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Capítulo 2: Arcilla

Instituto de artes, Ginebra, 26 de junio de 2019.
9.44h

Casi 48 horas habían transcurrido desde que pude verla. En mis clases no di teoría, yo me caracterizaba por ser un profesor muy estricto, aplicado.

¿Pero cómo podía siquiera pensar? Me la pasé viendo el dibujo que había hecho de ella, encajando las piezas en una hoja, en otra... pero me costaba imaginar cómo era el borde de sus ojos, sus pestañas. Me maldije por no haber prestado tanta atención para dibujarla a la perfección.

Y aunque su figura estaba en mi mente, fue complicado traerla a la realidad. Ni siquiera pude preguntar su nombre, no tuve el valor. Era la primera mujer que me dejaba sin aliento, sin palabras; incluso pensar era un acto de mucha fuerza. Mi mente estuvo en blanco esa noche, y por eso se habían pasado esos detalles.

Hoy estaba libre de clases, pero de igual manera tenía que quedarme aquí, pues no le hallaba el sentido volver a Argón para luego tener que viajar otra vez. El viernes sería mi última clase de la semana, ya tendría que ir viendo qué es lo que podría enseñar. Debería leer y releer los libros de arte que tengo llenándose de polvo.

No encontraba ánimos, y no podía buscarla... al menos no ahora.

Me levanté de la cama, sin muchas ganas. Arreglé como pude mi cabello y me dejé puesta la ropa que traía del día anterior. Si, estaba descuidándome bastante. Tomé el manojo de llaves que tenía para mi salón, tal vez si pasaba un buen rato ahí algo se me ocurriría.

Pasé por la cafetería, sosteniendo mi portafolio donde guardaba todos mis bocetos, los alumnos me veían asombrados, mi barba estaba un poco crecida.

—Un café para llevar —le dije a la mujer, sin saludarla previamente como siempre lo hacía.

Ella se acercó a la máquina para preparármelo, no sé si yo me sentía perseguido, o todos estaban observándome... comencé a incomodarme, a arrepentirme de salir así vestido. Pero cuando ya tuve el café en manos, hui de la mirada de los invasores. ¿A caso estaba muy desarreglado?

Me encerré en mi salón de clases, la ventaja del instituto es que yo tenía mi propio salón; enseño escultura, pero como los alumnos son de primer nivel sólo hacemos los bocetos. Y debo admitir que extraño la sensación de la arcilla húmeda en mis dedos.

No cerré la puerta con llave, eso les daría pie a otros para pensar que estaba escondiéndome con alguien, y no les daría ese gusto. Sabía que las alumnas corrían un falso rumor de que yo me había acostado con la mayoría de ellas. Ni que estuviese ebrio.

Puse el vaso térmico en la mesa rústica de nogal Ibérico que tenía, me asomé a uno de los estantes para poder sacar mi caja de herramientas con el set personal de modelado que tenía. Deje el portafolio a un costado para extraer los bocetos que había hecho de la mujer que me cautivó; deslice la tela en donde guardaba cada palillo y aguja, dejé el centro de la mesa libre para poder armar el esqueleto con alambres, haría su rostro hasta sus hombros, para probar si podía conseguir captarla.

No necesité de música para inspirarme, sólo manipulé el material como si estuviese tocando su piel, imaginándome que moldeaba sus labios con mis dedos, y no con la aguja para que pudiera tener un recuerdo de ella.

Su nariz de punta redonda, sus cejas desarregladas, los parpados cerrados, todo un arte que sólo yo quería comprender, sólo yo quería ser dueño. Sus pómulos realzados, sus mejillas finas. Lo difícil fue imitar su cabello, ella me parecía tan salvaje, tan natural, que cada ondulación que marcaba con el palillo parecía arder en mis dedos.

Bebía cada tanto el café, la luz natural de la mañana se adentraba por las ventanas con timidez.

Escuché que la puerta se abría, pero ni me tomé la molestia en mirar, estaba concentrado en hacer su cuello ahora, dándole forma a sus clavículas para simular que está desnuda. Recordé que varias veces hice a mujeres desnudas en esculturas, pero sin conocer el cuerpo de mi dama adorada, no podía.

—¿Usted no duerme?

Escuché su voz, y sentí pánico, excitación, a la vez un gran nerviosismo que recorrió cada parte de mí ser. Alcé la mirada al centro del salón, donde usualmente había una persona en cada clase para que mis alumnos pudieran dibujarla. Esta vez estaba ella, la chica del tren nocturno, estaba quitando cada pieza de su ropa, el jean había dejado marcas en su abdomen, como si le hubiera ajustado demasiado.

Mi boca estaba entreabierta, y mis ojos se deleitaban con el movimiento lento de sus manos, con la dedicación con la que se deshacía de esas prendas. Estaba en el paraíso, y no me tomé el tiempo para pensar por qué hacía esto frente a mí, sólo goce de su piel desnuda. Tenía algunos lunares, pecas, incluso estrías a un costado de su muslo. Apoyó sus brazos en su pecho, para cubrirse de mi mirada.

—¿Cómo podría? —susurré, relamiendo mis labios.

Presté atención a sus hombros, a la manera en la que sus finos dedos intentaban esconder la belleza de sus senos. Continué con mi trabajo, aunque debía admitir que quería ir a tocarla, a percibir su piel, besar cada lunar, cada marca en su cuerpo. 

—¿Profesor Sebastian? —otra voz interrumpió mi labor.

Era una alumna que estaba de pie frente a la mesa. Aparté la mirada, buscando un trapo para limpiar mis manos.

—¿Qué necesita, alumna? —aclaré mi garganta.

—Yo... no pude ir a su clase, quería preguntarle si avanzaremos más de los bocetos, es que yo ya he hecho varios y tengo experiencia en ese ámbito —apoyó una carpeta marrón grande, para mostrarme sus dibujos.

Fruncí el ceño al ver detrás de ella, no había rastros de la otra mujer, no había nada que me indicara que ella haya estado aquí. Sólo fue mi maldita imaginación.

Cuando tuve mis manos libres de la humedad que había dejado la arcilla en mis dedos, agarré una de las hojas. El dibujo representaba un día nublado en el campus del instituto, mostrando a los tres edificios de arte: el de música, el de letras, y el de artes plásticas.

Cerca de un sauce, en uno de los bancos de madera, se hallaba la mujer que me traía enloquecido. Abrí los ojos totalmente impresionado, la alumna sonrió ampliamente ante mi reacción, pues debió pensar que era una obra maravillosa. Tenía ciertos detalles que arreglar con el color, pero estaba seguro que las facciones eran de la mujer del tren.

—Éste viernes comenzaremos con el trabajo de la arcilla, no se preocupe. De igual manera, debe asistir para regularizar las faltas, ya que ocupan buena parte de las calificaciones —tragué en seco—. Es un buen dibujo, tiene algunos detalles en... —suspire de manera fugaz, ahora no me encontraba en armonía para darle una apreciación profesional—. ¿En qué punto lo has dibujado?

Ella estaba confundida, pero tomó la hoja para recordar dónde se había quedado para dibujarlo.

—En el jardín principal, cerca del aula del profesor Rice —confesó.

De inmediato le pedí que se retirara, que tenía asuntos importantes que tratar, que luego hablaríamos de ello. Lavé mis manos una vez más, dejé todo en la mesa como estaba, no quería perder tiempo para ordenar, sabía que me llevaría varias horas.

Salí del aula, cerrándola con llave para que ningún curioso se asomara, y corrí hacia el jardín. Estaba demasiado esperanzado por encontrarla, por supuesto que había bajado en este pueblo, quizás era de aquí o sólo venía a pasar clases. Me preguntaba si sería su profesor o estaba en otras cátedras.

Me escondí en uno de los pilares del edificio, y justo en el roble, como en el dibujo, pude encontrarla; estaba leyendo un libro, acostada sobre las piernas... sobre las piernas de otro chico.

Una puntada se hizo presente en el centro de mi pecho, ver esa escena me generó tanto odio y repugnancia a todo lo que yo había adorado de ella. No se supone que tendría que ser así.

Apreté mis puños, endurecí la mandíbula, hace pocos minutos estaba desnuda para mí... en la mente.

Nuestras miradas se cruzaron, me escondí.

El pulso se aceleró, comencé a sudar frío, y regrese al edificio. Una vez más, incapaz de acercarme a ella.

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