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Capítulo 33

Abrió la puerta con manos temblorosas y se hizo a un lado para que él pudiese pasar. Como ambos estaban empapados, se apresuró a buscar dos toallas y regresó a gran velocidad. Sebastián seguía de pie junto a la puerta con su espalda apoyada sobre la misma. Tenía la mirada perdida y parecía bastante nervioso, lo cual inevitablemente la puso más nerviosa a ella.

Melina había imaginado miles de veces ese reencuentro, pero jamás pensó en cómo se sentiría. Sabía que, al ser el mejor amigo de su hermano, tarde o temprano volvería a verlo. Había pensado incluso en todo lo que le diría, así como en las respuestas a sus posibles excusas. Sin embargo, en ese momento, las palabras parecían eludirla.

De pronto, los recuerdos compartidos con él se agolparon en su pecho oprimiéndolo, estrujándolo. Todo lo que habían vivido juntos, tanto lo bueno como lo malo, regresó con fuerza a su mente y la aturdió por completo. Su corazón comenzó a latir de forma acelerada y no podía detener el estúpido temblor que comenzó a sentir en todo su cuerpo nada más volver a verlo.

Al entregarle la toalla, vio sus ojos azules posarse sobre los de ella permitiéndole advertir el tormento en los mismos. Nunca antes lo había visto tan triste. Parecía estar devastado, desolado. Sintió que su estómago dio un vuelco y el deseo de arrojarse a sus brazos y sentir su calor, se tornó casi insostenible.

—Gracias —dijo él con voz ronca sin apartar su mirada.

Melina asintió y envolviéndose con la propia, se dio la vuelta para dirigirse al living. Se sentó en el sofá y sin decir nada, esperó a que se le uniera. Él la siguió y se sentó en el otro extremo del sillón, como si estuviese intentando mantener las distancias. No había usado la toalla ni una sola vez. Simplemente se limitó a jugar con la misma entre sus manos apretándola y estirándola de forma nerviosa, aún tenso por lo ocurrido minutos antes. De pronto, alzó la vista hacia ella y tomó aire para empezar a hablar.

—Mel, yo... Sé lo mucho que te lastimé —dijo con voz ahogada—. Quizás sea demasiado tarde para pedirte disculpas o simplemente ya no te interese recibirlas, pero quería que supieras que jamás, jamás fue esa mi intención. No hay un día en el que no me arrepienta, más que nada por la forma en la que lo hice sin darte, aunque sea, una explicación. Si había alguien que no se merecía eso eras vos, mucho menos, el dolor que sé que te causé.

Melina bajó la mirada para que él no pudiese ver la humedad de sus ojos. Se limitó a asentir ya que temía que el nudo que se le había formado en su garganta le afectase la voz dejándola, aún más, en evidencia.

—Cuando me fui esa noche, sentía el peso de mi pasado sobre mí. Un pasado que nunca dejó de perseguirme desde que tengo memoria. Y fue por eso mismo que nunca permití que nadie se acercara demasiado. Solo tu hermano y Roberto fueron capaces de atravesar esa muralla que yo mismo alcé a mi alrededor y te puedo asegurar que no les resultó nada fácil. Cuando apareciste vos fue como si esa pared nunca hubiese existido. Nada me preparó para lo que iba a sentir. Nunca nadie antes había logrado acercarse tanto. No solo entraste en mi oscuro y dañado corazón, sino que te instalaste ahí llenándolo de luz y haciéndolo latir de nuevo.

Melina se limpió las lágrimas que habían comenzado a caer por sus mejillas. Escucharlo decir todas esas cosas la había emocionado. Había esperado tanto por ese momento que deseaba abrazarlo fuerte y decirle que seguía amándolo. Pero todo lo que había sufrido durante ese último mes la frenaba. Su corazón no podría resistir volver a pasar por algo así. Terminaría acabando con ella.

—¿Por qué lo hiciste, Sebastián? ¿Por qué me dejaste? —recriminó con apenas un hilo de voz.

Él cerró sus ojos al oír su pregunta. Ver el dolor en su rostro, sentir la angustia en su voz lo estaba destruyendo. Quería abrazarla, decirle que había sido un imbécil y que estaba profundamente enamorado de ella. Sin embargo, antes de eso, debía ser sincero y contarle toda su historia. Inspiró profundo exhalando el aire despacio para intentar calmarse.

—Me fui porque lo que creía haber superado, seguía afectándome. Porque la culpa de no haber podido proteger a mi mamá cuando más me necesitaba, se hizo aterradora la noche en la que te atacaron y casi no llegué a tiempo para ayudarte. Porque el miedo a no ser capaz de protegerte me convenció de que estarías mejor lejos de mí.

Melina frunció el ceño, confundida. De todas las respuestas posibles, esa era, sin duda, la que menos esperaba. Advirtió que su voz se había quebrado y que sus ojos, más azules que nunca, se encontraban anegados en lágrimas.

—¿De qué estás hablando? —preguntó titubeando.

—Cuando yo tenía nueve años, violaron y mataron a mi mamá delante de mí —dijo por fin tras un suspiro.

—¡¿Qué?! —exclamó mientras se llevó una mano a la boca.

Sebastián le contó sobre los horribles acontecimientos de su pasado y cómo no había podido hacer nada para ayudar a la persona que más quería en el mundo. Le habló de la cobardía de su padre por haberlos dejado en esa situación y las últimas palabras que su madre le había dicho antes de que él perdiese el conocimiento. Por último, le confesó lo mucho que lo había asustado y paralizado el sentir lo cerca que había estado de perderla también a ella aquella noche.

Melina no pudo evitar llorar mientras escuchaba su relato. La conmovió enterarse de todo lo que había tenido que afrontar a tan corta edad y se sintió, más que nunca, agradecida por haber contado siempre con el apoyo de su hermano. Sebastián, en cambio, había estado solo. Ahora entendía su reacción y el motivo por el cual se había ido. Si bien le hubiese gustado que lo manejase de otra manera, la aliviaba saber que finalmente se había abierto con ella.

—Nada de lo que pasó fue tu culpa. Eras solo un nene —le dijo acercándose más a él para tomarlo de la mano.

El asintió posando sus ojos en la mano de ella que lo acariciaba con ternura.

—Tampoco lo que pasó conmigo aquella noche —agregó, consciente de que la culpa seguía atormentándolo.

Lo vio tensarse y negar con su cabeza a la vez que apartó su mano evitando así su contacto.

—Nunca debí haber bajado la guardia de ese modo. Eras mi responsabilidad.

—¡Solo cumplías una promesa! —exclamó, exasperada.

—¡Nunca fuiste solo una promesa para mí! —aseguró, clavando sus ojos en los de ella—. Tal vez eso fue lo que hizo que viniera a buscarte en primera instancia, pero lo habría hecho de todos modos porque te amo. Te amo como nunca antes amé a nadie en mi vida.

Melina largó un fuerte jadeo al oír sus palabras y se apresuró a negar con su cabeza.

—Por favor, no. No digas algo que no sentís realmente.

—¡Pero lo siento! Creo que ya lo sentía, incluso, esa noche en el boliche cuando intestaste besarme y me aparté.

Ella arqueó sus cejas, sorprendida. Siempre había estado enamorada de él, casi desde el momento en el que lo había conocido, pero jamás se imaginó que era correspondida. Frunció el ceño, aún más confundida que antes.

—¿Y entonces por qué te apartaste?

—Porque no lo sabía en ese momento y puse mi amistad con Nano por encima de todo. Ya no puedo hacer eso, Mel. Quizás no me creas, pero alejarme de vos fue lo más difícil que tuve que hacer en mi vida y desde entonces, cada minuto de cada maldito día, se convirtió en una completa tortura.

Ella lo miró por unos instantes y luego dirigió sus ojos a sus manos las cuales no dejaba de frotar de forma nerviosa.

—Cuando te fuiste esa noche y me dejaste así, sin más, mi corazón se rompió en mil pedazos. Sentí que el mundo entero se desmoronaba sobre mí y solo quería dormir para no pensar en que ya no estabas a mi lado. Perdoname, pero no puedo olvidarme de todo el dolor que sentí en ese momento. Yo ya no confío en vos, Sebastián.

Él cerró los ojos con fuerza ante sus palabras. Si bien sabía lo mucho que había sufrido por su culpa, escucharla decirlo en voz alta, terminó de destruirlo por dentro. Inspiró profundo mientras se quitó una solitaria lágrima que había logrado escapar de uno de sus ojos y finalmente, volvió a abrirlos para fijarlos en ella.

—Lo entiendo y sé que lo merezco. Solo quería, necesitaba, que supieras lo que me había pasado y cuáles son mis sentimientos. Espero que algún día puedas perdonarme por todo lo que te hice pasar.

Se puso de pie, dejó la toalla, sin usar, sobre el respaldo del sofá y caminó hacia la puerta haciendo un gran esfuerzo por no mirar atrás. Apoyó su mano sobre el picaporte, pero no lo movió. Se quedó allí quieto durante unos segundos. Le resultaba terriblemente difícil volver a dejarla, pero ella había sido clara, no podía perdonarlo, ya no confiaba en él. Asintiendo para sí mismo en un intento por reunir el coraje necesario para irse, cerró su mano con firmeza alrededor del metal y se dispuso a abrir la puerta de una vez por todas.

La voz de Melina exclamando su nombre y el sonido de apresurados pasos, lo detuvo. Giró justo en el momento en el que ella se abalanzaba sobre él chocando de lleno contra su cuerpo. La envolvió, de inmediato, con sus fuertes brazos al sentirla aferrarse de su cuello y enterró la nariz en su cabello inhalando con fuerza para llenarse de su aroma.

Melina no le había mentido en nada. Realmente la había pasado mal después de su abandono y aunque seguía amándolo, tenía mucho miedo de que la lastimara si decidía volver a irse. No obstante, en cuanto lo vio alejarse, el dolor de estar sin él fue más fuerte que cualquier razonamiento o lógica alguna.

En cuestión de segundos, se deshizo de la toalla que cubría su cuerpo justo encima de sus hombros y gritando su nombre, comenzó a correr en su dirección. Llegó justo en el instante en el que él se daba la vuelta y sin dudarlo, se arrojó a sus brazos. Sintió cómo la rodeaba con los mismos y acercaba la nariz a su cabello provocando que un escalofrío la recorriera entera.

—Por favor no te vayas —susurró sobre su hombro—. No me dejes de nuevo.

Sebastián cerró los ojos con fuerza exhalando bruscamente el aire contenido en sus pulmones. A continuación, la alejó solo un poco para poder mirarla a los ojos y descubrió sus lágrimas. Se apresuró a limpiarlas con sus pulgares y luego, acunó su rostro entre sus manos.

—Estoy acá, amor. No me voy a ningún lado —susurró con su mirada azul fija en ella.

En ese momento, Melina lo sujetó del cuello de su remera con ambas manos y cerrándolas con fuerza, lo atrajo hacia su boca. Se estremeció apenas sintió el contacto de sus labios. Había soñado con volver a hacerlo todos los días desde que se habían separado, pero la realidad acababa de superar, con creces, todas sus expectativas.

Sebastián le devolvió el beso con pasión y deseo, con urgencia y necesidad. Su corazón se había disparado de forma frenética en cuanto vio la resolución en sus ojos y su cuerpo despertó en el mismo instante en el que volvió a sentir sus labios sobre los de él. Se dedicó a saborearla con ferviente anhelo y colocó sus manos por debajo de su cadera para alzarla. En cuanto ella lo rodeó con sus piernas, regresó al living sin dejar de besarla.

Melina sintió su dureza en cuanto lo envolvió por la cintura y no pudo evitar gemir ante el sensual roce que le provocaba cada movimiento de sus pasos. De pronto, advirtió que la recostaba sobre el sofá. Sintió de inmediato su cuerpo febril sobre ella. Sus manos comenzaron a recorrerla liberándola, a su paso, de aquel vestido que aún se encontraba húmedo a causa de la lluvia. Pronto, sus labios y su lengua reemplazaron a sus manos haciendo crecer su deseo y llevándola al borde de la locura.

Él se terminó de desvestir en cuanto ella estuvo desnuda. Tenía la imperiosa necesidad de sentir el contacto de su piel y lo apremiaba el ansia de estar dentro de ella, sobre todo después de tanto tiempo separados. La besó a consciencia estimulando cada una de las zonas que sabía que más le gustaban. Lo estaba enloqueciendo oírla gemir y susurrar su nombre entre jadeos. Ese sonido era su canción favorita.

Melina emitió un largo y erótico gemido al sentir cómo su miembro se deslizaba lentamente en su interior y alzó la cadera para permitirle entrar con mayor profundidad. Al principio, los movimientos fueron lentos, aunque firmes, pero, poco a poco, comenzaron a aumentar en velocidad e intensidad hasta convertirse en un enloquecido vaivén que rápidamente los hizo perder la razón.

Los espasmos de su vigoroso orgasmo desencadenaron el de él, quien, con un ronco gemido y en una última embestida, se derramó, por fin, en su interior. Sebastián volvió a besarla mientras intentaba regular su acelerada respiración. Al hacerlo, sintió la sal de sus lágrimas. Sorprendido, se apartó de inmediato y la miró a los ojos.

—¿Te lastimé? —preguntó, preocupado.

Intentó salir de ella, pero se lo impidió al cerrar, aún más, la pinza de sus piernas alrededor de su cadera.

—Estoy bien. Más que bien. Estoy feliz —declaró, aún agitada.

Él sonrió al oírla y la besó, una vez más.

—Te amo, Mel.

—Yo también te amo, Seba.

Esa noche hicieron el amor varias veces recuperando así el tiempo perdido durante ese interminable mes. El sofá, la ducha, la cama, cualquier lugar era bueno para amarse y demostrarse lo mucho que se necesitaban. Ahora que por fin estaban juntos de nuevo, no entendían cómo habían podido soportarlo todo ese tiempo. La tormenta seguía firme y constante en el exterior. Sin embargo, esta vez a Melina no le dio miedo. La sola presencia de Sebastián la tranquilizaba y la hacía sentirse fuerte.

Arrullada por el sonido de la lluvia y el calor del hombre que amaba a su lado, no tardó en quedarse dormida. Sebastián permaneció despierto un rato más observándola dormir. No podía creer que por fin estaba con ella y lo bien que eso lo hacía sentirse. Melina era el amor de su vida y ahora que la había recuperado, tenía la certeza de que ya nada volvería a separarlos. Cerró los ojos y sintiéndose en casa, se quedó profundamente dormido.

De repente, un extraño sonido de castañeteo de dientes lo despertó en medio de la noche. Se dio cuenta de que provenía de Melina que no dejaba de temblar. Seguramente el haber estado tanto tiempo bajo de la lluvia le había hecho mal y estaría por enfermarse. En medio de la oscuridad, tanteó con su mano en busca de la sábana hasta dar con el extremo de la misma. Tironeó de esta para cubrirla y pasó un brazo sobre su cuerpo para ayudarla a entrar en calor. Entonces, la oyó quejarse de dolor.

—Mel, ¿qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó, adormilado.

Sin embargo, ella no respondió lo que provocó que él se despejara del todo. Encendió rápidamente la luz y la recorrió con la mirada. Descubrió, de inmediato, la oscura e inconfundible mancha que resaltaba en la blancura de la sábana justo a la altura de su pelvis.

—¡Melina! ¡Melina! —exclamó, preocupado.

Intentó despertarla, pero nada parecía funcionar. Apartó la sábana de un tirón y comenzó a revisarla. No tardó en darse cuenta de que la hemorragia no provenía de ninguna herida externa. El problema se encontraba en su interior. Definitivamente, algo no andaba bien.

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