Capítulo 5
Por la mañana, aunque el cielo seguía nublado, al menos había dejado de llover. Sebastián se despertó absolutamente acalorado y sudado, sintiendo una palpitante y molesta erección. La temperatura había descendido bastante. Sin embargo, el calor dentro de esa habitación era completamente sofocante. Melina dormía a su lado con la cabeza aún sobre su pecho. Un mechón de su cabello le cubría parcialmente el rostro y sus labios, plenos y rosados, se encontraban entreabiertos.
Sin poder contener la tentación, le apartó el cabello acariciándola suavemente con las yemas de sus dedos y se quedó observándola. "Dios, es tan hermosa", pensó conteniendo otra vez el impulso de besarla. No entendía qué le estaba pasando, pero al parecer, ella despertaba en él un intenso deseo, más propio de un adolescente desbordado de hormonas. Exasperado ante su falta de disciplina, decidió que había llegado el momento de levantarse.
Se movió con lentitud para no despertarla y liberando el brazo que se encontraba debajo del cuello de ella, se sentó en la cama. Buscó su Glock, la cual se encontraba debajo de la almohada y se puso de pie. Había pensado en bajar a la cocina para prepararse café —moría por uno—, pero antes necesitaba una buena ducha fría. Con semejante despertar, el agua lo ayudaría a calmarse y poner en orden sus pensamientos. Sin hacer ruido, caminó lentamente hacia la puerta y salió de la habitación. Bajó las escaleras y luego de revisar la casa para asegurarse una vez más de que todo seguía en orden, recogió su bolso y regresó a la planta alta.
<<Melina corría con desesperación para escaparse de aquel hombre que finalmente la había encontrado y la perseguía decidido a matarla. A pesar de todos sus esfuerzos, no lograba sacarle ventaja y en poco tiempo, logró alcanzarla y arrojarse sobre ella. Una vez en el piso, la giró para que quedase sobre su espalda y llevó ambas manos hasta colocarlas alrededor de su garganta. Presionó con fuerza viendo como poco a poco ella se debilitaba por la falta de oxígeno.
Melina intentaba quitárselo de encima pero el hombre era muy fuerte, demasiado para ella. Con sus últimas fuerzas, buscó con la mirada algo con lo que pudiese golpearlo. En ese momento, vio a Sebastián acostado en el piso con los ojos abiertos. Por el agujero que tenía en medio de su frente y el hilo de sangre que brotaba de mismo, supo que estaba muerto. El dolor que sintió ante esa imagen fue tan intenso que simplemente, dejó de resistirse. No tenía sentido alguno hacerlo; ya no.
De repente, oyó la voz de su hermano. Nano estaba vivo y volvía para ayudarla. Intentó advertirle que su agresor tenía un arma, pero aquellas fuertes manos alrededor de su garganta no le permitieron emitir palabra alguna. En ese momento, el sonido de un disparo la aturdió y su hermano cayó sobre su costado. En sus ojos alcanzó a ver verdadero terror. "¡¡Noooo!!", gritó antes de despertarse.>>
Sentada en su cama, con el cuerpo tembloroso, sentía el constante martilleo de su corazón contra su pecho. La pesadilla había sido demasiado real y tuvo el reflejo de toser para aliviar la molestia de su garganta. Las lágrimas aun caían de forma frenética por sus mejillas y respiraba de forma acelerada.
Miró a su alrededor un tanto desorientada mientras inspiraba profundamente para intentar calmarse. Recordó, de inmediato, la noche anterior. Sin embargo, no había rastros de Sebastián en ningún lado. Levantó la almohada con la intención de buscar el arma que él mismo había dejado ahí antes de dormirse. No obstante, la misma no estaba. ¿Acaso lo había soñado todo? ¿Desde cuándo sus sueños eran tan elaborados?
Aun sobresaltada por aquella aterradora pesadilla, se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño. Abrió la puerta con determinación sin saber que la imagen que encontraría en su interior la dejaría sin habla. En medio del vapor, Sebastián, completamente desnudo y con el cabello mojado, se encontraba de pie frente al espejo terminando de afeitarse.
—¡Perdón! —balbuceó haciendo un esfuerzo por apartar la vista.
—No te preocupes —respondió riendo a carcajadas mientras se colocaba la toalla alrededor de su cadera—. Listo, ya podés mirar.
Melina volvió a posar sus ojos en él. Siempre le había parecido muy atractivo y sabía que tenía un físico increíble, pero jamás pensó que sería tan sexy. Incluso cubierto tan solo con esa toalla, resultaba ser todo un espectáculo para los ojos.
—Avisame cuando termines —dijo dispuesta a irse.
—Tranquila, ya terminé —respondió manteniendo la sonrisa.
Le gustaba cada vez que se sonrojaba, pero descubrir la forma en la que la había afectado su desnudez, simplemente lo extasió. Demoró un poco más de lo habitual en recoger sus cosas y pasó junto a ella asegurándose de rozarla al salir.
Melina cerró sus ojos en cuanto la fragancia tan masculina de su loción para después de afeitar inundó sus fosas nasales. Se estremeció al sentir el roce de su piel, el cual provocó que una corriente eléctrica la recorriera entera. Se había quedado por completo sin aire por lo que suspiró sonoramente al oír la puerta cerrarse a su espalda. Sin dudarlo, se quitó la ropa y se metió en la bañadera. Al parecer, era su turno de darse una ducha fría.
Al terminar, se vistió con un jean y una remera de manga corta, peinó su cabello y tras ponerse un poco de perfume, salió de la habitación. Se sentía un poco nerviosa y mientras bajaba por las escaleras, pensaba en cómo iba a hacer para mirarlo a los ojos sin sonrojarse. Siempre se había sentido atraída por él, pero jamás con esta intensidad, mucho menos percibiendo, como había comenzado a hacer, que era correspondida.
Al entrar en la cocina, la alcanzó rápidamente el aroma de tostadas y café recién hecho. Se sorprendió al ver la facilidad con la que Sebastián se movía allí dentro. Era claro que disfrutaba de aquello. Lo vio buscar algo en la alacena, seguramente el frasco del azúcar. Dispuesta a ayudarlo, abrió otra puerta y se lo entregó.
—Gracias —le dijo guiñándole un ojo—. Preparé el desayuno.
—Ya veo —respondió mirando hacia la mesa.
Sobre la misma había dos tazas con café humeante, una jarra con leche caliente; tostadas en un plato, mermelada y queso untable.
Lo vio sentarse, servirse dos cucharadas de azúcar en su café y sin dejar de revolver, alzar la vista hacia ella.
—¿No vas a desayunar?
—Sí, claro —respondió sentándose frente a él.
No quería despreciarlo, sobre todo después de todas las molestias que se había tomado, pero odiaba el café en la mañana. De hecho, eran raras las oportunidades en las que lo tomaba. Ella prefería el mate y más específicamente, el mate con yerba de hierbas. Su hermano siempre le hacía bromas al respecto y le preguntaba cómo era capaz de tomar algo así. Sin embargo, no dejó nunca de hacerlo. Amaba el mate y podía tomarlo a cualquier hora y con cualquier clima.
Sebastián la observó fruncir la nariz al tomar su café. No así con las tostadas, las cuales las comía sin problema. Por un instante, se preocupó de que estuviese feo. No obstante, él ya se había terminado el suyo y sabía que estaba relativamente rico. Entonces, de repente lo recordó. La miró fijamente en un intento por adivinar porque no lo había mencionado antes y estaba a punto de decir algo cuando la vio fruncir de nuevo su nariz. No pudo evitar sonreír.
Melina ya se estaba acabando la tercera tostada en un intento por mitigar el fuerte sabor del café cuando lo vio cruzarse de brazos y mirarla con una sonrisa.
—¿Está bueno? —preguntó él conteniendo la risa.
—Sí —se apresuró a responder.
—Hay más si querés.
—No, está bien. Gracias.
En ese momento, lo oyó largar una carcajada.
—¿Qué es tan gracioso?
—Honestamente, vos.
—¿Perdón? —le dijo, indignada.
—Mel, no me voy a enojar si no lo tomás.
—¿Por qué pensás que no lo...? —comenzó a replicar cuando se dio cuenta de que no lo había engañado.
—¿Cómo supiste que no me gusta? —preguntó apenada.
—Por la expresión de tu rostro al tomarlo —contestó aun riendo—. Pero más que nada, cuando recordé que tomás mate.
—¡¿Y por qué no me dijiste nada?! —exclamó fingiendo enojo—. Yo acá sufriendo en silencio y vos divirtiéndote a mi costa.
—No hubiese tenido gracia.
Ambos rieron cuando Melina le arrojó una tostada por la cabeza y Sebastián la atajó en el aire y le dio un mordisco. A continuación, ella se puso de pie y llenó de agua la pava eléctrica para prepararse su tan anhelado mate.
Después de lo que consideraba "un desayuno perfecto" procedió a lavar todo lo que habían usado y acomodar la cocina. Sebastián había ido al baño y le había dicho que al regresar conversarían acerca de los pasos a seguir a partir de ese momento. La ansiedad comenzaba a afectarla y con la intención de distraerse y no pensar en lo que la esperaba, agarró su celular. Después de desbloquearlo, se encogió ante la cantidad de mensajes y llamadas perdidas.
Buscó, con el corazón en la boca, anhelando que alguna de ellas fuese de su hermano, pero todas provenían del mismo número: el de Javier. Revisó sus mensajes y también pertenecían a él. Enojada por su insistencia, comenzó a leerlos. A medida que avanzaba en la lectura más enojada se sentía. No solo le pedía perdón, sino que además le decía que la amaba y que no podía vivir sin ella. Con manos temblorosas buscó su contacto para llamarlo y terminar así con semejante farsa.
De pronto, sintió que el teléfono le era arrebatado bruscamente de la mano.
—¿Qué hacés, Sebastián? —exclamó extendiendo su brazo con la palma hacia arriba para que se lo devolviera.
—Lo siento, es necesario para que no puedan ubicarte. No entiendo cómo no lo hice ayer. —En ese preciso momento, lo vio apagar el teléfono, sacarle el chip y guardar ambas cosas en el bolsillo de su pantalón—. Cuando consigamos otro chip te lo devuelvo. Mientras tanto, debe estar apagado. Es preciso que, a partir de ahora, no hables con nadie. ¿Entendido?
El tono de voz frío que empleó de repente hacia ella y su mirada penetrante le heló la sangre. No solo estaba serio, sino que parecía molesto.
—Perdón —se disculpó sin siquiera saber por qué lo hacía.
¿Cómo iba ella a saber que no debía usar su teléfono? Era cierto que los cientos de películas y series policiales que había visto deberían haberle dado una pista, pero no se había dado cuenta y él no tenía derecho a enojarse así y tratarla de ese modo.
—Necesito que armes un bolso ahora mismo con algunas mudas de ropa y lo que consideres necesario. No mucho ya que lo demás podemos comprarlo después —ordenó ignorando su disculpa.
—¿A dónde vamos?
—No es necesario que lo sepas ahora, solo te pido que te apures. Ya perdimos demasiado tiempo.
Melina sintió que sus ojos se humedecían sin poder evitarlo. La estaba tratando como a una nena y eso le dolía, pero sabía que no era el momento de decirle nada por lo que, asintiendo en silencio, se alejó hacia su habitación.
"¡Mierda!", pensó Sebastián al verla marchar tan angustiada. No había pretendido sonar tan frío y brusco con ella, pero el darse cuenta de que se había olvidado de hacer algo tan básico, simplemente lo enfureció. Malhumorado, se dirigió al living y colocando el arma detrás de su espalda, permaneció de pie junto a la ventana para vigilar los movimientos del exterior.
Apenas se encerró en su habitación, Melina lloró durante varios minutos desahogándose. Finalmente tomaba consciencia de la situación en la que se encontraba y las pocas esperanzas que había de que su hermano estuviese con vida. Sin embargo, sabía que él querría que estuviese a salvo, razón por la cual, le había hecho prometer a su mejor amigo que la cuidaría.
Inspirando profundamente para armarse nuevamente, comenzó a juntar sus cosas. Sebastián le había dicho que empacara poco, pero ¿cómo podía elegir si ni siquiera sabía adónde la llevaría? Decidió usar la valija más grande y seleccionó varias mudas de ropa y calzado, tanto para verano como para invierno, algunos artículos de higiene personal, accesorios varios y su notebook.
Una vez que terminó de acomodarlo todo, guardó un portarretrato con una foto en la que estaba con su hermano y otro en el que estaba con sus dos amigas, Gabriela y Mónica. Sintió una opresión en el pecho al no saber si volvería a verlas; las conocía de toda la vida y las quería con el alma. Miró por última vez a su alrededor y, con renovadas lágrimas, se despidió del que hasta ese momento había sido su santuario.
Sebastián miraba por la ventana mientras esperaba su regreso. Había pasado más de media hora desde que se había encerrado en su habitación y comenzaba a impacientarse. Estaba a punto de ir a buscarla cuando de pronto, advirtió un auto que se detuvo frente a la casa. Todo su cuerpo se tensó al ver a un hombre bajarse del mismo y mirar a su alrededor antes de avanzar hacia ellos.
En ese momento Melina bajaba por las escaleras. Se apresuró a indicarle con un dedo que guardara silencio y le hizo señas para que se escondiera. Una vez que la vio a resguardo, sacó su arma y apuntando hacia la puerta, se preparó para disparar. Quien fuese que intentase ingresar, moriría en el intento.
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