Contacto
El edificio temblaba a mi alrededor con cada nueva bomba que, como tormenta de verano, caía sobre las ruinas de la ciudad. Un crujido sobre mi cabeza me alertó del peligro segundos antes de que un gran pedazo del techo cayera en el que era mi escondite. Tomé mi fusil y me alejé a gatas de aquel lugar. Por un segundo mi cabeza quedó visible en un agujero de la pared y una bala dejó un camino y un golpe rasante sobre mi casco. Por enésima vez vi transcurrir mi corta vida ante mis ojos.
Iba a morir sin terminar mi última novela, esa que guardaba con celo en un cuadernillo sobre mi corazón y que robaba el espacio de las barras de proteínas que insistían en entregarnos en el frente.
Encontré un nuevo escondite entre los escombros. El bombardeo cesó y me permití respirar. Mi amado edificio no se derrumbaría sobre mí en unas horas, podía descansar unos segundos, quizás algunos minutos. Un lujo, uno que estaba dispuesta a permitirme incluso si significaba mi muerte. Nada podía ser peor a esto.
Si era sincera, si lo había. Su recuerdo contra mis párpados. Su silueta perfecta en mis retinas y su risa en mi corazón.
Ahí, en pleno frente de batalla, con bombas cayendo a mi alrededor y con un francotirador tras mis huellas no podía evitar pensar en ella, en la mujer que pudo haberme evitado todo esto y que, por tozudez, orgullo y quizás un instinto de autopreservación, había rechazado.
Preferí acudir al frente que estar a su lado. Reí para mí y negué con la cabeza. Eso decía mucho de Adrianne. Mentira, decía mucho de ambas, en especial de mí. La escritora que se asustaba de utilizar las palabras para expresarse y prefería huir a un lugar donde la cobardía significaba la muerte.
Todo comenzó en el Gran Baile de Bienvenida al Ejército. No era más que una pantomima de la corona para ocultar su debilidad y terror ante los hechos que se suscitaban en la frontera del país y que tenían a todos los habitantes en vilo.
—Esta horrenda corbata va a acabar con mi vida antes que los soldados de Tasmandar —protestó Jenet por enésima vez. Luchaba contra el corbatín como si este la hubiera insultado a nivel personal. Suspiré y acudí en su auxilio, cinco segundos después lucía un perfecto uniforme de gala, corbatín negro contra una camisa de prístino blanco incluido.
—No digas eso —susurré. La idea de perderla en el frente enviaba puñaladas crueles a mi pecho.
—Que hayas sido seleccionada para permanecer en Ka no es tu culpa, Xanthe.
—Claro que lo es, soy esa figura cultural que no quieren enviar al frente —mascullé. Miré la línea dorada en mis mangas, resaltaba contra el profundo color azul de mi uniforme. Cabo en infantería, vaya, un cabo que no iría al frente. Me sentí culpable por el alivio que experimenté ante la idea.
—Que estés o no a mi lado en el frente no hará ninguna diferencia, amiga. Bueno —fingió pensarlo unos segundos—, sí que la hace. Cuando estás a mi lado luzco más hermosa. Ya sabes lo que dicen, junto a un ogro cualquiera es princesa.
—¡Cállate! —reí ante su ocurrencia y me apresuré a cerrar los botones de la chaqueta. Por suerte estábamos en invierno, o aquel traje de tres piezas se habría convertido en un verdadero infierno.
—Mucho mejor —aprobó mi amiga mientras luchaba por cerrar el chaleco interior. Rodé los ojos, lo había elegido una talla menor a propósito. Sus pechos querían escapar del confinamiento y por ende resaltaban a la vista.
—No tienes remedio.
—Como si pudieras hablar. —Rodó los ojos—. No creas que no te vi buscando inspiración en cualquier rincón del cuartel.
—Al menos yo me limito a un solo género.
—Estás aprendiendo demasiado de mi —protestó Jenet con el ceño fruncido, luego una gran sonrisa cubrió su rostro—. No puedo negarlo, ¿por qué habría de elegir? Fui bendecida por la Gran Madre.
—Eres imposible.
Abandonamos nuestra habitación por última vez. Nuestras maletas descansaban sobre las sencillas camas que alguna vez habían presenciado todo tipo de escenas, desde desmayos fortuitos hasta escapadas románticas. Nuestros dos compañeros se habían marchado entre risas y bromas sobre cómo los hombres no tardaban en estar listos, solo para regresar a toda prisa porque habían olvidado peinar sus escasos cabellos. Había un sabor agridulce en el ambiente. No quería abandonar aquel lugar. Reí, en las primeras semanas era todo lo que deseaba hacer, escapar, saltar por la ventana y no volver a escuchar los gritos de los sargentos y las ordenes absurdas de cualquier cabo.
—Son etapas, amiga. Vamos por el último paso —Jenet estrechó mi hombro y abrió la puerta. Sería la última vez que pisaríamos aquel lugar. Después del baile, ella marcharía a algún lugar en el frente y yo estaría destinada en reserva a la espera de un cambio en la situación. Tiempo más que suficiente para escribir unos cuantos libros y vivir. Oportunidad que muchos no tenían, pero yo no me sentía afortunada.
Casi fuimos las últimas en subir al autobús. En aquella oruga de metal se mezclaban todo tipo de perfumes, la peste era insoportable, pero las risas aliviaban todo. Palmadas de camaradería y sonrisas amplias era todo lo que se podía ver. Era similar al momento de nuestra llegada, y a la vez, un contraste increíble.
Hacía un año, este mismo autobús había hecho el recorrido contrario, repleto de jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años, algunos dejaban por primera vez el hogar materno, otros dejaban familias incipientes. Había emoción y un dejo de nostalgia, con cada kilómetro que avanzábamos hacia el cuartel, la atmosfera cambiaba a una de miedo y anticipación. Espaldas encorvadas, músculos flácidos y desorden fueron trasformados en un año. Ahora todos se sentaban en sus lugares con la espalda tan firme como si se hubieran tragado un palo, reían y giraban en sus asientos para hablar con sus compañeros en una especie de caos controlado.
Doblé el sombrero del uniforme y lo coloqué bajo mis hombreras justo en el momento en el cual el chófer ingresó al autobús seguido por nuestro sargento asignada. Katrine era una mujer feroz por decir poco. Siempre llevaba el cabello rubio cenizo en un apretado moño que dejaba tirante sus orejas y sus sienes. Sus ojos grises escaneaban tu alma y siempre descubrían al culpable de cualquier trastada.
Ahora su expresión era menos severa y un poco más maternal. Por alguna razón, aquel cambio no me gustó nada. La mezcla de severidad y cariño daba lugar a la conmiseración y eso no era agradable, menos en tiempos de guerra.
—Señores, estoy muy orgullosa de ustedes. Han culminado con éxito su entrenamiento y están listos para defender esta tierra de libertad de los enemigos que una vez más han decidido exterminarnos.
Me sentí dejada de lado en aquel discurso. De mi compañía, era la única que se iría a casa, bueno, yo y el extraño chico de lentes llamado Tegan. Al parecer era demasiado inteligente y miope como para ir al frente.
Un apretón en mi rodilla me sacó de mi ensimismamiento. Jenet compartió una sonrisa conmigo, sabía leerme como un libro abierto.
—También estás en esto, Xanthe, no te excluyas porque nadie en este autobús lo hace.
—Como es tradición, acudiremos al Gran Baile de Bienvenida al Ejército, la reina los recibirá y brindará en su honor. Esta puede ser su única oportunidad para disfrutar de un evento de esta naturaleza. —Rodé los ojos. Katrine tenía la no muy agradable habilidad de recordarte lo mortal que podía ser una guerra—. Disfruten, celebren con su familia al terminar y permitan que esos sentimientos alimenten el fuego de sus corazones.
—Al menos no dijo fusiles —bromeó Dyrk desde el asiento de atrás. Era nuestro compañero de cuarto, un joven de cabello castaño y ojos oscuros y vivaces. Con frecuencia él y Jenet nos metían en problemas.
—Sí, señor Dyrk, también alimentará el fuego de sus fusiles —Katrine no dejaba escapar una, en especial si el autor era él—. Y ya que nuestro divertido bufón ha hablado, quiero recordarles que este es un baile formal, así que nada de soltarse el cabello y tirar canas por allí. El palacio estará muy bien vigilado.
Toda formalidad se fracturó en la forma de carcajadas, protestas y aullidos. Katrine rodó los ojos, tomó asiento y ordenó al chofer avanzar. No era un viaje de más de quince minutos, pero nadie deseaba marchar al palacio y menos en un almidonado uniforme de gala.
Quien vivía en Ka conocía a la perfección el imponente palacio real, con sus torres místicas, sus pisos de mármol y sus paredes decoradas con frescos de siglos de antigüedad. Aun así, encontrarnos con la suntuosa decoración para el baile nos robó el aliento. Habían elegido focos amarillos para simular la luz de las velas y su luz hacía refulgir el oro que decoraba las inmensas columnas que soportaban con firmeza el techo abovedado. La entrada estaba marcada por una alfombra roja en extremo suave y acolchada, mis botas se hundían con cada paso. Las barandas de las escaleras estaban tan cubiertas de flores que era imposible ver el metal debajo, o sujetarse de ellas.
En el salón principal habían dispuesto de un centenar de mesas alrededor de un espacio circular muy iluminado que supuse, fungiría como pista de baile. Frente a este se encontraba la mesa más grande de todas y en su centro, una silla de alto respaldar cubierto de terciopelo rojo y decorado con oro y lo que parecían ser piedras preciosas. Las sillas de alrededor también estaban decoradas, pero no con tal elegancia.
—La reina no escatima en gastos —dijo Jenet mientras tomaba asiento en nuestra mesa asignada.
—Pfff ahí vienen los zopencos de la aviación. Míralos, creyéndose más que los demás —interrumpió Erroll, nuestro otro compañero de habitación. Habían asignado las mesas por compañeros de habitación, quizás para evitarse el trabajo de establecer algún otro tipo de organización.
Seguí la dirección de su mirada, en efecto, acababa de entrar al salón un grupo reducido de pilotos. Destacaban por sus uniformes negros y amarillos y por el porte al caminar. Cualquiera diría que planeaban despegar en cualquier momento.
—Al menos no están junto a nosotros. Aquí vienen nuestros amigos las sardinas —intervino Jenet. Los pilotos tomaron su lugar en uno de los extremos del arco, mientras que los marineros de la armada de Calixtho tomaron asiento justo entre nosotros. Una disposición inteligente para evitar disputas innecesarias.
—Más de uno de esos uniformes blancos dejará de serlo esta noche —bromeó Erroll.
—¿Planeas arrastrar alguno? —inquirió Dirk.
—Y en los jardines del palacio. —Movió las cejas de arriba a abajo insinuante.
—Son de lo peor —bufé.
—Serás quién para hablar —contraatacó Erroll.
—Yo nunca metí hombres a la habitación.
—No, metías mujeres —intervino Dyrk.
—Tu calla que metías a ambos ¡y a la vez!
—¿Qué puedo decir? Puedo con ambos. —Se repantigó en la silla con expresión confiada y abrió sus piernas—. Este amigo —señaló su miembro—, puede con todo.
—¡Asqueroso!
Dyrk estaba por responder cuando las luces bajaron y un gran foco señaló con su luz a una sombra magistral. La atmósfera cambió por completo, de divertida y distendida a solemne. La reina había llegado.
—De pie para dar la bienvenida a la reina Adrianne de Calixtho —bramó una voz desde las sombras.
Como un solo cuerpo todos nos pusimos en pie y adoptamos una postura de firmes. El foco seguía a la reina en su avance por el salón. El brillo de la luz no me permitía distinguir sus facciones, su cuerpo o su vestido. De todas las reinas de Calixtho, era la más desconocida por su pueblo, rara vez abandonaba el palacio y solo se dirigía a él en contadas ocasiones y desde el balcón principal del palacio. Tener la oportunidad de verla en persona era única.
—¿Crees que participe en el baile? —preguntó Erroll en un susurro.
—No lo sé, dicen que es una estirada de cuidado. Así que, si participa, de seguro solo bailará con la corte.
—O sea, con el otro grupito de estiradas mayores —repuso Dyrk.
La reina alcanzó su lugar en la mesa principal y ejecutó una reverencia ante nosotros. Un cosquilleo inexplicable recorrió mi espalda. Una reina, ni más ni menos, nuestra reina, nos reverenciaba. Una campana sonó en algún lugar y las luces se encendieron. Como si fuéramos uno respondimos a su reverencia con un saludo. Decenas de puños chocaron contra sus respectivos pechos como un solo golpe.
La reverencia terminó y la reina levantó la mirada e irguió la espalda. Miró a su alrededor con expresión satisfecha y abrió los brazos como si tratara de abrazarnos a todos.
—Mis queridos soldados, hombres y mujeres valientes que están a punto de defender a su patria, les doy la bienvenida al ejército de Calixtho. Aire, mar y tierra trabajando juntos para defender nuestras fronteras de un enemigo común. De un enemigo que hemos derrotado mil veces y que derrotaremos otras mil si es necesario: el irrespeto y la intolerancia. Juntos, se han convertido en el monstruo que nos toca devorar antes que destruya nuestras tierras, nuestros hogares y nuestras familias. Estoy segura que ustedes, como generaciones antes, lograrán derrotarlo y traerán la paz a nuestro amado país.
Una ovación estalló a mi alrededor. Aplaudí como si mis manos no fueran mías. Por un lado, me sentía como una gran impostora en aquel lugar ¿cuántos estarían muertos en un par de semanas? ¿qué valor tenía yo? Iría a casa a escribir y a estar a salvo entre cuatro paredes. Por el otro, la voz de la reina me envolvía en un hechizo, en una sensación de magia y control que no había experimentado con nadie más. Sedosa y dura, suave y a la vez coercitiva, mis manos temblaron, necesitaba escribir.
La cena transcurrió entre charlas y chistes, cada bocado que desaparecía de nuestros platos nos acercaba al baile y con él, a las despedidas que llegarían con el amanecer. Mi labio inferior tembló mientras degustaba un trozo de ternera asada. No quería despedirme de ellos, no quería decirles adiós, quizás para siempre.
—Venga, alegra esa cara —dijo Jenet por lo bajo—. Estamos en un baile, todos sabemos lo que se viene, pero no vamos a pasar nuestra última noche libre llorando bajo los manteles.
—Si te sirve de consuelo —intervino Dyrk—. Prefiero que estés en la ciudad —hizo una pausa dramática, no sabría si soportaría alguna palabra o declaración tierna de su parte—, así terminarás la historia de mi personaje. —Sonrió con sorna y dio un trago a su copa de vino—. Quiero saber si tiene un mejor destino que el mío.
—Eres de lo peor.
—Coincido con él. Termina nuestras historias. Eres nuestra hermana y no te culpamos por nada. Nadie en el batallón lo hace —dijo Erroll mientras estrechaba mi mano. Sus ojos acaramelados solo dejaban ver tierna calidez.
Con el corazón un poco más libre logré superar la cena y el postre. Incluso me uní a sus bromas sobre el chocolate y las fresas y así, la noche avanzó hasta que un grupo musical tomó sus lugares detrás de la mesa principal y las primeras tonadas rompieron la algarabía y las conversaciones que llenaban el salón. Una tensa nube de vergüenza y anticipación se formó y cayó sobre todos los presentes, los minutos transcurrieron muertos sin que nadie se atreviera a bailar, hasta que una pareja de infantería rompió el hechizo. Le siguió una de la aviación y luego otra de la armada, pronto todos estaban danzando y sonriendo.
—Bueno, esta que está aquí va a ver si tiene suerte —dijo Jenet a modo de despedida antes de perderse entre las mesas. La siguió Dyrk. Solo quedamos Erroll, el vino y yo.
—Puedes ir a bailar, no me sentiré mal si lo haces. Solo necesito unos segundos para entrar en ambiente —aseguré. La verdad, no quería bailar con nadie que pudiera morir al día siguiente. Eran lazos que no estaba dispuesta a cargar.
—Quiero que bailes conmigo —sonrió. Separé los labios para rebatir, pero volví a unirlos, ¿cómo podía negarme? Se sentía como negar el último deseo a un condenado a muerte y en este caso, dicho reo era mi amigo. Parpadeé para apartar el ardor en mis ojos y asentí.
—Bailemos entonces —acepté y saqué de mi bolsillo los guantes blancos que nos habían entregado para la ocasión. Sabía que muchos terminarían la noche sin ellos, o al menos, disparejos. Los jardineros del palacio se lo pasarían bien limpiando entre los rosales y arbustos que rodeaban el lugar.
Tomó mi mano y me guio al centro de la pista. Su cabello negro brilló bajo las luces y su sonrisa tierna me animó a descansar una de mis manos en su hombro y a estrechar sus dedos con la otra.
—Estaremos juntos, Xanthe, solo es un baile más en la vida —aseguró antes de dar el primer paso y empezar a girar conmigo—. No lo pienses demasiado, solo da el salto, disfruta de lo que la vida te ha ofrecido y ya. Es lo que haremos todos en esta habitación.
—Quiero que te cuides, Erroll —suspiré.
—Lo haré, tonta. Además, dicen que los de la aviación hacen todo el trabajo. Bombardean las líneas enemigas. Nosotros solo apoyamos desde tierra. Yo me preocuparía más de nuestros amigos de la armada, mira que ser bombardeados o torpedeados y morir atrapados en esas latas de sardina que llaman destructores.
Aquellas palabras le ganaron un empujón de una muy enojada pareja de chicas de la armada. Reímos como dos niños y nos apresuramos a girar para desplazarnos lejos de ellas. Era demasiado temprano para iniciar una pelea.
Pronto un chico de la aviación rompió la hegemonía y se atrevió a pedirle un baile a Erroll. Liberé su mano y lo entregué con una reverencia. Ambos hacían una hermosa pareja de baile y yo no quería estorbar en aquel ambiente tan cargado de miradas y secretos en el aire.
Un soplo de brisa nocturna refrescó mi rostro. Resistí la tentación de secarme el sudor con el dorso del guante y levanté la mirada. Allí junto a la mesa principal había una puerta y un sirviente. Las personas se dirigían a aquel lugar con paso rápido o bien, rebuscando en sus bolsillos, algunos de los que salían lo hacían con el rostro sospechosamente diferente. Ah la prohibición de utilizar maquillaje en el baile era demasiado para algunos.
Me dirigí a aquel lugar, en efecto, eran los baños. Los dos primeros estaban repletos, pero el tercero, cerrado con una puerta demasiado ornamentada, estaba vacío. Miré a mi alrededor, el pasillo estaba vacío y no había un sirviente o un guardia que me alertara de cualquier violación a las normas, además, solo era un baño. Si me atrapaban podía inventar cualquier excusa.
A toda prisa abrí la puerta y de espaldas a la pared, me colé en su interior. Ante mis ojos se reveló un lugar majestuoso. Las paredes estaban pintadas en rojo carmesí y dorado, colores que servían de fondo a fresnos hermosos que no deberían de encontrarse en un lugar destinado a los desechos humanos.
Me quité los guantes y mojé mis manos bajo el chorro de agua helada que brotaba del lavamanos, luego procedí a mojarme el rostro. El frescor fue bienvenido por mi piel y mi alma. Brindaba un alivio que ni las palabras de Erroll habían logrado entregar.
—Si sigues así vas a resfriarte ¿pretendes obtener una baja de esa manera? —acusó una voz profunda y demandante. Detuve mis acciones al instante y cerré el grifo. Giré el rostro y la vi, era la reina en persona. Sus ojos felinos lanzaban rayos de decepción y sus labios turgentes estaban tan tensos que formaban una fina línea rojo ocre.
Sin importar mi rostro chorreante respondí como me habían enseñado, adoptando la posición de firmes y un saludo apresurado.
—Su majestad, solo lavaba mi cara. Estaba acalorada de tanto bailar.
—Mmm. —La reina fingió pensarlo, una de sus manos voló a la puerta y pasó el pestillo. El sonido metálico resonó en alguna parte de mi espalda, ¿qué pretendía? En mi mente se desarrollaba toda una escena candente impropia entre una simple cabo y una mujer de su categoría—. No te creo.
—Un soldado que no fue llamado a servicio activo no puede pedir su baja, señora —respondí. La emoción inicial desaparecía ante lo pedante de su actitud.
—¿No fuiste llamada a servicio activo? —Levantó una ceja y me recorrió con la mirada de la cabeza a los pies. Contuve un estremecimiento, por primera vez el entrenamiento empezaba a ser útil—. Yo te veo sana, tienes dos manos, dos pies y dos ojos funcionales, eso es más de lo que puedo decir de alguna de mis generales.
—Soy un bien cultural o algo así para el país. No quieren que el arte desaparezca en la guerra. —Anunciar mi desgracia ante la reina, vaya manera de coronar la noche.
—Oh —frotó su barbilla y de un paso se acercó a mí. Mi nariz se vio invadida por su potente perfume de jazmín—, ¿y no te agrada la idea?
—No, señora. Bueno, si y no —confesé. Era demasiado sencillo exponer mi realidad ante ella, como si fuera inútil esconder algún secreto a aquellos ojos claros y electrizantes—. Quiero estar con mis compañeros, pero no deseo morir antes de terminar mis novelas.
—Ahhh —coreó con una sonrisa—. Las decisiones de la vida, sus dualidades. Bien o mal, vida o muerte. —Agitó su cabello castaño claro sobre sus hombros para dejar ver sus hombros desnudos y su escote prominente—. Es algo con lo que debemos aprender a vivir y se hace más fácil cuando comprendes que tales dualidades no existen. No hay blancos o negros, solo grises —concluyó con una sonrisa y un destello travieso en sus ojos, luego procedió a lavarse las manos y se deslizó en uno de los cubículos.
Esa fue mi señal para desaparecer. No iba a escuchar a la reina hacer sus necesidades, suficiente tenía con que me descubriera en su baño, o el baño destinado a la corte y el alto mando, daba igual. Lo mejor era huir y perderme entre mis compañeros.
Para mi mala suerte, mis amigos habían desaparecido del salón, o quizás solo habían sido devorados por la marea de parejas que danzaban sin descanso. Ya nadie le importaban ya las diferencias, había parejas de todo tipo y aquello hacía difícil el esconderme entre una marea de uniformes color azul.
Mi corazón latía desbocado, me sentía como una gacela siendo perseguida por un león. Traté de calmarme, solo había sido un encuentro fortuito, algo que podía ocurrirle a cualquiera, era solo una soldado más, de seguro se habría olvidado de mí y estaría de regreso en su mesa para comer y beber con personas de su círculo social.
—Ahí estás —sentí una mano posarse en mi cintura—. No hemos terminado de hablar y esta pieza es mi favorita.
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