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Atrapada

Los días pasaron sobre mí y apenas fui consciente de ello. El uniforme de gala terminó en el suelo, rodeando mi cama. Había caído por turnos desde el borde del colchón y no tenía la energía, ni las ganas, para recogerlo.

Rodé sobre las sábanas y fruncí los labios al sentirlas pegarse a mi piel. Era hora de cambiarlas, bufé y rodé los ojos ¿a quién le importaba si lo hacía? Froté mis ojos y me dispuse a dormir unas diez horas más, la oscuridad del sueño era lo único que me alejaba de los constantes susurros acusadores que poblaban mi mente. Quizás podía pasar toda la guerra durmiendo, luego debería sobrevivir a la pena y a ser la única persona de mi edad en la calle o que no contaba con valientes y notables historias del frente y la gente se enfadaría conmigo solo por estar viva y no alegrarme por ello.

El timbre del teléfono rompió la monotonía de mi descanso, traté de ignorarlo, nada ni nadie me arrancarían de las sábanas. Eran mi refugio, mi lugar favorito en el mundo. Eventualmente el teléfono dejó de sonar, con un suspiro di la bienvenida al silencio, solo para ser despertada de golpe por la insistencia de quien llamaba.

Si arrojaba mis botas con la fuerza suficiente, ¿alcanzarían el teléfono en la sala? Con un gruñido oculté mi rostro bajo la almohada mientras el timbre continuaba bramando a la nada.

Presioné las palmas de mis manos contra mis ojos y una explosión de colores inundó mi retina. Me levanté en un instante, explosiones, bombardeos, mis pies se enredaron en mis descartados pantalones y evité caer de bruces gracias a mis recién adquiridos reflejos. Conseguí levantar el teléfono antes que dejara de sonar, carraspeé para apartar el sueño de mi garganta y atendí la llamada.

—¡Hija! —Era mi madre. El alivio y la amargura me invadieron sin compasión. La amaba como solo una hija podía amar a su madre y le reprochaba sus ideas y visión de vida como solo una podía hacerlo.

—¿Madre? —inquirí. Un agujero desagradable se abrió en mi estómago y nada tenía que ver con haberme alimentado a base de galletas dulces y agua.

—Hija, nos han pedido evacuar. No quiero molestarte, pero no tenemos donde ir. Los bombardeos nocturnos ponen en peligro a los niños y... —Su voz se entrecortaba, respiraba con pesadez y yo solo podía estrujar entre mis dedos el borde de la mesa del teléfono. Un hijo nunca debería escuchar a sus padres así de desesperados.

—Los recibiré, no tienes que preguntarlo madre. Solo toma el primer tren a Ka, hazlo ya —ordené con firmeza—. No esperes más.

Miré el reloj, eran las tres de la tarde, el último tren debía de salir en una hora. Tiempo suficiente para que preparara algunas maletas. Pateé la mesa, quizás si hubiera atendido sus llamadas antes, habrían abordado el de las dos.

—Solo dejan viajar a los niños —gimió—. Solo los niños. Cuando todos estén evacuados nos permitirán seguirlos.

—Bien —asentí, aunque no podía verme—. Envía a Kate en el siguiente tren. La esperaré en la estación.

—Hija mía, no sabes cuánto te lo agradezco...

—Es mi hermana menor, mamá, no voy a dejarla morir. Por favor, toma el primer tren de regreso cuando te sea permitido.

El silencio dominó la línea por unos instantes, la escuché tomar aire y tragar.

—Rianna viene conmigo —susurró con voz trémula.

Tomé aire y presioné el puente de mi nariz. Sabía que llegaríamos a esto, no podía prohibirle la entrada a su nueva esposa a mi casa. Técnicamente era mi madrastra y la madre de Kate, no podía separar a mi familia solo porque tuviera el poder para hacerlo y menos en plena guerra.

—Está bien, mamá. Tráela.

—Te juro que se comportará.

—No prometas cosas que ella no va a cumplir —espeté—. Envía a mi hermana, estaré en la estación a las 10.

No le permití agregar nada más, la amargura venció cualquier buen sentimiento en mi corazón y el resultado fue colgar la llamada sin siquiera despedirme. Un error estúpido en los tiempos que vivíamos, pero ¿acaso debía dejar de ser humana?

Miré a mi alrededor, el departamento era un desastre. Un año sin más cuidados que la ocasional visita cuando estaba de permiso habían dejado su huella. Aún había vasos sucios de la última vez que me reuní con los chicos y un bol con restos rancios y mohosos de galletas y palomitas de maíz rancios.

Por un momento pensé en arrojar aquel bol a la basura, luego lo pensé mejor y me concentré en lavarlo junto a los vasos y cualquier otro objeto en el lavaplatos. Cuando este por fin estuvo libre, me dediqué a limpiar los mesones y a revisar las alacenas. Los enlatados y productos secos estaban bien, así como las especias.

Abrí el refrigerador con temor, casi todo estaba podrido. Busqué una bolsa negra gigantesca y vacié el contenido sin pensarlo demasiado. Ya compraría lo necesario para llenarlo y organizarlo de nuevo.

Dos bolsas de basura después, el departamento relucía de limpio. Debía agradecer mi eficiencia al entrenamiento, apenas eran las siete, tenía tiempo de hacer algunas compras y prepararme para buscar a mi hermana al andén y así lo hice. Por fin mi hogar estaba listo para recibir a mi pasado por todo lo alto.

La estación de trenes se encontraba abarrotada de familias enteras. Todas gritaban y hablaban a la vez, el aire apestaba a perfumes caros típicos de la capital, a sudor, desesperación y esperanza mezclados con carbón, vapor y desorden. Todos querían recibir a los pequeños que venían en el tren que estaba por arribar. Me mantuve al margen, no quería estar demasiado cerca de las vías. Varios habían caído a ellas gracias al desatino de algún familiar angustiado mientras esperaban. Por suerte, los oficiales del ferrocarril decidieron intervenir. En sus rostros agobiados y pálidos podía leerse su desesperación ante la situación ¿cuántos trenes similares habían recibido ya?

El silbido del tren reavivó los gritos y susurros de la multitud. Algunos estiraban el cuello y se balanceaban como juncos, otros se agachaban para ver bajo los brazos y hombros de quienes tenían adelante. Por fin, el traqueteo del motor de aquella monstruosa máquina se detuvo y por sobre los gritos y saludos de los niños y sus cuidadores se alzó una voz:

—Por orden alfabético, entregaremos a los niños por orden alfabético. Hagan el favor de organizarse.

Aquella orden, lejos de organizar a los desesperados tíos, nanas, tutores y abuelos, incrementó el caos. El dueño de la voz decidió nombrar a los niños uno por uno y dejar que la multitud se organizase por si sola. Esa era, en mi opinión, la mejor estrategia. Obligar con acciones concretas, las masas no entendían algo más.

Me acerqué al tren conforme el encargado terminaba de entregar a los niños cuyos nombres empezaban por I. La letra J tardó una eternidad y por fin, dieron inicio a la letra K. Mi hermana era la veintava niña en ser entregada con esa letra. Suspiré, ¿cuántas personas tenían nombre por K en este país?

—¡Hermana!

El encargado detuvo a mi hermana con una mano en su hombro, revisó el carnet que ella llevaba al cuello y asintió para luego dejarla ir hacia mis brazos.

Su voz empezaba a cambiar, ya no era la estridente voz de una niña pequeña de tres años, sino la voz más segura e infantil de una niña de siete. Su cabello azabache liso como la hierba de verano se encontraba esponjado debido al vapor y al sudor y había una sombra en sus ojos marrones que ni siquiera su sonrisa torcida y libre de dientes frontales podía alegrar.

—Pequeñaja —saludé para luego cargarla en brazos. Mis manos se toparon con una cintura que casi rozaba las costillas y un peso que no esperaba. Disimulé la fuerza utilizada alzándola sobre mi cabeza para llevarla sentada sobre mis hombros—. Has crecido —dije con asombro.

—Dieciocho centímetros —anunció con orgullo.

—Pronto serás tan alta como yo —aseguré mientras tomaba sus maletas. Solo eran dos, los seguros estaban tan tensos que amenazaban con explotar en cualquier momento.

—No, seré más alta —dijo con total seguridad para luego aferrarse a mi cabeza—. Te extrañé mucho. ¿Por qué no me visitaste?

—Mmmm estaba ocupada —respondí. No era la mejor excusa para no haber visitado a mi hermana en tres años y no tenía ninguna otra. No podía decirle que su madre prácticamente me había echado de casa con sus comentarios mordaces y su odio infundado.

—No viste cuando mamá le quitó las rueditas a mi bicicleta —acusó como si fuera un terrible crimen—. Ya soy una niña grande.

—Puedo verte ahora —ofrecí.

—No, tuve que dejar mi bicicleta. —Por el tono de su voz pude adivinar un puchero, pero no era el típico de una niña de su edad, sino uno causado por la nostalgia y la injusticia verdadera—. Y mis juguetes y todo. Los hombres malos y sus aviones...

Un hipido me alertó sobre lo que estaba a punto de ocurrir. A toda prisa dejé las maletas sobre la acera y tomé a mi hermana en brazos. Gruesas lagrimas mojaron el cuello de mi camisa y sus puños arrugaron la tela sobre mi espalda tanto como mi corazón lo hacía ante sus sollozos.

—Ahora estás a salvo, no podrán encontrarte aquí —prometí.

—Son monstruos con alas, hacen mucho ruido y escupen fuego —balbuceó—. Mamá dijo que devoraban niños y que por eso debía subir al tren primero.

Contuve el impulso de insultar mentalmente a mi madre. Después de todo, yo habría inventado una historia similar para convencer a Kate de subir sola en un tren.

—Fuiste valiente al hacerlo —dije mientras daba suaves palmadas a su espalda—. Viajar sola es aterrador, lo hiciste bien. Mamá y madre vendrán pronto a casa.

—Y seremos una familia —sonrió—. Como antes.

Fingí una sonrisa y asentí. No podía decirle a una niña de su edad que aquella imagen que añoraba con todo su corazón solo era una pantomima que me había esforzado por mantener por ella. Quizás cuando fuera mayor lo comprendería por su cuenta.

—Vamos a casa, tengo una habitación para ti sola.

—¿Y juguetes?

—Es algo tarde para eso, pero mañana iremos a comprar algunos. Así tendrás todo el día para jugar.

Kate asintió con emoción y tiró de mí, al dar unos pasos notó que no sabía dónde vivía, así que permitió que la guiara. La llevé a paso lento, las calles eran seguras, un hecho reforzado por las lámparas de los negocios, hogares y postes que iluminaban cada rincón. Quería que aprendiera el camino a casa, sería necesario si iba a asistir a la escuela.

Sus exclamaciones de sorpresa cuando abrí la puerta de mi departamento llevaron una sonrisa a mis labios. Corrió a la sala y dio vueltas sobre sus pies tratando de abarcar todo el espacio con las manos.

—¡Esto es enorme! ¡Estamos tan altas como las nubes! ¡Huele muy limpio!

Dejé sus maletas frente a la puerta de la que sería su habitación y me tomé un momento para respirar y poner bajo control las emociones que amenazaban con superarme. Quería gritar y reír cínicamente hasta quedar ronca. En cuanto llegara su madre mi venganza estaría servida y no sería el hecho de salvarla de los bombardeos, ni el tamaño de mi departamento o las amplias habitaciones, sino la tierna e inocente opinión de su hija. Gruñí, no deseaba pensar así, Kate era mi hermana, no un instrumento para venganzas personales.

—¿Por qué las ventanas son tan grandes, hermana? —inquirió con curiosidad mientras presionaba su rostro al cristal. Solo era una pared de vidrio reforzado que daba luz al lugar.

—No es una ventana, solo es un tragaluz —expliqué—. Tengo ventanas normales, como todos, ¡oh! Y un balcón, al cual tienes prohibido salir —agregué con severidad.

La pequeña bola de energía tardó dos horas en dejar de saltar por allí. Cuando llegó la hora de dormir cayó rendida en su nueva cama y apenas tuvo las energías suficientes para pedir un cuento.

—Es que mamá no conoce historias tan buenas —masculló entre bostezos.

—Es tarde, enana —dije mientras la arropaba.

—Quiero un cuento y lo quiero ya. Esta cama es muy diferente y no dormiré sin uno de tus cuentos.

Revolví su cabello, algo que odiaba, y me dispuse a estrujar mi cerebro para crear un cuento sobre la marcha, uno que fuera emocionante y lleno de aventuras y que pudiera continuar a lo largo de varios días. Cuando finalmente di con él, mi corazón dio un vuelco, estaba reflejando a mis viejos amigos en los protagonistas. Como pude fingí una sonrisa y empecé la historia.

—Estás mintiendo —protestó Kate—. En el pasado los hombres no llevaban armas.

—Esos dos eran de Cathatica, por lo tanto, si podían llevarlas —aclaré a toda prisa.

—No se vale, uno debe ser de Calixtho ¿por qué lucharías por un reino que no es el tuyo? —inquirió a modo de protesta. Kate sin saberlo era la ayudante perfecta para crear todo tipo de personajes, incluso si sus preguntas en plena madrugada no dejaban de incordiarme.

—Porque ese reino te ha dado algo que el tuyo no.

Sus ojos se abrieron al máximo. Abrazó las sábanas contra su pecho y sonrió.

—¡Les permitió amar!

—Exactamente, esos dos se amaban con locura, pero no se atrevían a confesarlo porque era fuertes y feroces guerreros y cosas como el amor, las citas y los regalos los superaban.

—¿Y su amiga los ayudaría a ser felices por siempre?

—No, ella era tan torpe como ellos.

Kate no se durmió hasta que el trío alcanzó la mítica y peligrosa guarida del dragón de tres cabezas. Estiré mis brazos sobre mi cabeza y me retiré a mi habitación, no sin antes dejar la puerta entreabierta por si necesitaba de mí. Resoplé mientras cerraba los ojos, los niños eran pequeñas fuentes inagotables de energía, al lado de Kate, yo ya parecía toda una anciana amargada.

Rianna y mi madre tardaron una semana en llegar, tiempo suficiente para que mi hermana reuniera una considerable colección de juguetes y una bicicleta nueva. Los ojos oscuros de mi madrastra no tardaron en fijarse en ese detalle y llenarse de odio y reproche, los de mi madre solo se llenaron de calidez y fino amor maternal.

—Creo que fue lo que más le costó dejar, gracias por regresarle esos pequeños detalles —murmuró contra mi oído mientras me abrazaba—. Una guerra no debería arrancar la infancia de nuestros niños.

—Solo son caprichos —dijo Rianna por lo bajo—. Son tiempos difíciles, es necesario priorizar y cuanto antes lo aprenda mejor. —Miró a su alrededor con descaro, frunció la nariz y dejó su maleta en medio de la sala—. Este lugar necesita una limpieza. Asumo que sigues perdiendo el tiempo con esa máquina de escribir.

—Esa máquina de escribir pagó todo esto —rechiné mis dientes. No habían pasado cinco minutos y ya deseaba restregar en su rostro mi hospitalidad. La mano de mi madre sobre mi hombro me detuvo.

—¿Dónde está Kate?

—Está en la escuela, con los otros niños. Decidí matricularla antes que los cupos se agotaran. El maestro dice que lleva algo de retraso en los temas, pero que la ayudará a ponerse al día.

—La guerra es la responsable de tal desgracia. No debiste apuntarla a la escuela, solo nos dejas en ridículo y le haces daño—gruñó Rianna.

—Nadie la está lastimando —bufé, decidí ignorar el hecho de que había puesto su orgullo por encima del bienestar de mi hermana y agregué—: El sistema educativo en Ka es algo más avanzado que en las provincias, es todo.

En ese momento Kate decidió entrar en el departamento como una bola de energía infinita y destructiva.

—¡Quiero utilizar mi bicicleta en el parque! ¡He quedado con Veka para hacer carreras! Dice que es más rápida que yo y eso no puede ser —dijo a toda prisa, solo para detenerse al ver a sus madres en la sala de estar—. ¡Mamá! ¡Mami!

Rianna se agachó a su nivel para abrazarla y mi madre se unió a aquel abrazo familiar del que yo jamás sería parte, porque nunca me arrodillaría ante las continuas demandas de una «vida correcta» que exigía mi madrastra. No trabajaría el campo, no me convertiría en terrateniente y mucho menos continuaría su nombre en los mercados.

—Quedan en su casa —dije por lo bajo—. Saldré a pasear un rato. El parque está a dos calles al norte—agregué solo para recordarle a mi hermana de su cita de juegos. De esa manera Rianna no podría imponerle su voluntad, sea cual fuera.

Cubrí mi camisa con una chaqueta de cuero y cerré la puerta de entrada a mis espaldas. Recorrí las calles de memoria, demasiado ocupada rememorando una y otra vez las palabras de Rianna hacia mí. No me preocupaba perderme, sabía dónde iba, Café Ambar. Levanté la mirada, me encontraba en el lugar correcto, el local se encontraba al final de un camino cubierto de árboles que habían crecido de tal forma que sus copas formaban un arco frondoso que apenas dejaba pasar la luz del sol.

Ámbar no tenía un café especial, al contrario, era el peor de la ciudad, pero los clientes no paraban de llegar. Era un refugio de la cotidianidad, una cabaña de madera oscura, ambiente cálido en invierno y fresco en verano, con luz de un dorado tenue y un aroma a madera, azúcar y canela imposible de imitar.

Tomé asiento en mi mesa favorita en una esquina alejada de las demás. De inmediato se acercó a mí una camarera, sonreí al verla, era Margry, una chica unos tres años mayor que yo, pero que aparentaba una edad mucho menor debido a las suaves líneas de su rostro y su expresión siempre angelical.

—¡Bienvenida, Xanthe! Hace mucho que no vienes por aquí —y ese era el otro secreto de Ámbar, se preocupaban por conocer a cada uno de sus clientes, incluso si solo comprabas una galleta—, ¿quieres lo de siempre?

—Sí, un chocolate helado y galletas de chocolate negro —pedí sin siquiera ver el menú. Podrían tener novedades luego de un año, pero no me importaban.

—Marchando —sonrió y dejó su mano unos instantes sobre mi hombro—. No te sientas mal por no ir, es difícil, pero lo superarás.

Asentí por cortesía y la observé marchar. Ahora que prestaba atención a mi alrededor lo comprendí. No había jóvenes de mi edad, eran muy escasos. Ella y yo éramos las únicas jóvenes en el café, los demás eran personas ya mayores o adolescentes que buscaban un lugar tranquilo en el cual enamorarse.

Mi mano se dirigió por inercia al bolsillo interior de mi chaqueta, allí llevaba un viejo cuaderno con tapas de cuero y un bolígrafo. El Café Ámbar era un buen lugar para perderse en la escritura e inspirarse. Su ambiente inundaba tus sentidos sin agobiarlos y era algo que mi pluma agradecía en profundidad.

Me concentré en las hojas en blanco que poco a poco se llenaban de garabatos, líneas sueltas y nuevas sub-tramas para mi historia. Era terapéutico, como sacar todo el veneno y los sentimientos que había en mi corazón y plasmarlos en un papel, donde no harían daño a nadie más que a mis lectores más sensibles. Horas más tarde las hojas empezaron a consumir mi atención, mi mano libre solo se dirigía al plato de galletas o al tercer vaso de chocolate, no había nada más, solo el penetrante aroma de la tinta y el hogareño tufo de mi cuadernillo. Quizás por eso casi ignoré el silencioso jadeo de quienes compartían conmigo aquel espacio o el silencio que parecía crecer en mi dirección hasta detenerse justo frente a mí.

—Vaya, nuestros caminos se cruzan de nuevo, cabo.

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