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Día Cuatro

Me vi arrullada a un descanso sin sueños por un dulce aroma, mezcla de lavanda y Adrianne. Mi cuerpo flotaba entre nubes de colores que apenas podía discernir. La calidez que me rodeaba era bienvenida, disolvía mis músculos agarrotados y los convertía en jalea para luego rearmarlos en algo que podrías definir cómo un cuerpo humano.

Podía sentir como tenues caricias recorrían la piel de mi espalda y debajo de mí el ir y venir de la vida en un cuerpo fuerte y estilizado. Era agradable, perfecto para dejarse ir.

Las horas pasaron y la energía regresó a mi cuerpo agarrotado. Estiré mis extremidades solo para encontrarme con una almohada y sábanas frías. Un dejo de decepción nació en mi estómago y me apresuré a sofocarlo. Tenía sentido, Adrianne no iba a quedarse a mi lado toda la tarde, no era así como funcionaba lo que compartíamos.

—¡Ethion empieza a ser una amenaza! —exclamó una voz aristocrática y afectada detrás de la puerta de la habitación. Parecía una mujer, una muy alterada.

Miré en esa dirección y un gran peso se instaló en mi estómago, quizás estaba escuchando algo que no debía, una conversación que se suponía debía permanecer en secreto, lejos de oídos civiles. Sacudí mi cabeza, si Adrianne deseaba mantener aquellas palabras en secreto, no habría mantenido aquella conversación tras la puerta. Agucé mis sentidos, quizás podría enterarme de algo interesante, información que podía ayudarme a proteger a mi familia y a prepararme mejor para lo que estaba por venir.

—Tenemos que hacer algo —repitió la voz con vehemencia. Escuché el indiscutible golpe de un tacón contra el suelo. Un pisotón, vaya, que maduro por parte de la acompañante de la reina. Ahogué una risa y negué con la cabeza, sabía que teníamos algunos políticos inútiles, pero no que podían llegar a ser tan infantiles.

—Ethion ha sido una amenaza desde que comenzaron a probar su artillería en la frontera —exclamó Adrianne—. Y así lo expresé en nuestra última reunión.

Incluso detrás de la puerta y oculta bajo las sábanas, podía sentir a frialdad de Adrianne y su desprecio. Era evidente que sus palabras no habían sido escuchadas, que le habían subestimado y ahora las consecuencias brillaban frente a ella como un recordatorio de un error que pudo ser evitado.

—No es momento para sermones, Su Majestad. Tenemos que hacer algo —exigió la mujer desconocida.

—No voy a firmar una declaración de guerra. ¡Sería abrir dos frentes! ¿Sabes el error estratégico que implicaría? ¿Los recursos que necesitaremos? —La voz de Adrianne iba y venía, era evidente que paseaba de un lado a otro.

—No queda de otra. Su artillería ha destruido parte de la muralla y ha asolado un poblado hasta sus cimientos. ¡Tenemos que declarar la guerra ahora! —entre la miríada de palabras y emociones que gobernaba el ambiente pude identificar aquella voz pesada y siempre ansiosa, era la presidenta: Yestris.

Un gruñido feroz, que incluso hizo arder mi propia garganta, llenó el silencio de la noche. También pude escuchar un estruendo y el posterior crujido de la madera al fracturarse seguido por el cantar de la porcelana al besar el suelo. Quizás alguna de las mesas había resultado víctima de la ira de Adrianne y su impotencia.

Miré mis manos, temblaban y apenas lo había notado. Mis labios se sentían helados, mi cabeza flotaba en algún lugar sobre mis hombros. ¿Qué acababa de ocurrir?, ¿había sido testigo de una nueva declaración de guerra? ¿habría suficientes soldados para cubrir la demanda? Aferré las sábanas entre mis dedos crispados. Debía de existir otro camino. La guerra no podía expandirse. No podíamos abrir dos frentes.

Pateé las sábanas fuera de mi cuerpo y vestí a toda prisa mi pantalón y el chaleco. No me importaba mi presentación, solo quería evitar una locura. Tenía que existir alguna solución diplomática que no hubieran intentado. No podían lanzarse de cabeza a un nuevo conflicto, ¿era tan fácil disponer de las vidas de los ciudadanos de Calixtho?

En cuanto por fin pude abrir la puerta me topé de lleno con Adrianne. Su perfume invadió mi nariz y la suavidad de su bata de terciopelo verde acarició mi rostro enrojecido.

—Adrianne, tenemos que detener esto —jadeé tratando de esquivarla. Era un imposible, no porque ella fuera un obstáculo insalvable, sino que solo deseaba esconderme en su calor.

—Es demasiado tarde, Xanthe —susurró—. No había otra opción.

—Claro que la hay, siempre la hay —exclamé. La ira logró apartarme del pecho de Adrianne— ¡Siempre se puede negociar!

Adrianne negó con la cabeza y mordió su labio con fuerza. Sus ojos centellearon por un instante antes de ser ocultados por el telón amargo de sus párpados.

—Ethion es aliado de Tasmandar, Xanthe. Era cuestión de tiempo para que decidieran atacarnos y unirse a la batalla.

—Pero —jadeé. No era justo, de seguro no habían agotado todas las vías diplomáticas, quizás solo trataban de manipularnos, de forzar alguna negociación. ¿Por qué Adrianne no podría verlo?

—Mejor discutamos esto dentro. —Rodeó mi cintura con un brazo y me llevó de regreso a la habitación. El lugar ya había perdido toda su magia y significado, ahora se me antojaba lúgubre y lleno de dolor. Parecía que habían pasado siglos entre nuestro momento juntas y el ahora.

—Adrianne, no puedo dejar de pensar en las implicaciones —confesé mientras tomaba asiento en la cama. Mi corazón no dejaba de revolotear en mi pecho exigiendo que corriera tras la presidenta y destruyera aquella estúpida declaración.

—¿Tú crees que yo no lo hago? —apretó los puños con fuerza—, ¿crees que no me preocupa mi pueblo? ¿o los jóvenes que deberé enviar al frente? No tengo voz y voto más que para cumplir con formalidades que arrastran mi alma a un agujero negro.

Adrianne dejó caer la cabeza en sus manos, sus hombros temblaron presas de sollozos ahogados mientras que su largo cabello castaño ocultó sus facciones. Sabía que estaba llorando y, aun así, tenía la certeza de que se trataba de un llanto sin lágrimas, no a causa de falsedad alguna, sino debido a lo infinito de su angustia. Mis ojos se anegaron en lágrimas, era inevitable, estaba unida a su dolor, una pena única invadía nuestras almas y las atormentaba como el mejor verdugo. Y ahí estaba yo, exigiéndole algo que ella no podía lograr, recordándole lo inútil que era. Que no era más que una simple figura diplomática, una imagen para el pueblo.

—Lo siento. —Jugué con las sábanas para ocultar mi vergüenza. No estaba siendo justa con ella, mi corazón exigía y mis labios escupían sus palabras sin filtro ni pena.

—Ya te lo he dicho, Xanthe, solo soy una figura. Necesitaban mi firma para hacerlo oficial, para dar una imagen de cohesión ante el pueblo —levantó la cabeza y rodó los ojos—, si su reina ha firmado la orden, debe ser algo necesario —recitó con amarga gracia—. Muchas personas aún son leales a la corona de Calixtho. Con las palabras correctas podría ordenarles morir y lo harían sin dudarlo.

Pude leer su tristeza en la caída de sus hombros, el dolor en cada una de sus respiraciones y la insoportable sensación de ser una presa, de estar acorralada, en sus ojos. Entrelacé nuestros dedos y le regalé un apretón.

—Tal vez exista una salida, Adrianne.

Ella rio y me regaló una mirada un tanto condescendiente. Deseé enojarme, no era justo, yo poco conocía de los manejos internos entre los países, mi formación en política extranjera se limitaba a algunas clases en la escuela.

—Ethion y Tasmandar son aliados. Durante años Ethion ha codiciado parte del desierto que compartimos con ellos. Solo debes sumar dos más dos. Bueno, —meditó por unos instantes—, nuestras relaciones diplomáticas no han sido las mejores estos últimos años, ni siquiera las relaciones comerciales. No paran de asignar impuestos a los productos que exportamos a su pueblo. Son años de presiones, de historia. Sus ejercicios en la frontera son prueba de ello. Deseaban la guerra y no necesitaron hacerse de rogar por parte de Tasmandar.

—Es un desierto —musité— ¿Qué puede tener de valioso un desierto?

Adrianne lanzó una carcajada al aire y luego recuperó la compostura. Solté su mano y me crucé de brazos. ¡Era una escritora, no una experta en geografía económica!

—Es un desierto muy rico en minerales, Xanthe. Oro y cobre por mencionar algunos. —Buscó mi mano y la atrapó entre sus dedos para dibujar las tenues líneas de mis venas.

—¿Y por qué no solo explotan su lado? Tienen mucho desierto para hacerlo. Más que nosotros —refuté.

—Xanthe, eres escritora, esto lo conoces tan bien como yo. La ambición humana es insaciable. Si tienes las armas y el poder para tomar algo, lo harás y si en el proceso destruyes una cultura que odias, el premio se convierte en un verdadero tesoro.

Me dejé caer sobre el colchón, demasiado agobiada por el peso de las palabras de Adrianne como para preocuparme por algo más. Mi mente viajó al frente, junto a Jenet, Erroll y Dyrk, junto a los cientos de jóvenes que perderían la vida y la juventud entre balas y sangre.

Adrianne eligió ese momento para pasar una pierna por encima de mis caderas, sentí el peso de su cuerpo sobre mi vientre y también su calidez. Mi cuerpo reaccionó de inmediato y por un instante me sentí culpable. ¿Qué hacía excitándome por la reina justo después de una declaración de guerra? No estaba bien, debía de ser una terrible acción, acabábamos de atestiguar la condena de miles de personas a la muerte.

—¿Adrianne? —Abrí los ojos solo para encontrar su rostro a un palmo de distancia del mío. Sus ojos se encontraban oscurecidos y un aura salvaje los envolvía en un torbellino de descontrol.

—Ya que no puedo hacer nada por mi reino, déjame hacer algo contigo —pidió como si nada. Una de sus manos trazó una línea desde mi sien hasta mi mandíbula, dibujó mis labios y recorrió la extensión de mi cuello.

Con su cuerpo sobre el mío y sus caricias de fuego, estaba mucho más cerca del grandioso sí que del recatado no. Además, ¿qué importaba ya? Había dejado mi familia a cargo de sus guardaespaldas para pasar unos días en palacio, mi moral no podía caer más bajo. Asentí y de inmediato su juego cambió por completo. Aquel dedo que apenas rozaba mi piel se transformó en una garra que dibujó un ardiente camino hasta mi chaleco.

—Sin sujetador, —levantó una ceja— ¿pretendías enfrentar así a la presidenta?

—Y sin bragas —susurré.

—Alguien se despertó atrevida —sonrió con lascivia—. No puedo tener una escritora tan pervertida en mi reino. —Su mano se coló bajo mi chaleco, jugó unos instantes con la fina línea que marcaba mi abdomen y subió hasta encontrarse con mis pechos, una vez allí, atrapó un pezón entre sus dedos y presionó hasta el límite entre el placer y el dolor.

—No lo era hasta que llegaste tú —jadeé.

—Y mentirosa. —Presionó con más fuerza mi pezón y mi cuerpo respondió arqueándose contra el suyo—. Tendremos unos días muy divertidos, Xanthe —amenazó con una sonrisa peligrosa—. Por ahora te demostraré qué tantas cosas puedo enseñarte.

Liberó por fin mi pezón y deslizó su mano hacia mi cuello arrastrando así el chaleco hasta retirarlo por completo. Su mano libre fue hacia su espalda y en un instante la sentí hurgar en el botón de mi pantalón, este se liberó como el corcho de una botella de vino espumoso y la cremallera poca resistencia significó ante sus hábiles dedos.

Sus dedos recorrieron con parsimonia mi intimidad recolectando gotas de humedad. Su otra mano se detuvo sobre mi cuello.

—Si quieres parar en algún momento da dos palmadas a mi muslo —advirtió con repentina seriedad.

—Lo sé, confío en ti —respondí presa de un halo de iluminación. Por supuesto, iba a hacerlo, a jugar con mi respiración, con mi vida. Gemí. Escribirlo era una cosa, vivirlo, otra muy diferente y peligrosa.

Iba a dejar mi vida en manos de la reina y no de forma metafórica, no como soldado de su reino o como fiel súbdita. Esto era real. Mi corazón se aceleró al sentir sus dedos rodear mi cuello, poco a poco incrementó la presión en los laterales. Toda sensación se incrementó mil veces, sus dedos en mi centro, el peso de su cuerpo sobre el mío y el sonido de nuestras respiraciones y jadeos.

Tomé aire, mi cuerpo lo exigía con desesperación incluso antes que la reina cortara su libre flujo. Ella sonrió y depositó un beso en mis labios.

—Tranquila, apenas estoy empezando —susurró contra mis labios antes de reclamarlos en un beso mucho más violento. Sus labios dominaron los míos y los obligaron a ceder al paso de su lengua y sus dientes. Era algo salvaje, primario, un gruñido escapó de mi pecho y mis manos se dirigieron a su cadera, como pude deshice el nudo de su bata y me encontré con su piel desnuda debajo.

—¿Y yo iba a dirigirme de manera impropia a la presidenta? —critiqué solo para recibir un mayor nivel de presión en mi cuello. La parte inferior de mi cuerpo explotó en oleadas de placer, me sentía suya, completamente a su merced. Aquellos ojos felinos brillaron contra los míos.

—Yo puedo hacer lo que me dé la gana, mi escritora. Tú en cambio, no.

—Ah, ¿no? —Deslicé una de mis manos hasta cubrir por completo uno de sus perfectos senos, era suave, con un pezón que poco a poco se endurecía contra mi piel. La otra mano la dirigí a su centro, cubrí su vientre con mi palma y permití que mis dedos se extendieran sobre su abdomen firme y suave, mi pulgar encontró su hogar en su clítoris, apliqué un poco de presión, no demasiada. Me vi recompensada con un gemido y un movimiento de caderas, poco a poco Adrianne arrancó su propio placer de mis manos sin contemplaciones y yo seguí su ritmo.

—Estamos desafiantes hoy —ronroneó contra mi oreja—, eso me gusta mucho. Hará que el derrotarte sea mucho más divertido.

¿Derrotarme? Oh no, por supuesto que no. Incrementé la presión de mi pulgar en su centro y empecé a dibujar círculos en aquel mar húmedo y apetecible. Adrianne ahogó un grito contra mi hombro solo para clavar sus dientes en él y dejar que su mano cortara por unos instantes el flujo vital a mi cabeza.

El mundo dio vueltas, mi cuerpo se vio envuelto en un tornado de sensaciones extremas que poco a poco dominaban la realidad y la moldeaban en nuevas formas y texturas para luego ser devoradas en una vorágine de oscuridad y placer sin precedentes. En un punto sentí mi centro dar paso a sus dedos, eran embestidas largas y profundas que buscaban arrancar todo de mí y convertirlo en un amasijo de gritos, jadeos, gemidos y calor.

La palma de su mano se adueñó de mi botón de placer, con cada estocada de sus dedos enviaba un aluvión de electricidad a mi vientre y de allí, a mi cuerpo. Por un momento liberó la presión en mi cuello y mi cuerpo cosquilleó y corcoveó como un caballo desbocado, la presión regresó de nuevo justo en el punto culminante. Creí rozar por un instante la muerte, y si así se sentía, no me importaría morir, giré y me revolqué entre llamas, rayos y centellas, no tenía control sobre mi cuerpo, él lo tenía sobre mí y solo deseaba más, más de aquellas sensaciones, más de aquel mundo en el que nada importaba.

Tomé una bocanada de aire en cuanto pude, la realidad regresó a mí solo para mostrarse aún más hermosa de lo que había experimentado. Adrianne aún se encontraba sobre mí, solo que se había adueñado de mi mano, su calor y su humedad la rodeaban y el roce no hacía más que incrementarlo todo hasta un punto que no pude hacer otra cosa más que curvar mis dedos y hacerla mía.

Su cuello se inclinó hacia atrás, el movimiento de sus caderas se hizo aún más sinuoso, como el de una llama que baila ante una suave brisa. Eso era Adrianne, fuego puro rodeándome y arrastrándome al abismo. Me quedé allí, sobre las almohadas, disfrutando de aquel baile privado y único, moví mis dedos al compás de la pasión, como compañeros de danza, siempre atentos a la guía de Adrianne, era ella quien llevaba el ritmo de una melodía que solo nosotras podíamos escuchar.

En algún punto abracé su cuerpo contra el mío, mi boca deseaba unirse a aquel baile. Atrapé uno de sus pezones entre mis labios mientras que mis dedos se encargaron del otro. Poco a poco la fui llevando al final de todo, a esa caída libre tan deliciosa como adictiva. Su olor, dulce y almizcleño rodeó mis sentidos y conquistó cada poro de mi piel. Sus gemidos, sus jadeos y sus sordos e ininteligibles murmullos abrazaron mi mente y la arrastraron a donde ella deseaba llegar.

Tembló contra mi piel y se agitó contra mi alma, entregó cada gota de placer que podía tener en su interior y más. Su cuerpo cálido fue recibido por el mío con alegría y afán, quería más de ella, mucho más y a la vez, no podía exigirlo, no mientras Adrianne tuviera el control.

Demostré mi inconformidad con una mordida a su cuello, intensa, que solo prolongó el placer y nos arrastró aún más profundo, a un lugar del que no podríamos salir y que no deseábamos abandonar por lo que restaba de noche. Después de todo, no sabíamos que nos deparaba el mañana, quizás moriríamos en un futuro bombardeo, quizás el pueblo reaccionaría de manera negativa ante la declaración y exigirían su cabeza, y por consiguiente la mía. Había un futuro incierto aguardando por nosotras, mientras, no estaba mal disfrutar del ahora y de lo que compartíamos entre susurros y sábanas de satén.

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