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Epístolas para el frente

«Querida Jenet,

No tengo palabras que alcancen a expresar mis sentimientos en este momento. Sé que te burlarías si me vieras, una escritora sin palabras, pero la situación así lo merece.

¿Quién iba a pensar que en nuestra juventud viviríamos una guerra? Generaciones de paz y armonía nos precedieron y no teníamos motivos para imaginar que lo nuestro sería, por alguna razón, diferente.

Sin embargo, ya no quiero hablar de esto, no tengo derecho alguno a quejarme si no estoy junto a ustedes, luchando hombro con hombro contra el enemigo que nos roba el alimento de las mesas y la paz durante las noches.

Tengo a mi hermana aquí, a mi madre y a la bruja mayor, te encantaría conocerla, seguro que se llevarían muy bien.

Adjunto en este correo los capítulos de mi nueva novela. He tenido la suerte de encontrar una excelente fuente de inspiración para mi alma y mi corazón, aunque ella solo se concentre en el cuerpo.

No puedo decir más, así que desde ya te pido que no insistas.

Cuídate, Jenet, quiero verte con vida una vez más, no puedo quedarme sin mi lectora de prueba y mi mejor amiga.

Te quiere, Xanthe».

Doblé con cuidado el papel y lo introduje en un sobre, pegué la estampilla y anoté el número de pelotón, el grado y el destinatario de la carta en el exterior. Observé los dos sobres vacíos que me faltaba por llenar y suspiré, Dyrk y Erroll también escucharían de mí.

Había pospuesto demasiado esta actividad y mis amigos no se merecían eso.

En cuanto terminé con las cartas miré por la ventana. El sol se encontraba aún sobre los tejados de los edificios más bajos. La oficina de correos aún debía de estar abierta. Tomé las cartas y mi chaqueta de cuero, las noches empezaban a ser frías y los árboles perdían ya sus hojas.

—Oh, Xanthe, ¿vas de salida? —inquirió mi madre desde el sofá de la sala. En sus manos se encontraba un voluminoso libro, sin duda, algún clásico de la literatura.

—Voy a la oficina de correos, quiero hacerles llegar unas cartas a unos compañeros del pelotón —agité los paquetes.

—Envíales algo de comer, quizás galletas, les caerían muy bien —aconsejó.

Mi mente de inmediato viajó al reportaje de aquella locutora pesimista. Si lo que decía era cierto, mis amigos necesitarían más que simples galletas.

—Llévate a tu hermana —gruñó Rianna desde el sillón contrario al sofá. Después de hablarme regresó la mirada al periódico. Según ella, estaba resuelta a buscar un trabajo decente y contribuir así a los gastos del hogar. Había muchas plazas libres debido al reclutamiento, prácticamente podías apuntar a un punto al azar en los anuncios y ser elegido para el puesto. Por supuesto, nada satisfacía los elevados estándares de mi querida terrateniente.

Kate llegó corriendo y se aferró a mi pierna con fuerza. Sus enormes ojos me miraron con esperanza. Hacía días que no salía de casa, su amiga Veka, había perdido a su hermano en el frente y desde entonces había empezado a faltar a la escuela.

—Está bien, abrígate mejor, enana, y date prisa, no quiero que cierren la oficina en mis narices.

La enana desapareció en menos de un suspiro de mi vista, lo siguiente que escuché fue la puerta de su habitación. Permanecí de pie entre mi madre y Rianna, atrapada entre la incomodidad y la satisfacción. Mi querida madrastra apenas y se atrevía a mirarme.

—¿Le enviarás tu nuevo libro a Jenet? —preguntó mi madre al notar el sobre grueso que llevaba en mis manos.

—Sí, es una copia —sonreí, mi pecho se llenaba de una inusitada calidez cuando mi madre se tomaba el tiempo de preguntar por mis libros o recordaba mi rutina con los mismos.

—Es una buena chica, espero que se encuentre bien en el frente. —Frunció el ceño y los labios y por primera vez fui consciente de los años que pesaban sobre los hombros de mi madre—. Esto es horrible.

—De seguro pasará pronto —ofrecí el único consuelo posible, no había más que decir. Era lo que repetía la radio una y otra vez y no sabía que era peor, si esos engaños o el pesimismo y la dura realidad que compartían las emisoras clandestinas.

—Con mocosos en el frente, estoy segura que esto tomará una eternidad.

Estaba por responder a las duras palabras de Rianna cuando las pisadas de Kate nos hicieron sellar nuestros labios.

—¡Estoy lista! —exclamó con emoción contenida.

—Bien, vamos, Kate.

—¿Puedo llevar mi bicicleta? —preguntó esperanzada.

—Sí, pero no la cargaré por ti. ¡Y debes escucharme en todo momento!

El fresco aire del otoño acarició nuestros rostros en cuanto abandonamos el portal del edificio. Kate pedaleaba con lentitud para mantenerse a mi altura, hecho que no parecía aburrirla, pues no dejaba de sonreír y tararear con dulzura. Sentí una oleada de calidez en el pecho, era agradable ver cómo parecía inmune a las desgracias que poco a poco empezaban a rozar su vida.

—¿Veka regresará a la escuela? —preguntó de pronto. No tuve la fuerza para mirarla a los ojos, solo suspiré, como si al expulsar aquella pequeña cantidad de aire pudiera deshacerme de los sentimientos que se arremolinaban en mi pecho.

—Quizás lo haga. Está pasando por momentos muy difíciles, pero estoy segura que volverá y podrán jugar juntas de nuevo.

—Está triste porque su hermano murió —musitó después de un silencio desolador—. Si vas al frente, ¿tú también morirás? —inquirió sin dejar de pedalear. La realidad detrás de su pregunta formó un nudo en mi garganta, carraspeé para liberarlo y descansé mi mano sobre uno de sus hombros.

—Todos vamos a morir alguna vez, Kate. Si no es por la guerra, puede ser por un accidente o una enfermedad, incluso debido a la vejez.

—Tú no —masculló—. Tú eres mi hermana y no puedes morir —protestó.

—Yo sí, en algún momento, pero no ahora. Así que tienes mucho tiempo para disfrutar conmigo. Y eso es lo que importa, enana, disfrutar del tiempo que tenemos con las personas que amamos. —Alboroté su cabello y continuamos nuestro camino en silencio durante unos minutos.

—Veka se quejaba mucho de él. Decía que escondía sus muñecas favoritas, que la atacaba con cosquillas y que siempre le contaba historias de terror para asustarla. ¿No disfrutó de su tiempo con su hermano?, ¿es por eso que está triste?

—Estoy segura que sí, todos nos quejamos de nuestros hermanos. Yo, por ejemplo, me quejo de tener una pequeña enana que pregunta demasiado. —Tomé el volante de su bici, tiré de ella y la obligué a andar en eses un rato.

—Y yo de tener una que se la pasa todo el día haciendo ruido en esa máquina infernal. —Sacó la lengua en mi dirección.

—Entonces estamos a mano —admití.

Entre bromas y risas llegamos a la pastelería. Para mi sorpresa, no existía una extensa fila para entrar y el mostrador lucía lleno de deliciosos pasteles, bocadillos, dulces y galletas de todo tipo. Al estudiar más de cerca todos los productos comprendí la razón detrás de la ausencia de clientes, los precios se habían triplicado y el tamaño se había reducido casi a la mitad. El tendero se acercó a nosotras con emoción, debíamos de ser las primeras clientas de la tarde, o quizás, del día.

—Quisiera un paquete grande de galletas surtidas, empacado y embalado para el correo —indiqué.

—Por supuesto —sonrió y sus mejillas sonrojadas debido al calor del horno resaltaron aún más— ¿Y para la niña? —señaló una miríada de pasteles y bocadillos—. Tengo todo lo que una niña tan dulce como tú pueda querer y si no lo tengo, te lo prepararé en un santiamén —juró con tono cantarín.

Kate me miró esperanzada y solo pude aceptar, ¿y qué si me quedaba sin dinero? Valía la pena por ver una sonrisa en su rostro, en especial después de aquellas preguntas tan oscuras con las que me había bombardeado en el camino.

Terminé arrastrando su bicicleta mientras ella daba buena cuenta de la gran dona de chocolate con relleno de fresa que eligió con ayuda del tendero. Mi garganta estaba contraída y no podía comer pese a lo mucho que ella insistía en compartir su manjar conmigo. La muerte acechaba en cualquier esquina, nos respiraba en la nuca y se relamía sus fauces a la espera de cada nuevo día. Ya no solo perseguía ancianos y enfermos, éramos los jóvenes su nueva presa y no iba a soltarnos ahora que había probado nuestra sangre.

Alcanzamos a llegar a la oficina de correos antes de su hora de cierre. El dependiente detrás del mostrador nos dirigió una mirada furiosa y por un segundo me sentí culpable por ser ese último cliente que llega a arruinar lo que es un perfecto cierre minutos antes de la hora. Le regalé una sonrisa a modo de disculpa y entregué mis paquetes, al verlos, sus ojos se oscurecieron y la sombra de la pena cubrió sus facciones.

—Los envíos al frente son mucho más costosos, señorita, y no puedo asegurar que lleguen a las manos de estos soldados —explicó con sinceridad mientras se apartaba el cabello grasiento de la cara.

—No hay problema, puedo pagarlo —aseguré mientras dejaba sobre el mostrador el importe total y algo más como disculpa al chico por retenerlo más tiempo del debido.

—Muchas gracias. —A toda prisa guardó el dinero extra en sus bolsillos y procedió a empaquetarlo todo en papel periódico y en bolsas marrones. Al terminar, pegó un formulario sobre el paquete y escribió a toda prisa las indicaciones necesarias para que este llegara a mis amigos, finalizó con un sello de brillante color rojo y sumó el paquete a un carrito que estaba a punto de desparramarse—. Saldrán en el último tren de esta noche, con algo de suerte tardará un par de días en llegar al frente.

El regreso a casa estuvo marcado por el silencio y el evidente exceso de energía de Kate. Ya no esperaba por mí y aceleraba en su bicicleta cada vez que podía. No me preocupé demasiado por reprenderla, no había muchas personas en la calle. Las luces iluminaban aceras, calles, tiendas cerradas y callejones vacíos. Solo se encontraban abiertos al escaso público algunos restaurantes y bares e incluso estos lucían desiertos. Un escalofrío recorrió mi nuca y me apresuré a caminar a su lado, había algo en el ambiente que me desconcertaba, una energía oscura y apremiante que me invitaba a no dejar sola a mi hermana.

—No te separes de mí, Kate.

—Pero no hay personas que pueda atropellar —protestó con inocencia.

—Hablo en serio, no te separes de mí.

Ella los escuchó antes que yo y por un instante maldije mi entrenamiento militar. El sonido sordo de las hélices y motores de los aviones biplanos que utilizaban nuestros enemigos para atacar el frente se acercaba furioso, como una cuenta atrás hacia un destino inamovible. Rodeé a mi hermana con mis brazos y tiré de ella para sacarla de la bicicleta.

—¡No! ¡La destruirán de nuevo! —protestó aferrándose al manubrio como si se le fuera la vida en ello.

—Te compraré una nueva, debemos irnos —chillé por encima del ruido cada vez más ensordecedor y apremiante. Durante mi entrenamiento había practicado con pilotos de la aviación, habíamos aprendido a identificarlos, derribarlos y por supuesto, a escondernos de ellos.

—¡Quiero esta! —Tomé aire para no gritarle, no era un soldado, era una niña pequeña aterrada, una niña que estaba proyectando todos sus miedos sobre una bicicleta, sin embargo, no era momento para contemplaciones, solté su cuerpo para tomar sus manos, uno a uno obligué a sus pequeños dedos a soltar el agarre sobre el volante y en un instante logré levantarla y sostenerla contra mi pecho.

—Debemos buscar refugio —susurré.

Corrí con ella en brazos, mis piernas protestaron ante el repentino ejercicio, pero pronto recordaron los esfuerzos que se vieron obligadas a realizar meses atrás. A nuestro alrededor todo se sumía en oscuridad, los focos de la calle se apagaron y las pocas luces que continuaban encendidas en los edificios y tiendas empezaban a desaparecer. Pronto dejaría de ver el camino. ¿Dónde podríamos estar a salvo?, ¿un edificio?, ¿en la calle? Mientras pensaba, todo desapareció en la oscuridad más agobiante. Abracé a mi hermana con fuerza y gruñí, los aviones se acercaban, podía escucharlos bajar más y más.

—¡Por aquí! —gritó una voz y por un instante pude ver el sutil brillo de una linterna. Corrí en aquella dirección. Aquella luz nos ponía en riesgo, pero también, nos salvaba la vida.

Alcancé al dueño de la linterna justo cuando los primeros estruendos sacudieron el suelo. El hombre se hizo a un lado para dejarnos pasar, cerró la puerta y bajó las persianas. Luego, nos guio detrás del mostrador y tomó asiento a nuestro lado.

A mi nariz llegó el aroma de una mezcla de alcohol barato y costoso. Traté de incorporarme un poco y noté como mi pantalón se pegaba al suelo. Habíamos encontrado refugio en un bar.

—Lamento el estado del lugar, estaba por abrir —se disculpó el anciano, alcancé a ver sus dientes blancos antes de verme obligada a cerrar los ojos por una nueva oleada de estruendos. ¿Cuántos de esos habían caído en palacio?, ¿habrían caído cerca de casa? Justo ahora lo que menos me importaba era el suelo pegajoso de algún bar antiguo.

—Gracias por salvarnos —susurré.

—Es evidente que las tomó desprevenidas —sonrió el buen hombre—. Lanzaron la alerta por la radio. Una emisora clandestina. La voz corrió como pólvora y todos corrieron a protegerse. ¿No notaron las calles vacías?

—Pensé que se debía a la falta de dinero —susurré.

—Tengo miedo —balbuceó mi hermana. Sus brazos se aferraron a mi cuello cuando una bomba cayó especialmente cerca. El suelo y los estantes temblaron, segundos después un vaso de vidrio cayó al suelo. Sentí algunas de sus piezas golpear contra mis piernas. Por seguridad, sujeté a Kate más cerca de mí.

—Pasará pronto, Kate. —Acaricié su cabello—. Pasará pronto y podremos regresar a casa, ya lo verás.

—Quiero a mi mami —lloró.

—La veremos pronto —aseguré, ¿cuántas de esas palabras se harían realidad? Mi edificio contaba con demasiadas ventajas. Era el lugar más inseguro del mundo en caso de un bombardeo. Una piedra cayó en mi estómago, mi madre, ella podía estar... Sacudí aquel pensamiento, no era momento de perder la calma. Mi hermana dependía de mí, tenía que ser fuerte por ella.

Una nueva bomba cayó cerca de nuestro escondite, grité y de inmediato una más le siguió. La explosión se dio justo frente al local. Una lluvia de madera, concreto y cristal voló por encima del mostrador. Cubrí a Kate con mi cuerpo, algunas esquirlas se las arreglaron para cortar mi piel al caer, eso no importaba, tampoco lo hacía el pitido ensordecedor en mis oídos ni las maldiciones del anciano ante la pérdida de la fachada de su negocio. Kate respiraba contra mi cuello y su pequeño cuerpo temblaba en mis brazos, estaba viva y así la mantendría.

De nuevo una explosión volvió a sacudir el lugar. Cubrí mejor a mi hermana. Ella debía vivir, era una niña inocente, apenas empezaba a vivir. Yo ya había experimentado lo suficiente. Era mi deber, era la mayor. El ardor en mi garganta me recordó que estaba gritando, que mi miedo escapaba en forma de sollozos y rabia. ¿Cómo se atrevían a alterar mi paz?, ¿quién les había dado permiso para acercarse así a mi hogar? Deseé tener mi rifle en mis manos, deseé salir a la fachada de la tienda y dar buena cuenta de al menos uno de aquellos desgraciados.

Entonces, tan repentinamente como comenzó, todo paró. Un silencio profundo inundó el lugar, pronto se vio roto por las sirenas de los servicios de emergencia. Permanecí sobre Kate unos minutos más hasta que un chasquido a mi diestra me sobresaltó. Giré y un pequeño resplandor iluminó las arrugas y la triste sonrisa del anciano al que le debíamos la vida. Aquella idea me golpeó con fuerza. Si no nos hubiera brindado refugio, en ese preciso momento ya estaríamos muertas.

—Son unos desalmados —susurró mientras me ayudaba a sacudir los escombros de mi espalda. En cuanto estuve limpia, me incorporé y llevé a mi hermana conmigo. Sus brazos aún se aferraban a mi cuello y podía sentir el trémulo bajar y subir de su pecho contra el mío. Una pequeña sonrisa dominó mis labios, estaba viva.

—Kate, ¿estás bien? —pregunté con suavidad mientras trataba de apartarla de mi pecho un par de centímetros, acción que fue por completo inútil.

—Quiero a mamá —lloró.

—Regresaremos a casa, solo quiero saber si estás bien. ¿No te golpeaste o cortaste con algo?

—No —lloriqueó y escondió su rostro aún más profundo en mi cuello.

—Llévala a casa, no creo que regresen por esta noche —dijo el afable anciano. Acababa de encender algunas velas más y pude notar que compartía algunos rasgos aguileños y ceñudos de los hombres de Tasmandar. La ironía de la situación casi me hace reír.

—No sé cómo puedo agradecerle —dije por fin. Miré a mi alrededor, la fachada del local había desaparecido por completo, algunas mesas habían sido completamente destruidas por los escombros. Si no tenía ahorros, este hombre se vería en dificultades. Llevé mi mano libre al interior de mis bolsillos y saqué un fajo de billetes—. Por favor, acéptelos.

—No tienes nada que agradecer, todo buen ciudadano habría hecho lo mismo —respondió él empujando el fajo de regreso a mí.

—Por favor, quiero hacer algo por usted —sonreí con dificultad—. Salvó nuestras vidas y esa es una deuda que no podré saldar nunca.

—Puedes saldarla siendo tan valiente como lo fuiste hoy y salvando otras vidas —sonrió—. Valor y entrega es lo que de verdad importa en una guerra, no el dinero, ese puedes conseguirlo en cualquier lugar. —Sacudió las manos con desenfado y nos señaló la calle—. Ahora regresen a casa. No son horas para que una pequeña como ella se encuentre lejos de su madre.

Asentí y llevé el dinero de regreso a mi bolsillo. Incliné mi cabeza a modo de despedida y empecé a sortear los escombros para llegar a la salida del local, fue entonces cuando la vi, justo ante la puerta que ahora colgaba de sus goznes había una mesa intacta. Saqué el fajo de billetes, lo agité para que el buen hombre pudiera verlos y los dejé sobre la mesa, sujetos por el servilletero. El anciano negó con la cabeza y sacudió su mano para animarme a marchar. Tenía razón, debía llevar a Kate a casa.

—Mi bicicleta —balbuceó ella al sentir el frescor de la noche contra su piel.

—Está bien, veamos si podemos encontrarla, pero no te hagas ilusiones que... —recorrí con la mirada el camino que habíamos seguido para llegar al bar. La búsqueda era difícil, si antes habían apagado todo por el bombardeo, ahora sufríamos sus consecuencias. Los pocos postes en pie apenas iluminaban. Por fin, luego de minutos de búsqueda, pude divisarla, allí, en la penumbra, se podía distinguir un manubrio—. Mira, parece que tu bicicleta tuvo más suerte que nosotras.

Mis palabras parecieron animarla, apartó el rostro de mi cuello y miró con ojo crítico su bicicleta. Salvo algo de polvo, parecía intacta. Tomé el cuadro y la levanté con facilidad. No pesaba demasiado y solo nos separaban algunas cuadras de casa.

Para mi sorpresa, con cada paso que daba en dirección a mi departamento, mi carga se hacía aún más pesada. Era como si Kate y su bicicleta pesaran tanto o más que mi equipo bélico. Pronto me encontré arrastrando mis pies y luchando por mantener los ojos abiertos. Mi corazón se aceleró, luché contra la neblina y el miedo en mi mente para evaluar mi estado, salvo algunos cortes, no sentía ninguna herida de importancia. No había razón para sentirme así.

—¿Mamá y madre estarán en casa? —Ahí estaba la pregunta que no deseaba responder y la responsable de mi malestar. ¿Y si no estaban? ¿Y si mi departamento había desaparecido junto a todo el edificio?

—Seguro que sí, enana —respondí con su apodo para aligerar la situación—. Estoy segura que estarán muy bien y nos esperan con una buena cena y quizás, algún regaño.

—Nosotras no bombardeamos la ciudad —masculló Kate con un puchero.

—Lo sé, pero estuvimos allí y esa es razón suficiente para un regaño. Esa es la lógica de las madres. —En respuesta a mis palabras Kate dejó escapar una risita cantarina y mi corazón dio vueltas. Ahí estaba, mi pequeña hermana volvía a ser ella misma y no una víctima más de una guerra sin sentido.

Continuamos nuestro viaje, aquí y allá podíamos ver cráteres enormes y personas vociferando improperios, algunos lloraban y gritaban. Los servicios de emergencias hacían todo lo posible para atender a los heridos, controlar a las personas y apagar los focos de incendio que poco a poco empezaban a dominar las calles como si se trataran de manchas de varicela. Kate volvió a esconder su rostro en mi cuello e ignoró la situación lo mejor que pudo cantando para sí misma, era una tonada infantil, con una letra tonta, pero que era de gran ayuda para distraernos de la situación que nos rodeaba. Era mejor escuchar sobre las aventuras del elefante púrpura y su amiga la araña azul que prestar atención a los gritos y llantos desgarradores, a las órdenes de la policía y las indicaciones de los bomberos.

Di vuelta en la última esquina con lo último de mi fuerza de voluntad. Por suerte allí estaba, intacto, con las ventanas del primer piso astilladas, pero sin ningún otro daño visible en su estructura. Mi madre y Rianna esperaban en el portal, ambas se encontraban abrazadas y miraban ansiosas en todas direcciones, pronto lograron divisarnos y corrieron a encontrarnos. Me vi envuelta en un abrazo incómodo y lleno de interrogantes y sentimientos encontrados. El perfume de Rianna invadió mis fosas nasales, pero lejos de asquearme, pude reconocer en él algo que había extrañado durante los últimos minutos; mi hogar.

Aquella noche, como todas las demás desde mi encuentro con la reina, mi cuerpo ardió. No se trataba solo de deseo insatisfecho alimentado por la emoción y la adrenalina, sino de ganas de vivir. De aprovechar los días que me quedaban en este mundo. Después de todo, mi vida podía acabar en un parpadeo.

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