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Día Dos

Fiel a las palabras de la reina, Laciel pasó por mí a la hora acordada, no quería que esperara en frente al edificio, por lo que le invité a pasar. La imagen en mi sala era digna de una postal, el chófer oficial de la reina sentado en uno de mis sillones mientras Rianna se le caía la cara de vergüenza y ardía a fuego lento en su propio jugo de odio.

Las palabras fluían de mis dedos con una velocidad pasmosa, en los borradores iban muchos errores e ideas sueltas, pero no podía detenerme, necesitaba sacar todo de mi mente o no me concentraría en mi encuentro con Adrianne.

Cuando por fin estuve lista para marchar, había pasado una hora. Laciel había sido mimado por mi madre y mi hermana, con una deliciosa merienda y un retrato, respectivamente. Les regalé una sonrisa y un beso a cada una como despedida y un simple gesto de mi mano para Rianna. Laciel se había adelantado, necesitaba encender el automóvil y calentar el motor lo que me dio la oportunidad de agregar la frase que sabía que haría arder a Rianna durante toda la noche, un pequeño recordatorio que no podía contener:

—No me esperen despiertas, no creo que llegue a dormir a casa.

—Claro que sí, hija, diviértete —dijo mi madre antes de regresar a la cocina para empezar con la cena.

Cerré la puerta a mis espaldas, la última imagen de mi apartamento había sido el rostro tenso y carmesí de mi madrastra. Se lo tenía merecido y la provocaría hasta que no pudiera más, hasta que se atreviera a tocarme un pelo y entonces la haría vivir el susto de su vida. Jugaría con su sueño como ella había jugado y menospreciado el mío. Nunca sería nombrada señora de la corte de Su Majestad.

Ya sentada en el coche me permití expulsar a Rianna y a todo pensamiento negativo de mi mente. El aroma del perfume de Adrianne sobre los asientos ayudó en la tarea, floral, profundo, cerré los ojos y me dejé envolver por la atmósfera. En unos minutos estaría frente a Adrianne y debería responder por mis faltas. La idea me hizo sonreír y envió toda una explosión de cosquillas por todo mi cuerpo, ¿qué tendría en mente Adrianne?

Conforme devorábamos los metros que nos separaban del castillo mi emoción y anticipación pasaron a convertirse en deseo aderezado con una pizca de temor. Estaba segura que había tachado lo que me disgustaba de aquella lista, mis límites y todo lo negativo, pero, aun así, no conocía lo suficiente a Adrianne para entregarle por completo el control, ¿o sí? Negué con la cabeza y apreté los dientes, solo porque era la reina no tenía que tenerlo. Había decenas de cosas en aquella dichosa lista, de seguro podría convencerla y seducirla para alejar su mente de ella.

Mis piernas temblaban para cuando bajé del coche, observé a Laciel mover su mano en un gesto de despedida y deseé regresar a la seguridad y calidez de los asientos de cuero. Frente a mí las escalinatas que daban a la puerta del castillo se me antojaban ominosas, escarpadas y demasiado empinadas para los tacones de mis botines.

Reuní valor tal y como me habían enseñado en el cuartel y avancé un paso a la vez, ya no había vuelta atrás. Me detuve justo frente a la gran puerta de roble y me tomé un segundo para recuperar el aliento y poner bajo control los latidos de mi corazón. Fue en vano, la puerta se abrió por sí sola, detrás había dos guardias del palacio, un hombre y una mujer. Me dedicaron sonrisas corteses y me señalaron con gestos idénticos y cronometrados el camino al salón principal.

—La reina le espera.

Asentí y agradecí con un gesto, no podía confiar en mi voz, sentía mi garganta temblar. Si hablaba, escaparía algún chillido o un balbuceo sin sentido. Ugh, cuanto deseaba encontrarme ya frente a Adrianne y descubrir lo que tenía preparado. En cuanto ese pensamiento invadió mi mente, otro luchó por ocupar su lugar.

«Sufrirás, está loca, es una loca del control, ya verás cómo regresarás a casa en una cajita, ¿segura que tachaste juegos con cuchillos de la lista?»

Antes que pudiera abrir la puerta del salón principal, esta se abrió para mí. Frente a mis ojos se encontraba un oficial mayor, una comandante que, a juzgar por las insignias sobre sus hombros, debía ser general. Contuve el reflejo de cuadrarme y saludarla y le cedí el paso. Ella parecía no haberme notado, miró sobre su hombro y dijo:

—Lo siento, Su Majestad, pero el ataque está pautado, está demostrado que las cargas son la mejor estrategia para atacar al enemigo.

—Los números difieren, Guillian, no hago más que leer reportes de bajas en cada nueva estrategia firmada y valorada por ti y tu equipo. Tus cargas nos están costando demasiado —exclamó Adrianne desde el interior.

—Tenemos la ventaja tecnológica y armamentística, nuestras cargas romperán sus filas, se lo demostraré. Con su permiso.

Y así, antes de darle una oportunidad a la reina para responder, Guillian pasó junto a mi cómo si fuera un ente invisible y se alejó pisando fuerte rumbo a la puerta de entrada. Miré por la puerta entreabierta, Adrianne me daba la espalda y se encontraba inclinada sobre una mesa, llevaba una camisa blanca de mangas largas y pantalones negros que abrazaban sus piernas centímetro a centímetro. A través de la tela podía ver la tensión en sus hombros y la línea de cada músculo de su espalda, sobre los codos se amontonaba la tela de las mangas arremangadas. Su aspecto descuidado y a la vez perfecto, terminó por ahogar cualquier temor o dudas que aún habitara en mi corazón.

—Si hubieras llegado a tiempo me hubiera evitado esa reunión —masculló para sí—. Estúpidos comandantes en jefe, no sé para qué se toman la molestia de venir a mi palacio a informarme de sus planes si no desean escuchar mis opiniones. Años de estudios militares, de diplomacia, de economía y protocolo echado a la basura porque solo soy una imagen —gruñó—. Si quieren que sea una imagen, trátenme como tal.

—Puedes hacer que te escuchen —susurré ingresando al salón. Cerré la puerta a mi espalda, el chasquido del pestillo erizó mi piel, era como encerrarme en la jaula de una leona furiosa y con hambre—. Estamos hablando de vidas humanas, no pueden poner el ego por encima de ellas.

—¡Ja! —escupió aún sin verme—. No les importa, solo quieren dar un mensaje a Tasmandar, que el nuestro es el ejército más preparado y poderoso del mundo. ¿De qué sirve tener las mejores armas si ellos nos ganan con simples empalizadas y trincheras?

—Eso es repulsivo —descansé mi cuerpo contra la pared. Podía ser yo quien estuviera en el frente, en cambio, eran mis amigos. Rechiné mis dientes, solo eran peones para un juego que se realizaba a puertas cerradas sobre un escritorio.

Escuché un largo suspiro escapar de la reina, como si ella fuera un globo y estuviera desinflándose por completo. Me atreví a mirarla, su espalda ya no se encontraba tensa, se había erguido por completo y ahora estiraba su cabeza hacia atrás.

—Eso no importa ahora, no te llamé para discutir estrategias bélicas —giró a verme y sonrió como un depredador cuando tiene a su presa a una garra de distancia.

—Pero mis amigos...

—Ni tu ni yo podemos hacer algo al respecto. Las órdenes han sido enviadas al frente, cambiarlas implicaría seguir un protocolo para el cual no tenemos tiempo. Incluso, para cuando el cambio de órdenes llegue al puesto de avanzada más lejano, el ataque habrá dado inicio y no lo detendrán, atacarían solos y descoordinados. No hay nada que podamos hacer, Xanthe.

De alguna manera, la atmósfera lúgubre que nos rodeaba se encendió como una llama en cuanto sus ojos hicieron contacto con los míos. Mi mente comprendía sus palabras, sabía cómo estaba organizado un campo de batalla y ella tenía razón, era imposible cambiar ahora la estrategia. Ella solo era un cero a la izquierda para sus generales, le informaban los planes con tan poco tiempo de anticipación para matar dos pájaros de un tiro, obtener su aprobación final bajo presión e informarla como ordenaban nuestras leyes.

No era justo, era terrible y lo peor de todo, sobre sus hombros caerían esas muertes. Sentí pena por ella y rabia por los comandantes, emociones que impactaron contra las que me provocaba su triste sonrisa y sus ojos ardientes. No, no había nada que hacer salvo lo que teníamos entre manos. Vivir por aquellos que después de mañana no podrían hacerlo.

Entrelacé mis manos detrás de su nuca y tiré de su rostro hasta que nuestros labios entraron en contacto. Transmití a través de aquel beso lo mucho que lamentaba su destino y falta de libertad y a la vez, ahogué el dolor que atravesaba mi pecho en ese instante. No importaba, nada podíamos hacer, solo debíamos continuar y ver hasta dónde podíamos llevar esto, cuanto derramamiento de sangre soportarían Calixtho y Tasmandar antes de declarar la paz.

Sus manos atraparon mis caderas con frenesí y en un instante me vi atrapada entre la reina y la pared. Sus dedos levantaron mi blusa y recorrieron hambrientos la piel que ocultaba debajo.

—No vas a distraerme, Xanthe —aseguró con la voz ronca y los ojos encendidos por el deseo—. Llegaste más de una hora tarde cuando te ordené que llegaras aquí a tiempo.

—No voy a convertirme en tu excusa para saltarte las reuniones a las que no deseas asistir —contraataqué.

—En el blanco, señorita escritora, en el blanco, pero eso no te salvará de lo que tengo planeado para ti —sonrió y tiró de mi cuerpo hacia el suyo. Mi rostro quedó casi frente al suyo, en un instante cedí a la tentación y me escondí en su cuello, su poderoso perfume mezclado con su aroma y su sudor era más embriagante que el licor de caña más puro.

—Dicte sentencia, Su Majestad —pedí con la voz más servil que pude reunir. Mi resolución de no obedecerla y no caer en su juego desapareció por completo. No importaba ya. Solo quería fundirme en ella y desaparecer.

Escuchar su título en mis labios tuvo el efecto deseado, en un segundo una de sus manos capturó las mías y las llevó por encima de mi cabeza. Forcejeé solo por experimentar la deliciosa sensación de sentirme a su merced, atrapada por su fuerza y la energía que desprendían sus ojos.

—No la dictaré, la vivirás —amenazó son voz sedosa—. La vivirás a cada instante durante esta noche y te gustará.

Sus labios descendieron sobre los míos mientras su mano libre luchaba con los botones y el cierre de mi pantalón. Murmuró algunos insultos contra mis labios, pero en un instante su mano hizo contacto con mi cálido y dispuesto centro. Sí, así lo necesitaba, rápido y contra una pared, las camas estaban sobrevaloradas, en especial las camas elegantes del palacio.

Sentí sus dedos deslizarse sobre mis labios, separándolos, tanteando mi entrada, atrapando la humedad que se acumulaba en ella para luego llevarla hacia mi clítoris. Gemí, lo necesitaba, ardía, me quemaba en vida. Por fin, con la presión justa empezó a dibujar círculos en la zona, su lengua imitó aquel movimiento contra la mía y mi paladar mientras sus labios devoraban los míos y no dejaban un solo territorio sin conquistar.

Subí a la cima con tanta rapidez que me sentí invadir por la vergüenza. No era una adolescente hormonada. Traté de atraparlo, de contenerlo. El peso de la reina contra mi cuerpo, el calor de su pecho contra el mío, la violencia de su beso y el roce de sus dedos en mi centro eran demasiado para mí y a la vez, un verdadero paraíso del cual no deseaba caer.

Entonces, justo cuando no podía contenerme más, cuando estaba a punto de deslizarme entre temblores y una ola de humedad, todo se detuvo. Adrianne se separó de mis labios con un suntuoso y pervertido sonido de placer que me llevó a perseguirla solo para verme impedida por un dedo. Mis manos estaban libres por fin, permití que se deslizaran por la pared hasta caer a ambos lados de mi cuerpo, me sentía a punto de explotar, de saltar por los aires en una nube de miembros y fluidos.

—¿Cenarías conmigo? —inquirió con frescura, como si segundos antes no hubiera estado a punto de regalarme el mejor orgasmo de mi vida. Torcí el gesto al sentirme empapada, ella solo sonrió y besó mi frente—. Te dije que pagarías por llegar tarde. Si hubieras llegado a tiempo ahora estarías desnuda en mi cama disfrutando de una deliciosa cena.

Gruñí y traté de seguirla, me sentía cargada de energía, mi piel vibraba, necesitaba alcanzar la cima, necesitaba perderme en las turbulencias del placer.

—No, Xanthe, es hora de cenar. En segundos un sirviente llegará aquí y me informará que la mesa está lista.

Como si hubiera escuchado sus palabras, un joven paje llamó a la puerta y le informó con voz ahogada que la cena estaba lista y servida en el comedor. Dejé caer mi cabeza contra la pared, el dolor sordo fue un excelente bálsamo contra la frustración que viajaba como un río de fuego por mis venas. Traté de repetir el gesto, pero la mano de Adrianne me detuvo.

—No escaparás de está dándote una concusión, Xanthe —ronroneó, luego atrapó mi mano y tiró de mí en dirección al comedor.

Como todo en el palacio, el comedor era un lugar suntuoso y casi imposible de describir. Todo era prístino mármol blanco y oro deslumbrante. La mesa era gigantesca, con al menos cincuenta sillas, toda la madera se encontraba labrada y decorada con diferentes motivos medievales. Solo dos puestos, ubicados junto a la cabecera, contaban con platos y fuentes. Adrianne me llevó de la mano hasta ellos y retiró una de las sillas para mí. Tomé asiento sobre los finos cojines de terciopelo rojo y por un instante quise reír como una adolescente, ¿quién iba a pensar que me sentaría en el comedor real con la ropa interior empapada y los pantalones casi en iguales condiciones? Adrianne negó con la cabeza mientras empujaba la silla.

—Eres imposible —susurró.

—Es tu culpa.

—Yo no decidí llegar tarde. —Sacudió su larga cabellera antes de tomar asiento a mi izquierda. En cuanto lo hizo, un mesero apareció de entre las sombras para retirar las tapas de las fuentes.

—¿Qué tenemos para hoy? —preguntó la reina.

—Faisán, pato y pollo —respondió el joven mientras destapaba cada fuente por turnos—. Cada uno platillos especiales y exclusivos del cocinero, Su Majestad.

—Pollo está bien —respondió Adrianne— ¿Y para ti, Xanthe?

Rechiné mis dientes, si yo tuviera tantas delicias para comer, no habría elegido pollo. No quería quedar como una maleducada, pero ¿cuántas oportunidades podía tener una para comer faisán?

—Faisán, por favor.

El chico sonrió con cortesía y se apresuró a cortar una porción para mí. Elegí las guarniciones de igual forma, despreocupándome por cuál iba mejor con faisán, solo quería probarlo todo y disfrutar de la benevolencia del palacio. Adrianne me observó con interés, pero no hizo ningún comentario. Comimos en silencio hasta que el mesonero desapareció rumbo a las cocinas para traer el postre.

—Al fin —suspiró ella antes de inclinarse sobre mi cuello y recorrerlo con lentitud con la punta de su lengua. Resoplé, estaba fría debido a la cerveza helada con la que había decidido acompañar su cena.

—Adrianne —gemí, al instante sentí sus dientes marcar mi piel.

—Su Majestad para ti, pequeña escritora —susurró contra el lóbulo de mi oreja antes de mordisquearlo. A la vez, su mano se deslizó de nuevo dentro de mis pantalones. Me sacudí contra sus dedos, elevé mis caderas y abrí mis piernas por instinto. Empujé al fondo de mi mente la idea de que en algún momento podía regresar el mesero con el helado del postre.

—Su Majestad —gemí en cuanto sentí sus dedos recorrer mi entrada con atrevimiento. El fuego, que se había convertido en simples brasas durante la cena, había recuperado su anterior fiereza.

Poco a poco volví a acercarme a la cima del mundo, a ese punto cerca del no retorno que escondía los secretos del paraíso y del infierno. Ahogué un gemido y Adrianne rio contra mi oreja, sonreí, su risa era cantarina, agradable, pero también molesta, en especial cuando la utilizaba para jactarse de su posición de poder sobre mí.

Aunque eso ya no importaba, si me pedía que la llamara «Su Majestad» al venirme, lo haría, cualquier cosa con tal de por fin probar las mieles del placer más sublime.

Justo cuando aferraba entre mis dedos crispados el mantel de la gran mesa y tiraba de él, arrastrando adornos y cubertería con un terrible tintineo como advertencia del desastre que estaba por ocurrir, se detuvo. Contuve un grito de frustración y dejé caer mi cabeza contra la mesa.

Segundos después entró el mesero, llevaba sobre sus manos una gran fuente con dos copas rellenas con tres bolas de helado de diferentes colores. Estaban decoradas con frutas y algunos dulces que apenas podía identificar. Era bastante infantil, esperaba encontrar un plato cuadrado con una única bola de helado de algún sabor único y costoso a un nivel ridículo.

—Es mi postre favorito —explicó Adrianne—. Levanta la cabeza, Xanthe, eso es poco elegante para mi palacio —bromeó.

—Te odio.

El helado ayudó a bajar el ritmo de mis pulsaciones y dejó una agradable sensación en mi cuerpo. Mis emociones perturbadas parecían encontrarse bajo control en algún rincón de mi mente, prisioneras de una gran montaña de helado. Compartí una mirada con Adrianne, ambas debíamos de tener la misma expresión de tonta alegría en nuestros rostros.

—Ven, te mostraré mi habitación —de nuevo me vi prisionera de la mano de la reina y sus prisas por mostrarme los lugares más icónicos del palacio. Solo después de haber recorrido incontables pasillos y girado en infinitas esquinas comprendí el peso de sus palabras. ¡Su habitación! No era cualquier lugar en el palacio, era su habitación. Su refugio, su mundo. Si ya tenía una sonrisa tonta en mis labios, ahora mi cuerpo entero se había convertido en una tonta marioneta.

La habitación de Adrianne era como ella misma, elegante, refinada y muy imponente. Una gran cama con dosel dominaba el espacio. Quise reír, ¿quién utilizaba aún camas con dosel? Sin embargo, no pude hacerlo. De alguna manera, otro tipo de cama habría quedado muy mal con el lugar.

—Esto es asombroso —susurré mientras admiraba la cómoda y las puertas que daban a lo que de seguro era un armario con vestidor. Las ventanas eran dos, gigantescas, se extendían casi desde el techo y terminaban a un metro del suelo. El alfeizar era grueso y acolchado, perfecto para tomar asiento y leer mientras se disfruta de la vista.

Me acerqué a la ventana y admiré la ciudad, las luces lo iluminaban todo y en las calles podía ver como pequeños puntos de luz se desplazaban a toda prisa, pero a la vez, seguían un ritmo establecido, parecía una danza.

—Curioso, no me había detenido a admirar nunca la vista —Adrianne se acercó por mi espalda, rodeó mi cuerpo con sus brazos y descansó su cabeza en mi hombro—, y la he tenido justo a mi lado por más de veinte años.

—Quizás necesitabas a alguien que le diera un significado. —En cuanto aquellas palabras abandonaron mi lengua deseé tragarlas de nuevo. No era lo que Adrianne quería y yo también, las complicaciones que vienen con los sentimientos, en especial en momentos como estos y en el tipo de relación que compartíamos.

—Mmm puede ser —susurró contra mi nuca—. O quizás, que le dé una definición diferente.

Sus dedos recorrieron entonces mi cintura hasta detenerse en mis caderas. Con un poco de presión me invitó a subir al alfeizar, una vez allí, sus manos continuaron el viaje hacia mis muslos. Temblé, de nuevo la pasión se encendía en mi cuerpo, mis venas volvían a ser dominadas por el deseo y el fuego que las recorría y mi cerebro se preparaba para partir. Esta vez fue lento, casi como si deseara alargar el momento. Poco a poco sus manos recorrieron toda la extensión de mis piernas, la tela del pantalón transformaba las sensaciones, no las borraba o debilitaba, solo las convertía en algo diferente. Cada roce de sus dedos encendía la piel debajo del tejido, era casi insoportable.

Fue entonces cuando sentí los labios de Adrianne recorrer mi cuello y su base, su lengua repitió el mismo camino, muy lento, era una auténtica tortura.

—Su Majestad —gemí.

—¿Si? —inquirió ella con la voz sofocada por su propio deseo.

—Hazlo.

—¿Qué cosa? —Sus manos recorrieron mis caderas y con cierta urgencia desabotonaron mi pantalón y bajaron la cremallera—. ¿Esto?

—Más —susurré en un jadeo. Necesitaba más, mi vientre ardía, mi cuerpo lo necesitaba. Si no, moriría entre sus manos.

—Ten cuidado con lo que deseas, Xanthe.

—No me importa nada, solo tócame de una vez —rugí.

Sentí a Adrianne tensarse a mi espalda, luego asintió contra mi nuca. En un instante me vi de cara al cristal, apoyé mis dos manos en él y miré hacia abajo, una caída de cuatro pisos me esperaba y la sensación de vacío en mi estómago lejos de acabar con la pasión del momento solo la incrementó.

Dos manos se clavaron en la cintura de mi pantalón y en un segundo él y mi ropa interior terminaron enredados en mis tobillos. Allí, de rodillas sobre el alfeizar, apoyada en una ventana que podía abrirse en cualquier momento y matarme se encontraba el paraíso en la tierra. Adrianne regresó a mi espalda en un instante, mordió la base de mi cuello con frenesí a la par que dos de sus dedos encontraban su camino a mi interior. La suma de sensaciones fue demasiado y me encontré al borde del abismo, a un roce de caer en él y la reina lo sabía, porque no hizo nada por empujarme, solo se mantuvo quieta, tan rígida como una estatua.

—Adrianne...

—Te dije que pagarías, Xanthe —dijo ella contra mi oído, su aliento cálido me provocó escalofríos—. Si hubieras llegado a tiempo esto no habría resultado así. —Sus dedos se movieron con lentitud en mi interior, rozando cada punto de manera perfecta y experta.

—Lo lamento, solo tenía curiosidad —admití entre jadeos. La ventana crujió en el mismo instante en el que lo hizo mi orgullo—. Por favor, Su Majestad.

—No, Xanthe. Esta será una experiencia positiva para ti. Ahora —su mano libre se deslizó bajo mi camisa y mi sujetador —, permíteme disfrutarte, ¿quieres?

—Oh sí.

Llegué tarde a casa, las calles estaban vacías mientras las recorría en manos de confiable Laciel y en brazos de Adrianne. Estaba agotada, perdida en una nube de inconformidad y placer a partes iguales. Sonreí, Adrianne se había tomado la molestia de acompañarme a casa, de abrazarme en el trayecto y recorrer mi cuerpo con delicadas caricias. Era agradable y aunque no lo pensé necesario, la verdad es que me sentía completa, querida y mimada, un sonido similar a un ronroneo escapó de mi pecho.

—Ves como sí lo necesitabas —susurró contra mi sien.

—Mmm no quería ser una molestia —mascullé.

—Nunca lo serías, Xanthe.

—Gracias por la carta, Adrianne.

—Vuelve loca a la bruja por mí, ¿quieres? —apartó algunos mechones despeinados de mi frente—. Y no dudes en pedir ayuda, estaré allí para tirar sus huesos en las mazmorras de mi palacio.

—Exagerada —bromeé. No podía decir otra cosa. Un nudo había tomado forma en mi garganta. Adrianne debió notarlo porque se mantuvo en silencio hasta que alcanzamos el edificio donde se encontraba mi apartamento. En ese momento, y antes que Laciel abriera la puerta, se inclinó sobre mí y susurró contra mis labios.

—Tienes prohibido tocarte hasta que volvamos a encontrarnos. —Culminó el beso con una pequeña mordida de advertencia—. Si lo haces, creme que lo sabré —agregó con un dejo de amenaza decorando su voz.

Sobra decir que no tenía ningún interés en provocarla o tentar al destino de nuevo. Mi cuerpo se encontraba pesado, agotado, pero no dejaba de temblar y vibrar debido a la excitación. Necesitaba explotar, caer, morir y revivir, y ahora ella me lo había prohibido.

—El orgasmo no lo es todo —sermoneó—. Disfruta de las sensaciones mientras —guiñó un ojo y se separó de mí en el momento en el cual Laciel abrió la puerta.

—Señorita —dijo él, dando así por terminada aquellavelada y el segundo día de mis encuentros con Adrianne.

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