiempo, sólo que Tigresa pudo evadirlo por los pelos: la Tortuga Negra dio un golpe en vertical y la felina lo esquivó girando sobre sí. El hacha tocó el suelo y abrió una gigantesca grieta, parecía que hubiera habido un terremoto de magnitudes inimaginables, casi separando esa sección del Valle; Tigresa aprovechó la fuerza del giro y conectó un tajo limpio al brazo de Genbu.

La extremidad cayó inerte al suelo casi al nivel del hombro, cercenada, y el chorro de icor inundó la tierra. Genbu dio un grito que sonó como un rugido, un quejido y una sentencia de muerte, todo a la vez, y alzó el hacha con el brazo que le quedaba, mientras Tigresa daba un salto hacia atrás y aterrizaba a su lado, notoriamente cansada.

Genbu murmuró algo en una lengua ininteligible y Po pudo jurar que sintió como si el mismo mundo titilara por un momento.

¡NO!

¿Qué demonios? ¿Acaso había escuchado una voz en su cabeza?

El suelo empezó a temblar sin control, haciendo hincar a Tigresa y, el más cercano a la tortuga, burbujeaba como barro caliente.

—¡HAZ QUE LA TIERRA SE ABRA...!

¡Maldita sea, no!, dijo de nuevo la voz en su mente. ¡Une las palmas! ¡UNELAS!

El grito en su mente fue tan intenso que era como si cien cañones de los de Shen le explotasen dentro, así que sin replicar ni preguntarse qué era aquello, unió las palmas a nivel del pecho en la posición del corazón.

Al instante se encontró en aquel lugar a donde iba cuando meditaba de dicha forma, sólo que esa habitación ahora parecía temblar, titilar, el agua se movía con inquietud («¿El agua está viva?») y el panda del cristal lo miraba con ansiedad. «¿Los dioses tienen emociones?».

¡Ven aquí!, le ordenó con voz dura, y contrastante, porque sonaba como el caer de las cataratas.

Po caminó hasta él, confuso y, tenía que reconocer, algo asustado. Nunca antes su Bestia Divina le había hablado.

Pon la palma de la pata en el cristal, dijo, imperante, Po notó, también, que donde sea que fuera que estaba su bestia, temblaba de forma intermitente, como si estuviera derrumbándose ese lugar. ¡AHORA!

Acató, colocó la palma sobre el frío cristal nacarado y sintió como si se lo hubieran fusionado al mismo; el panda lo imitó y colocó su pata sobre la de él. Aquella escena le daba repelús.

¡Óyeme bien, panda... —Su Bestia se veía asustado y alterado— vas a entrar en el Duhkah, y vas a seguir mis instrucciones al pie de la letra!

—¿Qué? ¿Por qué? —se exaltó, aunque por más que quiso separar la pata del cristal, no pudo.

Porque si no lo haces, tu miserable existencia terminará... y la de la Guerrera de Suzaku, que sé que amas. —De pronto Po se sintió escandalizado, ¿es que aquella cadena que lo unía a él le daba vía libre a sus emociones?—. La imbécil de Genbu está herida en el orgullo y liberará su verdadera forma. Debes detenerla, pero eres muy débil para hacerlo solo. Demasiado débil. —Fijó esos ojos azul océano en sus jades, con tal fiereza que se sintió minúsculo—. Tienes dos minutos. ¡Dos! Antes de que el poder de Genbu, su poder total, se transfiera al Mundo Mortal. Una vez que lo haga, moriremos todos.

—¿Moriremos? —se extrañó.

Todos moriremos, y no por ella. —Seiryu negó con la cabeza—. No. Por «Él». ¡No preguntes y obedece! Eres mi Guerrero y debes hacerlo. ¡VE!

Un instante después, Po se encontraba en el Valle de la Paz, aturdido, viendo cómo la tierra temblaba con violencia, el polvo se arremolinaba en Genbu y el viento soplaba con ferocidad, era como si todos los elementos pronosticaran un desastre.

En el cielo, Fai, una minúscula mota grisácea por el viento que lo rodeaba, le hacía frente a un enorme avatar de un tigre, en el cual estaba Byakko. Tigresa se volvió a verlo.

—Po... —musitó, impactada— ¿qué sucede?

A modo de respuesta se encogió de hombros con impotencia.

—Algo malo.

¡Empieza a entrar en los estados!, le dijo Seiryu en la mente, y acto seguido sintió cómo sus fuerzas se recobraban y aumentaban. Hizo los primeros pasos, un brillo dorado y el traje de Maestro aparecieron sobre él.

—¿Qué...? —comenzó Tigresa, pero la interrumpió.

—Detrás de mí, Ti. —Hizo una pausa—. Anitya... —Empezó a sentir los cambios del primer estado, pero se apresuró a entrar al segundo—. Anatman.

Genbu se había perdido en un tornado de arenisca, sólo se veía el resplandor de sus ojos verdes por sobre este, sin embargo, su voz se oyó con una claridad arrolladora.

—¡Y LAS MONTAÑAS TIEMBLEN AL OIR TU NOMBRE! —El tornado se hizo más delgado y más alto, muy, muy alto; supo que ella se elevaba porque el brillo de sus ojos lo hacía.

El tornado se despegó del suelo y se compactó, creando una esfera en el cielo, acto seguido la tierra se quebró y las rocas y casas empezaron a elevarse, era como un pequeño planeta lo atrajera con la gravedad. Cuando la esfera triplicó su tamaño y el Valle perdiera una veintena de casas y parte de su geografía, todo se detuvo. Po, Tigresa, Fai e incluso Byakko se quedaron viendo expectantes aquella pequeña luna que se erigía en el cielo.

Entonces, con un tono aterciopelado y orgulloso, Genbu dijo las palabras finales:

—!XUAN WU!

Po y Tigresa cayeron de rodillas al suelo, presos de una debilidad instantánea, como si algo infinitamente superior les hubiera ordenado inclinarse ante él, como si su cuerpo y alma reconocieran que había algo que no comprendían entre ellos, algo por lo que tenían que agachar la cabeza y rendir pleitesía.

El cielo, opaco por las nubes de tormenta que atrajo Byakko, tembló. El azul se perdió y por un breve momento, solo se veía negrura, un negro más oscuro que la noche en luna nueva, un negro más oscuro que la brea o el carbón, un negro que, en alguna recóndita parte de su alma, Po supo que ahí nada vivía y nada moría. Un negro yermo, infinito.

El color no volvió, se quedó en ese negro intimidante; pero algo cambió. Aquel pequeño planeta brilló de toda la gama de verdes y aquella luz mutó, se deformó en mil y un motivos, adoptando poco a poco la forma verdadera de Genbu.

¡Maldita orgullosa!, escuchó que decía la voz de Seiryu en su mente. ¡El nombre secreto no debe pronunciarse bajo ninguna circunstancia!

Una tortuga de titánicas... no, era aún más grande; mil veces más grande que la montaña más grande apareció; tanto que con una pata cubría con facilidad el Valle de la Paz, la montaña del Palacio de Jade y quién sabe qué más. De un marrón más intenso que la tierra más profunda, con un caparazón tan negro como el cielo y que parecía doblegar o absorber la luz y por cola una serpiente blanca de ojos amarillos, tan blanca como una azucena y que se movía de un lado a otro, sacando su lengua bífida.

Cuando Genbu abrió un ojo verde en su totalidad, y lo fijó en ellos, sintió como si todo estuviera perdido.

¡Entra en el Duhkha!, le urgió su bestia.

«¿Cómo detendré a eso?»

Tú hazlo. ¡HAZLO O TOMARÉ POSESIÓN DE TU CUERPO Y LO HARÉ YO MISMO!

No. Eso sí que no.

—Po... —Era Tigresa; se volvió a verla, estaba a punto de perder el segundo estado, y notó que sus ojos, por primera vez desde que la conocía, dejaron ver un matiz prohibido para ella: temor. Temor a morir.

Sin embargo, aunque la entendía, se acercó y la hizo verle a los ojos; lo hacía con tal intensidad y cariño que sólo eran ellos y más nadie. No existía una diosa que los fuera a matar. Sonrió con todos los sentimientos que tenía por ella y, sacando valor de un lugar que no sabía que tenía (tal vez, pensó, la muerte inminente le hacía tomar riesgos), posó sus labios en su frente, justo donde debería estar el fuego crepitante.

—Hemos salido de peores, Ti... —dijo, le sonrió por última vez y se dio la vuelta, encarando a la enorme tortuga— y saldremos de esta.

Estaba decidido, si iba a morir, lo haría protegiendo a Tigresa y dándolo todo.

—¡Duhkah!

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