Sentía mi respiración agitada, mi corazón salir de mi pecho.

Quién lo diría, por fin escuche a Frank y a mi voz interior...en general creo a todos aquellos que se desesperaban diciéndome: ¡Háblele, idiota!

Me acercaba a ella paso a paso, esa dama angelical que alguien la había hecho pasar malos tragos.
Me senté en el asiento de enfrente, justo en el mismo vagón de ella. Mientras esperábamos la llegada de ella, nuestras miradas estaban fijas uno al otro.

Pude avisar un poco de temor en su rostro, pero no se paró de su asiento. Mis rodillas me temblaban, estoy seguro que si de no ser por que me encontraba sentado, mi cuerpo se iba a desvanecer como plomo.

El tren Edur como siempre nos enseñaba por sus finos cristales y marcos de madera pintados de dorado, sus hermosos paisajes blancos, la nieve estaba en su punto, podía ver a lo lejos volar a algunas aves despistadas.

Y entonces, llegamos. Mi bella dama de abrigo rojo, con una cara cansada me dibujo una sonrisa...«que ido, babeando un charco completo».

La dama de abrigo rojo se encaminó a la puerta, me dispuse a seguirla. La verdad me había perdido en que estación estaba, pero eso no importaba, solo el hecho de cuidarla y asegurarme de que llegara a su destino, sana y salva...aunque eso significara verme como acosador.

Bajamos del Tren Edur, pasamos la estación a toda prisa, nos encontrábamos en un pueblito encantador, con calles empedradas y casas que parecían como las que hacía de jengibre mi abuela cada navidad.

Y sobre esa imagen tan encantadora, mi ángel dama iba caminando con dirección al oeste. Yo caminaba un poco más atrás. 

—«Iba cuidandola, como el girasol que regaba mi madre todas las mañanas, con la finalidad de crecer». — Era lo que me repetía ante esta locura. O al menos lo era, hasta que me tocó aquella escena...