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Regresar al trabajo sin tener un vehículo no es tan fácil para nadie, sin embargo, aquellos que en esa fecha de 2022 —después de la gran cuarentena— habían tomado ese tren nocturno, vivieron el peor horror que helaría a cualquier persona.
En ese día frío y desolado de invierno, el tren subterráneo de la ciudad de Buenos Aires iba a marcha lenta por las vías, los siete pasajeros dentro de este estaban agotados. El hombre de las papas Lays ofrecía el producto a quienes estaban ahí, un niño de tan solo siete años comenzó a tironear de la ropa de su madre para despertarla, y pedirle una de las golosinas que el vendedor tenía. La madre, cansada bajo efecto de la inercia de sueño REM le contestó que no moleste más, y todo eso era presenciado por un hombre soltero de aproximadamente unos treinta años, el cual se encontraba en el medio de uno de los sillones de tela rellenos. La luz que más iluminaba ahí era la del vagón, ya que ni siquiera los focos en el techo lograban quitar el ambiente tétrico que la línea O ofrecía a sus espectadores. Bombillas con iluminación tenue que titilaban de forma repetitiva se distribuían a lo largo de cada anden que visitaban, pero para este treintañero, darle importancia a eso era demasiado, después de un día agotador de trabajo duro. Una joven venezolana de unos veintidós años llevaba a un caniche en una jaula, el cual dormía pacíficamente; el hombre deseaba estar en su lugar para poder descansar de igual forma.
—¡Papas Lays, Doritos, todo para su apetito! —anunciaba el hombre de las papas.
—¡Mami! —llamaba el niño—, ¡Cómprame una de esas papas! —agregó tironeando de la camisa Lacoste que su madre de unos cincuenta y cinco años llevaba. En el asiento de al lado había un hombre que poseía cierta similitud a un Danny DeVitto de unos cincuenta años, que se encontraba durmiendo. El treintañero, Leonardo Cabral, había realizado el recorrido hasta su casa en la localidad de Leandro Alem de la ciudad, y conocía casi como la palma de su mano la ruta que seguía cada una de las líneas del subterráneo. Línea A y B pasa por Plaza Miserere, línea C se desvía. La línea O era la que llevaba a la estación de trenes (al aire libre), Línea Alberdi que lo dirigía hasta su dulce hogar. Lo que la empresa le daba tampoco le alcanzaba para comprarse un vehículo con el fin de no tener que realizar semejante recorrido; la inflación había causado estragos en su día a día, pero aún así, él creía en la cultura de trabajo, y a pesar de todo se disponía a hacer posible su bienestar económico.
A su lado observó que el clon de Danny DeVitto se había ladeado contra el poste que había justo al costado de la salida, la cual se abrió cuando el tren se detuvo. Al cabo de un rato pudo observar la cómica escena de como la alarma que había colocada en las puertas al cerrarse lo despertaron; quizás era algo que necesitaba ver para despejarse un poco antes de regresar y ponerse a dormir.
—No rompas las bolas —replicó la madre a su hijo—; en casa tenés varias de esas que aún no comiste.
—Pero —refunfuñó el niño—... pero.
—Nada de peros —interrumpió la madre y se acostó nuevamente para dormir. Leonardo se había espabilado un poco, lo suficiente como para hablar con el calvo clon de susodicho actor.
—¡Che, hermano! —llamó la atención Leo—, ¿Eres alemence? —inquirió.
—Yo soy merlence —replicó—; vivo cerca de la Avenida del libertador, si la ubicas.
—¿Y merlences de dónde vienen? —preguntó Leo.
—Del partido de Merlo —repuso—, en la localidad homónima.
—Yo pensaba que eso se encontraba en San Luis —explicó Leo—. Yo vivo en Alem, un lugar bastante tranquilo, aunque de vez en cuando se produzcan asaltos, pero no son tantos como en otros lugares. A veces la confunden con otra localidad en la provincia, la cual tiene el mismo nombre, pero es realmente un lugar diferente; yo vivo en la ciudad, y ese otro lugar está ubicado en el campo. —Leo sabía que la gente se confundía de forma casual con las ciudades, en especial extranjeros, pero de vez en cuando algún que otro lugareño también caía en dichos errores. El tren continuó su marcha por tercera vez después de parar en una estación en Palermo, el ruido que hacía era muy fuerte, tanto así que Leo sentía que iba a golpear contra algo y haría que los pasajeros saliesen disparados. Él hubiese querido regresar a casa a realizar el trabajo que le enviaron mientras escuchaba The dark side of the moon completo en un abrir y cerrar de ojos; quizás pasaría poco antes por el Coto de zona norte en Alem para comprar mercadería que le faltaba, entre ello un par de Maruchan para no gastar tanto tiempo en cocinar algo.
—Me llamo Sergio —se presentó el hombre.
—Yo me llamo Leonardo.
Ambos hombres se dieron el puño, evitando mayor contacto que ese, pero tampoco quedándose en la nada.
—Soy fan de Carl Sagan —dijo Sergio—, ¿Lo conoces?, Habla cosas muy interesantes.
—Yo había leído Cosmos —repuso Leonardo—, es muy buen conocimiento el que te da ese hombre.
—Probablemente si más gente siguiese a científicos como él —opinó Leonardo—, habría menos negacionistas de la ciencia —agregó—. No habría gente creyendo en la existencia del movimiento perpetuo y en elites controladoras.
—Eso es cierto —convino Sergio—, ¿y vienes del trabajo?
—Sí —replicó Leonardo—, mi jefe está loco, quiere que todos los empleados usemos un Segway para que no gastemos tiempo productivo en caminar —explicó—... Ya me imagino como van a hacer para subir y bajar escalones. —Imaginó a la gente de su apartamento bancario saliendo cada uno en una de esas máquinas, a montones, y lo que pensaría quien vea semejante show.
El tren volvió a detenerse en la fría estación, pero nadie bajo al igual que tampoco subió gente, ya que el andén estaba vacío, salvo por una rata color negro que corría por la zona. Leo en ese momento sintió un olor similar a la descomposición. La alarma bramó nuevamente y la puerta se cerró. El subte regresó a su marcha. El tren se movía de lado a lado, y el sonido que hacía era tan fuerte que hacía a Leo sentir que sus tímpanos iban a romperse; a veces parecía que de verdad estaba fuera de control, o al menos hasta llegar a la estación que seguía. El letrero que marcaba los lugares donde se ubicaban los andenes se había averiado un buen tiempo atrás, así que Leo se levantaba para ver la inscripción y no perderse.
—La cosa está jodida acá —dijo Sergio—, demasiada emisión monetaria; están estafándonos desde arriba.
—La cosa no parece mejorar —replicó Leo—, la gente esta se pone en contra de quienes ganan mediante el trabajo.
—Díganmelo a mi —dijo una voz, Leo volteó y vio a la chica venezolana—El gobiernante dónde vivo es un psicópata, se mete en esas vainas que usan los políticos corruptos para seguir robando. —agregó. En su vida allá, tampoco la paso de maravilla; la universidad era inaccesible para ella, y por ende, sus sueños eran imposibles de cumplirse. Hay un dicho que los viejos solían decir: «Seguir tus sueños es un privilegio para el que puede».
—Eso es triste —vociferó Leo—; demasiado.
—Vamos por ese rumbo —agregó Sergio—, si es que ya no llegamos
—Me llamo Melanie —se presento la chica venezolana—; Melanie Ortiz.
—Encantado —replicó Leo.
Se escuchó un sonido fuerte, similar a un rayo o derrumbe, el cual despertó al Chihuahua de Melanie, que comenzó a ladrar. Leo atinó a taparse los oídos por instinto hasta que cesó, el niño solamente comenzó a preguntar «¿¡Qué es eso!?» a su madre, y ella también se había espabilado del susto.
—¿Qué mierda fue ese ruido? —inquirió Leonardo.
Sergio observaba hacia todos los lados en un silencio absoluto, mientras que el sonido acallaba. Leonardo se levantó rápido del asiento y volteó a su alrededor para saber de dónde provenía aquello que les perturbo el viaje. Otro sonido, esta vez metálico se hizo presente en el lugar, y algo empujó a toda esa gente hacia el borde del tren; fue la inercia en el momento en que el tren se detuvo.
—¿Qué mierda acaba de pasar? —inquirió Leonardo con un ademán de duda y algo de nervios— ¿Qué fue eso?
—¡La concha de la lora! —gritó el hombre de las papas al caer; todo el contenido de la caja se había desparramado por el suelo.
—¡Amen! —bramó la madre con el niño.
Las luces del metro comenzaron a parpadear al igual que el de los andenes, y prosiguió así hasta desvanecerse, entonces en ese momento las frías penumbras bañaron a sus pasajeros. No se veía el inscripto de las estaciones y tampoco el panfleto pegado en el vidrio aunque había memorizado que rezaba: «Si estuviste en algún lugar con altos contagios de Covid-19, y presentas algunos de estos síntomas, ve a una clínica o un hospital para que te traten rápido».
—No veo un carajo —dijo Sergio.
—Coño —exclamó Melanie—... ¿Ahora qué ha pasado?
—Ni idea —replicó Leonardo, alcanza su maletín y lo abrió. Comenzó a revolver dentro: había archivos de oficina, registros y panfletos del Subway de su zona. Melanie y Sergio miraban al muchacho con lo poco que atinaban a distinguir entre la oscuridad.
—¿Buscas algo? —preguntó Sergio.
—Una linterna —replicó Leo—; creo que tengo alguna por aquí.
—¡Mami! —exclamaba el niño con mucha tensión— ¡Tengo miedo!
Leonardo halló un artefacto muy pequeño, similar a un láser rojo, pero con una cola bastante amplia, y presionó un botón con el pulgar de la mano con el que lo sujetaba. Una luz blanca se desprendió de este, dando a Melanie y Sergio en la cara.
—¡Calma! —exclamó Sergio— ¡Me encegueces!
—Perdón —repuso Leonardo y enfocó la linterna hacia una de las ventanas del tren, sin embargo, tras ello no se encontraba la pared del carril opuesto de vías tal cual esperaba ver, sino que él logró observar una esfera algo ovalada de un color grisáceo oscuro que se movía; y siendo más detallistas logró distinguir unos pequeños vellos que salían de esta (aunque era en su mayoría muy calva).
—¡Mierda! —exclamó Leonardo, su piel se puso de gallina. La linterna casi se le resbala de la mano, pero logró sostenerla en el aire, cuando apuntando al suelo logró ver una pequeña araña moviéndose en su pierna. Se sacudió la misma con el brazo, y una vez que está huyó, volvió a apuntar hacia la ventana.
—¡¿Qué carajos es esa cosa?! —inquirió Sergio mientras observaba con nervios. El objeto de la ventana se movió, y emitió un sonido similar a unas pisadas en un suelo metálico, el cual hizo que a cada uno de los pasajeros le recorría un escalofrío en la espina dorsal. Leonardo ahí lo notó; había unos quelíceros de araña, y unas patas se asomaban por una pequeña abertura, todo eso en primera plana, tras la ventana del metro...
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