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Capítulo 22


Los ojos negros del agente Burns siguieron la luz de la bengala cuando ésta se elevó misteriosamente en el cielo estrellado, Tate Wilkins se removió incómodo a su lado levantando ambas cejas. A Burns, la imagen le recordó a sí mismo, veinte años atrás de puntillas en un campo abierto, frente al telescopio y con la casa rodante de papá atrás, listo oara divisar su primera estrella fugaz, intentando alejar la vista de las luciérnagas para que finalmente la noche se nublara y sus ilusiones se desvanecieran como vapor.

—No viene de la Base Jefferson —dijo Tate ceñudo mirando a Burns—, alguien quiere darnos su ubicación, ¿Cree que sea Schaef?

Burns negó con la cabeza, el detective no era tan estúpido ¿O sí?

—Dios mío, menudo lío —la voz de Wilkins sonó áspera—, el teniente Garneth me dijo que había desaparecido  uno de los hombres de la base. Tal vez está herido. Nos está pidiendo ayuda.

—Es cuestionable.

—Yo se los decía, Burns. Si las cosas mal van, tu ubicación al amigo has de revelar.

La rima era mediocre pero fácil de grabar en la mente.

—Podría ser una trampa —añadió el general Phillips a Calder Jones—. Y sin embargo, no creo que Schaefer sea capaz de vencernos. Si ha disparado la bengala es porque tal vez está moribundo.

»Debemos averigüarlo, Jones.

Minutos después, Tate sonreía de oreja a oreja, y por alguna curiosa razón, Burns no podía dejar de ver el diente metálico del sujeto, que brillaba como una perla mientras ambos trotaban en dirección al Apache modificado de Wilkins, quien de repente tomó su radio y habló con voz de lo más grave y masculina.

—Garneth... ¿Hay noticias de nuestro hombre desaparecido? —hizo una pausa y caminó hasta el pasillo apenas iluminado que los llevaba al hangar— ¿Cuál dices que era su nombre? Ajá... Perfecto, envía su matrícula a la base Hopkins... 

Anonadado por la eficiencia en el paso de Wilkins, Burns lo siguió hasta cruzar una puerta metálica de doble hoja, la cual les dejó entrar al hangar pulido en el que reposaba el Apache, unos diez soldados de uniforme verde deambulaban alrededor del aparato, dos montaban un AK-47 contando chistes negros; pegadas a las paredes, tres pequeñas áreas similares a cubículos con militares —dos mujeres, un hombre— tecleando cubiertos por grandes audífonos, una de ellas, miró a Wilkins a los ojos y se apresuró a procesar una impresión.

La hoja salió de la impresora zumbando, la mujer pasó la guillotina un par veces sobre ella y ¡Ta dan! La fotografía de un no viejo pero tampoco joven soldado de nariz pequeña y ojos pícaros. Se la entregó a Tate, quien la escrudriñó un instante como si viera el retrato de algún héroe de guerra. Giró sobre los talones y caminó hasta cerca del helicóptero.

—¡Nathan! ¡Nathan!

En eso, un caso con gafas de sol apareció de donde estaba oculto cerca del fuselaje, la persona que lo usaba era joven, con una paleta en la boca, y le bastaron tres pasos para llegar adonde Wilkins y Burns.

—Agente Burns —recitó Tate con voz de comercial—, ella es Nathan, la mejor piloto de Alaska.
Burns se sintió abruptamente idiota, pues creía que Nathan era hombre, y aunque su aspecto lo gritaba, la voz lo abofeteó al recalcarle la verdad.

—Agente Burns. —le dijo tras un breve estrechamiento de manos.

Se separaron y Tate hizo un gesto con la cabeza a la mujer, quien se quitó el casco y reveló un cabello castaño en punta y unos típicos ojos azules.

—Éste es Leatherface —Nathan sujetó el fuselaje mientras caminaba seguida de ambos hombres. El nombre de la máquina tomó desprevenido al agente Burns, y ella lo percibió divertida—, no pregunte por qué elegimos el nombre —esto hizo reír a Tate—. Aguanta hasta a seis personas, le podemos montar dos AK-47 pero nuestro millonario presupuesto a lo Obama nos deja con una nada más. El motor es de última generación. Es casi un Mercedes Benz con hélices. No se funde y su temperatura es disimulada por el aislante que rodea a los dos mecanismos principales. Lo cual lo vuelve a prueba de misiles térmicos. Podemos montar ametralladoras a los lados de esas hermosas y pequeñitas alas, ahora tampoco tenemos el armamento pesado cerca. Los canadienses son muy paranoicos. ¿Va a ir con nosotros, agente Burns?

—Me gustaría, ¿Dónde está el otro helicóptero? En el que vine con Richard Schaefer.

—¿Richard Schaefer?

Tate le indicó con una gesticulación que prosiguiera. Nathan asintió encogiéndose de hombros.
—El otro está del otro lado, también listo para despegar —ella se volvió a Wilkins— ¿Señor? ¿Va a decir unas palabras?

Tate asintió y ella sonrió antes de girarse y gritar como Burns se esperaba, una voz nada aguda pero con matices femeninos casi mimetizados gracias a la práctica.

—¡Hey, maricas! ¡Su Señor tiene unas palabras para ustedes!

Muchos se giraron para ver a Wilkins, un hombre soltó un grito afeminado y corrió hasta allí para silbar como si Wilkins fuera un modelo europeo, unas risas estallaron cerca y segundos después, el silencio.

—Muy bien, pueblo —dijo Tate mirándoles desde ahí—, ya vieron la bengala de hace rato, pudo haberla lanzado nuestro amigo perdido de la base Jefferson. No sabemos en qué condiciones está, debemos asegurarnos de encontrarlo vivo y traerlo a casa cuando antes para curarlo. Los bastardos que nos atacaron podrían estar cerca, así que nadie se descuide, la AK-47 va por una razón. Si llegamos a tener contacto, vamos a enseñarles quién es el sheriff de este pueblo... Ahora vamos a rezar.

Todos inclinaron las cabezas y pusieron sus manos al frente. Burns permaneció atónito escuchando la oración.

—Dulce plomo no te alejes, tu vista de mí no apartes, y nunca solo nos dejes, ya que nos proteges tanto como verdadera patria haz que nos bendiga Colt, Beretta y la buena puntería.
Seguido de eso, seriedad y austeridad. Aquellos hombres eran consicentes de la vulnerabilidad a la que se exponían. No querían terminar estrangulados en un charco de sangre como sus compañeros, pero aceptaban el riesgo con afán de conseguir venganza.

—Buen discurso, señor —aceptó Nathan poniéndose el casco de nuevo.

—Mejor que los del Papa —bromeó un militar mientras pasaba cerca.

—¿Qué opinas, Burns? —preguntó Tate mientras Nathan se alejaba con la foto reciém impresa de Clint Barry para mostrarla a los hombres.

—Nunca me habían dado un discurso motivacional antes de una misión.

—Exacto. Ustedes los de traje que matan para el gobierno con todos esos aparatos y en secreto son diferentes a nosotros. Nosotros nos volvemos familia.

Burns no se atravería nunca a cuestionar aquello.

Al otro lado de la base, un helicóptero se preparaba para elevarse a los ojos del último descendiente de Howard Phillips, valiente soldado de la Segunda Gran Guerra condecorado por su apoyo en la destrucción de los campos de concentración judíos, además de ser responsable de la derrota de un grupo de temibles tokkōtai. Howard, había vuelto a Estados Unidos empapado en sudor silbando la misma canción que su padre le hacía cantar en el granero, y su padre, y su padre.

El general Phillips se puso la boina y comenzó a silbar la canción cuya letra se había desintegrado en el tiempo. Su abuelo le contaba frecuentemente anécdotas de la granja, de su abuela, la cual trabajó como obrera y fue una de las primeras mujeres en ser tildadas machistamente como «tomboys.» Rara vez hablaba de la guerra, de los alemanes, pero en sus ojos eran visibles los recuerdos

Howard Phillips, muerto hace diez años, fue el primer amigo del general, y éste recordaba seguido al viejo, cuyos últimos años se vieron empapados por la desgracia y la enfermedad.

—Mi nieto —le dijo él recostado en la cama con los ojos perdidos en la ventana cerrada por una negra cortina—, ven, siéntate... ¿Te va bien en el ejército? Esa boina dice más que tú. Nunca fuiste muy hablador —Howard suspiró abstraído—, ¿Te doy lástima?

Una negación con la cabeza y una rugosa carcajada irónica.

—¡Vamos, mi general Phillips! —un ataque de tos— Deberías aprender a sentir lástima por la criaturas desgraciadas, a las que Dios ha dejado solas y condenadas a esperar la muerte como único consuelo. ¿Ves lo gracioso? Después de estar en la Guerra y haber servido a mi país sin ningún interés más que protegerlo, después de sobrevivir de milagro a esos suicidas japoneses, estoy aquí, pudriéndome como todos... A veces tengo miedo de que vuelva a pasar, ¿Cuántas veces ha sucedido?

—Sólo cuatro, abuelo.

—¿He lastimado a alguien?

—La última casi le disparas al cartero creyendo que era un oficial de la SS.

—Quiero que me hagas un favor, mi nieto. ¿Sabes acatar una orden, soldado?

Un asentimiento y una sonrisa emocionada.

—Sé obedecer órdenes, abuelo.

—Muy bien, general Phillips, soy el mayor Howard Phillips, y le ordeno que abra la ventana, apague las luces para que pueda ver las estrellas y luego me desconecte para poder descansar a gusto. Eres grande, nieto. Mereces ser grande. Míranos donde hemos acabado, tú debes llegar más lejos. Pero antes, hazme este pequeño favor.

Las luces del helicóptero se perdieron en la oscuridad de la noche mientras Calder Jones observaba desde un rincón fijamente al general, en el fondo le daban ganas de romperle el cuello ahí mismo, pero a la CIA no le gustaría aquello. Ya había intentado resistirse a ciertos procedimientos de inserción a los Delta-Force. Desde los test con las preguntas más extrañas hasta la hipnosis SÓLO Y NADA MÁS para conocerlo más a fondo.

Precisamente, Michelle Truman también contemplaba a los dos helicópteros elevándose desde una zona segura.

—Señora Truman —le repitió Burns por el teléfono— ¿Ha tomado una decisión?

Michelle colgó. «Nunca confíes en el las organizaciones —se recordó, y eso que ella trabajaba en una— porque sólo te utilizan como parásitos.»



La piloto Nathan se puso las gafas y observó como los capullos de sus compañeros miraban hacia abajo calladitos al lado de la AK-47. Es interesante cómo la tensión se contagia entre humanos, una mirada trémula provoca desconfiaza en alguien perceptivo. Nathan era de esas personas. Sus pequeños pechos le ayudaban a camuflarse entre los machos de sus compañeros.
A su alrededor, la noche se cernía omnipresente y sin miedo. Le recordaba a sumergirse en un submarino, igual de silencioso, el viento soplando y silbando al rozar el metal. El sonido de las hélices sobresalía. La luna, cubierta por nubes como si intentara pasar desapercibida. Daban saltitos en el interior de la máquina, todos tenían en la cabeza el nombre del sujeto desaparecido. A Nathan le hubiese gustado que Tate y Burns los acompañaran, pero sabía que se perderían del espectáculo a cambio de comodidad. Ahora tenía que conformarse con un copiloto mayor que ella tanto en edad como en experiencia, pero notablemente inmaduro.

—Me parece que piensas demasiado, Nathan. —dijo de repente el sujeto.

—Me lo dices cada que puedes. —respondió ella volviendo su atención al radar—. Estamos por llegar al punto.

—Mírate, Nathan, eres de esas personas de hombros tensos. Sólo fíjate en la noche allí afuera, mira la luna, joder, ¿Cuántos no pagarían por ver esto todo el tiempo?

—No es necesario pagar, John, las personas viven tan absortas en sus pensamientos que se olvidan de mirar al cielo.

—Vaya, deberías ser poeta. Quién sabe, tal vez sea tu verdadero don.

—¡Y tú qué sabes de dones, John! 

—¿Realmente quieres vivir volando helicópteros aquí por el resto de tu vida? ¿Qué pensabas? El mundo real no es tan intenso ni lleno de acción como podríamos pensar.

—Me gusta volar. 

—¿En serio? Creí que te gustaba quitar los pies de la tierra.

Nathan frunció el ceño.

—El poeta debería ser otro.

—La soledad nos vuelve metafísicos, ¿No crees, Natasha?

—Soy Nathan. Y no, no estamos solos. Mira alrededor, somos varios.

—A mitad de la nada. Naúfragos de nuestras propias decisiones.

—¿Bebiste?

—Sólo un poco.

—Eso explica muchas cosas.

—¿Aterrizaremos?

—Sí, ¿Por?

—Llegamos, listillo, Nathan.

                                     ***

La motocicleta adaptada Zuzuki viró en un círculo, las luces bailaron como fantasmas, la nieve salpicó las botas de Andrew Garneth. Levantó la mirada y la clavó en los profundos ojos azules de Richard Schaefer. Dirigió su mano inmediatamente al radio para tomarlo, pero el detective le había detenido para cuando se dio cuenta. 

—¿Qué quiere? —preguntó con la cara contra el muro de la base Jefferson.

—Detective, está cometiendo un delito al agredir a un soldado —señaló Rodríguez divertida.

—Lo sé, soy policía —hizo una pausa y tomó a Andrew del cuello—. ¿Cuál es tu nombre?

—Soy el teniente Garneth.

—Bien, Garneth, tú vas a ayudarnos a entrar a un lugar.

Dos fornidos militares claudicaron ante los puños del detective, una muñeca cedió frente a Rodríguez.

Un soldado dormitaba en un Jeep sin techo, mientras sus compañeros se debatían entre la sangre. Cuando el Jeep salió conducido por Rodríguez en dirección a la base Hopkins, Garneth miró a los ojos al detective que lo había amordazado.

—¿Qué fue lo que pasó ahí? —preguntó el neoyorkino de repente.

—No hablaré.

—Reconocería una escena del crimen hasta en un lugar como éste.

—Asesinaron a todos los soldados de la base. Luego descuartizaron los cadáveres. —se apresuró Rodríguez.

—Venganza. —dijo Richard recordando las decenas de casos similares muertos a manos de la mafia, Nueva York era un ciudad con un poderoso y ctónico mundo del hampa.

—Robaron auto-partes. —agregó Garneth de repente.

Richard Schaefer lo supo de inmediato. Recordó a Phillips mostrándole la interferencia de las cámaras antes del primer ataque, luego en las bestias cuadrúpedas. ¿Cómo transportarían aquello? No, en ningún momento se habían comportado deportivos. Imaginó cientos de lugares cálidos en el mundo, el verano florecía en el hemisferio, el calor. No les gustaba el frío. Habían matado a dos simples pescadores, no eran víctimas honorables. Era respuesta ante el estrés. «Maldición —pensó—. Es verdad.»

—Aterrizaje forzoso. ¡Mierda! Rodríguez, habla con Michelle Truman, debe haber una maldita nave estrellada.

                                      ***

Dos colinas medianas se alzaban alrededor, pintadas de viejos árboles, un felino dormitaba bajo unas raíces ahuecadas, observando a los dos helicópteros aterrizar en aquella depresión, una planicie como las que usaba para acorralar presas pequeñas. Sus pequeños ojos reflejaron las luces y parecieron brillar, una corriente de aire sacudió el suelo y giró alrededor de aquél hueco en el que se hallaban los soldados, con nieve de varios centímetros de altura en la que se hunden las patas y otras cosas más siniestras.

Una decena de soldados descendieron de ambos helicópteros en un salto. Nathan vio cómo se formaban y miraban al frente en busca del desaparecido.

—El general es un estúpido, y Wilkins no se salva. Él debió haber venido. Creo que también sabe volar. —dijo John de repente.

Nathan lo volteó a ver.

—Sí —adjuntó el hombre—. ¿Cómo iba a llegar ese sujeto a éste lugar? 

—Hemos visto cosas más bizarras y tú lo sabes, John.

—¿Sabes lo que significa bizarro?

John no vio cuando un puño poderoso se posó afuera frente al vidrio y golpeó fuerte dos veces. Nathan dio un saltito y observó la mano oscura afuera. El militar volvió a llamar con los nudillos y sonrió al captar el miedo de los pilotos.

John asintió y bajó con un «Ahora vuelvo, Natasha.»

Ella refunfuñó por lo bajo. «Sólo lo hace por joder.» Miró la luna desde afuera y recordó la pregunta de John en la soledad.

John, por su parte, sabía que Nathan haría eso exactamente.

Se encogió de hombros en su imaginación pensando en lo predecible que era una chica como Nathan, que daba todo por no ser común y corriente. Sin duda, alistarse en el ejército no había sido más que un acto de rebeldía contraproducente. John estaba seguro de eso.

Caminó y observó a sus compañeros gateando unos metros hacia un área curvada para tomar impulso y saltar a una planicie. Las luces de las línternas eran escasas, uno de los hombres, de cuello ancho y nariz aplastada, avanzó por el frente con unos prismáticos rojos resaltando en su rostro.

—Atentos todos. —dijo parsimónicamente adelantándose.

Al principio no lo vieron.

Ahí estaba, frente a ellos, fácil de ver y claramente enmedio de aquella soledad como la metástasis en los huesos de un cadáver. John no tardó en distinguirla y cayó en la cuenta de lo estúpida que era la posición de todos ellos arremolinados, contemplando como vacas el lanzabengalas enterrado en el suelo sólo con la boca arriba y el resto hundido en la nieve.

—Carajo —soltó alguien—, se movió el desgraciado.

—No debe estar lejos. —señaló John mirando fijamente la boca del lanzabengalas negra y redonda, ligera y de aspecto plástico, iluminada por un cono de luz blanca casi celestialmente.
El de los prismáticos sonrió al ver a John y le indicó que levantara el lanzabengalas. El aludido bufó. Como si en verdad fuera tan caro un chisme de esos, pensó. Miró a su alrededor, las caras blancas y desnutridas le indicaban que tomara prisa. «Al diablo.»

—Claro. —masculló John finalmente y se puso en cuclillas para acercarse.

«Idiotas —se dijo—, paran aquí a verme en lugar de seguir.»

A su espalda, arriba, las estrellas brillaban como pecas de un firmamento horrorizado. El viento hizo sonar un pino como un techo de lámina rozado por la tempestad, logrando asustar a dos o tres, incluso al felino que seguía vigilando los acontecimientos desde su comodidad, si hubiese podido, sonreiría.

John extendió su larga mano en dirección al aparato formando una siniestra sombra doble grisácea bajo la luz de las dos linternas, tembló un segundo y respiró hondo cuando las llemas de sus desnudos dedos tocaron el metal frío, un calambre le recorrió el brazo, así como un olor extraño, como el del pescado en refrigeración de los supermercados. Negó con la cabeza y se apresuró, cerró el puño de golpe y se le congeló la palma por la frialdad, era como asir un muerto. Estuvo apunto de claudicar, pero las miradas le acosaban, en especial la cubierta por los prismáticos. No supo cuánto tardó, pero jaló con el brazo y le sorprendió la fuerza que oponía el objeto para salir. Tragó saliva, sus ojos estaban bastante abiertos y se levantó un poco para tomar impulso. Volvió a jalar apretando los amarillentos dientes y soltó un gemido conforme el objeto salía despacio, negro entre la blancura.

Las luces se tambalearon.

—¡CARAJO! —se escuchó.

John sintió un choque eléctrico al verlo y lo soltó de inmediato salpicándose de sangre mientras el miembro caía de golpe. La mano cercenada que sostenía con impactante y espeluznante firmeza el lanzabengalas estaba blanca como la muerte china, las venas asquerosamente azules resaltaban como si todavía corriera sangre por ellas, cuando en realidad, gotas de ésta manchaban lo que quedaba de la muñeca, cuyo hueso pálido resaltaba entre el cartílago. 

—¿Qué es eso? —preguntó el de los prismáticos señalando algo en lo que nadie había caído en la cuenta.

Pequeños agujeros manchaban el dorso de la mano, si John hubise sabido de acupuntura, supondría que las astillas cafés que se enterraban en la piel como sanguijuelas eran las responsables del fuerte agarre de la extremidad.

—Bueno, a menos que nuestro hombre fuera de los Locos Adams creo que falta un cuerpo. —murmuró alguien con voz tan tensa que nadie sonrió ante la comparación.

—Oh, no, no, no. —espetó alguien—. No somos forenses.

—¿Por dónde empezaríamos? ¡Ésta maldita noche se está yendo al diablo!

—¡Silencio! —ordenó el de los prismáticos, hizo una larga pausa buscando las palabras adecuadas para apaciguar a los tipos. Abrió la boca para decir algo y apresurarse a sí mismo.

Pero le interrumpió un profundo grito asexual y regurgitante, acompañado de fuertes zancadas corriendo hacia ellos, a John se le erizó el cuello cuando sintió al proximidad.

Todos se dieron media vuelta y pudieron ver la terrible imagen a pocos metros. Nathan corría tambaleándose con varias cuchilladas en la cara regando sangre y materia gris a borbotones, con la lengua colgando de la mandíbula rota. La chica tenía ambas manos extendidas como un crucifijo y finalmente las bajó cuando su cuerpo cayó de bruces salpicando la nieve de fluidos.
Fue en ese preciso momento, cuando el rostro de Clint Barry aparecía del otro lado tambaleándose sin que nadie se percatara, hasta que John, aterrado por las condiciones de Nathan, se giró y lo vio, como una silueta lejana sacada de algún vídeo de fantasmas en el cementerio.

En realidad, la imagen no era muy distinta.

El hombre de los prismáticos miró a John y por inercia siguió la mirada del susodicho.

Clint, pálido y cubierto por su uniforme hasta el cuello, dio un traspié y comenzó a gritar horrorizado pidiendo auxilio sin más.

Por inercia, se levantó los prismáticos rojos y corrió presuroso hacia Clint ignorando los gritos de advertencia que le dedicaba John. Podía esperar, supuso. Jadeó y casi tropezó con un metal cromado, pero dio un salto y logró llegar de suerte hasta Clint, intentado respirar mejor.

Dio un resbalón y abrazó sin más a Clint, pudiendo sentir entonces no sólo la frialdad de su cuerpo, sino la dureza del metal que tenía el cadáver aferrado a la columna vertebral desde afuera. Se alejó horrorizado y contempló el muerto rostro inclinado como el de una figura misericorde, con dos cuencas sanguinolentas vacías y un hueco en la manzana del cuello.

El cadáver de Clint pareció mofarse de él cuando retrocedió y piso el mismo metal cromado con el que casi chocaba antes. La trampa se encendió automáticamente y dos hileras verticales (opuestas) metálicas de casi un metro de altura repletas de puntas de veinte centímetros saltaron como colmillos de la nieve y se le clavaron en ambas piernas llegándole hasta la cintura y traspasando huesos con la facilidad de un cuchillo en la mantequilla. No pudo gritar, simplemente sintió a su cintura tronar conforme se doblaba y quedaba con la cabeza colgando a la altura de media espalda. Lo último que vio fue a varios hombres en una carrera para alcanzarlo, y al deambulante Clint Barry tambaleándose movido artificialmente.

Otra trampa se activó y sujetó el pie de un castaño antes de rotar una vuelta completa y arrancarle desde el tobillo hacia abajo. El tipo dio tres pasos con el pie faltante antes de caer gritando desgarradoramente mientras John les ordenaba que no siguieran. Los disparon comenzaron tarde, tres puntas sintéticas saltaron del suelo y pasaron a través de dos hombres. Uno tropezó y su mano quedó encerrada en una versión alienígena de la trampa para osos.
Cuando la mira láser roja de tres puntos apareció en la oscuridad, ya nadie escuchaba a John advirtiéndoles de la emboscada.

El yautja medio herido se volvió visible cuando la mayoría de los humanos corrían de vuelta a los helicópteros. Corrió hacia el sujeto doblado por la trampa de un metro y extendió una ligera hacha púrpura, la empujó y disfrutó el sonido de los huesos quebrándose hasta que medio hombre quedó tirado en la nieve.

El felino rugió divertido al ver cómo los disparos de plasma teñían la nieve de sangre, al tiempo en que algunos ineptos se detenían para disparar y poco después perder la cabeza por el hacha o por dos shuriken. Siguió con la mirada a John y otros dos, quienes lograron montarse al Apache. John ocupó el lugar de la difunta Nathan, el otro, afroamericano y calvo, el del copiloto mientras el último preparaba la AK-47 montada con las manos trémulas.

Cuando el helicóptero logró tomar altura, un cuerpo impactó el cristal y lo manchó de sangre antes de caer.

—Dispara, ¡Dispara! —ordenó el afroamericano escupiendo.

Pero cuando el tirador estuvo listo, lo único visible ante sus ojos era un rastro de muerte y venganza iluminado hipócritamente por la luna. 

John se ordenó a sí mismo una retirada y giró el aparato de vuelta a la base Hopkins. 

Consternado y acribillado por el dolor. Gimió agitado pensando en Nathan, al tiempo en que el gato bostezaba y volvía a cerrar sus ojos dejando sólo al yautja, que levantó su hacha en el aire dejando escurrir sangre de ella. 

Los cachorros, por su parte, acababan de despertar y clavaban sus ojillos curiosos.

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