VII
En su dimensión del Mundo Divino, luego de haber llegado del Inframundo, se centró en armonizar con el alma de su mortal y así poder crear un vínculo espiritual. De lograrlo, podría abrirle los Puntos y así hacerlo intentar entrar en el samsara.
Complicado, ya que por fuerza, para entrar a samsara habían dos requisitos: los Puntos y las Joyas. Y para abrir los Puntos, tenía que romper los Límites. Era arriesgado, pero esperaba que su Chi no hubiera escogido a un debilucho.
Con un suspiro de derrota, que creó una estela de vapor que se elevó en espirales y se unió a las nubes, sintiéndose caer increíblemente bajo, concentró su Chi, de un azul que bailaba sobre las distintas tonalidades de dicho color, en sus zarpas y las unió, causando que del océano que había bajo él, ondeara, como si una gota hubiera caído en el centro y lo causara. Su cuerpo etéreo empezó a tomar una forma más sólida a la vez que reducía su tamaño a uno más minúsculo, comparado con las titánicas proporciones de su anterior forma.
Su Chi se le arremolinaba alrededor mientras cambiaba de forma y una vez obtenida la buscada, se separó, ondeándose en nebulosas hacia las cataratas que unían el cielo con el mar. Descendió hasta tocar el agua con sus pies, causando que una ligera onda se formase en el mar, y cuando se estabilizó, se desperezó, observando su nueva forma.
Suspiró abatido, ¿cómo había pasado de ser un majestuoso dragón a un... a un... a un panda?
Se miró la pata, abriéndola y cerrándola, tratando de confirmar si su cuerpo, aunque estuviera en su dimensión elemental, hubiera reducido su Chi; dejó escapar aire y con un gesto de la pata, como si alzara algo, ordenó a las cascadas a invertir su curso; estas dejaran de fluir de forma descendente para hacerlo ascendentemente.
«Parece que todo sigue en orden». No obstante, en esa forma se cansaba más rápido de lo normal, lo que lo extrañó, nunca hubiera pensado que un ente divino, como lo era él, podría cansarse. Además, ¿cómo demonios podía moverse su guerrero con aquel estómago? ¡Era demasiado incómodo!
Seiryu, sin nada más que perder que su abollado orgullo, se sentó sobre la superficie del agua en posición de loto, concentrando todo su Chi en formar una conexión con su guerrero. En sí no era difícil, solo tenía que hacer que su Chi y la diminuta parte del suyo que había en su mortal, resonaran juntos; lo complicado era que éste no muriera, puesto que si ambos Chi resonaran, desencadenaría una parte de su poder en su guerrero. Y el cuerpo de un mortal, con los tres Límites, se desintegraría antes de siquiera poder lograrlo.
He ahí el por qué tomó la forma de quien en ese momento era el guerrero Dragón, porque con su forma, podría resonar no solo con su Chi, sino con su alma misma, y desactivar él mismo los Límites.
Cuando percibió que conectó con el alma de aquel panda, abrió los ojos, con una sonrisa de sorpresa.
—Tiene abierto el Primero —murmuró para sí—, eso ahorra tiempo.
Ahora tenía que liberar el segundo. Los Límites, o Barreras, eran un mecanismo que todo ser mortal tenía, que ya estaba cuando las Bestias Sagradas nacieron de la energía acumulada en el mundo, y que se dividían en tres. El Primer Límite: el del Cuerpo, era la que limitaba la cantidad de Chi que el mismo podía soportar antes de colapsar; el cual, se abría con arduo entrenamiento físico y practicando el Chi. El Segundo Límite controlaba la cantidad de Chi que fluía del ambiente, que era de donde se obtenía, al cuerpo; abrir este era más complicado, ya que requería dividir el alma, pero cuando se abría, si lo hacía un Guerrero, éste manejaría su elemento, podría pasar de un estado a otro y mutar conforme a su Bestia, con sólo el cambio de ánimo siempre que sea muy fuerte. Seiryu solo tenía constancia de un solo mortal que lo hubiese logrado, una tortuga que se hacía llamar Oogway, pero como él era un mortal común, solo podía transmigrar su cuerpo en flores de durazno.
El Tercer Límite era el más complicado. No existía forma alguna de que un mortal lo abriera, era la última barrera que separaba el Mundo Mortal del Divino, y por ende, sólo un ser divino podía abrirlo.
Suspiró formando una estela de vapor, serenándose.
—Segundo Límite —murmuró con voz firme y calmada, sintiendo como si una fina cuerda se enredara en su esencia y lo uniera con algo infinitamente más lejano a él, con ese panda que era su Guerrero—: el de la Mente... —Aquella cuerda se anudó sin dejarle escapatoria, ya no había vuelta atrás—, ¡abierto!
Sintió un tirón en el pecho y por un instante, la dimensión donde se encontraba, que representaba su propia existencia, tembló, como si fuera a colapsar, y una milésima de segundo después Seiryu se tambaleó, aún sentado, y se apoyó hacia atrás en sus patas, jadeando.
El enlace estaba hecho, pudiendo sentir cómo su Chi parecía abandonarlo con mayor rapidez, siendo enviado a través de esa cuerda que lo unía al panda, hacia su Guerrero.
En su habitación en la enfermería de la Ciudad Imperial, Tigresa estaba terminando de colocarse su traje amarillo, no sin antes revisar que no tuviera ningún desgarro, abertura o algo parecido, detectando así una quemadura en la manga derecha. Frunciendo el ceño dobló un poco la manga hacia arriba, cubriéndola. Aún tenía ese sabor agridulce que le había dejado el recuerdo sobre quien dedujo, o quiso creer, eran sus padres cuando la dejaban en el orfanato, pero gracias a Po, toda aquella noche y madrugada en la que se quedaron practicando la Paz, ninguna de esas visiones la volvió a asaltar. Y para su sorpresa y extrañeza, aún podía sentir el suave tacto del panda sobre su pelaje; frotándose la muñeca para eliminar dicha sensación, salió de la habitación, rumbo a la salida del lugar.
Afuera, Po y el león que él le contó era el hermano del difunto Emperador, a quien lo incinerarían en los ritos funerarios esa misma mañana, Fai, la esperaban en la empedrada calle de la ciudad. Po con una mochila improvisada a la espalda, que Tigresa supuso tendría comida, y él, con un qipao amarillo con grabados negros. Fai la miró sin expresión aparente, con la misma seriedad que le había visto cuando la conoció en el palacio.
—¿Lista, Tigresa? —le preguntó Po, alegre, cuando llegó a su lado. Ella asintió como toda respuesta; se sentía incómoda con Fai cerca, aún la enojaba lo que le había dicho en el palacio, y más aún, por cómo había tratado a Po, como si fuera menos—. Fai nos transportará al Valle de La Paz con uno de sus portales. ¡Bárbaro!
Tigresa suspiró, aunque no enojada; había que ver la capacidad de Po para olvidar cómo lo trató el león. El labio se le curvó en una semisonrisa al saber que en pocos momentos estaría de nuevo en el Palacio de Jade, con Lei-Lei. Si entrenó durante estos días, se dijo, tal vez le diera uno libre.
—¿Listos? —se hizo notar Fai, con voz seria.
Ella no respondió, torció los labios en un gesto de fastidio, mientras que Po asentía con un brillo expectante en los ojos.
Fai realizó los pasos de la Maestría del Chi una vez, y su cuerpo emitió el característico brillo dorado que cualquier que dominara el Chi en su totalidad emanaría, el cambio pasó cuando pronunció una de las palabras que Po le había explicado. Anitya. Una corriente de aire los abrazó a los tres, como proviniendo de todas las direcciones a la vez, y Tigresa sintió cuando esa misma corriente giró alrededor de ella, para terminar llegando a Fai, ensortijándosele en los pies, como si en cualquier momento él se volvería un tornado; el pelaje de los brazos comenzó a teñírsele de dorado y se detuvo en los codos; y cuando abrió los ojos, su color cambió de oscuro a un gris intenso. Antes, cuando lo vio por primera vez, le había parecido como las cenizas de los incensarios del palacio, pero ahora que los veía con detenimiento y con menos sorpresa, se dio cuenta que a lo que más se parecían era a un huracán; cuando los ciclones eran tan grandes que tenían ese color de las nubes de lluvia.
Él separó ambos brazos, apuntando las palmas una hacia arriba y otra hacia abajo, para luego dar una palmada y acto seguido, como si hubiera tomado una cortina especialmente dura, comenzó a tirar el aire hacia los lados, separándolo. El oxígeno bajó un poco, haciendo el aire más fino y causando un ligero mareo en Tigresa, y después de unos instantes, vio que el aire, de alguna manera, estaba separado, dejando ver, como en un espejo que temblara, como una pintura en tela, el Valle de La Paz.
—Crucen —ordenó Fai, con notorio esfuerzo y tratando de no dejarlo traslucir.
Tigresa dio un paso adelante, hacia el portal, y entonces sintió unos toquecitos en el hombro, se volvió y Po la miraba con una sonrisa radiante, parecía un niño en una dulcería. Le arqueó una ceja inquisitiva, y él al notarlo, dijo:
—¿Cómo la última vez? —preguntó, aunque pareció apenado.
¿La última vez? ¿Qué había...? Oh... quería que cruzaran tomados de la pata. ¿Tenía pena de preguntarle eso o era que estaba enfermo por haber pasado la noche en el bosque, y no le dijo para no hacerla sentir mal porque fue su idea el ir? Además, ¿por qué quería cruzar así? Aquella vez fue por apuro, lo hizo por instinto, no porque quisiera, y ahora él no se sentía mal como ayer, triste, por lo que no tenía que darle la pata para hacerlo sentir mejor. Tigresa ladeó la cabeza un poco, sin comprender el por qué de eso, no obstante, la expresión de Po era de emoción por lo que presenciaba, el poder de Fai, y la miraba ansioso, que no pudo negarle la petición.
Asintió y, sin saber cómo, le estiró la pata al panda con la palma hacia arriba, como si estuviera cobrándole. Po rió ante aquello con un poco de nerviosismo y le tomó la pata, apoyando la otra sobre su dorso, bajándola, y diciéndole tácitamente que esa no era la forma, que, como él lo hacía, como si caminaran normalmente, sólo que tomados de las mismas, era la manera. Tigresa se quedó mirando sus patas tomadas, sin entender por qué los animales hacían aquello; sí, ella lo hizo anoche con Po y lo sintió bien, la ayudó a calmarse, pero ahora... como que lo hacía porque le gustaba.
—¿Vamos? —le preguntó; Tigresa asintió, no sin antes ver que Fai les lanzaba una mirada de refilón, un poco sorprendido.
Cruzaron. Fue como atravesar una catarata, un frío, como si se hubiera mojado, la embargó, todo se puso oscuro de repente, como si se hubieran tragado la luz y más nunca volviera, el aire se extinguió y el sonido también. Se sintió ingrávida mientras dio un paso, guiada por Po, para luego, un instante después, aspirar una bocanada de hermoso aire, caminando por el suelo firme del Valle de La Paz. Jadeando para recuperar el aliento y moviendo las orejas para quitarse ese pitido molesto, observó cómo Fai atrasaba el portal y llegaba con ellos, daba un suspiro para respirar y perdía aquel estado de Chi, volviendo a la normalidad, con un silbido del viento.
Tigresa sintió una sensación de volver a su hogar cuando miró las casas y hostales del valle, algo que desde lo de Kai, había empezado a sentir con respecto a ese lugar, luego de que tuviera que huir del mismo para alertar a Po. Inspiró profundo, impregnando su olfato con los olores del valle, resaltando entre todos ellos el del restaurante del señor Ping, dándose cuenta en ese momento de la enorme hambre que tenía. Y Po, como si le leyera el pensamiento, dijo:
—Vamos por unos fideos. —Comenzó a llevarla a rastras al restaurante de sus padres.
—Un momento, Po —dijo Tigresa, haciéndolo detenerse y mirando aquellos ojos jade—. Debemos ir al Palacio. —Señaló a Fai por sobre su hombro, como si no quisiera que él estuviera allí—. Hay que contarle lo que pasó a los Furiosos y a Shifu. Además —añadió con voz queda— quiero ver a Lei-Lei.
Él asintió formando un circulo con sus labios, comprendiendo; después, sin soltarla, vio por sobre el hombro de ella a Fai.
—¡Fai! —lo llamó; Tigresa ladeó un poco la mirada y lo vio fruncir el ceño.
—Guerrero Dragón Imperial para ti, Dragón —replicó este.
—¡Fai, ¿ves ese palacio allá arriba?! —preguntó haciendo caso omiso de la réplica, apuntando al Palacio de Jade—. Es el Palacio de Jade, ve hacia allá y di que vienes de parte mía y de Tigresa, los Furiosos y Shifu te recibirán bien. Adiós —agregó emprendiendo camino hacia el restaurante, llevándola con él.
Tigresa esbozó una semisonrisa mientras Po la guiaba, viendo de soslayo a Fai, incrédulo por cómo le habló Po, tratándolo como un amigo más. Giraron en una esquina y al fondo ella pudo divisar el arco de piedra de la entrada del restaurante, para momento después ser azotada por el delicioso aroma de los fideos.
Cuando entraron, además de ser recibidos por los clientes habituales del lugar, que saludaron a Po con una sonrisa, si eran pequeños, o una inclinación respetuosa de la cabeza, si eran adultos, los acogieron los dorados rayos del sol matutino, y un señor Ping que corrió, como si volara, hacia él, y lo abrazó, con tal fuerza que parecía que iba a fundirse con su hijo adoptivo.
Y mientras se separaba de él y le recriminaba de manera afectiva el no venir a visitarlo y haberlo dejado con su padre biológico, Li Shan, con todos los quehaceres del restaurante, Tigresa sintió un poquito de envidia. Aquella sensación, indebida para los maestros pero que surgía con frecuencia en el mundo del Kung Fu, ya sea por querer ser mejor que otro, o en este caso, tener lo que tiene Po: un padre afectivo, alguien que le demostrara cariño.
Debería ser lindo sentirse querido, pensó, para acallarlo un instante después. Ella no necesitaba nada. Estaba bien como estaba. Podía entrenar siempre que tuviera oportunidad, y era maestra, además del Palacio de Jade, de una alumna. Era más de lo que siquiera podría haber soñado. Pero...
—Vamos, Ti —dijo Po, sacándola de sus pensamientos, tirando de ella con suavidad a una mesa que el señor Ping les había despejado—. Mis papás nos harán unos buenos fideos y unos dumplings.
Asintió, y cuando se sentó al lado de Po en la misma mesa, escuchó un gritito de emoción inconfundible a su espalda y al volverse, la vio. Tigresa sonrió cuando Lei-Lei se precipitó hacia ella, alegre, y se detuvo a su lado, le hizo una reverencia, el saludo de maestro-alumno, y luego le dio un abrazo, comenzando a contarle todo lo que había hecho y lo arduo que había entrenado con el bosque de hierro.
—El maestro Shifu es bueno —continuó diciendo—, pero era muy... no sé, tenía algo que no terminaba de pegar con tu estilo, Tigresa.
—¿Cuántas horas entrenaste en el bosque? —le preguntó, al percatarse de que las palmas de las patas las tenía vendadas—. Sabes muy bien que para tu cuerpo no deben ser más de seis horas diarias, sin dejar de lado los intermediarios. —Su vista se posó en sus propias patas, con cicatrices en las palmas y sin sensibilidad—. O terminarás como yo.
—¡Yo quiero ser como tú! —replicó ella, mirándola a los ojos.
Tigresa sonrió y le revolvió el pelaje de la cabeza, acomodándole la flor que siempre llevaba encima.
—Y eso es bueno —dijo, haciendo espacio en el banco de su mesa para que la pandita se sentara entre Po y ella—, halagador, diría yo, pero no puedes lesionarte por tratar de imitarme o alcanzarme. Tarde o temprano lo lograrás. Ahora, ven a comer.
No tuvo que decirlo dos veces. Lei-Lei se sentó entre ambos y luego comenzó a hablar con Po animadamente, y este le respondía de igual manera. La conversación de ambos pasó de consejos que le pedía Lei-Lei a él sobre su entrenamiento, respondiéndole que no tuvo un entrenamiento propiamente dicho, sino que fue sobre la marcha, a cómo derrotó a Tai-Lung y luego a Shen. Cuando él tocó el tema de Gongmen la embargaron recuerdos de lo sucedido, trayendo de vuelta aquella sensación de enorme pérdida que le había causado la supuesta muerte de Po.
Apartó esos pensamientos de su mente, mirándolos a ambos; era extraño cómo aquellos dos pandas habían cambiado gran parte de su vida. Él aceptándola y comprendiéndola, lo que ninguno de los Cinco había hecho, o al menos, insistido luego de que les diera esquinazo, y ella... No sabía muy bien qué era lo que había hecho Lei-Lei con ella, pero lo que sí, era que se sentiría mal si ella llegase a irse o le pasara algo.
—Disfruten —dijo el señor Ping, colocando tres tazones con fideos; se dirigió a Po—. Hijo, ¿podrías ayudarme con los dumplings? Son dos bandejas grandes.
Po asintió, se puso de pie y lo acompañó. Mientras Tigresa comenzaba a comer, y Lei-Lei parecía atacar la comida, pudo ver a Po, con dos bandejas repletas de los bollos de masa en las patas, haciendo gestos, abochornado, con la cabeza. Desde lo lejos de la mesa a la cocina, podía notar el obvio sonrojo de Po, tanto que la parte blanca de su pelaje se tornó rosa; ambos padres, el ganso y el panda, tenían sendas sonrisas maliciosas mientras hacían gestos con las patas, señalándolo y luego a la mesa. ¿Estarían diciéndole que trajera los dumplings?
Cuando volvió, su pelaje comenzó a tomar su color natural, se sentó al lado de Lei-Lei y comenzó a comer. Duraron unos minutos en silencio, el cual fue roto por un sorber de los fideos de la pequeña panda, que causó una risa en la felina, y a su vez, que Po dejara caer los palillos, embobado, mirándola. Tigresa se sintió apenada por aquella demostración, siendo la primera vez que sintió dicha emoción de bochorno, por lo que fijó su mirada en su tazón como si fuera lo más interesante del mundo y siguió comiendo.
—Po —preguntó, después de un rato, ya les faltaba poco para terminar— ¿estás consciente de que debemos aprender a manejar nuestros poderes antes de que la próxima criatura descienda, cierto?
—Sí —respondió, metiéndose dos dumplings en la boca—; Fai nos ayudará con ello.
—¿Se lo pediste? —¿Qué Fai los ayudaría? ¡Pero si él no soportaba a Po! Y ella no lo soportaba a él. Era como un triángulo.
—No. —Tragó—. Se lo preguntaré cuando subamos al palacio, pero seguro acepta.
—¿Y si no?
Como toda respuesta, Po se encogió de hombros. Tigresa suspiró, sin saber cómo hacía él para no preocuparse por el panorama que tenían. O tal vez, caviló, sí lo hacía, sólo que no lo exteriorizaba; aquella idea le resultó más intrigante, lo que le hizo preguntarse si de verdad sería posible que Po fuera así, que guardara lo que le afectara para sí, cuando pareciera ser igual de transparente que el agua.
—Recuerda también que tenemos que entrenar —dijo, tomando un dumpling.
Los ojos de Lei-Lei brillaron como dos monedas recién pulidas.
—¿Entrenar?
Tigresa se detuvo ante lo que iba a decir. Si decía que ella y Po entrenaban la Paz, lo más probable era que Lei-Lei también quisiera entrenarla, y como ella aún no la podía dominar, no podía hacer que su alumna la practicara. Debía encontrar alguna otra manera.
—No es entrenar —dijo, sin sonar convincente; Lei-Lei arqueó una ceja—. Es algo que... no es entrenar. —Ahora ella frunció su pequeño ceño, sin creerle. Agh, ¿por qué tenía que tener una alumna tan perspicaz?—. Es algo que Po y yo hacemos cuando anochece, pero no es entrenar.
Pasaron tres cosas al mismo tiempo. La primera fue que Po se ahogó con los dumplings que estaba comiendo, tosiendo con brusquedad y haciendo aspavientos, tratando de obtener aire, después tomó un vaso de agua y se lo bebió despacio; fijó sus ojos en ella, como preguntándole qué acababa de decir. Lo segundo fue una risa victoriosa de Ping y Li en la cocina, desde donde los estaban mirando; el ganso estaba con ambas alas levantadas y Li con los puños apretados a nivel de la cintura, los dos en una clara expresión ganadora. Y tercero, Lei-Lei se encogió de hombros, como si aquello fuera algo que no le interesaba.
Y sin comprender por qué Po se mostró tan impactado y nervioso, y el señor Ping y Li chocando los puños, alegres, Tigresa terminó de comer en silencio, para más tarde dirigirse al palacio. Tenía muchas cosas en las que poner al día a Shifu y los Furiosos.
Después de ambos haber comido en el restaurante de sus padres, y que estos antes de irse lo llamaran de nuevo y el señor Ping le dijera que quería nietos lo más pronto posible, a lo que Li añadió que en teoría ya la tenían, señalando a Lei-Lei, que estaba en los hombros de Tigresa, Po los dejó en el lugar y se retiró, apenado, y tiempo después, aprovechando la tarde, los tres pasearon por el pueblo, deteniéndose en lugares cada vez más contrastantes. O paraban en una dulcería o puesto de fruta caramelizada, por pedido de Lei-Lei, y comían, o paraban en una tienda de armas, por pedido de Tigresa, a observar las mismas y discutir entre ambas cómo usarían cada una.
Cuando el sol empezó a ocultarse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rojizos, Po sugirió volver al palacio, puesto que aún no sabían si Fai se dirigió al mismo o se perdió por ahí. Aquello significaba enfrentarse al mortal enemigo de Po: las escaleras; las cientos y cientos de escaleras que lo llevaban a la entrada del palacio. Subieron, deteniéndose de poco en poco para poder tomar aire, recuperar las fuerzas y seguir subiendo. Él no lograba entender cómo hacía Tigresa para subirlas de un tirón, como si aquello no fuera la gran cosa, ¡cuando era una de las tareas más complicadas del mundo!
—Eres muy lento, maestro Po —rió Lei-Lei, en los hombros de Tigresa, sosteniéndose sujetándole las orejas—. Tigresa puede subirlos en un parpadeo.
Jadeando, fulminó con la mirada a la pequeña panda. Era muy sencillo decirlo estando en los hombros de Tigresa.
—Vamos, Po —lo alentó ella—, sólo faltan unos pocos.
Él alzó un dedo como una clara señal de que le diera un minutos más, solo un minuto y podría seguir. Cuando sintió que su corazón se mantendría dentro del pecho y no amenazaría con salir y explotar en miles de colores, se irguió y terminó de subir los cincuenta que le quedaban. En la cima, parado con orgullo en la entrada del Palacio de Jade, Shifu los vio, moviendo una de sus orejas.
Su mirada, como siempre, parecía severa e insondable, como si pensara de qué manera castigarlo. Un estremecimiento le recorrió la espalda al recordar cómo lo había intentado sacar del palacio cuando fue nombrado guerrero Dragón, aquello parecía haber pasado hacía miles de años.
Ambos lo saludaron con la reverencia, inclusive Lei-Lei, sin bajar de los hombros de la maestra.
—Los quiero en la biblioteca del palacio —dijo, con calma—. Veo —comentó mirando a Po— que el viaje a la Ciudad Imperial tuvo perjuicios. —Luego se volvió hacia Tigresa—. El guerrero Dragón Imperial los está esperando en dicho lugar. —Po pareció detectar cierto enojo en el panda rojo al decir aquel nombre—. Cuando arribó esta mañana nos dijo que sólo hablaría cuando ustedes estuvieran aquí.
Dicho esto, dio media vuelta y entró al palacio, desapareciendo como siempre solía hacer dos pasos después. Tigresa se bajó a Lei-Lei de los hombros, le dijo que se fuera a acostar y que mañana iniciarían unos nuevos entrenamientos, pero esta se negó, pidiéndole ir con ella; la felina endureció un poco su semblante y dijo:
—No puedes —finalizó—. Haz caso a tu maestra y ve a descansar. No insistas —añadió cuando intentó replicar de nuevo.
Sabiendo que no tendría oportunidad, Lei-Lei hizo una reverencia y se dirigió hacia los dormitorios. Viéndola irse, Po se dirigió a Tigresa, quien la veía también, con un ligero temblor en los bigotes. ¡Vaya! Esa expresión no se la conocía.
—¿Sucede algo? —preguntó con vacilación cuando se encaminaban hacia la biblioteca.
—Nada. —Po sabía que ese «nada» significaba algo, pero como no quería hacerla enojar (ya sabía muy bien lo que le pasaría si lo hacía) se abstuvo de preguntar.
Cuando llegaron a la biblioteca empujaron una de las puertas dobles. Dentro estaban Mono, Mantis, Grulla y Víbora en un lado, mirando con sospecha a Fai, quien estaba como si aquellas miradas no fueran con él, junto a Shifu, que sostenía un pergamino casi tan viejo como él mismo, de un tono amarillento y en cuyos extremos tenía unas borlas casi deshechas.
—Entren —dijo Shifu; los Furiosos voltearon hacia donde ellos, Po levantó una mano en señal de saludo y Tigresa asintió quedamente. Una vez cerca del león y el panda rojo, Fai los analizó con sus ojos oscuros. Shifu se volvió hacia él—. Bien, guerrero Dragón Imperial, ¿tendrías la amabilidad de contarnos lo que sucedió en la Ciudad Imperial y el por qué de aquel viaje del gerrero Dragón y Tigresa a la misma?
Con un gruñido, y sin apartar la mirada de Tigresa, como tratando de descifrarla, algo que Po sabía no lograría («Ni yo mismo lo he hecho después de tanto tiempo»), empezó a contar lo que sucedió desde antes de enviar el mensaje al Palacio de Jade.
—Hace una semana, ni siquiera salió el sol cuando recibimos la noticia, mediante uno de los estudiantes de su escuela, que Mu, el Guerrero de la Tortuga Negra había muerto. —Los Cinco Furiosos fueron víctima de la sorpresa: Víbora y Grulla parecieron que los hubieran golpeado, mientras que Mono y Mantis abrieron la boca en su totalidad—. Como podrán esperar, eso conmocionó al Emperador... —Po se dio cuenta de que no se refirió a este como su hermano— lo que causó que, para asegurarse de que los demás guerreros estuvieran vivos, ordenara su inmediata presencia en el Palacio Imperial.
»Teníamos constancia de que existían cinco guerreros: el Fénix, la Tortuga Negra, el Dragón, el Tigre Blanco y el Dragón Imperial, este último, sólo conocido por los integrantes de la Casa Imperial. Sin embargo, existían, vivos, solo cuatro, de los cuales uno estaba aún dormido, sin despertar su poder. —La mirada que mantenía con Tigresa se intensificó por un atisbo de momento—. En fin, en resumidas cuentas, todos los guerreros debían estar en el palacio, pero cuando llegó el Dragón, aquí presente, ella descendió.
—¿«Ella»? —inquirió Shifu, a quien el relato parecía interesarle—. ¿Quién es «ella»?
—Suzaku —respondió, frunciendo el ceño; el nombre no causó impacto en los Furiosos, mas en Tigresa sí, quien apretó las patas con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y en Shifu, quien pareció que lo hubieran noqueado.
—¿Esa Suzaku? —Las aletas de su nariz se expandieron cuando Fai asintió—. ¡No puede ser! —exclamó—. Suzaku es un ser divino, ¿cómo podría descender a nuestro mundo, al Mundo Mortal? ¿Eso... eso siquiera ha pasado alguna vez?
Fai se encogió de hombros como respuesta.
—Después atacó —suspiró—. Tenía un poder devastador. Bueno, es lógico, es un ente divino, un dios, sería ridículo si no lo tuviera. Creaba bolas de fuego, tornados, explosiones y demás con el batir de un ala, en la cual tenía su arma: un abanico rojo. —Hizo un gesto para restarle importancia al relato; luego junto sus patas—. Lo que me lleva al punto importante: la manera de detenerla.
»Logramos reducir a Suzaku con dos guerreros: el Tigre Blanco y yo. Casi morimos en el intento; no, lo correcto sería decir que uno de nosotros murió en el proceso. Cuando Suzaku estaba ya derrotada, se inmoló, cargándose al Guerrero Tigre con ella. —Ignoró a los demás maestros en la sala y miró con dureza a Po y Tigresa—. No podemos pretender que nuestra ofensiva consista en autosacrificio. Deben dominar la Trinidad del Chi: Anitya, Anatman y Duhkha; si queremos evitar que nos maten, porque no sé ustedes, pero yo no dejaré que un diosecillo de quinta venga y me mate.
Ante tal afirmación, Shifu ahogó una expresión, y Po lo comprendió; nadie en su sano juicio llamaría a las cinco criaturas divinas «diosecillo de quinta». El panda iba a reclamarle que, ya que su poder venía de uno de esos «diosecillos», al menos debería mostrar un poco de respeto, sin embargo, Shifu lo interrumpió.
—¿«Deben»? —preguntó con un tono apremiante, tal vez intuyendo lo que aquello significaba—. ¿Quiénes? Los únicos Guerreros son ustedes, Po y usted; ambos dragones.
Fai negó con la cabeza, como molesto, y apunto con una garra a Tigresa.
—Le presento a la Guerrera Fénix, Shifu.
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