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2. La tregua del Capitán

—... ah...

—No sabía que teníamos visitas, esposo — susurró con un tono bajo, lento y peligroso — . Pensé que se anunciaban cuando eran de la nobleza.

El Capitán Lord Kirkland estaba de pésimo humor al descubrir quién era el polizón del barco, nada más y nada menos que el Imperio español. La enemistad centurial entre ambos nunca había sido un secreto; nacida desde un profundo resentimiento emocional que contagió a los humanos, desde el día en que decidió unir casas con Portugal. Sin embargo, no todo estaba bajo su control en ese espacio: algo en la mirada de Gabriel lo hizo callarse, sin continuar con las palabras que había planeado desde que había olfateado al hispano. En tanto, este se abrazó al cuerpo de su hermano, incapaz de replicar la acusación.

"No vino a agredirte ni a atacar tu barco. Solo quería verme." le transmitió el lusitano con el pensamiento. Mantuvo sus ojos fijos con una advertencia que Arthur harto conocía, pues estaban unidos de esa forma especial que hacía compañeros a esa clase de seres.

Luego de unos momentos el rubio suspiró, dejando la espada a un lado.

—Está bien, déjalo meterse a la cama — habló en un módico español; una señal de respeto en el idioma surgida de las Reglas que desconcertó a los ibéricos, sobre todo al recién llegado. El inglés se puso de pie y se alejó, con un gesto distraído —. No es bueno que uno de nosotros llegue a enfermarse.

Antonio se quedó paralizado en medio de la habitación, tratando de buscar el engaño en Inglaterra, la trampa que debería temer. No encontró nada, y eso le confundió mucho más.

—Ven irmão, trata de descansar. — Dos Anjos lo miró de pronto, tomándolo de la mano para que terminara de entrar. España no dejaba de mirar desconfiado al corsario, pero no encontró más sus ojos.

El inglés sonrió con parsimonia y les dió la espalda, mirando por la ventana el mar a la luz de la luna con las manos en la cintura, autorizando aquella osadía. Portugal comprendió el espacio que les daba, y tomó de uno de los baúles una camisola para dormir. La colocó entonces sobre la ropa húmeda a su hermano para que, una vez cubierto, pudiera cambiarlo sin verse desnudo. Cuando terminó, abrió su lado de la cama y lo hizo acostarse.

España comenzó a tornar su desconfianza y resquemor en seguridad, cuando Gabriel lo secó con tranquilidad y en silencio. No salieron palabras de ningún lado, y se terminó de relajar. Por eso, tomó por la muñeca al portugués y se pegó su cuerpo bajo la manta, sonriente. Estaba contento; no agradecido de la bondad de Kirkland sino por el encuentro, la posibilidad de estrechar entre sus brazos a su hermano una vez más.

La respuesta del otro fue tan natural que el rubio se encontró por completo excluido, aún y que no los estuviera viendo. Inglaterra jamás había desconocido la relación gemelar entre ambas Naciones y todo lo que los unía, desde tiempos inmemoriales. Por eso mismo, en alguna ocasión se había planteado vincularse con ambos, pero Francia ya había unido reyes con Antonio y los intereses chocaron demasiado pronto; por lo que tuvo que tomar una rápida determinación en ese entonces.

En cierto modo, celó ese vínculo desde siempre, incapaz de reemplazarlo en el fondo; y le generaba una gran melancolía con sus hermanos en la isla, igualmente alejados por tantas cosas que era difícil verlos. Su única felicidad y alivio estaba en navegar, descubrir, seguir creciendo y, de vez en cuando, ganar tesoros entre aventuras con Portugal que, sabía, era mucho mejor cartógrafo que él mismo.

"Y abro el mundo por tí, love of mine, pero sé que jamás será suficiente para ser el único en tu corazón." pensó de pronto, con un dejo de amargura demasiado mortal.

Volvió a mirar los ibéricos enlazados y ocultó el rubor de sus mejillas, buscando en el armario algo de alcohol, para combatir el frío. En un movimiento lento, sacó la vieja botella de ron y una copilla de oro, seguramente robada de algún galeón español. La sopló un poco y se sirvió, bebiendo un trago rápido para servirse el siguiente, volteando con la botella en la otra mano, yendo al escritorio donde estaban los restos de las cartas y mapas sin terminar. Apartó todos los rollos y colocó las cosas, sentándose de piernas cruzadas.

Ante ese silencio, Gabriel miró hacia atrás e, inquieto, notó que Kirkland estaba comenzando a beber... de nuevo.

"¿Qué haces? ¿A qué se debe el alcohol?" preguntó de nuevo con el pensamiento, molesto.

"Déjame en paz, husband. He sido desplazado de mi propio lecho" le contestó, tomando una segunda copa de un tirón y sirviéndose la siguiente, sin dejar de mirarlos fijamente ". Dios y el Diablo saben las cosas que hago por vuestra merced."

"Yo no..."

Dos Anjos no pudo concentrarse en sostener esa línea, porque Antonio lo jaló de los brazos, llamándole la atención con un recelo infantil que vio en el rostro hermano.

—¿Qué pasa? — La pregunta fue hecha con dulzura y suavidad. Cuando Fernández Carriedo respondió respirando en el cuello poco fraternalmente, el moreno se puso rojo — ¿Q-qué haces...? — el lusitano buscó de nuevo al dueño del barco detrás, que no se había movido un centímetro de la mesa — A-Arthur...

Gran Bretaña sonrió internamente, notando como el portugués quería explicarse o explicar las intenciones del español. Sus ojos verdes compitieron con el brillo de su pendiente en la oreja derecha; con la plata que llevaba en los anillos de la enjoyada mano que sostuvo la copa, arrebatándole su contenido hasta la última gota. Hubo tensión en su mirar cuando Gabriel le llamó por su nombre; más tensión cuando Antonio metió su mano por debajo de las colchas y subió el camisón ajeno, allí donde Kirkland no pudo mirarlos pero si adivinarlos.

—Hermano... — llamó España, y sus dedos rozaron el estómago de Portugal, apegándose sin darle oportunidad de oponerse, menos cuando hundió la nariz en su nuca y aspiró profundamente el aroma del mar — Hueles tan bien... —lamió la piel expuesta y miró a Arthur en abierto desafío.

—Ir-irmão, basta... — Dos Anjos bajó la vista tratando de alejarse, pero el otro ibérico lo sujetó de la cintura. Pronto sintió que los pantaloncillos y las medias, el único ropaje que le quedaba, fueron bajados rápidamente por las manos ansiosas.

Cuando el rostro de su amado se tensó tan evidentemente, el inglés supo qué cosa había tocado el hispano. La manta se abrió y descubrió uno de los muslos desnudos de Portugal; piel sellada por el Imperio Otomano, también en plena expansión, hacía no mucho tiempo atrás.

Un tajo profundo como un zurco cruzaba en horizontal la piel aceitunada en cada pierna. Recuerdo formado en su tiempo siendo cautivo del musulmán, cuando éste lo había capturado y, forzándolo a arrodillarse delante de él en su harem, laceró sus piernas con una cimitarra hasta llegar a los huesos; como venganza a la conquista de Vasco da Gama sobre las rutas de especias en el Índico, apenas unas décadas después de su derrota en la Batalla de Diu, donde Gabriel había arrasado con los moros.

Las marcas eran tan profundas que, de haber sido humano, le hubieran significado la amputación de los miembros. Ya casi no dolían pero, por supuesto, Inglaterra y España tomaron venganza por el ser que amaban. Una de las muy pocas veces que conformaron una silenciosa y sobreentendida tregua, engrosando las líneas navales portuguesas con recursos para borrar de esos mares a los islámicos.

Las cicatrices no solamente eran huellas de la historia y de los cambios en esas criaturas, solidificando las acciones de sus hijos de vientre o del mundo mismo; sino que pasaban a convertirse en zonas sensibles. Los Imperios siempre habían tenido apetencia por las marcas. En Europa, ese gusto se los había inculcado Roma, cuando todos habían sido sus provincias o extensiones; y en América fue la herencia de los indómitos ancestros, que vieron siempre en ellas medallas a su valor. Porque mientras más profundas, más grande el triunfo y más grande el orgullo. Con ese nuevo saber en las tierras descubiertas, las huellas en la piel cobraron un valor infinitamente mayor.

Por eso, cuando el español repasó las cicatrices con lentitud, el portugués gimió casi involuntariamente. Arthur no hizo más que volverse a cruzar de piernas, poniéndose más cómodo para contemplar la escena.

—No resistáis... —murmuró con amor España, besándolo de súbito para subir sus manos y buscar el miembro ajeno, rozando el propio que ya estaba duro— ¿No entendeis, hermano? hay un destino caprichoso e irremediable que nos enlaza.

—Pero... no...

El inglés apoyó su codo en la mesa y su mejilla en su mano con la cabeza ligeramente ladeada.

—Continuad, si os place. —respondió, ante la mirada aterrada de Dos Anjos.

— ... ¿cómo?

Su desconcierto era natural en una época como esa, donde los amantes podían apenas sostener el pecaminoso pudor de la unión. Portugal siempre había estado en la soledad con sus compañeros, amándose con absoluta discreción. Sin embargo, Kirkland estaba rompiendo el mandato social, transgrediendo el mundo con sus ideas y ambiciones una vez más. Allí, en esa intimidad, le mostró a Gabriel como tomaba otra estructura y la pisaba con sus botas rompiéndola en pedazos, para su asombro y admiración.

>>—... pero... ¿podemos? — la sonrisa de burla del corsario fue hasta para ofenderse, pero no pudo decir nada más.

El lusitano decidió entonces desatar su pasión, mirando a su hermano con premura y correspondiéndole los besos, girando y dejándolo bajo él. La espalda formada de Dos Anjos, bañada por su cabello largo, se mostraba invitante a la luz de la luna, dibujando curvas oscilantes que daban lugar al paisaje de sus nalgas y muslos firmes, lacerados por capricho. Debajo, Antonio no opuso resistencia a la idea de que el británico los mirase mientras se enlazaban, sonriendo con calma ante los vaivenes.

No era la primera vez que los miraban amarse. El viejo Harun alguna vez los había contemplado a través de velos sagrados, enalteciendo entre los lujos de su harem a sus niños predilectos. No había nada más hermoso que verlos unidos, mordiéndose y riéndose, abrazados con fraterna y disoluta atención.

"Ese hereje estuvo en lo correcto al permitir esto." meditó el rubio, satisfecho con la visual.

—Acaríciame más —pidió España al otro, antes de soltarse la coleta y dejar expuesta su menuda melena. Su hermano bajó a su cuello y lo mordió en la barbilla, sacando de los labios hispanos un gemido casi hipnótico. Las manos se sostuvieron sobre los hombros, y comenzó a moverse contra él.

Los gestos del rostro español eran exquisitos; de ser un Imperio cruel, el conquistador de casi toda la América, volviose un niño vulnerable bajo los ojos de su hermano, reclamando atención como un humano normal. Engañoso.

Gran Bretaña notó entonces que su esposo amaba a la otra criatura de una manera absolutamente diferente a él mismo. Sobre Antonio parecía haber una búsqueda más certera de dominio, queriendo disputar el poder bajo una amistosa lucha; como los infantes cuando practican y miden su fuerza con sus pares. No es que Portugal fuera menos considerado con Inglaterra; sino lo que realmente intrigaba era saber cómo podía otorgar en su justa medida la misma energía y atención a ambos, de modos diferentes.

Era uno de los tantos misterios que conservaba el discreto reino, que no por nada era tan codiciado.

"Te ves tan hermoso que no tengo palabras para describirte, my dear" habló con su pensamiento, tocando la copilla de oro con el borde de las yemas de sus dedos. Su compañero sonrió entre los jadeos, señal de que había recibido el mensaje.

—¡Mnhh!

—¡Ah! ¡Ah!

El rubio quiso intervenir entre ellos por primera vez. La pulsión de su pasión por Gabriel, mezclada con el deseo que siempre profesó a Antonio entre tanta rabia de no tenerlo, brotaron de su corazón de luz en simultáneo. Para él, amar a los hermanos siempre fue una emoción reconocida en su alma.

—¡Ga-Gabriel!

—Mnhh Toninho...

Sin que los amantes lo notasen, se quitó los anillos uno por uno, dejándolos en la mesa. Ante la idea de emborracharse mientras su esposo yacía con otro, e intentar una unión diversa, prefirió la última idea.

El hispano mordió con energía el hombro ajeno, los ojos fijos en los de Arthur para desafiarlo una vez más.

"Hermano me amará para siempre, y no podrás impedirlo..." le transmitió.

Envanecido con estos cortejos, no comprendió que Kirkland planeaba un destino muy distinto para esta extravagante jornada.

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