Capítulo 25
Inspiró profundo y expulsó el aire lentamente para cobrar valor. No sabía qué pasaría después de que se lo confirmase, pero de seguro no le gustaría. Tenía que medir sus palabras o después de esa noche, también lo perdería a él.
—Desde que esto empezó, Nano, pero viene de antes y te juro...
—Quiero que te alejes de ella —lo interrumpió con tono desafiante inclinándose hacia él sobre la mesa—. Está angustiada. Sé que podés verlo. ¿Cómo siquiera se te cruzó por la mente? ¡Es mi hermana, carajo!
—¡¿Creés que no lo sé?! Soy totalmente consciente de eso —gruñó.
—¡No parece! Decime una cosa, ¿estabas esperando a que yo no esté para acercarte a ella?
—¡¿Vos te estás escuchando, Nano?! Nunca planeé nada de esto, solo sucedió.
Mariano sentía todo su cuerpo en tensión. Lo quería como a un hermano y en el fondo, no le molestaba la idea de que entre él y su hermana se formara una relación, pero verla tan angustiada —porque era bastante evidente su pesar—, lo hacía querer matarlo con sus propias manos.
—Siempre temí que acabara enamorándose de un tipo como vos... —Se arrepintió al instante de haberlo dicho.
—¡¿Un tipo como yo?! ¡Estaba saliendo con alguien casado cuando fui a buscarla! —Notó la sorpresa en su expresión, sin embargo, no se detuvo—. Sé que no soy perfecto, pero nunca me gustaron los juegos. Siempre fui sincero con las mujeres con las que estuve.
—¿Y eso es ella para vos? ¿Una más? —No sabía por qué seguía provocándolo. Se daba cuenta de que él también estaba sufriendo. Bastaba solo con mirarlo a los ojos para saberlo. Mas su enojo le impedía detenerse.
—¡No! —exclamó cerrando los puños.
—¿Sabés qué? La culpa es mía. Debí haberlo previsto cuando te obligué a hacerme esa estúpida promesa.
—¡Esa estúpida promesa fue la que la mantuvo a salvo cuando vos no pudiste protegerla!
Mariano cerró los ojos al sentir el puñal de sus palabras. Sin embargo, sabía que él mismo lo había llevado al límite haciéndolo reaccionar de esa forma. En cualquier otra circunstancia o con cualquier otra persona, ya se hubiese levantado y comenzado a pelear. Pero no con Sebastián. Sabía que no era él quien hablaba, sino su enojo y a pesar de que le dolía, tenía razón. Después de todo, era gracias a él que su hermana estaba viva.
—Perdoname, Nano —dijo arrepentido, Sebastián—. No sé por qué lo dije. Yo solo...
—¿Ella ya lo sabe? —lo interrumpió desestimando el asunto.
—¿Qué cosa?
—Que vas a dejarla. Porque eso es lo que pensás hacer, ¿no? Cuando hablamos ayer y te pedí que la trajeras, te vino como anillo al dedo.
—No es tan así —dijo, frustrado.
—Sebastián, sé que la querés, es imposible no darse cuenta y por eso mismo es que no te estoy cagando a trompadas. Pero lo que no puedo entender es que seas tan cagón como para no enfrentarla y hablar con ella.
No pudo evitar sentirse afectado por su acusación. Jamás se había considerado una persona cobarde, pero definitivamente lo estaba siendo en ese momento. Sin embargo, no era por los motivos que su amigo creía. Había cosas que desconocía de su vida, cosas que ni siquiera él mismo quería recordar y que desde esa noche en la cabaña, no había hecho más que revivirlas una y otra vez.
—Mirá, Nano, la verdad es que no me conocés tan bien como pensás. Vos sabés que no tengo familia, pero no tenés idea del motivo. Tampoco sabés por qué empecé a entrenar o cómo fue que terminé convirtiéndome en agente, y mucho menos, la mierda que me persigue desde chico.
—¡Bueno, entonces contame! —reclamó con el ceño fruncido—. Decímelo para que pueda entender por qué vas a dejar a mi hermana con el corazón roto.
Lo miró a los ojos con resignación. Debía contarle esa horrible parte de su vida que tanto se había esforzado por olvidar. Hasta ese día, no se había sentido capaz de hablar de ello con nadie, mucho menos con Melina. Sabía que volverían a abrirse viejas heridas si lo hacía, pero evidentemente, era necesario. Solo así, Mariano podría entenderlo, o al menos, eso esperaba. Cerró los ojos para ordenar sus pensamientos e inspiró profundo a través del nudo atorado en su garganta. Sentía todo su cuerpo en tensión mientras se preparaba para hablar de su pasado, un horrible y traumático pasado.
Luego de regresar de la habitación de su sobrino, Melina advirtió un cambio entre Sebastián y Mariano. No podía precisar qué era, pero no le gustaba nada. Si bien se trataban normalmente, no conversaban entre ellos de la misma forma en la que siempre los había visto hacerlo. Había algo que faltaba entre ellos, esa complicidad tan característica y las bromas que siempre se jugaban uno al otro.
Varias veces lo miró a su hermano esperando encontrar alguna respuesta en su mirada. Sin embargo, parecía decidido a evitarla ya que apartaba sus ojos al instante. Sebastián por su parte, sí le sostenía la mirada, pero lo que sus ojos reflejaban no la tranquilizaba en absoluto. Por el contrario, la ponía más nerviosa. ¿Acaso le había contado lo que pasaba entre ellos? ¿Estaba su hermano enojado con ella, dolido o decepcionado de algún modo? Deseaba preguntarles, pero no podía hacerlo sin ponerse en evidencia, y hablar con Sebastián a solas, era simplemente imposible.
Faltaba menos de un minuto para que fuese medianoche. Tenían todo listo para brindar, las copas llenas y las confituras servidas en pequeños platos. Ninguno hablaba, a excepción de Facundo que comenzaba a mostrarse realmente ansioso por abrir sus regalos.
—¡Feliz navidad! —dijo de repente Victoria haciendo que todos alzaran sus copas en el aire.
Brindaron a la vez que en el exterior se desataba una serie de explosiones consecutivas a causa de la pirotecnia que solía escucharse siempre a esa hora durante las fiestas. Mariano y Victoria de besaron con ternura después de chocar sus copas y Melina no pudo evitar posar sus ojos en los de Sebastián. Él la estaba mirando también y aunque con su comportamiento se mostraba un tanto frío, en el instante en el que sus miradas coincidieron, alcanzó a ver un brillo especial en sus ojos. Se acercó a ella con una sonrisa y apoyando una mano en su cintura, depositó un suave beso en su mejilla.
—Feliz navidad, Mel —susurró solo para ella provocando que una corriente eléctrica recorriera toda su columna vertebral.
¡Santo Dios! No importaba qué le dijera, solo el sentirlo cerca hacía que todo su cuerpo reaccionara y su corazón se disparara, desenfrenado. Le hubiese gustado que en ese momento la rodeara con sus brazos y la besara en los labios. Solo así podría olvidarse de todas las preocupaciones que la embargaban desde hacía días. No obstante, sabía con certeza que eso no iba a suceder.
—Feliz navidad —le respondió, nerviosa.
En cuanto se separaron, Mariano fue directo a su hermana y la abrazó con fuerza. Por un lado, estaba realmente feliz de que estuviese allí con él esa noche y por el otro, sabía a lo que iba a tener que enfrentarse en las próximas horas. La apretó más contra él en un intento por brindarle un poco de su fortaleza. Sabía que no sería fácil, pero también que lo superaría y como siempre, contaría con su ayuda para salir adelante. Confiaba también en que la presencia de su hijo sería un aliciente para lograrlo más rápido.
Mientras Facundo se dedicó a abrir los regalos que se encontraban al pie del arbolito y el resto lo observaba divertido, Melina decidió salir al patio. Quería observar los fuegos artificiales que en ese momento estaban en pleno apogeo. De inmediato se sintió cautivada por los mismos. No podía apartar los ojos de esos maravillosos destellos que se expandían en el oscuro cielo coloreándolo de forma mágica. Mientras los observaba, intentaba acallar los incesantes pensamientos de su inquieta mente.
De pronto, sintió que una lágrima traicionera escapó de uno de sus ojos y se deslizó lentamente por su mejilla. Se dispuso a quitársela con la mano cuando otros dedos lo hicieron por ella. No había oído que nadie se hubiese acercado, pero, sin duda, sabía a quién pertenecían. Cerró los ojos al sentir la suave caricia sobre su piel y abrió la boca para exhalar el aire que ni siquiera se había dado cuenta de que había estado conteniendo.
Sebastián la había visto salir y no había dudado en seguirla. Mariano y Victoria estaban distraídos con su hijo y él ya no soportaba un minuto más sin tocarla. Se preguntó cómo iba a ser capaz de dejarla sin volverse loco en el proceso. No obstante, estaba seguro de que era lo correcto. Sentía que no podía protegerla y sabía que su hermano sí lo haría, como venía haciéndolo todos estos años. Con él estaría a salvo.
La había observado desde el umbral de la puerta, pero decidió darle el tiempo que percibía, necesitaba para sí misma. Luego, se acercó en silencio. Ella estaba con la mirada perdida en el espectáculo que los múltiples fuegos artificiales brindaban cubriendo el firmamento. Sus ojos transmitían una tristeza que atravesó su coraza clavándose, cual espina, en medio de su corazón.
Por acto reflejo, interceptó la solitaria lágrima que se deslizaba por su rostro advirtiendo cómo ella cerraba sus ojos al sentir el roce de sus dedos. La sintió suspirar con sus labios entreabiertos y ya no pudo resistirse. La sujetó de la cintura con una mano y deslizando la otra sobre su nuca, la atrajo hacia él. Se inclinó hacia abajo y la besó lento, pausado permitiéndose saborear, una vez más, sus suaves y cálidos labios. La sintió temblar cuando profundizó el beso y se dedicó a explorar su boca acariciando con su lengua la suya volviendo a perderse en la intensidad de todo lo que ella le hacía sentir.
Cuando el beso terminó, ninguno fue capaz de hablar. Permanecieron en silencio con sus frentes pegadas y los ojos cerrados. Aunque ambos lo habían deseado con ansias, por alguna extraña razón, haberlo hecho no los había calmado. Por el contrario, ese beso, tierno y desesperado a la vez, les había dejado un sabor a tristeza, a vacío, a despedida.
—Vas a irte, ¿verdad? —le susurró con voz ahogada, sorprendiéndolo.
Él abrió los ojos ante su pregunta fijándolos de inmediato en los de ella. ¡Dios, que difícil le estaba resultando!
—Lo siento, de verdad —confesó por fin—. Espero que algún día puedas...
La sintió apartarse de él en el acto y retroceder varios pasos. Vio con claridad las lágrimas que ahora caían, una tras otra, de forma atropellada. Intentó acercarse, pero frenó al verla alzar su mano.
—¡No! —dijo retrocediendo aún más—. Si vas a irte, hacelo de una vez.
—Mel...
—Por favor, Sebastián —rogó entre sollozos—. Ya no puedo más. Solo andate.
Sintió una imperiosa necesidad de gritar, de romper todo. El dolor que le causaba tener que dejarla y la impotencia de no poder evitar lastimarla como lo estaba haciendo no lo dejaba respirar con normalidad. Cerró los puños con fuerza para controlarse y con la poca voluntad que le quedaba, dio media vuelta alejándose de ella.
Melina lo observó marcharse sintiendo que su corazón se rompía en mil pedazos. Deseó perseguirlo y rogarle que se quedara, pero no lo hizo. Aún le quedaba un poco de amor propio el cual le impidió humillarse a sí misma de esa manera. Se sentó en una silla de plástico que había cerca y simplemente se quedó ahí, sola, llorando por el hombre que amaba, por lo que había podido ser y no fue, por lo que ya nunca sería.
No supo en qué momento se quedó dormida. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba en los brazos de Mariano quien la llevaba a la habitación de Facundo. Al parecer, a él le habían preparado un colchón en el dormitorio donde ellos dormían para que ella pudiese tener más intimidad. En cuanto su hermano la dejó en la cama, la miró con compasión provocando que los recuerdos de esa noche la golpearan de nuevo.
—Va a estar todo bien, Mel —le dijo mientras le acarició el cabello—. Sabés que podés contar conmigo y con Vicky para lo que necesites.
Melina no quería seguir escuchándolo. Sabía que sus intenciones eran buenas, pero sus palabras le dolían. Lo quería muchísimo y se alegraba de volver a verlo, pero en ese momento no era con él con quien quería estar. Sintió una opresión en el pecho al darse cuenta de lo destrozada que estaba. Para ella, ya nada sería igual después de Sebastián.
Giró la cabeza para evitar volver a ver la pena en sus ojos. Sin embargo, lo que vio fue mil veces peor. Su valija, la misma que había armado el día anterior y que él le había pedido que no vaciara, estaba apoyada contra la pared en un rincón de la habitación. ¿En qué momento la había cargado en el auto? ¿Acaso lo tenía todo planeado? Eso le confirmaba que la decisión que había tomado era definitiva.
Esperó a que Mariano la creyera dormida y se marchase, para volver a llorar dejando salir la angustia contenida. Estaba claro que Sebastián no la quería como ella había llegado a creer. De lo contrario, no la hubiese dejado tan fácilmente. Por su parte, jamás volvería a amar a ningún otro hombre de la forma en la que aún lo amaba a él. De eso, estaba completamente segura.
Sebastián se había marchado de la casa luego de entregarle la valija a su amigo. La vergüenza que sentía en ese momento por el estado en el que dejaba a Melina, no le había permitido siquiera mirarlo a los ojos. Mas temprano, se había abierto por completo a él al hablar de su historia y aunque Mariano se había manifestado en desacuerdo, había respetado su decisión. De hecho, lo había sorprendido su comprensión ya que sabía lo difícil que debía resultarle ver a su hermana sufrir por culpa de él. Asimismo, le había señalado que no era solo ella la que estaba sufriendo con todo eso y la realidad era que tenía razón. Él mismo apenas podía respirar y temiendo romperse de un momento a otro, se había despedido lo más rápido que pudo.
Tras subir a su auto, condujo a gran velocidad por las oscuras calles de la ciudad sin rumbo fijo. No quería regresar todavía a su departamento ya que sabía que cada rincón olería a ella y cada cosa que viera le haría recordarla. Por consiguiente, continuó avanzando durante casi una hora hacia el norte. Se dirigió a la parte más lujosa del conurbano, donde las personas solían reunirse en los tantos restaurantes y bares con vista al río que había.
Siguió un poco más hasta llegar a la parte más alejada buscando un lugar en el que pudiese estar completamente solo. Como cerca del río el aire se volvía más fresco, se abrigó con la campera de algodón con capucha que siempre llevaba en el auto y descendió del mismo. Caminó lentamente por la tierra para acercarse a la orilla del río. Mantenía la mirada fija en el horizonte, apenas visible debido a la oscuridad reinante.
Permaneció de pie, en silencio, frente a la gran masa de agua turbia. Alzó la vista al cielo con los ojos llenos de lágrimas. Sentía muchas emociones juntas y ninguna de ellas lo reconfortaba. Estaba convencido de que había hecho lo correcto. Pero entonces, ¿por qué se sentía tan mal? ¿Por qué no podía eliminar la sensación de vacío que le oprimía el pecho? En ese momento comprendió que amaba a Melina con todo su corazón y acababa de perderla para siempre.
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