3. Entre el lecho y la tumba
Portugal sintió el peso de la cama detrás suyo, pero no dejó de acariciar ni besar a Antonio. La ansiedad del español fue amainando, acompañando a los resoplidos cargados de deseo, con tranquilidad. Los ibéricos se repasaban mutuamente con las yemas de los dedos, adivinando los contornos desnudos con los ojos entrecerrados; acción gemelar que se guardó para siempre en los secretos recovecos de la memoria.
De pronto, la mano blanca del Imperio británico pasó por la espalda de su esposo de abajo hacia arriba, erizándole la piel, algo que noto España contra sus labios. Al abrir los ojos, el hispano se dio cuenta que Kirkland estaba ya no como espectador, sino ocupando el lugar que correspondía en la piel de Dos Anjos. En el refilón de las realidades desdobladas que se abrían para entidades como ellos, pudieron sentir el jalón del instinto desde el Mundo Onírico.
El Tigre de los Siete Océanos buscaba marcar su territorio, sobre las tornasoladas escamas del Dragón de Occidente, rugiendo al León del Sol.
En medio de los estertores del cuerpo humanoide en medio, ambos reinos se contemplaron largamente. El panorama era claro: Antonio no quería compartir a Gabriel, porque él no lo había probado en años; mientras Kirkland se regalaba con su presencia cada vez que le apetecía. Él, que ahora que lo necesitaba más, no toleraba que Arthur banalizara el encuentro con sus juegos de cortesana simple, rasguñando la espalda ajena para provocar que Portugal se arqueara en ese fuego cruzado.
¿Por qué no los dejaba en paz?
"Al final, Hispania, sólo hay dos lugares donde todas nuestras diferencias se vuelven arena entre los dedos: en la tumba, y en el lecho."
El ibérico se descolocó ante el mensaje que llegó a su mente, a través de los ojos esmeralda, contemplándolo con un brillo diferente. Inglaterra se tendió al lado de ambos amantes, y miró a España con una emoción muy lejana de la pelea. Esa lujuria tan suya, impronta de su carácter voluble y siempre enfocado en el placer.
En suma, lo miró con abierto deseo.
Entrometiendose entre ambos cuerpos, devoró sin prisas la boca hispana, demostrándole su excitación; su miembro viril entre las telas, tenso y ansioso, fue más notorio. La acción fortuita congeló a ambos hermanos. Uno, por ser el acosado con los ojos abiertos; el otro, porque había quedado en medio.
Gabriel se separó un poco, mientras el pirata ocupaba su lugar y devoraba a Antonio con besos hambrientos. El hecho de tener tan cerca al español por voluntad propia le había abierto el apetito. Mas cuando atinó a entender la razón del alejamiento del portugués, se detuvo y volteó a verlo de pronto; en tanto España quedó en suspenso, tendido en la cama y perdido como un náufrago entre dos barcas.
—¿Te incomoda, marido?— preguntó Kirkland.
—Me... sorprende tu inusitada honestidad con Toninho. — contestó de pronto, algo ofuscado.
—No sabía que te daría celos.
—¿Celos? Estoy consumando con mi hermano en nuestra cama. No serían celos, precisamente.
—¿Entonces?— enarcó una ceja, más divertido y aliviado, al darse cuenta de que sus preocupaciones no estaban fundadas — No entiendo tu turbación.
—Tu actitud...
—Ah, pero no te extrañes, darling. Nada ha cambiado, nunca — miró a Antonio — . Mi deseo es genuino. Sólo que... a veces, troca en formas más decentes.
—¿De qué habláis, Albión?— finalmente España frunció el ceño.
—La única razón por la cual no estás caminando en la tabla a estas horas de la madrugada, Fernández Carriedo, es porque me calientas y siempre quise tenerte de este modo — dijo con menos elegancia — . Que mi esposo ofrende para mí esta oportunidad me pone en ristre; y verlos retozar entre ustedes sólo encendió más mi deseo.
—Yo no estoy haciendo semejante cosa, Artie. — se defendió el otro ibérico, ruborizado y desconcertado ante la osadía del británico. Este simplemente rió con satisfacción.
—¿No me conoces aún, Gabe? ¿Por qué dejaría que se colara semejante intruso si no es para satisfacer mi capricho? Ahora mismo los quiero a ambos. El mero hecho de romper a jirones la moral humana proveniente de la severidad del Dios cristiano, mientras me río de cara al mar de sus limitaciones, me la pone más dura aún — se encogió de hombros, a medio vestir como estaba — . Al menos, mi sangre bretona me evita las incomodidades de no admitir lo que realmente quiero. Y sé que ustedes también — los otros dos quedaron mudos, sin saber cómo contrarrestar esa verdad — . Así que, por mí, forniquen todo lo que deseen; puedo ser muchas cosas, pero siempre soy un buen anfitrión que se encarga de cobrar su parte.
—¡Sois un completo imbécil!— finalmente habló el Imperio español, enfurecido. Arthur volteó a mirarlo con esa calma que lo enervaba. Entonces, hizo un gesto delicado con los dedos, apuntando hacia la puerta.
—Vete pues, España. Toma una de mis barcazas; en mi juramento por el amor que profeso a tu hermano, llegarás a salvo y seco a la costa. — le ofreció, con total seriedad. Portugal miró de pronto al otro ibérico, y este no sólo no se movió, sino que se ruborizó aún y con la frente en alto.
—No me place ahora — contestó con dignidad — . Es descortés y poco caballeroso dejar el camino a medio andar.
—Estamos de acuerdo... como rara vez ocurre — respondió el rubio — . Ya que compartimos el mismo anhelo, hagamos un breve tregua para disfrutarlo. Ya vendrá otro sol mañana.
—Son un par de idiotas. Me hartan con esa rivalidad hipócrita... — Portugal finalmente habló para tomar la muñeca de España, atrayéndolo de nuevo a su pecho, obligándolo a estar de cuclillas en la cama—. Viniste por mí, ¡Deja de ignorarme!
—Gab-
Dos Anjos estaba rojo, entre el leve dejo de celos de sentirse una vez más en medio de esa tensión sexual y, al mismo tiempo, la excitación de ser deseado como el centro del universo.
Tomó el rostro de su hermano con ímpetu y volvió a besarlo, buscando recuperar el ambiente anterior. En tanto, Kirkland lo contempló con cuidado. Cuando notó que su compañero estaba mirándolo de reojo, sintió con gusto esos ojos que le indicaban en silencio que quería que cumpliera su orden. Y él, fiel vasallo, obedecería a su señor.
Los dejó ir a voluntad el tiempo que le tomó a Antonio olvidarse del incidente y volver a excitarse. La camisola larga cubrió con pudor su sexo, pero no hizo lo mismo con los músculos de su espalda, tan apetecible y enloquecedora como la de Portugal, sino más, por el tono que había conseguido en las Indias. Arthur se puso donde el portugués le indicó y, tras acariciar las suaves curvas ocultas por las telas blancas, deslizó sus dedos hacia la cinta del camisón para desatar el nudo y morder con premura el hombro español.
—Esposo, este manjar que me ofreces con tanta generosidad es... exquisito... — murmuró con suavidad. La segunda mordida vino con más energía, reafirmando su presencia al dejar a España en medio de los dueños del barco.
—Albión... ¡mhhhhhh!
Luego de un momento, Gabriel se tendió en la cama y dejó encima suyo a su hermano, sosteniéndole la cintura para abrir las piernas y dejarlo en medio; de manera tal que el rubio podía volver a acercarse a darle las atenciones que deseaba en su espalda, sin que este tuviera oportunidad de escaparse.
A través del hombro pudo capturar los ojos de su marido, más claros en el tono e igual de traviesos, buscando descifrar, entre los gemidos de Antonio, qué es lo que tramaba el pirata.
—Se amable. — ordenó con una sonrisa, mientras España hundía su cara en el cuello, lamiendo y mordiendo la piel hermana. Las manos del portugués se desplegaron en toda la bella espalda marcada de Antonio, mostrándole su tersura entre cicatrices, e invitando al otro a disfrutarlo.
—Tu sabes que siempre me comporto, querido. — respondió el británico, sonriente y satisfecho, jugando con las tonalidades de su voz. Bajo su rostro y propinó una lamida larga, lenta y húmeda, desde la base de la cintura hasta la nuca.
Fernández Carriedo se estremeció por completo entre la visión angelical y perversa de su hermano, rozándolo de manera diligente contra su sexo enhiesto; y Kirkland, con la dominante pisada del tigre sobre su espalda. Tras el camino húmedo sintió las manos calientes apoyando su peso sobre él, arañando los costados con delicadeza para bajar y masajear las nalgas.
—¡Ahh! ¡Albión! ¡Mhhhh! —fue un reproche perdido del ibérico, en cuanto el capitán del barco hizo resonar por la habitación una sonora nalgada.
—¡Sí! Eso siempre fue algo que quise ver, tu culo rojo como mi capa. Eres codicioso ¿verdad, esposo? — miró al otro ibérico de golpe — Puedo apostarte que tu hermano ya la tiene dura y mojada.
—Nhg, dejadme en paz, imbécil...
—Se que quieres esto, irmão— el moreno susurró con un tono peligroso el oído de Antonio, empujando hacia abajo para hacerlo gemir más contra la piel caliente. — . Deja de pelear un segundo; puedo verlo en tus ojos, olerlo... lo mucho que te calientan las atenciones de Arthur. Disfrútalo, hace maravillas, ciertamente.
Una de las manos fue hacia abajo, comprobando lo mojado que estaba el miembro. Apretó el glande con dos dedos, y el respingo hizo que el capitán tuviera más nalga para palmear.
>>—Ya verás, meu caro — Portugal miró a Inglaterra entonces, con una sonrisa divertida — , que sus carnes son sabrosas y firmes como una manzana jugosa— Sus dedos también tocaron la prominente piel— . Pocas veces verás un trasero así — . Y le dio sus propias nalgadas.
Antonio miró a Gabriel con una emoción parecida a la rabia en lo intensa, pero era nada más que su excitación sin un lugar por donde escapar.
—¡Basta, fariseo! Deja de ofrecerme como un... ¡¡Ah!!— el rubió lo nalgueó con más fuerza de repente.
—No te atrevas a hablarle así a mi esposo en mi presencia. — advirtió el británico encimado sobre la espalda, con su tono muy lejos del enojo.
—Eres un menino malo— el portugués susurró en un tono ronco — . Al fin y al cabo, tenemos que castigarte. No se entra de polizón a barcos ajenos... — sujetó las caderas— Estás mojado, eres un sucio. ¿Cómo le dices tú? Pecaminoso.
—Vi-vicioso. — le dijo con un hilo de voz, incapaz de responder en otro sentido. No solo su moralidad se apagó como una vela en el vendaval, sino que su morbo y su lujuria despertaron con inusitada fuerza. Inglaterra se permitió una suave y triunfal sonrisa antes de acariciar nuevamente las nalgas ajenas.
—Dime... ¿Qué puedo hacer por tí, España?—la pregunta del rubio fue retórica, severa y llena de trampas que nadie supo ver. Una nueva nalgada estremeció a Fernández Carriedo de pies a cabeza, y un grito ocupó sus labios cuando su declarado enemigo se entrometió en sus nalgas y metió la lengua caliente en su entrada palpitante.
—¡¡Ahg!! — el hispano cerró los ojos de pronto, mordiéndose la boca y agachando la cabeza — ¡Sois un... pérfido del demoni- ohh!
Dos Anjos mantuvo a su hermano quieto; sus manos cerrándose en los brazos ajenos como tenazas para que no irrumpiera la labor. Sabía que la boca insidiosa del inglés hacía maravillas en cualquier lado del cuerpo que se entrometiese. Podía causar dolor y placer en el mismo grado sumo de poder.
—Jajaja, disfrútalo, Deus... — dijo el otro moreno, buscando los ojos verdes tras las cejas espesas, que lo espiaban con la travesura que rememoraba de tiempos más felices e inocentes, en las costas de las islas inconquistables; cuando Roma aún era un hombre que caminaba en el mundo y sus madres dormitaban en la pradera.
En ese entonces, nunca imaginó que ese niño ceñudo se convertiría en alguien tan importante para su existencia.
Pero no olvidaba a su hermano, con el rostro respirandole en el hombro; buscando sus ojos con un gesto de placer estremecedor; como si le pidiera auxilio ante cosas que no podía comprender, entre los gemidos provocados por el inglés. Gabriel lo miró con ternura y lo acarició, besándolo en las mejillas. Cuando Antonio buscó su boca entre jadeos, lo recibió con gusto.
España ya no quiso combatir más contra la situación. Su cuerpo se relajó y terminó por entregarse a todas aquellas atenciones, permitiéndose un dejo de honestidad entre los brazos de su hermano. Sí, alguna vez tuvo la fantasía de someter a Arthur y hacerlo suyo en un arrebato de rabia, de la misma manera en que tuvo el anhelo de recuperar a Gabriel. Sin embargo ¿Qué eran esos deseos? Los había albergado, lo recordaba bien, y los sofocó por mucho tiempo humano entre los versículos célibes que prodigaba la Sagrada Biblia.
Pensó por un momento en las Indias, todos esos niños y sus ancestros fueron para él sobrio y profundo contraste del pecado. No hubo manera de hacerlos desistir de sus arrebatos carnales e incluso, una vez antes de que Pillán de los Mapuches se marchara, soberbio e indescifrable, pudo espiarlo en unión con su hermano Piaré-Guor de las Pampas. Fue una visión que llevó a fustigarse con el látigo en busca de la purificación, pues no pudo olvidar aquello nunca más.
El corazón se le revolvió dentro del pecho, comparándose en esa situación. Le parecía natural sentirse superior ante la contemplación de la animalidad entre las bestias sin alma. Mas ¿Qué lo diferenciaba a él de los indios en ese instante?
No. Él era España.
Miró a Gabriel a los ojos de nuevo, y dentro de ellos reverberó el poder del Imperio.
—Fóllenme, los dos. No pregunten. Soy un rey, y así habréis de tratarme.
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