Capítulo 28
Capítulo 28
A un par de horas para el amanecer, el clima en el bosque era gélido y amargo. Pequeñas sabandijas aprovechaban la oscuridad espesa de la madrugada para escabullirse entre las ramas o raíces de los árboles en busca de una buena oportunidad para sobrevivir. Una araña reclusa parda (capaz de matar a un ser humano con su veneno) se lamentaba en el frío, misteriosamente se hallaba lejos de los climas cálidos donde habitaba. Un grillo pasaba cerca, burlándose de ella a cada segundo desde los restos de una pecera rota. El arácnido estresado, saltó enfurecido y sujetó al insecto propinándole una letal mordida bajo la cabeza, en las zonas blandas del exoesqueleto.
Salió volando impulsada por el aire de los rotores de un Black-Hawk y un Apache modificado que volaban a escasa altura con velocidad moderada.
En el interior del primero, bajo los fluorescentes rojos que morían en su propia luz, el general Phillips cargó las seis balas de su vieja Magnum 44 con mango de madera, la sostuvo frente a su rostro unos segundos, y no pudo evitar compararse con ella. Ambos habían luchado juntos en incontables batallas, habían perdido munición en incontables ocasiones, llegaron a estar disponibles en momentos necesarios en los que nunca se les escuchó. El veterano suspiró comprobando que el gatillo estaba igual de duro que la última vez, por alguna razón se mostraba renuente a repararla.
Se le antojó gracioso que en ese momento se le escapara un tiro y matara a Schaefer accidentalmente.
—Estamos cerca del punto. —dijo Tate Wilkins desde su puesto de piloto.
Phillips asintió guardándose la vieja Magnum y acomodándise la boina que el trepidar de la nave le movía.
Un soldado afroamericano estaba al fondo, cerca de la cola del helicóptero, guardando los paracaídas.
A unos dos metros, en la otra hilera de asientos y frente a la ensimismada Michelle Truman, Richard Schaefer había decidido recargar la cabeza y cerrar los ojos un momento. Le sobrevinieron ganas de dormir, un bostezo comenzó a formarse en sus mejillas pero lo reprimió recordando todo lo que Truman le acababa de decir. No pudo evitar creer que estaba metido en una especie de «Guerra de los Mundos» donde los alienígenas eran inmunes a los resfriados terrícolas. «Nada de esto tiene sentido.»
—Señora Truman —pronunció el general sin mirarla—. ¿Ya le informaron de la muerte del Senador Pickering?
La aludida frunció el ceño y miró penetrante al anciano, quien se volvió al detective.
—Sobra agradecerle sus servicios. Esta raza no es enemiga de la nuestra. El ciervo y el hombre no son enemigos, el pescado y el pescador no están en guerra. Es un ciclo.
—Lo dice como si fuera algo importante. —repuso Schaefer ante el forzado comentario lírico del general. Empezaba a cansarse de los dircursos melodramáticos.
—Hubiera sido un gran soldado.
El sonido de los rotores invadió de pronto la nave. El soldado del collar miraba directamente a Phillips, una gota de sudor le caía en las sienes. Richard lo miró por el rabillo del ojo, acercando la mano a un punto de su pierna. El general intuyó la mirada del neoyorkino y se dispuso a seguirla.
—No lo lograrán. —espetó Truman apresurándose—. ¿Qué le hace creer que querrán negociar?
Phillips se volvió inmediatamente.
—Ella tiene razón... —añadió Richard recargándose—. ¿Nunca ha salido de caza al bosque, general? Dutch y yo solíamos hacerlo.
El veterano parecía no caber en su extrañeza.
—Cuando hace frío, mucho —añadió el policía—, las liebres se reúnen en sus madrigueras. Juntas como pingüinos para darse calor. Si uno las encuentra, juntas y aparentemente vulnerables, y trae un arma consigo, un viejo rifle con culata de madera, como su Magnum... No importa cuán puritano se sea. Las ganas de disparar llegan. El control es la semilla del sadismo, general.
»Ellos tendrán el control en cuanto ustedes me lleven como un trofeo. Podrían querer aprovechar la oportunidad.
Truman miró sorprendida al detective. Hubiera sonreido, pero supo de inmediato que era mala idea. «Así debe ser un detective en el interrogatorio.»
Phillips intentó disimular la duda que le sobrevino.
—Todos los tiranos ceden a los sacrificios —replicó de repente—. Incluso los viejos dioses. Ellos fueron dioses alguna vez, Schaefer.
Richard sonrió ligeramente cuando vio el objeto que estaba cerca de la cabeza del general. Este último se giró y vio al solado apuntándole con una pistola, llevaba dos placas identificatorias en el cuello, le temblaba el pulgar.
—Su arma, general, no intente usarla.
El cadete afroamericano lo agarró por la espalda y lo desarmó de inmediato. Se guardó la Magnum del alto mando, cuya mirada desafiante reflejaba una extraña confianza, tal vez sabiduría. Truman lo comprendió. «Sabe que cometen una falta. Pero también sabe que no les importa.»
—Liberen a los pasajeros, soldados —ordenó Tate Wilkins desde la cabina.
Las esposas que antes habían estado en las muñecas de Richard Schaefer, terminaron en las del general Phillips. Truman estuvo a punto de agradecer, pero Tate se le adelantó.
—No lo hacemos por usted.
Richard ya lo sabía. «Venganza.» El afroamericano le dio una ligera Uzi de color pétreo.
—El resto de las armas están con los paracaídas —dijo el copiloto, John—. Tenemos un poco de C-4. Dos cargas.
—Deben ser útiles. —respondió Wilkins—. Ahora debemos deshacernos del Apache.
***
Burns vio detenidamente la torreta del helicóptero preguntándose qué tan lejos llegarían los acontecimientos de la noche. Se sujetó fuerte cuando una ráfaga de aire azotó el fuselaje, miró al helicóptero Black-Hawk desde allí, en medio de los dos pilotos improvisados. De pronto, el aparato viró a la derecha y se reposicionó acelerando... Alejándose.
—¿Qué demonios? —preguntó el copiloto cuyas torpes manos a penas tenían experiencia en el aire.
—Se alejan... —Burns frunció el ceño.
El piloto habló por el micrófono del casco.
—¿Black-Hawk? Señor Wilkins, se está alejando demasiado de nosotros.
—Cambio de estrategia —contestó inmediatamente Tate—. El general no quiere que parezcamos amenazadores. Guarde distancia, Apache.
Atrás, Rodríguez compartió una mirada con Calder Jones.
—No está bien. —señaló ella. «Solos contra ellos.»
Jones asintió.
—Phillips planteó y replanteó el plan. —dijo Burns por lo alto—. No puede haber cambiado. No es voluble.
—¿Qué debemos hacer?
Burns estuvo por responder, pero cuando vio al lejano Black-Hawk lanzar una bengala rojiza en la oscuridad, seguida de una ráfaga de otras tres, supo que estaba hecho. «Llegamos al punto donde no hay vuelta atrás.»
Las belgalas zurcaron el cielo ardiendo, envueltas en luz, avanzando a toda velocidad cerca de la montaña, dibujando sus siluetas anecrosadas en las estrías de la roca, y el arrullo del riachuelo.
Richard Schaefer fue el primero en verla.
El afroamericano disparó una última bengala cuando estuvieron lo bastante cerca. Cerró la compuerta y contempló al sorprendido General Phillips esposado detrás de ellos.
La nave yautja se cernía entre los árboles, ante ellos. Michelle Truman la vio, una compuerta circular abierta cerca de las turbinas, y no pudo evitar sentir que los estaban esperando. De que Phillips podría tener razón y ellos eran parte de un plan más grande de lo que creían. Inmediatamente se deshizo del pensamiento, conforme perdían altura. «Viviste peores.»
—Es más pequeña de lo que esperaba —musitó Wilkins—. Esos horribles hijos de puta se metieron con los soldados equivocados.
***
La Uzi pesaba más en la espalda de Richard que en sus manos, bajó de un salto apuntando la pistola con balas soviéticas que le habían dado los soldados. La poca cordura que restaba a la mirada del detective pareció desvanecerse en cuanto estuvo ahí, con los pies hundidos un par de centímetros en la nieve. El afroamericano llevaba una ametralladora cruzada, al lado de su compañero con un rifle de corto alcance. La Beretta de Wilkins descansaba en su cinturón, al lado de un cuchillo.
La pesada Colt con silenciador que Michelle Truman sostuvo al igual que su revólver de seis balas le confirieron cierto aspecto temerario disonante a su aspecto.
—¿Señora? —inquirió el de piel oscura mirándola.
—Iré. —replicó ella.
—La prioridad es dejar el C-4 adentro. Salie y detonar. —dijo Wilkins, aunque su voz rezaba que tenía otras prioridades.
—Debemos aprovechar la ventaja antes de que el Apache llegue. —sugirió John apretando los dientes.
Cuando volvieron sus miradas al frente, contemplaron la opaca nave con dos propulsores laterales negros a cada lado, un aura azulada rodeaba tímidamente las turbinas, al igual que un hilo de vapor ascendente. Tenía el aspecto de un escarabajo, las placas grandes superiores eran opuestas a la variedad de piezas que se delataban debajo.
—Hace calor aquí. —murmuró el copiloto.
—John, te quedarás aquí.
—Pero...
—Ya has hecho bastante.
—Entendido señor, Wilkins.
«Debe hacer calor —dijo Schaefer para sí—. Les gusta.»
El detective inspiró hondo mientras se acercaba al hueco circular, caminó lento evitando acercarse demasiado a la turbina. Aquello parecía una especia de respiradero, o el agujero de una ballena lo bastante grande para permitirles entrar. Entonces vaciló. Se quedó de pie, al borde del acceso, respirando el aire ligero que manaba caliente del interior. Una oleada de emociones le perpetraron con ese viento cálido, transportándolo hasta donde se encontraba ahora mismo. Durante los últimos años se había dedicado a atrapar criminales, alimañas, escoria humana, drogadictos, narcotraficantes, homicidas fríos y violadores... Todos ellos ocupaban un comprimido espacio en su memoria, todos ellos podrían traerle recuerdos amargos como el mar en cualquier momento. Y sin embargo, los criminales a quienes estaba por enfrentarse, supuso, eran a los que estaba íntimamente más ligado. Sintió un hilo acercándole al interior, su sangre comenzó a hervir mientras se adentraba al tubo anaranjado, dejando que una nube de vapor le rodeara los tobillos. No pudo evitar pensar en lo icónico que podría ser el encuentro. «Ahora lo sé. Dutch también los conoció.» Aunque ya lo era, se volvió todavía más familiar.
Tal vez, solo tal vez, el destino lo llevó hasta ese punto.
No creyó que sucediera tan pronto, pero lo hizo; alguien se paró detrás de él, armado y listo para atacar.
Tate Wilkins le empujó con la boca de su rifle de asalto. Michelle Truman mantenía la Colt inclinada, pegando la espalda lo más posible al muro detallado que se posaba detrás.
El afrodescendiente sostuvo entre sus manos un dispositivo aparentemente analógico con pantalla líquida y una barra metálica adherida atrás. «C-4 —adivinó el detective—. Realmente quieren volarlo.»
Afuera, podía escuchar el ronroneo del Apache modificado tocando tierra, susurrándoles al oído que el tiempo se les agotaba a cada segundo, al igual que sus probabilidades de salir vivos.
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