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VIII

Parecía que la biblioteca quedó insonorizada, porque todos enmudecieron al oír la aseveración de Fai. Shifu dio un paso atrás, tambaleante, como si se fuera a desmayar de la impresión. Los Furiosos quedaron como si les hubieran quitado la consciencia, ni siquiera parpadeaban, sólo tenían la mirada fija en Tigresa. Ella, por otro lado, estaba impertérrita, con un porte más para no flaquear el temple que de orgullo, mientras que Po, sin dejar de notar la mirada intensa del león sobre ella, le colocó una pata en el hombro a Tigresa.

—¿Estás bien? —le preguntó, pensando que tal vez aquella revelación tan de golpe frente a todos le hubiera molestado.

Tigresa asintió imperceptiblemente, lo suficiente para que él lo notara, y además, su cola se movía serpenteante y muy lenta; no estaba molesta, estaba destilando enojo. Apretó un poco el agarre en su hombro, haciéndola verlo; cuando sus ambarinos encontraron sus jades, le dijo de forma tácita que no se enojara tanto. Sin embargo, no tenía punto con qué reclamarle, él también se hubiera enojado con Fai.

La vio pestañar con una lentitud alarmante, y luego, con un suspiro tan fuerte que hizo que las aletas de la nariz se le dilataran, dejando salir el enojo contenido, se dejó caer de hombros muy poco, relajándose. Cuando el silencio parecía cada vez más condensarse alrededor de ambos, enrollándoseles en el cuello como una soga que les cortase la respiración, Shifu habló, con una voz tan suave que aún estaba conmocionado, aunque no lo exteriorizaba.

—¿Cómo lo supieron?

Apartando la mirada de Tigresa, Fai respondió.

—Al momento de verla mientras peleaba contra Suzaku —respondió, frunciendo el ceño aún más; Po se había dado cuenta que cuando hablaba de las Criaturas Divinas, su voz se teñía con un odio casi palpable—, tenía un pequeño círculo de llamas a su alrededor, como un arcoíris solar o lunar, ¿se entiende?

Shifu asintió.

—Yo no lo supe así —se hizo notar Po, y todas las miradas pasaron de Fai a él—. Yo lo sentí.

—¿Lo sentiste? —Shifu lo escrutó con la mirada.

—Sí. —Asintió—. Fue como... —dijo, haciendo aspavientos tratando de explicar aquella sensación— si algo me lo dijera. De repente percibí que algo en ella cambió. No sé cómo especificarlo. Lo más acertado sería compararlo como cuando se está meditando y... ¡¿recuerda cuando me mostró la Paz en la Cueva del Dragón y que al colocar la gota en la hoja y esta cayera al agua causara una onda?! Bueno, así.

Shifu estaba sin palabras y con una expresión de no haber entendido su explicación, o al menos, no por completo; pero era que Po no sabía muy bien cómo explicar aquello. Sólo lo sintió, fue instintivo, el día siguiente al ataque de Suzaku, al despertar, había percibido que algo en ella había cambiado, más allá de su temperatura corporal, percibía aquella sensación que él mismo notaba en sí cuando utilizaba el Chi. Y uniendo los cabos dio con que era la guerrera Fénix.

Fai, sin embargo, quien había prestado muda atención a lo que decía, lo miró, analítico.

—¿Lo sentiste? —preguntó, sosteniéndose con una pata el mentón.

—Sí.

—¿Llegaste a percibir lo mismo en mí cuando nos vimos en el Palacio Imperial?

—No —contestó Po, negando a su vez con la cabeza—. Si no me hubieras dicho que eras el Guerrero Dragón Imperial, no lo hubiera sabido.

—Ya. —Sus ojos brillaron por un instante con un fulgor, destacándole más aún el color marrón oscuro que ya eran, mientras una semisonrisa, apenas perceptible, se le formó en los labios, mirando a Po como si hubiera descubierto una cueva de oro—. Resonancia.

—¿Qué? —se extrañaron al unísono Po, Tigresa y Shifu. Con un suspiro molesto, pero sin dejar de tener esa expresión de haber descubierto algo interesante, Fai respondió.

—La Resonancia del Chi es algo común y a la vez sumamente raro, porque para que dos Chi resuenen, deben estar en sincronía; lo primero es sencillo, común, porque el Chi resuena en todos los seres vivos, en los elementos, es la energía que hay pululando por el mundo, sin embargo, que dos Chi en específico sincronicen y resuenen, es lo complicado. —Ante la incomprensión de todos, especificó—. Que un Chi, por ejemplo el mío, resuene con algún otro es simple, siempre que sea del ambiente, como mi elemento... —Concentró Chi en su pata y un pequeño tornado emanó de la punta de su garra—, porque mi Chi es más complejo que el del ambiente, pero que dos Chi complejos resuenen al mismo tiempo, al punto que el Dragón sintió el cambio en la Fénix es lo difícil, deben ser iguales o complementarse. ¿Comprenden?

—Un poco —dijo Grulla, sobrecogido, haciéndose notar por primera vez desde que Po y Tigresa entraron.

—Es decir —siguió Víbora— que aunque es difícil dicha resonancia, es posible. Sería como un lazo de amistad, ¿más o menos?

Fai movió la mano tentativamente hacia ambos lados.

—Tal vez. —Su tono le indicó a Po que no estaba diciendo la verdad, tenía esa cadencia de cuando los animales mentían—. Aunque no estoy seguro. Nunca me interesó aquello. La Resonancia, a mi punto de vista, te hace depender de otro. —Hubo una breve pausa—. No obstante, estoy casi seguro de que así es como el Dragón supo lo de la Fénix.

Y de nuevo, como si aquella conversación luego de la noticia no hubiera pasado, el lugar volvió a sumergirse en aquel frío y denso silencio. Po no le quitaba la pata del hombro a Tigresa, y se percataba mediante su tacto, cómo estaba tensa, más allá de la obvia señal del movimiento serpenteante de su cola.

—¿Es posible que desciendan más criaturas divinas? —preguntó Shifu con abatimiento, quizá se imaginaba que la respuesta sería afirmativa.

Fai asintió.

—No sé si bajarán todas —respondió—, aunque es lo más probable. Su objetivo es obvio: están matando a los guerreros. ¿Por qué? No lo sé; pero estimo que seguirán bajando hasta que nos maten a todos nosotros.

—Podría ser —dijo Grulla con vacilación— que se deba a la causa del Chi.

—Explícate —requirió el león.

—Cuando a nosotros, recién Po hubo derrotado a Kai, se nos enseñó el manejo del Chi, nos costó bastante y nos llevó tiempo aprenderlo, sin embargo, ahora nuestros estudiantes, sin razón aparente, logran manejar el Chi con una sencillez casi insultante. ¡Lo lograron a la primera!

—¿Son pandas sus alumnos? Los pandas tienen una habilidad nata para ello.

—Solo mi alumna —comentó Tigresa, con cautela.

Fai se tomó su tiempo para responder.

—Es posible. Existe la probabilidad de que haya un desequilibrio en el Chi y que eso sea la causa de que sus estudiantes tengan tales habilidades para el manejo del mismo. ¿Qué, cómo o por qué pasa eso? No tengo idea.

—¿Existe alguna manera en que podamos ayudar? —preguntó Víbora, un poco cohibida por la situación que se les estaba planteando. A Po eso le pareció un poco cómico, aunque agradecía el gesto, porque si para ella se veía difícil o sobrecogedor, para ellos, él, Tigresa y Fai, era aterrador.

—No —respondió Fai, sin verla; se volvió hacia Shifu—. No permita que ningún maestro o alumno se entrometa o quiera ayudar. No están tratando con animales cualquieras, o seres que se puedan derrotar con facilidad. Son dioses. Y si no tienen un increíble manejo del Chi para poder hacerles frente, los matarán en un parpadeo. —Ahora miró a Po y Tigresa—. Y ustedes dos, más les vale valerse con su propio Chi de una vez por todas, aprendan a controlarlo.

—Nosotros ya manejamos el Chi —saltó Po, ofendido; ¿creía que no le habría enseñado bien a Tigresa, Víbora, Grulla, Mono y Mantis?—. Sólo nos falta hacer lo que tú.

—No de la forma que deberían. —Rodó los ojos—. ¿Conoces al menos la metodología para dominar el Chi al cien por cien? Y no me refiero a curar, me refiero a dominar los estados naturales del elemento que poseen, de solidificarlo y crear cosas, de manejarlo a tal antojo de ser capaz de defenderse y atacar con él. ¿Tienes idea?

—No. —Tigresa se le adelantó a Po—. No la tenemos, ni él ni nosotros, pero eso no significa que debas ser tan pedante con Po —le replicó, inexpresiva—. ¿Y tú podrías decir cuáles son? Claro, si es que realmente las sabes.

—Claro que las sé —saltó él, molesto—. Fluidez, para percatarse del Chi del ambiente. Fuerza, para dominar la potencia del manejo. Forma, para moldearlo y crear. —Tenía una vena en la sien que parecía que iba a explotar—. ¿Por quién me tomas? Yo soy el guerrero Dragón Imperial, mi deber era proteger la Casa Imperial y al Emperador, y por ello he aprendido todo lo que se debe de aprender.

—Pero no lograste aquel dichoso deber, ¿eh? —comentó Tigresa, mordaz.

Shifu abrió los ojos con sorpresa, Po trató de ahogar su ya ahogada exclamación y los Furiosos estaban en silencio, todos contemplando cómo Tigresa le había lanzado ese dardo a Fai, y cómo éste parecía explotar, enseñando un poco los colmillos.

Ante esto, Shifu y Po intentaron salir al mismo tiempo para calmar los ánimos, él con Tigresa y Shifu con Fai, no obstante, el león, antes de que Shifu dijera palabra, salió vuelto una furia, con un ligero ventarrón que lo seguía. Las puertas de la biblioteca se cerraron con tal estrépito que pareció como si las hubieran arrojado.

Respirando con lentitud, Tigresa empezó a calmarse y tomó una expresión como si lo que hubiera pasado hacía solo unos segundos fuera una cosa insignificante. Shifu, a diferencia de ella, parecía entre contrariado por su actitud y agradecido un poco, pero fue Víbora quien habló.

—¿Sucedió algo entre ustedes tres antes de venir aquí? —le preguntó a su amiga; ella hizo un mínimo mohín como respuesta.

—No se llevan muy bien —respondió Po.

—Casi ni se nota —bromeó Mono, quien se calló al instante al toparse con la mirada fulminante de la felina.

—Muy pocas veces pierdes el control, Tigresa —intervino Shifu; ella se volvió a verlo—. ¿Qué sucedió en la Ciudad Imperial?

—Nada —respondió ella, demasiado firme.

—¿Nada? —Arqueó una ceja con incredulidad—. ¿Esperas que los Furiosos y yo creamos que ese comportamiento tan poco digno de un maestro se deba a nada? Mentir nunca ha sido tu fuerte.

Ella se dio media vuelta y salió con paso orgulloso de la biblioteca, sin mirar a ninguno, y cuando lo hizo, Shifu le dio una arqueada de cejas a Po, como tratando de preguntarle si sabía a qué se debía aquel comportamiento. Si era sincero, no lo sabía; bueno, no mucho. Sí, Fai era chocante, engreído y orgulloso, y fácilmente haría a cualquiera llegar a su límite, pero no entendía por qué Tigresa saltó de esa forma cuando Fai estaba hablando con él, no con ella.

Con una sonrisa apenada y encogiéndose de hombros, respondió:

—Es que no se llevan muy bien. —Hizo una reverencia y salió tras Tigresa.

Una vez afuera, luego de haberse tomado el tiempo para acostumbrar sus ojos de la luminiscencia de las velas en la biblioteca a la oscura penumbra del pasillo que daba afuera, siguió a Tigresa, viéndola girar en la salida del lugar, encaminándose hacia los dormitorios. Cuando salió del edificio que era la biblioteca la logró abordar explanada abajo, justo donde estaban las escaleras labradas en la montaña, que ascendiendo llegaban a los dormitorios y bajando al Salón de los Héroes.

—Ti —la llamó. Ella continuó caminando sin prestarle atención, y la luz de la luna parecía agregarle más fiereza a su andar—. ¡Ti! —la volvió a llamar, una vez estando lo suficientemente cerca para tomarla del hombro. Al hacerlo, ella se detuvo y lo miró de la misma forma que lo hacía cuando esperaba una reprimenda o queja de Shifu. Po sonrió con cariño, repitiéndole las palabras que le decía de vez en cuando, siempre que las olvidaba.

—Ti —dijo, colocándole ambas patas en los hombros y mirándola con cariño y sinceridad—, de mí no vas a obtener quejas y reclamos. —Ella parpadeó dos veces, sin decir nada ni dejar traslucir cómo o qué sentía—. Además, ¿por qué te reclamaría?

Tigresa le sostuvo la mirada, molesta.

—Ahora no nos enseñará.

—¿Y eso importa?

—¡Claro que importa! —exclamó con sorpresa—. Si no aprendemos a manejar el Chi como él, nos terminarán matando.

—No nos matarán —afirmó, como si nada, aunque dudara de ello. No sabía si viviría al final de todo esto, pero su objetivo era que ella viviera—. O eso creo.

Tigresa arqueó una ceja, ladeando un poco la cabeza.

—¿Crees? —Po asintió.

—No nos matarán porque entrenaremos. El Chi se logra manifestar con entrenamiento y meditación, ¿verdad? —Tigresa asintió—. Bueno, con ese principio podemos lograr llegar a los estados restantes.

—Es una conjetura —recalcó ella—, no es nada seguro.

—Si te das cuenta, Ti, la meditación es la base de todo el Kung Fu. ¿Por qué no de esta? —argumentó—. Si no entrenamos el Chi de guerrero podremos entrenar la Paz, y viceversa. —Le quitó una pata del hombro y, con un valor que sacó quien sabe de dónde, le dio un toquecito suave con dos dedos en la frente—. Ahora deja de pensar que nos matarán, porque no lo harán; no dejaré que pase.

Cuando le apartó las patas del hombro y la frente, respectivamente, vio que Tigresa se tocó el lugar donde le dio el toque, frunciendo un poco el ceño, aunque no de manera molesta, sino más bien como tratando de entender algo.

—¿Entrenamos esta noche? —preguntó.

Por su mente pasó lo que ella le había dicho a Lei-Lei en el restaurante, «es algo que Po y yo hacemos cuando anochece, pero no es entrenar», y se sonrojó con fuerza, sentía como si en sus mejillas tuviera pequeños volcanes en erupción.

Asintió, sin decir nada, porque sabía que al abrir la boca terminaría balbuceando o moviendo los labios sin decir palabra.

—¿Po, estás bien? —le preguntó ella—. Estás rojo. ¿Tienes fiebre; o es el frío?

Respiró pausado para poder responder.

—Tengo un poco de frío —dijo con un hilillo de voz—. ¿Te parece si en un rato nos vemos en donde siempre? Ya sabes, donde entrenamos la Paz. Debemos descansar un poco de todo lo que hicimos juntos, ¡d-de lo que hicimos con Lei-Lei esta tarde! —se apresuró a aclarar.

Tigresa parecía no entender por qué estaba así de nervioso, por lo que asintió y ambos, en silencio, enfilaron las escaleras hacia los dormitorios. A Po le parecía que el ambiente, la luz de la luna, el ulular del viento, el arrullar de los insectos, embellecían más a Tigresa, y con los nervios más calmados, esbozó una sonrisa pequeña, como escondida. Quizá no sabía qué sería de sí, si viviría o no, pero ahora, en ese momento, estaba feliz por estar a su lado; apoyándola y ayudándola, aunque ella no se percatara por completo.



Horas después, cuando Tigresa consideró que la luna estaba en la cúspide de aquel cielo negro salpicado de estrellas, decidió salir a entrenar con Po, pasando por su habitación para decírselo, aunque no lo encontró en ella, en su lugar, estaba haciéndose lo que él le dijo era una «segunda cena para tener energías». Luego de preguntarle de si era buen tiempo para entrenar, éste le respondió que sí, indicándole que la esperara donde siempre: en los lindes de los pequeños bosques de la montaña.

Salió de la cocina, que se encontraba en el mismo edificio que los dormitorios y se encaminó hacia las escaleras de piedra, cuyo ascenso daba hacia una explanada que tenía el edificio con el campo de entrenamiento de los bosques de hierro, y más al este, al borde del acantilado, el árbol de durazno donde Oogway se la pasaba meditando y donde falleció. Siguió subiendo las escaleras, llegando a una especie de claro con una que otra gran piedra por aquí y por allá y que presidía la siguiente subida, la cual llevaba a la Cueva del Dragón.

Sin embargo, cuando estaba a medio camino de llegar a la cima, una brisa poco característica de la noche la azotó; el viento siempre tendía, a tal altura, ser suave y casi como una caricia, pero este era agresivo, soplaba con fuerza. Siguiendo el origen de dónde provino el mismo, encontró a Fai, en uno de los picos del acantilado de la montaña, sentado en posición de loto, meditando. Pudo percatarse de que sus brazos estaban de un tono dorado y un ligero ventarrón, tan denso que lograba verse, lo rodeaba; él se puso de pie y con esfuerzo creó un portal, mas por la lejanía Tigresa no lograba distinguir hacia dónde era, y con un paso el león se perdió en él.

Acto seguido oyó una especie de succión tras de sí, el aire se volvió fino y con la delicadeza de un alma, como si fuera un ser etéreo, Fai se materializó dos peldaños más arriba; Tigresa pudo ver que el portal de salida, a diferencia del de entrada, no era como una cortina, sino que parecía que el aire o la realidad misma se quebrara, dejándolo salir. Él, una vez afuera, la miró con superioridad con aquellos ojos ahora grises.

—¿Qué hacías espiándome? —preguntó.

—Yo no estaba espiándote —dijo, manteniéndole la mirada.

—¿Y qué hacías aquí?

—Es el palacio donde vivo, Dragón Imperial, tengo todo el derecho de estar donde quiera. La pregunta es ¿qué hacías tú aquí?

—Meditando, como bien pudiste notar. —Ninguno de los dos daba muestras de ablandar sus expresiones, ambas eran duras e inflexibles. Fai miró por sobre el hombro de Tigresa y arqueó una ceja—. ¿Reuniones nocturnas con el Dragón, Fénix? —preguntó, con saña.

—¿Qué se supone que significa ese tono? Con quién me reúna o no, no es asunto tuyo. Ahora largo —ordenó.

Aunque la orden de Tigresa fue fuerte y clara, absoluta, Fai se quedó en el lugar, sin moverse un ápice ni dar indicios de querer hacerlo, sólo se le dibujó una sonrisa de poder en el rostro, que le daba un aspecto algo intimidante. Cuando sus ojos la encontraron, brillaron de una forma extraña.

—En la Casa de los Tigres no hubieran permitido eso —comentó, como quien no quiere la cosa, pero logró su objetivo: capturar su atención—. De hecho, me preguntó cómo reaccionarían ante la noticia.

Tigresa trató de controlar el temblor en su labio inferior; el oír sobre su Casa le tocó una fibra sensible, era como si hubieran dado en uno de sus puntos clave. Sabía muy bien que aquel comentario no era fortuito, ¡él sabía dónde estaban los demás de su especie! Sin darse cuenta, sacó sus garras, dispuesta inconscientemente a sacarle la ubicación, pero él no pasó desapercibido el gesto, se inclinó un poco mirándola como quien sabe que tiene algo de incalculable valor.

—Yo que tú replegaría esas garras, Fénix —le aconsejó con un tono amenazante, aunque un poco burlón—. No sea que te hagas daño sin querer.

¿Eso era una amenaza? ¿La estaba amenazando?

Siguió la mirada de Fai y más abajo, faltándole poco para llegar a las escaleras, Po se aproximaba. Se volvió hacia Fai y recuperando su tono plano, le preguntó:

—¿Qué quieres decir con que no se hubiera permitido? —quiso saber—. ¿Permitido qué exactamente?

Él se encogió de hombros, con una sonrisa aún más burlona, lo que le dieron unas enormes ganas de darle un buen zarpazo al rostro.

—Lo sabes muy bien —respondió—, o quizá no. —La escudriñó con la mirada—. No, diría que es el panda quien lo sabe. Después de todo, la Resonancia no se da en cualquiera, hay que tener... cualidades específicas. —Se percató de que dijo «específicas» de una forma distinta. Miró por sobre su hombro y se llevó ambas patas al cuello—. Será mejor que me vaya.

El dorado de sus brazos y el gris de sus ojos se disiparon, como si fuera acuarela, una especie de suave ventarrón empezó a arremolinarse en las patas y pies, flotando un poco. En un parpadeo despareció, aunque lo más acertado sería que se elevó como un destello en el aire, como si fuera parte del mismo, y se propulsó hacia los dormitorios. Tigresa se había quedado muda por varias razones: primera, el darse cuenta de semejante poder que tenía Fai y cómo lo controlaba, preguntándose si ella podría hacer aquello con su respectivo elemento; segundo, ira, por cómo se había sorprendido de aquello; tercero y más importante, conmoción, porque él, a propósito, le había soltado lo de la Casa de los Tigres, sabiendo que eso la carcomería por dentro y le haría preguntarle... tarde o temprano.

Se despejó, sacudiendo la cabeza, dejando de lado lo que había pasado y las preguntas que tenía dentro de sí. Vio a Po al mismo tiempo que este ondeaba una pata desde la base de las escaleras.

—¡Ti! —la saludó.

Y como si nada de lo anterior hubiera pasado realmente, siendo sustituido aquella necesidad de respuestas y ansiedad por una calma y especie de gusto porque el panda llegase, bajó al comienzo, porque bien sabía que le tomaría su tiempo subir.

No sabía qué tenía Po que siempre la hacía despejarse.



Cuando llegaron al lugar, semiescondido en el pequeño bosque que nacía por aquel extremo de la montaña donde estaba el Palacio de Jade, se sentaron en la hierba, acariciados por la brisa nocturna que Po se percató de que parecía un poco más fuerte que todos los días, como si soplara con enojo. Una vez se recuperó del agotador ascenso de las escaleras, comenzaron a meditar en posición de loto después de haber realizado los pasos de la maestría del Chi, obteniendo así Tigresa aquel brillo dorado y él el traje de maestro del Chi.

Po no tenía mucha idea de qué hacer si tenía que ser sincero consigo mismo, y no iba a decirle aquello a Tigresa, porque sabía muy bien que ella lo terminaría matando, o peor; no obstante, había razonado que lo más probable era que alcanzaran los demás estados con la meditación.

—La meditación —le había dicho Shifu en las clases que le había dado cuando regresó del Mundo Espiritual luego de vencer a Kai— es la base para despertar la Paz, y con más ahínco, el Chi, según lo que nos dejó el maestro Oogway. Así pues, Po, cuando estés intru... ¿¡me estás oyendo, panda!?

Intentaron distintas posiciones para canalizar la energía, y mientras lo hacía trataba de no dejar la mente en blanco, recordando las palabras que había dicho Fai. «Fluidez, para percatarse del Chi del ambiente. Fuerza, para dominar la potencia del manejo. Forma, para moldearlo y crear».

Fluidez, Fuerza y Forma... Fluidez, Fuerza y Forma... Fluidez...

Hmmp —suspiró alicaído—, esto no está dando resultado.

—Eso veo —convino Tigresa, con calma, sin abrir los ojos, pero con un ceño fruncido—. No puedo lograr serenarme.

—¿Por algo en especial? —preguntó; se imaginó tal vez que estaba así aún por la discusión que había tenido con Fai en la biblioteca, y que posiblemente esperara alguna queja de Shifu mañana por la mañana.

—No puedo canalizar el Chi como tú, Po —comentó, abriendo los ojos y mirándolo—. Es complicado.

—Un poco, sí —concordó asintiendo—; ¿y si intentamos con otra posición?

—¿Cuál? Probamos con distintas y nada.

—Así —dijo, y acto seguido unió ambas palmas a nivel del pecho; ella lo imitó. Ambos cerraron los ojos e intentaron meditar.

Aquella postura era la que más tenía reticencia a realizar, porque canalizaba la energía, el Chi, de una forma que no estaba del todo cómodo. Del corazón. Shifu le había explicado que cada posición de manos en la meditación ayudaba a orientar la energía de distinta forma, habían varias, pero como había estado aburrido y con hambre sólo le prestó atención a una. La del corazón, la cual tomaba lo que hubiera en su corazón y a través del mismo, manifestaba el Chi. «Es increíblemente efectiva en un momento de necesidad —le resonaron la palabras del panda rojo en la mente—, pero es un arma de doble filo, porque si tu corazón es impuro, el Chi que canalices te dañará. El Chi es la energía vital, buena y poderosa, y quien no tenga un corazón puro, sufrirá.»

Fue como si hubiera activado un interruptor dentro de él, al instante sintió como el Chi fluía por cada poro de su cuerpo, y a diferencia de siempre que lo activaba, lo sentía frío, como una gota. Se relajó para dejarse imbuir por aquella sensación...

Y abrió los ojos de golpe. Miró a su alrededor tratando de orientarse, y no reconocía el lugar. Estaba en una especie de habitación, aunque no veía final, tras su espalda solo había una negrura infinita, y al frente una especie de pared o vidrio o quién sabe qué; la estancia era de un azul tan oscuro que casi de tornaba negro; oía un rumor, como gotas cayendo y cuando vio sus pies, notó agua, una fina agua de un azul cobalto que le llegaba a los tobillos.

—¿Dónde estoy? —No supo si lo dijo o lo pensó, porque no movió los labios, pero resonó por el lugar como si estuviera dentro de un campanario—. ¿Hola?

Sólo obtuvo respuesta de su eco. Curioso, trató de ver si todo estaba en orden; bien, se dijo, tenía sus dos brazos, dos piernas, la cabeza en su lugar y no tenía dolor, aunque no llevaba su traje de Chi, sino que tenía sus pantaloncillos de siempre. Mas fue cuando se vio el pecho que se dio cuenta de que tenía una especie de marca en el lado izquierdo: un círculo de cuyo centro salía una etérea y casi transparente cadena azulada. De donde debía estar su corazón, o mejor dicho, de su corazón.

Miró con cuidado la cadena, fina, delgada, azul y como si estuviera hecha de humo o vapor, e iba desde su pecho hacia aquel cristal o pared nacarada. Parecía que hubiera algo a lo que estaba unido tras esa pared. Intentó tomar aquella cadena, pero sus patas la atravesaban, haciéndolo dudar si de verdad era real o tal vez estaba soñándolo. Sí; era probable de que se desmayara por hambre en la meditación y ahora mismo estuviera inconsciente en el suelo, teniendo esta... ¿podría llamarse pesadilla?

Sintió un tirón, uno que apenas hizo mover la cadena, pero que lo hizo caer de rodillas, chapoteando agua, presa de un dolor inaguantable. Gritó, mas no salió sonido alguno; era espantoso, como si estuvieran abriéndole la piel desde dentro. La cadena se movió de nuevo, como indicándole con fastidio que fuera hacia aquel cristal.

Lo pensó, y como no tenía otra opción más que hacerlo, caminó hacia allí. Con cada paso el agua que llegaba hasta sus tobillos se hacía más y más fría, como hielo, sólo que sin congelarse. Se detuvo en frente a la pared. «Esto no es una pared». Y en efecto, no lo era, era como hielo, agua cristalizada en una capa tan fina que formaba ese espejo cuadrado de un poco más la altura de Po.

Ahí no había nada más que oscuridad absoluta. «Qué raro», pensó, escudriñando aquel espejo. De pronto, un brillo fugaz lo recorrió, como si un rayo de sol que le diera directamente, y vio a un animal en él. A primeras tientas pensó que era su reflejo, porque era un panda, con su mismo atuendo y su misma constitución, ¡era él!, pero aquella idea se fue de inmediato al ver lo que había tras ese panda. Había un cielo que era mucho más azul que el cielo normal, una luna azul negruzco y unas nubes celestes que se ondeaban con parsimonia; detrás de él había una cascada que se originaba del cielo mismo y caía a un océano infinito; y aquel animal estaba sentado, en posición de loto, con las palmas juntas a nivel del pecho, sobre una capa de hielo formada en ese océano.

—Me he vuelto loco —musitó, sin apartar la mirada del cristal.

Y entonces, como si el que hubiera hablado fuera una señal, el panda tras el espejo abrió los ojos. Po iba a soltar una exclamación de sorpresa, aunque la misma fue tanta que lo dejó mudo. Aquellos ojos eran de un azul tan intenso que abarcaba todas las tonalidades juntas, y en lugar de pupila tenía una gota, levitando.

Cuando los ojos de ese panda lo buscaron y lo fijaron, Po sintió como si algo lo hiciera sentirse infinitamente pequeño, miserable, prescindible. Él lo miró con superioridad, y ahí fue cuando Po se dio cuenta que en el centro del pecho de aquel panda, terminaba la cadena que salía de sí mismo.

Estaba unido a él.

Le mantuvo la mirada al panda y vio que este esbozó una casi imperceptible sonrisa, cuando este intentó hablar, lo que salió fue la voz de Tigresa.

—¡Po! —lo llamó; él se quedó estático, ¿cómo demonios aquel panda tenía la voz de Tigresa. Luego sintió como si lo zarandearan—. ¡Po!

Abrió los ojos de golpe, jadeando con fuerza, y separó las manos, que las sentía como si fueran de plomo y como si las tuviera unidas con cadenas. Se palpó el pecho, sintiendo la seda de su traje de maestro del Chi, buscando la cadena, pero esta no estaba allí. Volviendo en sí y recuperando la percepción de dónde estaba, se dio cuenta de que no había cuarto, no había agua, no había cristal y no había aquel panda de ojos intensamente azules. Estaba en el mismo lugar donde meditaba con Tigresa.

La única y enorme diferencia era que cuando la vio, y notó que ella lo veía algo preocupada, se percató de que sus brazos estaban de un rojo que parecía sangre hasta el nivel de los codos y sus ojos eran rojos también, como lava.

—¡Ti! —exclamó, sorprendido y un poco aturdido—, ¡lo lograste!

Ella se inclinó un poco más hacia él, lográndolo poner nervioso por la cercanía; Po podía jurar que lograba notar el grosor de sus bigotes.

—No —dijo, muy seria, sin apartarle la mirada; ciertamente aquellos ojos rojo lava cohibían un poco, y sumado al temperamento de Tigresa, más aún—, no solo yo. Mírate.

Se miró las patas; su pelaje negro se tornó de un azul oscuro, como aquel cielo que había visto en el cristal, y el color subía hasta difuminarse a nivel de los codos. Alzó la mirada, viendo con firmeza a Tigresa, buscando su reflejo en sus ojos y al verse, se percató de que como ella, sus iris cambiaron, sólo que a azul en lugar de rojo; después se dio cuenta de que estaba a un roce de su cara y se apartó de golpe, con el corazón latiéndole a mil por hora.

Cuando hubo recuperado la calma, preguntó:

—¿Cómo lo lograste?

Admirando también sus patas con ese tono rojo, que ahora que la veía mejor a Po le parecía que le resaltaba más la barbarosidad, contestó, aunque con un tono no muy emocionado.

—Fuego —dijo, e hizo una pausa para responder—. Había fuego por donde quiera que mirara y de repente me sentí extraña, como caliente. —Hizo un gesto abarcándose a sí misma, como queriendo decir: y luego esto.

Po aún estaba conmocionado, aunque pocas veces había meditado con aquella posición de patas, esta era la primera vez que le pasaba aquello, y ahora, de un momento a otro, entró... entraron en el primer estado del Chi de los Guerreros.

—Yo... —comenzó a decir, aún sintiendo aquella cadena clavada en su pecho y como si esos ojos del panda lo miraran desde donde fuera; entonces lo comprendió— creo que conocí a mi Bestia Divina.



La dimensión de Genbu era demasiado armoniosa para el gusto de Byakko, era irritante. Se encontraba en una especie de isla o explanada, con árboles salpicados por aquí y allá, y plantas de todo tipo; dicha pradera estaba limitada por inmensas, colosales cordilleras que cuyas cimas parecían perforar el cielo de color musgo, con dos soles amarillos, como dos esferas de oro. El tigre blanco avanzó creando una estela de rayos por donde pisaba, quemando y generando arcos voltaicos a las plantas y flores.

—¿Estás lista? —le preguntó una vez hubo llegado con la tortuga. Genbu estaba reposando en el suelo, su respiración al entrar en contacto con la tierra hacía que le hierba creciera y las flores florecieran; la serpiente que tenía por cola siseó cuando lo vio.

Genbu abrió un ojo con pereza.

—¿Cuánto ha pasado? —preguntó; su voz sonó con ese tono de firme y de orgullo que la caracterizaba.

—No lo sé —respondió Byakko, apartando una enredadera que estaba creciéndole por la pata, incinerándola—. Sabes que el tiempo entre los Mundos fluye de manera distinta.

Genbu movió la cola.

—Bien. ¿Sabes cómo invocarme?

—No. Sé que cada uno de nosotros tiene una manera de aparecer, pero no conozco la tuya porque... ¡Puedes dejar de hacer crecer tanta porquería; se me están enredando! —Con un movimiento de la cola, todo quedó estático—. Gracias —masculló él. —La tortuga hizo crecer una planta de hojas purpuras, casi como una boca, que al abrirse dejó ver una especie de semilla dorada—. ¿Y esto? —La tomó.

—Cuando desciendas —le indicó—, entiérrala, dale un poco de poder y nómbrame. Deberé de aparecer.

—¿Deberías? —Un rayo bajó por el cuello del tigre, terminando a parar en el terreno.

—Sí. —La serpiente siseó con más fuerza—. Ahora vete. No me gusta que otros vengan a mi dimensión, terminan por matar todo lo que hay aquí.

Con un gruñido que sonó como un trueno, Byakko alzó una enorme garra de energía y rasgó el aire, que se abrió como si hubiera impactado un rayo en el mismo, lo atravesó y vio el Mundo Mortal, más en específico el pueblo donde residían en ese momento los tres guerreros restantes.

Entró. Sintió cómo su etéreo cuerpo se comprimía y volatilizaba, volviéndose energía y calor puro, un rayo; al llegar al Mundo Mortal fue como si le hubieran arrancado un pedazo de su esencia de un tajo, reduciendo su poder para que no afectara dicho plano dimensional. Tenía consciencia de que era intangible, sin embargo, eso no sería por mucho tiempo. Hizo arremolinar las nubes a su alrededor, que se tornaron de un tono grisáceo y empezaron a cargarse, para más tarde, con un atronador trueno, un rayo cayera en uno de los bosques en las lejanías de aquel pueblo.

Se sintió caer, vio cómo la tierra se aproximaba más y más y justo cuando impactó, el rayo se mantuvo en el sitio, como si fuera un hilo que unía cielo y tierra. Luego dicha energía fue tomando forma, descendiendo y ondulando, dejando una increíble cantidad de estática en el aire; la zona circundante al rayo en metro y medio quedó vuelta cenizas y un tigre blanco de rayas negras se formó de aquel rayo, el resto de la energía se onduló en su cuerpo formando unos pantalones negros y un qipao purpura con un diseño de un tigre a su espalda y para rematar, una magatama hecha a partir de una amatista en su oreja derecha.

Byakko estiró el cuerpo mortal, detestando aquella sensación de aprisionamiento que el mismo le confería, abriendo y cerrando las patas, adaptándose.

—Ahora entiendo por qué Suzaku perdió —dijo, agachándose y colocando la semilla dorada en el suelo—: es incómodo este cuerpo.

Con un golpe con la palma abierta introdujo la semilla en el suelo, alzó la pata al cielo y un rayo le impactó, ensortijándosele en la pata como una serpiente, la cerró en un puño y golpeó.

—¡Genbu!

Impactó. No pasó nada el instante, sin embargo, momentos después la tierra tembló con violencia, el suelo se quebró y una arenisca surgió; esta empezó a girar sobre sí misma, como un tornado, cada vez más rápido y más grande, para luego de unos segundos tomar forma. Una tortuga de rasgos delicados, de una piel, aunque escamosa, suave y de un verde claro; de ojos verdes intenso, como si contuvieran toda la naturaleza en ellos, y con una piedra por pupila. Llevaba un hanfu verde oscuro con un diseño de una tortuga en la espalda, una serpiente blanca a modo de collar al cuello y en la oreja izquierda, una magatama hecha de una esmeralda.

—Qué asco —se molestó.

—Este cuerpo es muy restrictivo —convino Byakko; suspiró señalando el pueblo con el mentón—. Ahí es donde están los guerreros de Suzaku, Wang y Seiryu.

Genbu estiró una pata, su magatama se fragmentó en destellos de luces verdes que se solidificaron en un hacha del mismo tamaño que ella. La hoja, filosa y con un brillo trémulo marrón, destelló cuando se la colocó al hombro al tocarla la luz.

—¿Vamos? —preguntó con una sonrisa que ansiaba entrar en batalla.

Byakko hizo lo mismo: su magatama se fragmentó y con destellos purpuras se formó una lanza, en cuya hoja varias corrientes eléctricas luchaban entre sí y llenaban de una estática el ambiente. Golpeó el suelo con la punta inferior, generando un círculo eléctrico que los envolvió a ambos por unos instantes.

—Vamos.

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