Capítulo 11
El viaje no había sido demasiado largo, pero Sebastián procuró dar varias vueltas antes de dirigirse a destino con el fin de perder a quien pudiese seguirlos. No obstante, no hubo ningún indicio de que eso estuviese sucediendo. Su auto, un "Honda All New Civic" de color negro, había dejado anonadada a Melina. Además de hermoso, era lujoso y cómodo y aunque no sabía nada acerca del tema, suponía que debía ser bastante caro.
Dentro del mismo, no se oía para nada el sonido del motor, como así tampoco se sentía la velocidad alcanzada. El aire acondicionado estaba encendido, pero contrario al frío que solía experimentar al cabo de un rato, la temperatura nunca dejó de ser confortable para ella.
No quiso volver a preguntarle hacia donde iban, pero por la dirección tomada, supo que se trataba de alguna isla del Delta. Si no se había equivocado, no faltaba mucho para llegar. Iban en silencio, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. En la radio, estaban informando sobre el pronóstico del tiempo y por lo que decían, al parecer, no volvería a llover.
Respiró, aliviada, sin apartar la vista del paisaje que se deslizaba a su lado. Después de lo poco que había descansado debido a la tormenta anterior, no creía ser capaz de soportar otra noche similar. Si bien la presencia de Sebastián en su habitación la había tranquilizado lo suficiente para relajarse y dormir algunas horas, luego del beso que se habían dado, la idea de volver a dormir a su lado, la ponía nerviosa.
Lo miró de reojo con disimulo. Estaba serio y mantenía el ceño fruncido. Concentrado en el camino, alternaba su mirada de tanto en tanto entre el parabrisas y el espejo retrovisor.
Sebastián se sentía inquieto. No podía olvidar ese maldito beso que lo había dejado con ganas de más, mucho más. Sin embargo, era consciente de que había sido un error. No debía olvidarse de que era la hermana de Nano y aunque él no estuviera y quizás jamás volvería a verlo, no quería traicionarlo. No era que su amigo le hubiera prohibido estar con ella ni mucho menos, pero entre hombres, había códigos implícitos que no debían tomarse a la ligera.
Pensar en la posibilidad de que lo hubiesen matado lo hizo apretar con fuerza su agarre al volante. No quería considerarlo siquiera, pero peor era que esos animales lo atraparan con vida. Sabía de lo que eran capaces de hacer y deseó que Mariano, si aún estaba con vida, pudiera encontrar la forma de salvarse.
Dispuesto a apartar esos pensamientos, intentó concentrarse en el camino ignorando las sensaciones que le generaba sentir la presencia de Melina a su lado. Su perfume fresco y frutal, tan diferente y único, lo volvía loco y el recuerdo de sus suaves y cálidos labios sobre los suyos, provocó que su cuerpo reaccionara de una manera un tanto incómoda para el lugar y la situación en la que estaba.
Frunció el ceño ante su falta de control. ¿Acaso era un maldito adolescente? Jamás se había sentido así por nadie más. La realidad era que mujeres nunca le habían faltado y con cada una de ellas, había pasado momentos increíbles. Se consideraba a sí mismo un amante generoso y procuraba que lo pasaran tan bien como él. No obstante, siempre había estado en completo control tanto de lo que hacía como de lo que sentía.
Con Melina, en cambio, estaba absolutamente perdido. Desde que volvió a verla, un fuerte deseo de sentirla debajo de él y hacerla suya lo había embargado por completo aturdiendo todos sus sentidos y haciéndole cada vez más difícil contenerse. Suponía que el hecho de haberla visto semi desnuda y tocándose a sí misma tendría algo que ver, sin embargo, no era la primera vez que veía a una mujer así y ninguna, jamás, lo había encendido tanto como ella.
De pronto, un cartel llamó su atención obligándolo a poner la luz de giro hacia la derecha y salir, de forma apresurada, en la primera bajada de la autopista.
—Vamos a encontrarnos con alguien antes de seguir —le dijo rompiendo el silencio entre ellos.
Melina giró su rostro hacia él al oírlo.
—Está bien —respondió, apenas audible.
—¿No me vas a preguntar con quién? —la provocó con tono divertido.
—¿Qué sentido tiene? Si igual no me lo vas a decir.
Sebastián supo que lo decía por la discusión que habían tenido en la casa. No había querido decirle adonde iban debido a que se sentía frustrado por su propio descuido. No obstante, era consciente de que había obrado mal. No se merecía ser tratada de esa manera.
—Creo que te debo una disculpa —dijo, por fin, tras un suspiro—. Estaba enojado conmigo y... sé que no estuve bien, pero... la cuestión es que no debería haberte tratado así cuando el único culpable...
—Disculpa aceptada —lo interrumpió con una sonrisa mirándolo más animada. Se había dado cuenta de lo mucho que le costaba expresar en palabras lo que sentía y no creyó necesario que continuara enredándose con las mismas.
Sebastián la miró a los ojos y asintió aliviado. Se sintió agradecido de que Melina no fuese una persona rencorosa. Era muy orgulloso y le resultaba agobiante y tedioso el tener que disculparse. Además, no solía importarle demasiado cómo les afectaba a los demás sus comentarios o reacciones. Sin embargo, no le gustaba verla tan apagada y a pesar de que ella no estaba atravesando el mejor momento, sabía que el responsable de su incomodidad y abatimiento no era nadie más que él.
Llegando a destino, pasaron de largo el famoso puerto de frutos y continuaron un poco más hasta una zona más apartada. A medida que avanzaban, la vegetación se tornaba cada vez más frondosa y las cabañas, construidas a ambos lados del río, eran más espaciadas. De pronto, junto a un muelle de madera, divisaron una pequeña, aunque inmaculada, lancha color gris plata. Una mujer de cabello rojizo estaba sentada sobre el mismo con los pies colgando mientras miraba, con expresión aburrida, la pantalla de su teléfono.
—Ahí está —dijo Sebastián con una sonrisa y dobló hacia el otro lado para estacionar en un espacio reservado para tal fin.
Con su bolso en una mano y la valija de ella en la otra, comenzó a caminar hacia el lugar donde se encontraba la mujer. A Melina le resultaba difícil seguir el ritmo de sus grandes zancadas y cansada de trotar más que caminar, disminuyó la velocidad permitiéndose ir a su propio paso.
Parecía ansioso por encontrarse con esa mujer, quien, al oírlo acercarse, alzó la vista y se incorporó. A continuación, caminó hacia él y de un salto, se colgó de su cuello para abrazarlo. Sebastián soltó el equipaje rápidamente para devolverle el efusivo saludo y la alzó en el aire. Ella lo rodeó con sus piernas a la altura de la cintura mientras le dio varios besos cortos y repetidos en la mejilla.
Melina se detuvo en ese preciso instante. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién mierda era ella y por qué lo trataba con tanta confianza? Sintió un fuego en la boca de su estómago que rápidamente se extendió por todo su cuerpo. Nunca antes había odiado en su vida, ni siquiera a su madre por haberla abandonado, pero lo que estaba sintiendo en ese momento, se le parecía bastante.
Cuando la mujer volvió a apoyar los pies en el piso, la observó con atención. Era realmente hermosa. Tenía el cabello color caoba y sus ojos eran de un profundo verde. Por otro lado, su cuerpo era increíble. Vestía un jean y una remera ajustados lo cual remarcaba sus provocativas curvas. Era evidente que se sentía demasiado cómoda consigo misma y todos sus movimientos, hasta el más simple gesto, era extremadamente sensual. A su lado, se sentía fea e insulsa.
—Veo que me extrañaste —dijo Sebastián riendo a carcajadas.
Desde que la conocía había sido así de efusiva y aunque solía molestarle que invadieran su espacio personal, con ella siempre hacía una excepción. Natalia también trabajaba para la Agencia de Inteligencia y al igual que él, hacía trabajos de encubierto. No obstante, además de compañera, era su amiga. Casi dos años atrás, en una misión en la que habían sido asignados juntos, Natalia fue herida de gravedad y si él no hubiese llegado justo a tiempo, la habrían matado. Desde ese día, su amistad se hizo mucho más fuerte, tanto con ella como con su pareja.
—Bueno, tampoco se la crea tanto, Señor Miyagi —le dijo, con sarcasmo, mientras lo golpeó suavemente en el hombro—. Solo estoy contenta de que estás bien. Con todo lo que está pasando...
Sebastián se puso serio de golpe.
—¿Se sabe algo? —le preguntó en un susurro.
—No mucho, pero mejor lo hablamos en privado.
Ambos giraron los rostros hacia Melina quien los miraba con el ceño fruncido.
—¿No nos vas a presentar? —presionó Natalia golpeándolo con el codo mientras la miró de arriba a abajo.
—Sí, por supuesto. Ella es Melina, la hermana de Nano.
—¿En serio? —preguntó, sorprendida, sin apartar los ojos de ella y en un susurro que solo Sebastián fue capaz de oír, acotó—: Muy bonita, ya veo por qué te le pegaste como sanguijuela.
Él no pudo evitar sonreír ante su comentario y negó con un movimiento de cabeza.
—Ella es Natalia, una compañera de trabajo y amiga.
—Encantada —respondió con una sonrisa falsa en cuanto lo oyó presentarla del mismo modo en el que lo había hecho su ex novio con su esposa.
—Igualmente —la oyó decir mientras se subía a la lancha y encendía el motor.
Se sintió una idiota. ¿Cuántas veces tenía que darse la cabeza contra la pared para terminar de aceptar que ella no era nadie especial? El único que siempre la había querido era su hermano. Solo por él era que Sebastián ahora estaba cargando con ella y todo por culpa de una estúpida promesa. Sin embargo, la única responsable de haberse hecho falsas ilusiones era ella, nadie más que ella. ¡Pero, Dios, como dolía!
Sebastián frunció el ceño al ver la reacción de Melina. Había empleado un tono bastante brusco para con su amiga y eso no le agradó. Después de todo, los estaba ayudando. Se apuró a recoger el equipaje nuevamente y lo depositó en el interior de la lancha. A continuación, giró hacia ella y extendiendo un brazo, le dio su mano para ayudarla a subir.
—Nos vamos a quedar en la cabaña de Natalia que está del otro lado del río. Está bastante alejada y rodeada de árboles, lo cual la convierte en el lugar perfecto.
—¿Y ella? —preguntó, en un susurro, sin poder disimular su malestar—. ¿Se va a quedar con nosotros también?
Sebastián comenzó a enojarse. Melina se estaba comportando realmente de una forma bastante grosera. ¿Qué carajo le pasaba? Ya hablaría con ella más tarde cuando estuviesen solos.
—No —remarcó, con sequedad, sin siquiera mirarla—. A Nati la esperan en su casa.
A continuación, se alejó de ella para sentarse en el asiento del acompañante.
La cabaña no era para nada como se la había imaginado. Pensaba que iba a encontrarse con una construcción precaria, como las que venía viendo en el camino, pero en su lugar, se encontró con una hermosa casa construida sobre un armazón de vigas en forma de parrilla. Como estaba elevado del suelo, se accedía a la misma por medio de unas escaleras de madera.
En la parte trasera, había una pileta rodeada por un camino de tablas de madera sobre la cual descansaban dos reposeras. El agua estaba limpia por lo que supuso que la habrían cambiado recientemente. Un poco más alejado, hacia uno de los laterales de la vivienda, divisó una parrilla hecha con ladrillos y una mesa con seis sillas. Tal y como lo había anticipado Sebastián, la propiedad estaba rodeada de muchos árboles y frondosa vegetación.
Una vez dentro, Natalia les mostró donde estaba cada cosa. Para sorpresa de ambos, tanto la heladera como las alacenas estaban repletas de comida. Mientras Sebastián preparaba café, un incómodo silencio se instaló entre los tres. Melina, intuyendo que deseaban hablar en privado, se disculpó y se dirigió a la habitación llevando su valija con ella. Cerró la puerta y se dedicó a desarmar el equipaje. Acomodó su ropa y calzado en el interior del armario y el resto de sus cosas donde lo creyó conveniente. Como no estaba segura de si podía usar, o no, su computadora, prefirió dejarla apagada y conectada al cargador.
Habían pasado solo veinte minutos desde que se había encerrado y ya no tenía nada que hacer. Necesitaba ocupar su mente o se volvería loca imaginando lo que creía, podía pasar en la otra sala entre Sebastián y Natalia. Decidió entonces, darse una ducha para quitarse el sudor y la tierra que sentía pegada a su piel. Recogió una muda de ropa interior y algunos artículos personales y se dirigió al cuarto de baño. No pudo evitar mirar hacia el living donde ambos se encontraban conversando con rostros de preocupación.
—¡Lo sabía! —dijo, de pronto, Sebastián. Caminaba furioso de un lado a otro mientras se pasaba las manos por el cabello—. Imagino que se aseguraron de que ese hijo de puta las pague.
—Sí, Seba. Tranquilizate. Guille fue quien encontró el registro de la llamada que hizo para avisarles del operativo. Está todo registrado. No tiene forma de zafar.
—Guille es genial. No tiene nada que envidiarle a Nano —dijo mientras asintió varias veces, más para sí mismo que para su amiga.
—Lo sé, por eso está conmigo —replicó con una sonrisa que lo contagió de inmediato—. Pero va a matarme si no vuelvo antes de que anochezca.
—Entonces mejor te llevo hasta el muelle. No quiero que te metas en más problemas por ayudarme.
—Lo hubieses pensado antes, cariño —le dijo acariciándole la mejilla y mirándolo con devoción.
A continuación, Melina vio cómo ella se ponía en puntas de pie para llegar a su rostro. ¿Iba a besarlo? ¿Por qué él no hacía nada para evitarlo? Se sintió una intrusa observando algo que no correspondía y apartando la vista antes de descubrirlo, entró al cuarto de baño. Ya bajo la ducha, lo oyó avisarle que regresaba en un rato, pero ni siquiera se molestó en responderle. Por ella, podía hacer lo que le diera la gana.
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