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Capítulo 4

La tormenta no daba tregua y a pesar de no encontrarse sola, Melina se estremecía con cada trueno. En un intento por distraerse y suponiendo que Sebastián estaría hambriento, se dirigió a la cocina para preparar algo de comer. Como no había podido hacer las compras, no contaba con demasiadas opciones. Por consiguiente, viendo que tenía solo un paquete de fideos en la alacena y cebolla, tomate y queso rallado en la heladera, decidió preparar una salsa casera para acompañar las pastas. Mientras tanto, Sebastián recorría una vez más la casa asegurándose de que cada ventana estuviese cerrada y trabada. Había empezado por la planta alta y luego volvió a bajar para continuar en el living y en el comedor.

La tormenta continuaba igual de intensa y si bien estaba seguro de que nadie iría esa misma noche, no descartaba ninguna posibilidad. Así había sido entrenado y hasta el momento, nunca lo habían sorprendido con la guardia baja. Tal y como pensaba, no había un alma en la calle y más allá del alboroto del temporal, todo se mantenía bastante tranquilo.

Desde donde se encontraba, de pie junto a la ventana, alcanzó a oler el agradable aroma de lo que fuese que estuviese preparando Melina y sintió la protesta de su estómago. No pudo evitar cerrar sus ojos para inspirar con placer y acto seguido, avanzó hacia la cocina como si estuviese bajo el efecto de un hechizo.

Al llegar, se detuvo en el umbral de la puerta. Ella se encontraba de espaldas revolviendo con una cuchara de madera el contenido de una cacerola. Estaba descalza y se había recogido el cabello en una cola alta dejando al descubierto hombros y cuello. Sus ojos la recorrieron entera deteniéndose inevitablemente en su trasero.

No sabía bien qué le estaba pasando, pero desde el mismo instante en el que la había visto en esa bañadera, no pudo evitar el continuo acoso de múltiples sensaciones e impulsos que no quería ni debía sentir; al menos, no con ella. Se obligó a sí mismo a mirar hacia otro lado mientras se acercaba de forma sonora para no asustarla. Ella se giró al oírlo.

—Estaba por llamarte —señaló con una sonrisa—. La comida ya está lista, ¿me alcanzarías ese plato, por favor?

Sebastián hizo lo que le pidió y luego le acercó el otro. Una vez servidos los dos, los llevó hasta la mesa. La misma ya estaba preparada con dos individuales, un vaso sobre cada uno de ellos; cubiertos, servilletas y una jarra con agua.

—Si preferís vino puedo traerte. A mí no me gusta, pero Nano...

De pronto se detuvo y un silencio incómodo se generó entre ambos. La sola mención de su hermano hizo que sus ojos se humedecieran rápidamente. No deseaba volver a llorar, no obstante, no podía evitar imaginar lo peor cada vez que pensaba en él.

—No, gracias. Prefiero estar despejado —dijo con seguridad al darse cuenta de su reacción.

Ella asintió y después de esparcir una gran cantidad de queso rallado sobre sus tallarines, enredó el tenedor entre ellos y lo llevó hasta su boca. Gimió involuntariamente al sentir el delicioso sabor en el interior de su boca.

—Bueno, parece que no solo huelen bien —dijo Sebastián mientras la observaba con atención.

Rio con ganas al verla ruborizarse lo cual la contagió al instante. A continuación, también agregó un poco de queso a su comida y probó el primer bocado. Estaban realmente exquisitos y así se lo hizo saber.

—No es más que cebolla y tomate con un poco de aceite. Se nota que tenías bastante hambre —respondió, desestimando sus habilidades culinarias.

—Lo tenía, lo tengo; pero además están muy ricos, en serio —insistió, mirándola a los ojos.

—Bueno, gracias, me alegro de que te gusten —aceptó por fin, con una sonrisa.

El resto de la cena transcurrió de forma amena y continuaron conversando sobre temas menos importantes. Al finalizar, Sebastián se ofreció a lavar los platos. Si bien en un principio Melina dudó de aceptar, ante su insistencia le indicó donde estaba todo y se dispuso a preparar café consciente de lo mucho que le gustaba. Ella en cambio, tomaría un té de manzanilla que estaba segura, la ayudaría a aplacar sus nervios.

Ya era casi madrugada cuando regresaron al living y se sentaron en el sofá a beber sus bebidas. De repente, un intenso relámpago seguido de una fuerte explosión los tomó por sorpresa, provocando que ella se sobresaltara.

—¿Acaso no piensa parar en ningún momento? —se quejó, aún estremecida.

—Seguramente por la mañana —respondió mirándola con atención—. Te asustan las tormentas, ¿no?

—Sí —aceptó avergonzada—, desde chica. Es algo que todavía no pude superar. Sé que es ilógico. Ya soy adulta y no debería...

—Lo que no deberías es ser tan dura con vos misma. Además, ¿desde cuándo uno puede evitar los miedos? Se puede intentar controlarlos, pero no dejar de sentirlos.

Melina alzó la vista hacia él dedicándole una sonrisa traviesa.

—¿Acaso sos psicólogo y se te olvidó mencionármelo? —lo provocó.

—No —negó sonriendo también—, pero por mi trabajo tuve que hacer varios cursos de psicología, específicamente los que tienen que ver con la conducta humana.

—¿Y para qué?

—Bueno, nos enseñan a analizar el comportamiento y los gestos de las personas para poder inferir lo que realmente están pensando, más allá de lo que aparentan o intentan demostrar. Es una herramienta muy útil para nosotros ya que nos permite por ejemplo saber si una persona está mintiendo u ocultando algo. De esa forma, podemos anticiparnos y actuar en consecuencia.

—Interesante.

—Sí, se puede decir que sí —respondió encogiéndose de hombros.

De pronto, Melina bufó llamando su atención.

—Ahora entiendo. Sonás igual que mi hermano.

Sebastián alzó las cejas, sorprendido. Pero no por lo que le había dicho, eso no le extrañaba en lo más mínimo. De hecho, muchos de esos cursos los habían hecho juntos. Lo que sí le sorprendió fue el repentino fastidio con el que había hablado.

—¿Ah sí? ¿Y eso por qué? —preguntó con interés.

Melina lo miró unos instantes debatiendo en su interior si le contaba, o no, acerca de Javier. Finalmente, optó por la primera opción y le narró su historia con él desde el momento en el que lo había conocido en el trabajo, hasta las múltiples llamadas y mensajes en su celular.

Sebastián se carcajeó cuando ella repitió las palabras de su amigo. Él mismo no lo hubiese expresado de mejor manera. Por las cosas que le estaba contando, había sido bastante obvio que el tipo estaba en pareja y desde un principio había jugado con ella con la única intención de llevarla a la cama. De pronto, se puso serio al imaginarlos juntos y cerró con fuerza los puños para disimular el malestar que le generaba la simple idea.

No pudo evitar recordar la imagen de ella recostada en la bañadera con el rostro transformado a causa del placer. Supo con certeza que el recuerdo de sus sensuales gemidos lo perseguiría hasta llevarlo al borde de la locura. La miró fijamente descubriendo que aun sufría por ese infeliz que no era capaz de valorarla como ella se merecía y eso no hizo más que aumentar su deseo de destrozarle la cara a trompadas.

—Es un imbécil, Mel. No merece ni una sola de tus lágrimas —afirmó mientras le quitaba con un dedo la que caía lentamente por su mejilla.

Solo entonces, Melina se dio cuenta de que estaba llorando. Sin embargo, no lo hacía por él y la pérdida sufrida, sino por haber sido tan ingenua y haberle permitido manipularla de ese modo. Cerró sus ojos en cuanto sintió nuevamente la caricia de Sebastián. Era increíble como con una simple caricia, lograba hacerla olvidarse de todo.

A él no le pasó desapercibido ese gesto; era la segunda vez que lo hacía esa noche y eso lo confundía bastante. Si se guiaba por lo que estaba transmitiendo su lenguaje corporal, podía afirmar que disfrutaba de su contacto, pero sabía que eso era simplemente imposible. Estaba seguro de que ella no lo soportaba. Al menos, así se lo había demostrado desde aquella vez en la que, por ayudar a su amigo, había tenido que enfrentarse a ella de una forma un tanto peculiar.

A Mariano se le había puesto en la cabeza que uno de los nuevos amigos de su hermana no tenía buenas intenciones y aunque en ese entonces Melina ya era mayor de edad, no podía dejar de sobreprotegerla. Como cuando se enteró de su salida, él se encontraba en medio de una investigación, le había pedido a Sebastián que la siguiera y fuera sus ojos y oídos en ese boliche.

A pesar de que le parecía una tontería y le fastidiaba el hecho de tener que hacer de niñero, le había dicho que sí. Después de todo, le debía un par de favores y lo tomó como una oportunidad rápida y sencilla para empezar a devolvérselos. ¡No podría haber estado más equivocado!

Tras pedirse una cerveza, se ubicó en un lugar estratégico en el cual pudiese verla sin exponerse y comenzó con la vigilancia. Si bien había momentos en los que se distraía con alguna u otra chica, estaba al pendiente de todo lo que hacía. Melina iba por el cuarto Daiquiri y los efectos del alcohol comenzaban a evidenciarse.

Fue en ese momento que empezó su martirio. Verla tan desinhibida, sonriente y alegre, había hecho que algo en su interior despertase y de repente, dejó de verla como la hermana de su amigo para hacerlo como una hermosa mujer que lo seducía con su sonrisa, sus gestos y su sensual manera de bailar. Cautivado por la hipnótica danza, el resto de la gente había dejado de existir y necesitó hacer uso de toda su fuerza de voluntad para recobrar la cordura. Sin embargo, su autocontrol se fue rápidamente al carajo en cuanto vio al monigote a su lado sujetarla de la cintura de forma posesiva. ¿Quién mierda se había creído para tocarla de esa manera?

Sintiendo crecer dentro de él una peligrosa hostilidad difícil de canalizar, decidió avanzar hacia ellos. Conteniendo el impulso de destrozarle uno a uno los dedos de las manos, la apartó de un tirón y lo miró de forma amenazante. En cuanto el muchacho efectuó su rápida retirada, se giró para enfrentarla, seguro de que estaría furiosa por su prepotente intervención. Sin embargo, en sus ojos no había enojo alguno y sin haber podido descifrar a tiempo sus intenciones, se vio obligado a apartar su rostro cuando ella se arrojó a sus brazos para besarlo.

Sebastián maldijo al tener que luchar contra su propio deseo, pero jamás se aprovecharía de una situación así, por más atracción que sintiera. Además, no dejaba de ser la hermana de su mejor amigo y ese era un límite que simplemente, no estaba dispuesto a traspasar. Frustrado al sentir tantas emociones, finalmente se inclinó hacia ella y cual cavernícola, la cargó sobre su hombro para sacarla de allí.

Desde entonces, no había vuelto a hablarle, siquiera a mirarlo. Y a pesar de que con el tiempo reconoció para sí mismo que podría haber sido más delicado, no lo fue y tampoco se arrepentía. Sonrió sin poder evitarlo ante el recuerdo de sus pies sacudiéndose en el aire y la infinidad de insultos que salieron de su boca para ordenarle bajarla.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó, regresándolo al presente.

—No, no, en nada.

Con la mano que antes la había acariciado, agarró nuevamente la taza y la llevó hasta sus labios. El café ya estaba frío, pero se lo terminó de todos modos.

—¿Y vos? —preguntó, de pronto, cambiando de tema— ¿Estás saliendo con alguien?

Alzó la vista hacia ella sorprendido por su inesperada pregunta. Parecía nerviosa y sus mejillas se habían vuelto rosadas.

—Nadie importante —se limitó a decir.

—Entiendo —dijo apartando rápidamente la mirada.

No supo qué se había apoderado de ella para haberle preguntado una cosa así y se arrepintió incluso antes de terminar de formular la pregunta. Era evidente que el sentirse tan cómoda en su presencia la había llevado a bajar la guardia permitiendo que su inconsciente la traicionara. Y lo peor de todo había sido la inexplicable oleada de celos que sintió ante su respuesta.

Básicamente, le había dicho que no tenía novia y por ello, Melina entendía que se acostaba con quien se le diera la gana sin restricciones. Un hombre como él, fuerte, atractivo, sexy, interesante, de seguro estaba rodeado de mujeres dispuestas a satisfacerlo en todo momento. Sintiéndose inquieta ante ese pensamiento, se puso de pie y recogiendo ambas tazas, se dirigió a la cocina en silencio.

Sebastián la siguió con la mirada frunciendo el ceño. Al parecer, ninguno de sus conocimientos en relación a la conducta, parecían aplicarse a ella. No obstante, no podía perder tiempo pensando en eso y volviendo a concentrarse en su principal objetivo, sacó su celular y tecleó por unos segundos. Menos de un minuto después, recibió la respuesta a su mensaje. Asintió conforme al leerlo y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo de su pantalón. En ese momento, Melina regresó de la cocina.

—Me gustaría recostarme —dijo con sequedad—. No me siento muy bien.

—¿Por qué? ¿Qué te pasa? —preguntó avanzando hacia ella, preocupado.

—Nada grave, es solo un dolor de cabeza.

Sebastián asintió y luego se inclinó para sacar su Glock del bolso. Advirtió cómo ella se quedaba petrificada al ver el arma y supo que Mariano se habría encargado de que jamás viese una. Sin decir nada al respecto, le pidió que se mantuviera detrás de él mientras subían al piso superior a lo cual ella obedeció.

Tras acompañarla a su habitación y asegurarse de que todo estuviese en orden, se despidió para dejarla descansar. Abajo lo esperaba un cómodo sofá en el que pensaba dormir un poco antes de partir al día siguiente.

—Seba —lo detuvo con apenas un hilo de voz.

Él se dio media vuelta para mirarla sintiendo nuevamente un cosquilleo por todo su cuerpo al oír su nombre en sus labios.

—¿Sí?

—No quiero estar sola. ¿Podrías quedarte un rato más conmigo? Aunque sea hasta que me duerma.

Sebastián lo pensó por un instante y miles de imágenes y posibles escenarios cruzaron por su mente, ninguno apropiado, por cierto. Quizás no era una buena idea. Sin embargo, notó el temor en sus ojos y no fue capaz de negarse.

—Está bien. Voy a colocar el arma debajo de la almohada, ¿sí? Necesito mantenerla cerca de mí.

—Está bien, lo entiendo —dijo apartándose para dejarle un lugar en su cama.

Lo vio quitarse las zapatillas y antes de que se acostara a su lado, le dio la espalda.

Sebastián se acostó boca arriba y colocando ambos brazos debajo de su cabeza, cerró los ojos. Si bien la tormenta había comenzado a ceder, aún podían oírse algunos truenos a la distancia lo cual provocaba que Melina se estremeciera con cada uno ellos.

—Dios, me estás poniendo nervioso con tanto movimiento —le dijo girando la cabeza hacia el costado.

—Perdón, no puedo evitarlo —susurró mientras volvía a darse vuelta para mirarlo.

La sonrisa en su rostro indicaba que no estaba molesto y sin darse cuenta, se encontró devolviéndosela.

—Vení —le dijo de pronto, extendiendo su brazo.

Melina se sonrojó por un instante, pero enseguida le hizo caso. Acercándose un poco más, recostó la cabeza sobre su hombro y colocó una mano sobre su pecho. En esa posición podía sentir los latidos de su corazón y la cadencia de su respiración y de alguna forma, eso la hizo sentirse segura. Inspiró profundo y cerrando los ojos se fue relajando hasta finalmente quedarse dormida.

Sebastián la abrazó al sentirla acurrucarse contra él y cerró los ojos al sentir el calor de su mano sobre su pecho. No se consideraba a sí mismo una persona cariñosa y siempre que podía, evitaba dormir en ese tipo de posiciones. Sin embargo, con ella no le molestaba, más bien todo lo contrario. Le gustaba mucho; tal vez demasiado. 

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