Capítulo 3: Fuego
Instituto de artes, Ginebra, 28 de junio de 2019.
22.00h
Después de una larga jornada de clases, tuve que llamar a alguien para que limpiara el desastre que habían dejado mis alumnos al trabajar con la arcilla. El delicado y pulido piso de madera, ahora parecía una masacre por el color de los charcos de agua que estaban por todos lados.
Impresentable.
Y ni hablar de lo que crearon, tenía desde cajas, macetas, hasta un pene en el horno. Los alumnos no tenían mucha creatividad, me causaba gracia que una alumna llegara diciendo que era experta pero a la hora de trabajar sólo hizo una maceta básica. En vano me había cansado de decirles la importancia de representar algo auténtico con la masa de arcilla, no era tan complicado intentar hacer un corazón humano, una cabeza de algún roedor, o intentar hacer el rostro de alguien. Sólo sabían dibujar, y eso no era abocado a mi clase.
Tenía ya lista mi maleta, acompañaría a otro profesor, de lengua y literatura clásica: Éluard Williams, que también debía ir a la estación de trenes, sólo que él iría a otro pueblo. Me alegraba tener por fin compañía, había tomado la costumbre de viajar solo y dejar a mi mente divagar. La música ya no sería necesaria, menos algún libro. Estaba cansado de leer, de ver, algo que no podía satisfacerme, las historias se repetían, solo que llevaban diferentes nombres los protagonistas; habíamos hablado de que la literatura estaba muriendo poco a poco.
Entregamos nuestros pasajes y nos permitieron subir al tren, llegamos justo a tiempo para el último viaje nocturno.
—Entonces, ¿sólo vas a reprobarlos? —habló Éluard, sacándome de mi trance mental mientras miraba la ventanilla.
Él estaba sentado frente a mí, traía su maletín encima de sus piernas y yo mi bolso en el asiento a mi lado.
—No tuvieron la creatividad suficiente. Si quieren hacer macetas… pues, para eso que no estudien arte y que se vayan a un curso barato en su pueblo. Me ahorrarían horas de trabajo y disgustos —me encogí de hombros
El profesor se limitó a reírse, estaba cansado y seguro quería dormir, en sus ojeras notaba que hacía días que no podía dormir bien. Se acomodó en el asiento, llevando su cabeza hacia atrás con la almohada pequeña que rodeaba su nuca hasta sus hombros. Me sonrió antes de bajar su sombrero y cubrir su rostro con el.
Y yo que creí que tendría compañía...
Saque los audífonos grandes, esos que tenían almohadillas para que no fuera incómodo tenerlos por mucho tiempo; deje el reproductor de música en aleatorio y volví a ver el paisaje a través de la ventanilla.
La canción estaba recordándome el momento en el que la vi a ella, a la mujer que me tenía encantado, en el jardín en brazos de otro hombre. Fruncí el ceño como si sintiera repulsión otra vez.
¿Cómo puedes afectarme tanto si apenas te conozco? Pensé.
Mordía mis uñas, nervioso ante la idea que había pasado por mi mente. Y para completar mi nivel de ansiedad, la vi pasar por el reflejo del vidrio.
Algo tenía que hacer. Mi corazón pareció detenerse para no interrumpir con su insignificante sonido a la voz de esa maravillosa mujer.
Pero... ¿Qué podría decirle?
—El profesor no sabe cómo retractarse, te lo dije. Siempre tendré buenas calificaciones —habló a su móvil.
Deje mis auriculares en el bolso que había puesto a mi lado, disimuladamente me levanté para acercarme a ella cuando eligió su asiento. Esperé a que terminara de hablar.
Invadí su espacio, sentándome frente a ella cuando vi que guardó su celular.
Ella sólo hizo una leve sonrisa, incómoda y algo enrojecida. Apoyé mi mano en el respaldar de la silla, como si fuera a levantarme.
—Disculpe, ¿la molesto? —fingí cortesía.
—No, puede sentarse donde quiera. Los lugares no están asignados.
Guardé silencio un momento, deleitándome por la manera en que su cuerpo reaccionaba ante mi presencia. Sus rodillas se movían, inquietas, balanceando el borde de sus shorts anchos. En sus piernas pude darme cuenta de algunas cicatrices que tenía, permanecían en manchas oscuras, demostrándome que se trataba de una mujercita muy ansiosa, que no esperaba a que los leves coágulos de sangre seca cayeran, sino que los sacaba. Su cabello era un total desastre, intentaba peinárselo a un costado pero siempre quedaban algunas mechas sueltas. Me encantaba.
—¿A qué clase perteneces? Una de mis alumnas te ha pintado —solté de la nada.
Capté su atención, dejó de insistirle a su rebelde pelo que se acomodara, y cruzó las piernas.
—¿Qué alumna? —parecía alarmada.
—Te lo diré si me respondes primero —me acerqué un poco más adelante, apoyando mis codos en las rodillas. Necesitaba verla más de cerca…
—Estoy en el departamento de música, sólo voy algunos días por las clases de cello —retrocedió un poco, apoyando su espalda contra el respaldar del asiento.
Oh, afortunado almohadón que podía percibir en gran parte su cuerpo, que lograba acariciarla sin moverse o sentir la satisfacción de tenerla encima. Yo debía conformarme con grabar cada facción con la mirada.
—¿Me permites? —le señalé sus manos.
Contempló con extrañeza mis gestos, pero luego de algunos segundos accedió. Sus temblorosos dedos se asomaron a los míos, observé la punta de ellos, encontrándome con algunas líneas rojas, casi imperceptibles ante los ojos no detallistas. Aquel instrumento dañaba su piel, la volvía áspera.
—¿Qué encontró?
Rompió el silencio, al cabo de algunos minutos.
Me gusta la textura, igualmente. No hay nada que no me guste de ella.
—Se nota que has practicado demasiado… —solté lentamente sus manos, y volví al respaldar de mi asiento—. ¿Quieres ver la pintura? —ella asintió de inmediato—. No puedo mostrartela ahora, porque está en mi salón. Tal vez, cuando regreses a Ginebra, pueda enseñártela en mi salón de clases.
Podía percibir su pervertido pensamiento sólo con observar sus gestos, se mordió el labio para tratar de no sonreír, sus mejillas se hallaban aún más coloradas, y el sudor en su frente empezaba a aparecer, seguido de la rigidez en sus piernas.
—Lo siento —apartó la mirada, excusándose de la risa que trataba de controlar—. No sé si usted está al tanto de los rumores, pero es muy conocido por esa vieja “técnica”.
—No la entiendo… —murmuré, entrecerrando mis ojos.
—Bueno, es que algunas alumnas dicen que usted llama a su salón, cuando está solo, para… eso —hizo énfasis en la última palabra.
Su intento de sonrisa se borró cuando mostré mi semblante serio.
Que absurdo, jamás haría algo así para desprestigiar mi nombre. Al menos no con cualquiera.
Y yo que creía que pasaba desapercibido, que ya había perdido mi encanto.
Un terrible calor inundó mi cuerpo, el solo pensar una situación así… con ella. Mierda.
Apoyé mis manos cerca de mi entrepierna, para bajar un poco el buzo que traía puesto. En un primitivo intento de ocultar mis necesidades.
—Creo que a lo que se refiere es al sexo. Si el rumor fuera cierto, ya no estaría trabajando como profesor en el instituto. Le mencioné lo de la pintura porque tal vez pueda interesarle cómo se vería plasmada en un lienzo. Está en usted conocerlo, o ignorarlo. Salón 233 —me encogí de hombros, acercándome una vez más a ella—. Que pase una buena noche, señorita.
Percibí su acelerado corazón, además su respiración se volvió irregular. Al menos pude provocarla, estaba seguro de que iría al menos para comprobar esa teoría.
Regresé a mi asiento, ni siquiera vi en qué momento bajó del tren. Dormí en lo que quedaba del viaje, hasta el final de él, donde empezaba Argón.
El cielo estaba nublado, pero ni una gota bajaba. En el pueblo había mucho movimiento, las personas abundaban en los bares, en cada negocio del centro. Debía cruzar todo a pie hasta llegar a mi casa, quedaba en una cuadra en forma triangular, la fachada era antigua y tenía enormes ventanales, ubicada a unos pocos metros del suelo. El sótano era bastante espacioso, porque ahí tenía mi taller de manualidades, en ese lugar surgía la magia cada que regresaba al pueblo.
No conocía a los vecinos, no me interesaba hacer sociales aquí; cuando tenía todo en Ginebra. Así que solo sabían de mí por la placa que estaba puesta en mi puerta: Profesor de Artes manuales, Sebastian Javier Kostva.
Los muebles estaban intactos, el polvo se alzó en el aire al abrir la puerta principal. Me quité los zapatos, los pies me dolían. La madera rechinaba a cada paso que daba, y la suave luz, que irrumpía lo lúgubre de la sala, ya no me molestaba como antes.
Solté el bolso en el sillón color marfil, me deshice del saco extenso que cargué durante todo el camino de regreso, y me propuse empezar a tallar a mi preciosa musa. Esta vez me daría el gusto de trabajar ante la natural luz del dia, no me quedaría encerrado como si estuviese ocultando algo.
Su belleza sería reconocida, haría todo por lograrlo.
En mi memoria reposaban esos excitantes recuerdos de su cuerpo, hasta podía verla posar desnuda, exhibiendo perfectamente su arte… solo para mí. Me declaraba dueño de ese encanto que poseía, de sus imperfecciones aún más.
No podía, ni quería, imaginar que otro hombre acechara a la mujer que me arrastraba a la locura. Me pertenecía.
Y aunque no esté aquí, yo la inmortalizare en una escultura. Como una diosa… mi diosa.
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