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IX

Seiryu estaba contrariado por los sucesos que estaban transcurriendo, por un lado veía con buen aspecto que sus planes para establecer el enlace estaban saliendo estupendamente, pero por otro, le molestaba en gran manera que no pudiera moverse de aquella especie de confinamiento en la que estaba recluido. Ahora que tanto su esencia divina como el alma de su guerrero estaban enlazadas mediante la cadena que hizo surgir haciendo que la millonésima parte de su Chi en el panda respondiera a su llamado, su cuerpo, ahora en esa forma de panda, debía mantenerse como tal, mientras se concentraba en no perder el enlace. De hacerlo, no solo perdería el enlace matando así a su guerrero, sino que terminaría con su esencia tan reducida como si se la hubieran destruido.

Estaba como Ma Mian y Niu Tou en el Inframundo, sin poder moverse o desconcentrarse. Así, pues, sólo tenía una opción. Sin dejar de canalizar su Chi y el de su guerrero a través de la cadena, formó una proyección, cosa sencilla porque su dimensión estaba hecha en su totalidad por su Chi, su mera existencia dependía de su dimensión, y viceversa. El agua, su océano infinito, empezó a girar con violencia sobre sí misma, para más tarde reducir las revoluciones e ir dando forma a un panda.

Abrió los ojos y observó su alrededor, todo tenía unos matices ondulantes, como si la solidez de aquella proyección fuera a quebrarse en cualquier momento. Sacudió la cabeza, observándose a sí mismo sentado, en posición de loto, con los ojos cerrados y las palmas a nivel del pecho, de donde salía una cadena que se adentraba en un cuadrado de hielo suspendido al frente, levitando. Dividir su consciencia era práctico, más porque al deshacer su proyección, todo lo que hubiera visto u oído, regresaría con ese fragmento de su consciencia a su esencia original.

Concentró su Chi en una pata y, cuando este se ensortijó en la palma como una neblina azul perlada, trazó un recto movimiento en el aire, que se abrió como una cortina, dejando ver al otro lado un paraje moribundo, casi sin vida ni esencia. Nunca había estado en la dimensión de Suzaku, pero podía darse cuenta con facilidad que estaba a mucho de volver a ser la misma. El suelo, de obsidiana, dejaba ver gruesos y anchos surcos por donde alguna vez circulaba lava, el cielo estaba opaco y los seis soles que se alzaban, estaban a punto de morir.

—Es lamentable el estado en que quedó.

No le llevó mucho encontrarla, porque su luz, que siempre era de un dorado rojizo, se superpuso al depresivo entorno; no obstante, Seiryu se impresionó cuando la vio. A lo lejos, con un parpadeó débil, estaba un polluelo de fénix que apenas tenía una pelusilla roja, la cual precedía al plumaje.

—Hola, Suzaku —saludó Seiryu, con un tono cuidadoso. Sabía muy bien que la fénix tenía un temperamento explosivo y muy poca paciencia.

Suzaku abrió los ojos con parsimonia y enfocó al dragón-panda con aquellos ojos todos rojos, iris, pupila y esclerótica, donde crepitaba un fuego que parecía estar extinguiéndose. Estiró el cuello para verlo a la misma estatura, y él pudo notar que en ciertas zonas del mismo no había pelusa, solo la tensa piel.

—¿Cómo entraste a mi dimensión? —preguntó, con un hilo de voz, como si le doliera hablar.

—Entrando, lógicamente —respondió ladeando la cabeza un poco—. No es muy difícil.

—¿Quién eres en todo caso?

—¿Qué quien...? —Se miró el cuerpo—. ¡Oh, cierto! ¡Se me había olvidado! Soy yo, Seiryu.

—¿Seiryu? —Él asintió, ella entornó los ojos—. ¿Cómo terminaste en esa forma tan mediocre?

—No eres nadie para decirlo, ¿sabías? —comentó, señalándola completa. El fuego en los ojos de Suzaku refulgió.

—Solo dime a qué has venido —le espetó—. ¿Para burlarte por cómo quedé? ¡¿Es eso?! ¡Vamos, dilo! ¡Di cómo me derrotó un asqueroso mortal!

Seiryu no respondió; se mantuvo en silencio, impávido, esperando a que ella terminara de sentir lástima por sí misma. En parte la entendía, para ellos, seres todopoderosos, con habilidades y Chi que escapan de la comprensión de cualquier mortal, ser derrotado por uno es una deshonra, una humillación. No obstante, aunque lo fuese, debía hacer algo, debía convencerla para hacer lo que él. De una forma o de otra.

—No vine a eso, y lo sabes —dijo Seiryu—. Entendería que lo hiciera Byakko, o incluso Genbu, pero ni yo ni Wang lo haríamos. Nos conoces.

—¿A qué vienes, entonces? —Mantener aquella actitud la debilitaba; era entendible, porque su fuego nacía mayormente por la ira, la conmoción, el enojo, la tensión, pero con su estado actual, no podía darse el lujo de forzarlos. Debía estar calmada para poder recuperar Chi—. Habla.

—Quiero que trabajemos juntos —dijo.

La carcajada que dio la fénix resonó por la moribunda dimensión.

—Creo que escuché mal. Creí oír que querías que te ayudara. —Rió con la estridencia que pudo—. Buen chiste, Seiryu. Primero vienes con... —dijo, cambiando el todo a uno mordaz— esa forma, y ahora quieres que te ayude en algo. ¿Te recuerdo que no congeniamos?

—Escuchaste muy bien, Suzaku —repuso con voz torva—. No me hagas repetir lo mismo dos veces, que por tus estupideces y las de Byakko es que estoy aquí ahora, pidiéndote ayuda. A un dios que ni siquiera puede metamorfosear su forma completa porque no tiene Chi; ¿no te das cuenta de que, si recurro a ti, es porque no tengo a nadie más; porque es grave? —Hizo una pausa—. Ahora, responde.

Ella enmudeció al instante, fulminándolo con la mirada.

—¿Quieres que me rebaje a tu nivel? —siseó, observándolo por completo—. ¿Quieres que haga un enlace con mi guerrera? ¿A sabiendas de qué lo haría? ¿Por qué quieres que caiga tan bajo?

Seiryu se llevó una pata al entrecejo; ¿por qué no podía solo aceptar y ya? ¿Quería que fuera por las malas? Bien, sería por las malas. Aún siendo una proyección del Seiryu original, podía moldear Chi fuera de su dimensión, aunque eso requiriera perder la forma. No le importó. Su cuerpo onduló, haciendo parecer que el agua del que estaba formado fuese a explotar y una parte de la misma se separó: pequeñas esferas de agua y Chi se suspendieron tras su espalda, formando un círculo en el aire. Acto seguido hizo que esas esferas se alargaran y solidificaran, creando sendas lanzas de hielo que apuntaron a Suzaku.

—¿Caer bajo? —dijo con una calma de otro mundo, aunque destilando furia. Seiryu no defendería a capa y espada a los mortales, pero tenía que reconocerles una cosa; ellos tenían la valentía bien puesta cuando se necesitaba—. ¿Te parece que tenemos derecho a quejarnos cuando Qilin está luchando por salir? ¡Estoy protegiendo nuestra realidad, animal! Ahora deja de quejarte y enlázate con tu guerrera.

Ambos se mantuvieron un duelo de miradas, o al menos en parte, porque con un cuerpo líquido, intangible, Seiryu no tenía ojos como tal, sino que percibía el entorno como si estuviera en su forma divina completa y no en ese mortificante cuerpo de panda. Suzaku se mostró decidida a no ceder, pero no tenía elección, y eso tanto él como ella lo sabían, por lo que luego de ladear la vista, derrotada y enojada, se incineró a sí misma. Las lenguas de fuego se movían con dificultad, girando sobre sí mismas y describiendo anillos.

Por un momento pareció que no lo conseguiría, pensando que tenía que otorgarle un poco de su propio Chi, pero las llamas crecieron y fueron creando, desde abajo, el curvilíneo contorno de una hembra. Las lenguas de fuego parecían ir grabando las rayas negras del pelaje a la vez que el cuerpo, hasta que al final Suzaku tomó la forma de una tigresa. Tenía un aspecto imponente como sereno, musculatura pronunciada encubierta por el traje amarillo y el pelaje, de rostro serio y presencia intimidante; y, algo curioso, era que en su frente, las líneas negras formaban un rombo. Tal para cual, pensó cuando la vio abrir los ojos. Cuando se metamorfoseaba en la forma del actual guerrero, por un instante, se obtienen los ojos del mismo animal, para poder hacer resonar el Chi en ellos como su alma, y él logró atisbar que tenía el mismo aspecto duro y soberbio que la misma Suzaku.

Al instante, aquellos ámbares se volvieron rojos, con un pequeño fuego crepitando a modo de pupila.

—Ahora haz el enlace, Suzaku —le indicó Seiryu, sin dejar de apuntarle las lanzas—. Y ni se te ocurra matarla, porque esto podrá ser una proyección, pero tu nivel de resistencia es mínimo ahora que estás recuperándote, te mataría y sellaría por unos quinientos años si se me diera por disparar una lanza, ¿captas?

La amenazada gruñó a modo de respuesta y se sentó en posición de loto, juntando las palmas de sus patas a nivel del pecho. Una ligera estela de Chi, rojo como lava, emanó de estas y una lengua de fuego surgió del cielo, girando con ferocidad alrededor de ella y reduciéndose, hasta que se hizo lo suficientemente pequeña para abarcar el lado izquierdo de su pecho.

—Segundo Límite —murmuró; el aro de fuego fue acercándose más al pecho—: el de la Mente, ¡abierto!

El aro de fuego se descompuso, explotando en destellos que fueron a clavarse en el pecho de Suzaku; la ropa se le quemó en aquel lugar, dejando ver que debajo del pecho izquierdo, cubierto con un vendaje que empezaba a incinerarse, un círculo de cuyo centro salía una cadena de aspecto rojizo y etéreo se materializaba. La dimensión destelló por unos instantes que Seiryu pensó que se quebraría, mas logró estabilizarse, un cristal circular de obsidiana se formó frente a Suzaku y la cadena lo atravesó.

Complacido por el resultado, Seiryu separó los pliegues de la dimensión de Suzaku y se concentró para ir a la de Wang. El portal destino no mostraba más que oscuridad. Entró, su forma de agua titiló y cuando recobró la forma, estaba en una especie de biblioteca, semejante a una que él había vistado cuando lo obligaron a descender hacía siglos. Dorada como el sol y con estanterías y columnas gruesas que se perdian en el cielo. Al moverse, el suelo titiló, dejando ver que todo en esa dimensión estaba hecho de aire.

Wang estaba de espaldas a él, con la forma de un tigre de pelaje entre dorado y azul suave, repasando un rollo que reposaba extendido en una mesa, como un general planeando su estrategia. Seiryu se sintió incómodo como siempre que visitaba a Wang.

—Hola, Seiryu —dijo Wang, sin voltearse.

—Hola.

—Necesitas un favor, supongo. —Se giró y lo miró a los ojos. Seiryu se tensó de golpe, haciendo que la forma de su proyección fallase un poco.

El rostro de Wang era el de alguien preciado para Seiryu, un animal que ya había muerto y que fue el segundo animal más cercano a su corazón. Sabía que Wang lo estaba pinchando al tomar esa forma, por el simple hecho de que entre el tigre y él había ciertas similitudes en cuanto a su nacimiento.

Wang alzó una ceja.

—Vaya, Seiryu, se te ve... robusto.

—El precio de una chance de ganar.

—Curioso que haya sido con ese panda con quien formases un enlace. —Wang lo juzgó con la mirada, toda gris y un tornado por pupila—. Dime qué quieres.

—Ayuda. —Suspiró. Chasqueó los dedos y la piedrita de fuego negro que Niu Tou le entregó, apareció en la punta de sus almohadillas—. Necesito aue hagas algo por mí, algo muy importante. Puede que nuestra victoria dependa de ello.

—¿Puedo preguntar qué es?

—Encontrar el nombre secreto de Qilin.

Wang abrió los ojos con medida sorpresa.

—Pides algo imposible, el nombre secreto es algo que sólo Qilin mismo puede darnos, o en cuyo caso, el ser más cercano a su corazón o quienes lo vieron nacer.

—Exactamente —dijo Seiryu y le tendió la piedra. Explotó y el fuego envolvió a Wang de la misma forma que lo hubo hecho con él. Los ojos de Wang perdieron la arrogancia y se abrieron con sorpresa, observándolo.

—Vaya..., esto explica muchas cosas. ¿Esto de los Reinos es real?

—Son recuerdos robados de Qilin y exploratorios de Niu Tou —respondió—, son verdaderos al cien por cien.

La mente calculadora de Wang entró en acción. Sus ojos brillaron con una ansiedad y deseo de poder abismales, pero Seiryu lo cortó antes de que maquinara planes con la información que le acababa de dar.

—Buscarás el nombre secreto de Qilin y me lo entregarás, me debes lealtad, Wang. No lo olvides.

Wang sonrió.

—No te preocupes, viejo, obtendrás lo que deseas. Ahora, si me disculpas, debo poner en su sitio a mi guerrero.



«¡Dame más poder!», exigió Fai.

Fai se encontraba meditando en los lindes del pico de la montaña del Palacio de Jade, con las manos unidas a nivel del pecho, contactando con el Dragón Imperial. Le molestaba tener que pedir su ayuda, cuando en toda su vida Fai se había bastado consigo mismo; eran contadas las veces que recibió ayuda del Dragón Imperial.

Aun así, sabía que tenía que exigirle al Dragón más poder, la capacidad de canalizar más Chi para poder entrar en el tercer estado del Chi de los Guerreros. Porque tenía en claro una cosa con respecto al ingreso del Dragón y la Fénix en el segundo estado, el Anatman : no era normal.

Pareciese que tuvieron un empujón extra.

«Si no vas a darme lo que quiero —pensó, sintiendo un vacío en el estómago y enojo porque no conseguía lo que ordenaba—, al menos, te prohíbo bajar al Mundo Mortal como Suzaku».

A la risotada que retumbó en su mente, haciéndole doler la cabeza, le siguió una cadencia amenazante, pero más que todo divertida.

¿Quién eres tú para prohibirme algo, Fai Zhang?, respondió el Dragón Imperial. No más que un simple mortal que tuvo la mala suerte de que mi Chi se ajustara a tu alma. Sin mi poder, eres basura. Eres menos que eso, sólo un vulgar asesino de la Casa Imperial con un único deber. Uno que no pudiste cumplir.

«Mátame, entonces».

Me tientas, pero no..., tu muerte me traería consecuencias. Con sólo chasquear mis garras, ten por seguro que caerías muerto. La única razón por la que te conservo con vida es porque gracias a influencias externas, he logrado ver atisbos del futuro, y me da curiosidad ver si serás capaz de llegar a cumplir las expectativas.

«Eso es un no».

Evidentemente. Durante muchos años despreciaste mi poder, Fai Zhang, ¿y ahora pides más? Eres un descarado de primera. Por ahora deberás valerte por ti mismo, como siempre lo has hecho; si llegas a despertarme el interés... Bueno, las cosas podrían cambiar.

«¿Por qué?».

Aún no eres digno.

El contacto se disolvió. Fai abrió los ojos lentamente en el pico de la montaña del palacio. Gruñó por lo bajo, iracundo. ¿Qué no era digno? ¡Él era Fai Zhang, Guerrero Dragón Imperial, Sangre de la Casa Imperial, nadie podía ser más digno que él!

Cambió de posición las patas, colocándolas sobre las rodillas con las palmas hacia el cielo y uniendo el pulgar y el índice; debía meditar para poder, al menos, durar más de dos minutos en el Duhkha sin caer en un estado de muerte en vida. No obstante, de repente, el suelo tembló, al inicio pensó que era la montaña que lo hacía, pero al ver al horizonte, en uno de los bosques cercanos al Valle las nubes estaban concentradas en un solo punto, relampagueantes y negras.

Aquello no era normal, no podía serlo.

Y sus sospechas se confirmaron, cuando vio dos destellos de luz, purpura y verde, como dos pequeños soles, estrellarse en el Valle.

Luego vinieron los gritos.



La luz que se colaba en el salón de entrenamiento iluminaba el piso y le confería a las anaranjadas paredes una sensación de estar rodeados de muros en llamas, lo que incrementaba la intensidad con la cual los Furiosos instruían a sus respectivos estudiantes. Mono estaba mostrándole a su conejo, Ming, cómo mejorar su agilidad; Grulla estaba con su cerdo, Enlai, ambos manteniendo un delicado equilibrio; Mantis con Xia, la otra coneja, la hacía entrenar dando golpes o deteniendo los de él, que eran cada vez más rápidos. Por último, Víbora y Tigresa estaban entrenando con sus respectivos pandas, Yun y Lei-Lei: la felina la alentaba a practicar el Chi, aprovechando que como era una panda, tendría una facilidad nata para el mismo, mientras que la serpiente mantenía una lucha con el panda, claro está, manteniendo bajo el nivel para pelear con equidad.

Había transcurrido una semana desde que, con Po, logró llegar al primer estado del Chi de los guerreros y tres días desde que, ambos de nuevo, lograron llegar al segundo estado. Era extraño, había razonado anoche en su habitación, que lo hubieran logrado con aquella facilidad, era como si los poderes estuvieran allí, esperando a que se dignaran a usarlos. Y eso le daba mala espina. Todos los años que pasó entrenando el Kung Fu para llegar a tener el nivel que tenía, para ser la maestra especializada que era, le decían, le gritaban, que no debía de ser tan sencillo; pero era difícil discutir con la alegría que Po emanaba como una fuente al conseguirlo.

Po.

Aún no lograba entender la gama se sensaciones tan raras que empezaba a sentir cuando estaba con él. Era extraño. Algo de lo que se había dado cuenta era que le gustaba esa sensación de poder equivocarse, de las minúsculas veces que lo hacía, sin que hubiera alguna represalia. Antes, con Shifu, siempre era una crítica para mejorar si se equivocaba o hacía algo indebidamente o de forma distinta; con Po, por el contrario, en lugar de reñirla, le preguntaba cómo hacía para lograrlo. Un ejemplo de ello fue ayer, cuando estaban entrenando de noche en el mismo lugar, tratando de mantener el segundo estado por más de siete minutos, y ella había logrado llegar a nueve minutos antes de caer exhausta.

—¿Cómo lo hiciste? —le había preguntado Po, aunque cansado y jadeando, con un brillo en los ojos.

—Enojo —respondió, agotada también, con la frente perlada en sudor y el cuerpo en exceso adolorido; aquel estado la debilitaba demasiado, y ella odiaba sentirse débil—. No sé —trató de explicar cuando él la vio confundido—, sólo me molesté por no poder rendir más e inexplicablemente eso me hizo durar más. —Ladeó la cabeza, incluso ella había notado lo confuso que sonaba—. Emoción, tal vez.

Entre ambos reinó un silencio momentáneo, no más de un minuto, pero que Tigresa lo había sentido opresivo, como si esperara que Po desestimara su explicación, acotando que no era posible aquello, pero como era Po, hizo todo lo que no esperaba que hiciera.

—Tal vez... —apuntó— se deba a la emoción primordial de nuestra Bestia Divina, Ti. —Se llevó una pata al mentón, pensativo, mirando al cielo—. Recuerdo que Suzaku era muy temperamental. —Bajó la mirada y la enfocó—. Como tú. —Sonrió.

Y en efecto, aquel razonamiento conjunto fue la respuesta, porque mientras entrenaba con Lei-Lei, ella moldeando el Chi en lo que parecía una especie de arco y Tigresa, regulando su poder, creaba pequeñas esferas de fuego en las puntas de sus dedos, haciéndolas crecer o disminuir de tamaño según como enfocara sus emociones. Era confuso, pero gracias a Po lo había logrado.

El estar pensando en el panda, trajo el recuerdo de Fai en aquellas escaleras. «En la Casa de los Tigres no hubieran permitido eso [...] diría que es el panda quien lo sabe». ¿Qué era lo que sabía Po y él que no lo permitiría su Casa? ¿De qué forma le sonsacaría la ubicación de su Casa a Fai? ¿Po...?

—¡Tigresa! —la llamó Lei-Lei, sacándola de sus pensamientos.

¿Mmmm? —Vio que la pandita estaba jadeando, con las patas apoyadas sobre sus piernas; después se sentó en el suelo.

—¿Estabas observando? —le preguntó, con cierto aire ofendido—. He logrado hacer un arco de Chi. ¡Un arco! —Sonrió con cansancio; Tigresa no respondió porque no había prestado atención. Lei-Lei, al notarlo, frunció los labios—. ¿En qué pensabas?

—En nada —respondió, tratando de parecer neutral, pero con ella no podía serlo, lo que le hizo preguntarse qué hacía que no pudiera ser con Lei-Lei y Po, de la misma forma que era con todos.

—Yo creo que... —comenzó, mas no pudo terminar; un fuerte temblor sacudió el palacio.

Todos en el salón de entrenamiento dejaron lo que hacían y giraron la vista, instintivamente, hacia las puertas dobles de maderas, y se prepararon para una segunda sacudida, aunque esta no llegó. Mono y Mantis en su hombro, sonrieron como si aquello fuese una broma, restándole importancia, excepto Grulla, Víbora y Tigresa. Los tres sabían que el Valle de la Paz no era una zona donde hubieran temblores o terremotos, eso muy bien se los había explicado Oogway en vida, por lo que aquel temblor no fue natural.

Po y Shifu, que entraron precipitados al salón, con un estrépito de las puertas, se lo confirmaron. No hubo necesidad de palabras entre Po y ella, ambos se comprendieron con una mirada; sus jades estaban tan serios y a la vez tan asustados que no le quedó duda: una nueva criatura divina descendió.

—Maestro Shifu —dijo Po, cuando Tigresa comenzó a avanzar hacia él—, ¿podría apoyarnos?

—¿De qué forma? —repuso este, con una falsa calma; también se había dado cuenta.

—Con los aldeanos —siguió Tigresa, dándoles una silenciosa orden a los Furiosos con la mirada—. No deben quedarse en la zona de peligro, debemos evacuarlos. Como cuando con Tai-Lung.

—¿No pueden venir al palacio? —preguntó Po.

—Sabes que no —respondió ella, al tiempo en que Mono, Mantis, Grulla y Víbora salían como haces de luz del salón y se encaminaban al Valle—. Ustedes —dijo, dirigiéndose a los pequeños— quédense aquí.

Lei-Lei hizo gesto para replicar, pero Tigresa con una mirada la hizo abstenerse. Entendía que quisiera ir a la batalla, la emoción de la misma superaba con creces a cualquier combate de entrenamiento, sólo que no podía arriesgarla; todos menos ella.

—Iré con los Furiosos —comunicó Shifu y dos pasos después desapareció.

Con su fino oído de felino, Tigresa pudo detectar los gritos aterrados que trajo el viento, procedidos de un temblor aún más leve. Se volvió hacia Po.

—¿Listo? —le preguntó; sentía una emoción latente, tanto de adrenalina como de venganza, una especie de cuenta con saldar con las bestias por haber asesinado a Shu, si el tigre blanco viviese, él le hubiera hablado de su Casa.

—Creo —sonrió con nerviosismo.

Ambos hicieron los pasos de la maestría del Chi, recubriéndose del brillo dorado y en Po apareció su traje de Maestro. Murmuraron «Anitya», tomando cada uno los rasgos de su respectiva bestia: el pelaje de los brazos de Po, negro, se tornó de un azul intenso hasta los codos y sus ojos, jade, se volvieron de un azul que parecía contener todos los océanos en ellos; Tigresa, por su lado, sólo pudo observar cómo su pelaje anaranjado tomó el color rojo de la sangre.

Murmuraron «Anatman», entrando al segundo estado. Los brazos y ojos de Po perdieron aquella tonalidad azul y volvieron a su estado normal. En ciertas zonas de su cuerpo empezó a formarse hielo, pequeños cristales que recubrían el lugar como una segunda piel y que creaban unas especies de picos: en sus nudillos y garras, dándole un aspecto a las mismas como si pudiera despedazar a cualquiera de un tajo, y en los pómulos, confiriéndole un aspecto más orgulloso. Además, él mismo parecía emanar una especie de frío, como si a su alrededor circulara una fresca y glacial corriente.

Tigresa, sin embargo, no se quedó atrás. El pelaje y los ojos volvieron a la normalidad. Las rayas negras de su cuerpo parecían estar hechas de ceniza o humo, porque daban la sensación de que se movieran o difuminaran; de cada uno de sus dedos, surgió una delgada línea de fuego que se unían en el dorso y, una vez las cinco se volvían uno, ascendía por sus brazos hasta su nuca, dándole un aspecto como de hilos o mapa de nervios y venas; estas dos líneas que se unían, se segmentaban y recorrían cada una de las líneas negras en su rostro, dándole un color rojo negruzco, como lava en movimiento, y por último, del rombo de su frente surgía una pequeña llama.

La guerrera del Fénix abrió y cerró las patas, mientas que Po se analizaba por completo.

—Lo hicimos bien. —Po estaba contento. De pronto la mirada se le volvió seria, demasiada para ser suya; sonrió—. No morirás —aseveró asintiendo—, tenlo por seguro. No lo permitiré.

Ella se permitió esbozar una pequeña sonrisa. «Realmente Po debería establecer con claridad sus prioridades».

—Nueve minutos —dijo, concentrando el Chi en su pata.

De un momento a otro, un fuego crepitó con fuerza, ardiendo como si tuviera un sol en miniatura en su palma; las llamas empezaron a brillar y adoptaron la forma de una alabarda, de un astil rojizo y la hoja de un rojo lava con una especie de palpitar viviente. Dio un golpe en el suelo con ella y se la afincó en un hombro, para salir del salón.

Una vez afuera, en el borde de la montaña, Tigresa pudo ver lo que sucedía abajo y a un Fai que se precipitaba hacia el Valle como una flecha: gritos, destrucción y animales aterrados; todo por ellos. No lo permitiría.

Po llegó a su lado, sosteniendo su bastón de jade, sólo que este, al igual que su alabarda, emitía un rumor azul nacarado y palpitaba como si tuviera corazón propio. Él le colocó una mano en el hombro; el frío de él con el calor de ella, generó una estela de vapor.

—¿Preparada? —le preguntó; ella asintió, y antes de que pudiera reaccionar, la tomó de la pata y saltaron al vacío, hacia el Valle.

Mientras caían, Tigresa, al mismo tiempo que se la apretaba, replicó:

—¡Que no se te haga costumbre, Po!

Él volvió a verla, fijó sus ojos con los suyos un instante, para después cerrarlos y reír como un niño. Ella lo escuchó con claridad, aunque el viento le soplara en los oídos. Y aunque no lo dijera, aunque jamás se atreviera a reconocerlo en voz alta, con aquel futuro incierto que ambos tenían, aquel desolador paisaje que tenían en frente y el miedo a morir que le recorría las venas, sonrió un poco para sí, volviendo después de tanto tiempo a sentirse alegre.

De que ante lo implacable, él conservara esa chispa que lo hacía ser Po.

De que él estuviera allí.

Pero sobre todo, de estar con él en ese preciso momento.

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