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Prólogo

Calixtho, otrora gran reino y sede de una de las monarquías más estables y poderosas del mundo, realizó una transición pacífica hacia un modelo político más democrático. Quizás se debía a la existencia de un Senado desde el origen mismo del reino y a la costumbre que tenía el pueblo de expresar sus opiniones a través del voto. Por supuesto, la paz no significa calma absoluta y las voces de protesta no tardaron en alzarse.

No fueron las siete casas nobles que ostentaban el título de fundadoras del reino, ni las burguesas que poseían casi todas las riquezas de aquel vasto territorio, sino los reinos vecinos. Para ellos, era inconcebible otorgar tal poder a simples campesinos y artesanos, ¡ya habían tolerado demasiado el libertinaje y las obscenas costumbres de Calixtho! Era hora de darles una lección y con ello, evitar que sus propios súbditos se inspiraran demasiado en sus políticas.

¡Una presidenta y un presidente! ¡Un Senado al que debían responder! ¡Una población con el poder de decidir sobre su futuro! ¡Una reina que compartía el mando con aquellos entes democráticos! Fin de mundo, el horror, una abominación que debía ser destruida a cualquier precio. Por supuesto, esas nunca serían las razones que darían como válidas para iniciar cualquier conflicto.

Esa era la situación política en la que se encontraba Calixtho y sus vecinos cuando publiqué mi sexto libro, todo un éxito en ventas y según muchos expertos, una obra que se convertiría en una referencia para futuros escritores. Yo solo había unido palabras para contar una historia, si ellos lo consideraban tan valioso, ¿quién era yo para contradecirles?

Escritora estrella con tan solo veintiún años recién cumplidos, un departamento para mi sola y una vida de lujos por delante. El sueño de cualquier escritor hasta que lograba cumplirlo.

Admiré las blancas paredes de mi nuevo hogar, era masivo, una pequeña indulgencia que había decidido disfrutar. Después de vivir en una diminuta granja en Lerei, disfrutar de un lugar así era un sueño para mí.

Salvo que ahora era mi peor enemigo. Sus paredes devoraban mi inspiración, sus amplias ventanas eran testigos burlones de mi desesperación y su suelo de parqué devoraba gustoso todas las hojas arrugadas que lanzaba en su dirección.

Escribir era mi vida, el sonido de las teclas de mi máquina de escribir eran el consuelo que no sabía que necesitaba y que descubrí a la edad de doce años en la escuela. No hacerlo, incluso si era por algún absurdo bloqueo artístico me desesperaba a niveles insoportables.

Claro, fuera de mi prisión de concreto y cristal la vida seguía su curso con crueles pasos. La política y los conflictos se desarrollaban y poco a poco el tono de los locutores de radio se hacía cada vez más sombrío y desesperanzador.

—Luthier reafirma su postura de no agresión en lo que respecta a las políticas de Calixtho. —Aquel tono tan angustiado que me hizo levantar la vista del teclado y de la hoja en blanco que descansaba sobre él. Por primera vez en semanas miré el radio, siempre sintonizado en la misma emisora, no que prestara demasiada atención, solo quería la música de fondo no las noticias, estas solían desaparecer en algún rincón de mi mente, ahogadas por mis gritos internos ante la falta de ideas.

—Tasmandar asegura que Calixtho debería ofrecer precios más accesibles para el comercio marítimo.

—Es nuestro mar —bufé en dirección a la radio—. Cobramos lo justo por el derecho a usar nuestros puertos y rutas comerciales. No es nuestra culpa que hayamos crecido y ellos perdieran el tiempo en conflictos internos.

—Por otra parte, Ethion se niega a cesar las prácticas armamentísticas en la frontera. Han obligado a los habitantes extra—muros a regresar detrás de las murallas. La zona sur de Lerei enfrenta una migración masiva nunca antes vista.

—¡Será posible! —exclamé. Por primera vez las hojas en blanco y la máquina silenciosa habían dejado de ser el problema. ¿Cuándo había empeorado el mundo? ¿Tan alejada había estado de la realidad?

—Hekima y Cathatica enfrentan sus navíos en los mares del norte. Hekima reclama sus derechos de pesca en aguas orientales alegando que Cathatica mantiene el monopolio del aceite de ballena y sus navíos y hombres intimidan a los pocos pescadores que se atreven a enfrentarlos.

Las noticias y opiniones continuaron. Cada una más grave que la anterior. Tasmandar se negaba a reunirse con los presidentes de Calixtho y exigían hablar con la reina, una jovenzuela de mi edad que alegaba no tener la autoridad suficiente para tal responsabilidad y que exigía al rey de Tasmandar que respetara los nuevos gobernantes de Calixtho.

—Si desean un acuerdo, deben respetar nuestras leyes y costumbres —exigió con firmeza. Su tono de voz provocó un escalofrío en mi espalda. ¿Quién podía imaginar que una voz tan sedosa pudiera esconder tal autoridad? Mis manos regresaron al teclado y transcribieron algunas palabras. El inicio de un nuevo libro.

—¡Yo no me reúno con campesinos! —Las violentas y tercas palabras del rey de Tasmandar marcaron el inicio del fin.

El diálogo entre ambos territorios cesó, las zonas del muro correspondientes a las ciudades de Cyril y Elián reforzaron sus defensas y durante días una tensa calma descendió sobre las calles de Calixtho.

La reina, confiada como otras en aquellos muros antiguos, esperó paciente a que Tasmandar cambiara de opinión. Incluso envió al presidente en un viaje diplomático a la frontera. Una oportunidad para que Tasmandar evaluara su buena intención y lo aceptara como intermediario. Era un hombre, alguien digno de confianza según sus culturas.

Al parecer también era digno de sus balas. Tasmandar disparó el primer tiro de una guerra que bien podría haberse evitado. O eso creí en ese momento.

Días después, Calixtho respondió a la declaración de guerra de Tasmandar y yo, como muchos jóvenes mayores de dieciocho años de edad, recibí la carta de reclutamiento. Un sobre beige con el conocido membrete de la casa real, el león y su corona. En tiempos de paz solo era un ritual de paso entre la adolescencia y la adultez. En algunos hogares tus padres no te consideraban adulto hasta que llegaba el dichoso sobre y te veían marchar con una mochila sobre los hombros, solo para regresar un año después, quizás más alto, con el cabello corto y músculos en zonas donde no creías pudieran existir.

Observé el sobre, descansaba sobre la mesa, como si se burlara de mí. Mis dedos rozaron los bordes, suaves y severos. Era un papel caro. Di un trago a mi botella de licor de caña y tosí en cuanto el alcohol golpeó mi garganta. Maldito sobre, maldito el rey de Tasmandar y maldito sistema militar. Frente a mí se encontraba mi máquina de escribir y una pila de 50 hojas perfectamente alineadas. Un año, debería dejar de escribir durante un año.

—¿Quién sabe cuánto más? —mascullé hacia la botella—. Quién sabe si terminaré destinada al frente y si moriré como una estúpida.

—Vaya ánimo, amiga —respondió una voz profunda desde la puerta de entrada. Bufé en respuesta y di un largo trago a la botella. Solo era Jenet, amiga de la infancia y primera lectora absoluta de todos mis libros— ¿Cómo va esa nueva novela?

Ingresó a mi habitación como dueña y señora de la casa, su largo cabello oscuro rebotaba con cada uno de sus elegantes pasos y sus ojos brillaron traviesos al encontrarme desparramada sobre la mesa de trabajo.

—Vete de aquí —gruñí—. No va a ninguna parte. Eso es lo que sucede. —Arrojé el sobre en su dirección.

—Oh, yo también recibí uno. ¿Te ha tocado en Ka o en Lerei? —inquirió como una adolescente que le pregunta a su amiga si irán a la misma escuela. Bueno, era una escuela, solo que con armas y gente gritando las 24 horas del día.

—No lo sé, no lo he abierto. —Me encogí de hombros y di un nuevo trago a la botella.

—Si eres dramática —Jenet abrió el sobre por mí y leyó el contenido de la carta. Segundos después, un agudo chillido y sus brinquitos reverberaron en mi habitación. Por suerte estaba acostumbrada tales reacciones y no arrojé la botella— ¡Estamos juntas!

—¡Genial! ¡Moriremos juntas!

—No seas tonta, no van a enviar reclutas al frente. Estaremos bien. Tenemos cuatro murallas que nos resguardan. —Dio un par de palmadas a mi espalda—. Vamos a estar bien, Xanthe.

—Murallas que nos protegían cuando nos arrojábamos flechas y lanzas, quizás alguna roca con catapultas. Ahora tenemos bombas y aviones. Las murallas no tienen mucho sentido.

—No podemos escapar de esto. Debemos presentarnos mañana. Tómalo como una oportunidad para inspirarte, cambiar de aires. Este lugar vacío y solitario no te está haciendo bien.

Levanté la cabeza y suspiré. Si lo pensaba con frialdad, Jenet tenía razón. El departamento me ahogaba, sus paredes succionaban las letras de mis dedos y me destruía poco a poco. Una habitación repleta de reclutas durmiendo, compartiendo historias y sufriendo juntas podía ser una fuente inagotable de inspiración.

—Quien sabe, Xanthe, quizás encuentres allí al amor de tu vida.

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