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Capítulo 23

«Quien de tu oro se alimenta o sigue por conveniencia, en cuanto empiece a llover te dejará en la tormenta.»

Aquella frase la había leído uno de sus hijos en voz alta poco antes de que sonara el teléfono y la grotesca voz de su superior lo requiriera para un caso nocturno. Rasche Riggins, detective de homicidios, tuvo que dejar a su hijo a las once de aquella noche, sin nadie para practicar sus líneas, el joven, ocultando sus ganas de tirarse al suelo y dar puñetazos, se despidió de él y le vio salir con cansancio mientras él repetía.

—Quien de tu oro se alimenta...

Rasche encendió la radio y metió un viejo casete de los Bee Gees. Al ritmo de I Started a Joke, el detective Riggins condujo hasta el servicio forense pensando en su hijo y sus sueños de irse a California en busca del éxito como actor. 

Había mirado distraído por la luna del vehículo, los rascacielos erectos infatigables, sin claudicar ante la erosión. «Ojalá tú fueras así, Rasche —fue lo que pensó, pero inmediatamente negó con la cabeza—. No, hasta lo inanimado envejece.»

Se asustó cuando, entre un semáforo y otro, recibió una llamada de un desconocido que había resultado ser el dueño del gimnasio que frecuentaban los de la comisaría, sólo para preguntarle si su amigo no pasaría a recoger sus cosas. Esto se le enterró a Riggins en la espalda como una espina. Pensó llamarle a Richard para preguntar, pero aquello no era suficiente para llamarle. Richard era la clase de persona que no importa a qué hora se les hable por teléfono siempre y cuando haya una buena razón, en el caso de Schaef, el trabajo.

Estuvo en el forese poco antes de la una de la madrugada, odiaba el olor a muerte con linóleo. Esperó un par de minutos y se encargó de beber un café de máquina a regañadientes, estaba demasiado caliente y amargo para su gusto. «Maldito café americano.»

Tuvo que esperar otra media hora para entrar guiado por un médico tan cansado como el mar, que vociferaba maldiciones cada vez que daba un traspié. Riggins miró los cadáveres de los dos chicos horrorizado, de repente vio a sus hijos ahí, pálidos y con un etiqueta en el pulgar del pie. Se preguntó si les estaba enseñando lo que debía enseñarles realmente. 

El caso era tan violento que no le sorprendió, el calor de verano atacaba a media noche indiscriminadamente. «Debes comprar un aire acondicionado», se recordó mientras veía las cuencas vacías de ambos chicos, los dos de onceavo grado, hijos de católicos y estudiantes de ingeniería y arte. A pesar de su horror inicial, supo que era normal. El verano era la época más ocupada siempre, le gustaba más el invierno, eso le dejaba más tiempo libre dada la poca frecuencia de asesinatos. Pero el calor alteraba a las personas demasiado, incluso a él y a su compañero Schaefer.

De repente pensó en Richard, hoy era su día libre y pensó que mañana lo volvería a ver y podría pedirle ayuda con el caso. Por alguna razón, la cacofonía de problemas que lo atormentaban le nublaban el juicio para decidir por dónde comenzar. «Él siempre está concentrado», recordó.
Negó con la cabeza y tomó su teléfono. No le gustaban estos días, una pareja separada. Supuso que lo mejor era no interrumpir a Richard, pero tambuén supuso que mañana lo repremiría por no haberle solicitado ayuda. «Es justo y necesario.»

El teléfono sonó y sonó. Sin resultado. Sin respuesta.

Rasche inhaló profundamente escudriñando lo fachada del departamento de Richard, dio pasos a cuentagotas y llamó a la puerta con los nudillos, sonrió ante su estupidez y presionó el timbre.
Aquello era inusual, sumamente inusual.

—Vamos, Schaef. No pudiste irte ¿O sí?

En el gimnasio, se encontró con una puerta cerrada. Definitivamente no podría estar ahí. Sin embargo, era uno de los lugares favoritos de Schaefer y el último que visitaba en el día libre. Maldijo, su compañero estaba desaparecido. Recordó cuando se enfrentaron a la mafia colombiana y Schaef fue «secuestrado» por los sudamericanos en una patrulla. La misma semana en que Richard había asegurado ver a un asesino "diferente."

El teléfono de Rasche comenzó a sonar mientras pasaba frente al dos cincuenta de la cincuenta y dos. NÚMERO DESCONOCIDO.

—Diga. —respondió al descolgar, si un policía de tránsito lo hubiese visto, o una cámara grabado, salvarse de la multa sería imposible.

Semáforo rojo.

—Rasche. Necesito tu ayuda.

Estupefacto, Riggins dio un saltito en su asiento y accidentalmente accionó el claxon.

—Schaef... Dios mío... Estás bien...

—Lo dices como si fuera algo importante.

Riggins soltó una risita.

—¿Dónde estás? Tenemos un caso interesante, ya sabes, lo clásico del calor...

—En Alaska.

La garganta se expandió cuando la saliva fue tragada.

—¡¿Qué demonios haces allá?! ¿Tomaste?

—Yo no tomo, Rasche. Necesito que me hagas un favor.

—No sé qué demonios haces allí, ni por qué. Fui a tu casa y al gimnasio y no encontré nada.

—Tardaría mucho en contártelo.

—Habla. —suspiró Riggins.

—Entra a mi casa, en la alacena, segundo cajón a la derecha, está mi pasaporte. El resto de mis documentos están ahí, excepto mi placa. 

—Alacena, segundo cajón.

—Resérvame un vuelo desde el aeropuerto de Alaska más cercano a Canadá que encuentres. Quiero un avión a Estados Unidos.

—Pero necesitas...

—Hazme caso. El gobierno está implicado en lo que te conté sobre el Asesino Transparente.

—Mierda. Entiendo.

Más tarde, el vuelo estaba reservado. Salía a las seis de la mañana.

El agente Burns frunció el entrecejo cuando se lo notificaron. El general Phillips también se mostró sorprendido, pero se tragó su asombro.

—Procedan. —ordenó Phillips.

Cinco oficiales de paisano, canadienses, llegaron al aeropuerto en espera del detective Richard Schaefer mientras otros seis merodeaban a los alrededores a la espera del mismo. Las listas de la CIA y el FBI se actualizaron.

Richard Schaefer fue marcado de inmediato como un prófugo de la justicia de alta peligrosidad.
Burns conocía el procedimiento, una vez que lo tuvieran en sus manos se encargarían de garantizar su silencio o darle un mejor uso. Por ahora, nadie en el país, ni las decenas de policías que contemplaron el rostro del detective, podía ver los cargos por los que buscaban a Schaefer. Si se iba de la lengua, uno de los secretos mejor guardados de Estados Unidos sería por fin revelado. Rossevelt, Kennedy, Clinton... El trabajo de décadas se iría el traste.

Burns se mordió el labio inferior y se preguntó si Phillips le estaría informando a Weyland en ese preciso instante.

En 2004, el agente Burns vio por primera vez a un testigo del secreto 53. Tuvo que entrevistarla junto a varios hombres, uno de ellos, el general Phillips.

—¿Alexa Woods? —preguntó Burns mirándola fijamente.

Ella asintió.

—Usted aceptó voluntariamente ir a la expedición liderada por Industrias Weyland a la Antártica ¿Me equivoco?

Ella negó con la cabeza.

Burns se removió incómodo en su asiento, se imaginaba a los científicos analizando el arma metálica que la mujer poseía.

Veinte minutos después de que el interrogatorio concluyera, y ella negara rotundamente haber tenido contacto con alienígenas, fue estrictamente vigilada y el arma se confiscara en un séptimo piso bajo tierra. En busca de signos de que mintiera. La dejaron en paz y siguieron sus huellas cuidadosamente. Alexa Woods intentó reintegrarse a su vida de alpinista.

El Everest fue el último reto de Alexa. Calder Jones y Tim Simpson se encargaron de colocar una carga explosiva que sentenció el destino de la sobreviviente. Soprendentemente, la avalancha no la mató, fue rescatada pero la hipotermia ya era avanzada. A Burns le pareció una muerte adecuada, apropiada para una mujer cuyo padre había muerto de igual forma: En la montaña, en el frío.

Seguramente harían lo mismo con Richard Schaefer, a menos que decidieran darle el mismo destino de su hermano. «Él es militar —se dijo—, Ducth tuvo suerte de no ser un ciudadano ni un policía de Los Ángeles.»

En el aeropuerto, ni en la Base Hopkins, sospechaban que Richard Schaefer no pensaba irse de Alaska, no sin antes recuperar las cosas que Burns tenía en su poder, ni esclarecer la desaparición de Dutch Schaefer.

Por su parte, Rasche se dirigió a la central y recibió una exclamación de McComb.
En la base de datos, Richard Schaefer era un criminal buscado.

Fue entonces cuando Riggins comprendió que Schaef estaba metido en problemas con el gobierno. Reconstruyó los hechos. Los llevaron a Alaska, dedujo, y ahora lo buscan, me pidió que le reservara un vuelo que no piensa usar. «Está huyendo.»

Richard Schaefer tiró el teléfono de Andrew Garneth, a pesar de que éste último le rogaba iracundo que no lo hiciera.

Levantó la mirada y vislumbró la base Hopkins. La luz mortecina ayudó a iluminar una sonrisa en su rostro.

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