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Capítulo 21


Rodríguez permaneció impresionada al ver a Richard presionando su propia herida con fuerza, resistía eficientemente el dolor. Ella se lavó las manos en la nieve y se acercó dispuesta a ayudarle. Sólo para recibir una negación con la cabeza. De repente se sentía como tripulante de un barco que zozobra en alta mar, repleto de hombres que se niegan a asimilar la verdad, mientras ella seguía absorta en los decretos del capitán. Pensó en Calder Jones y en Tim Simpson, el segundo muerto y el primero... No lo sabía. 

Lograron ver el helicóptero después de que Jack se hiciera volar con las granadas matando al cazador. Aunque a ella no dejaba de preocuparle el otro, que ahora mismo se levantaba vacilante gracias a la droga y se tocaba las heridas para calcular el daño.

Richard Schaefer gimió, provocando que la fémina volviera a ofrecer su ayuda, siendo rechazada otra vez.

—Voy a estar bien, no he perdido mucha sangre.

—¿Es la primera vez que le disparan?

Por primera vez —al menos que ella se diera cuenta— el detective dibujó en su rostro una sonrisa.

—Si fuera la primera vez no estaría tan tranquilo.

—Bien dicho. Si necesita algodón puedo ayudarle.

—¿Acaso hay un botiquín en tu uniforme?

—Algo parecido. Necesitas conocimiento médico avanzado para ser Delta-Force.

—Auto-curación.

—Exacto. Como la que haces ahora.

El yautja se movía lentamente en dirección a la motocicleta de Calder Jones, abandonada y condenada a pudrirse ahí. Poco a poco recrobando los sentidos.

—No, no. Presiona, yo sacaré el fragmento. Dé gracias de que no fue el capitán Simpson, a él le gustaban las balas expansivas. Bueno, ¿A quién no? Dijo que le gustaba cazar de joven ¿No, detective?

—Mi hermano me ayudaba. 

En cierta forma —aunque él no de atrevía a decirlo—, salir a cazar en acompañado de Dutch y ocasionalmente del abuelo, había ayudado a Schaefer a dejar atrás su miedo a enfrentarse a la naturaleza. «El reto —pensó—, el hombre y la naturaleza son rivales deportivos innatos. El hombre debe mostrarse fuerte ante la naturaleza y por la tanto, ante los hombres.»

—Debió ser divertido. Cuidado, obstruyes la herida con el pulgar. Listo.

—Al principio me repugnaba.

—¿Y después de empezó a gustar, no? Como a todos, matar se vuelve parte de la rutina y pasa de ser asombroso y traumático a tan simple como cortar un jamón para el sándwich ¿Alguna vez conoció a un terrorista, detective?

—Hubo un incidente hace cuatro años en el metro, un hombre gritó «Alá es grande» antes de comenzar a apuñalar a varios pasajeros mientras el vagón estaba en movimiento y los gritos se perdían en la velocidad.

—Qué poético.

—Gracias.

—¿Y qué hicieron pata detenerlo? No conozco el modus operandi de la policía.

—En realidad no lo hay. Supongo que es algo más íntimo que ser militar. Eso nunca me llamó la atención. Todo se basa en ser intuitivo y observador. Rara vez disparaba. Y respondiendo, nosotros no lo detuvimos.

—¿Entonces?

—Uno de los pasajeros del mismo vagón llevaba una Colt en su maletín. No dudó en estrenarla ese día.

Rodríguez pareció extrañada.

«Los ciudadanos no son tan inútiles», quiso decirle Schaefer. Pero sintió una fuerte punzada en el costado.

—Yo vi otra clase de terroristas. Hay un par de ellos que no me he podido sacar de la cabeza. Cuando las personas dicen Delta-Force nadie se imagina a una mujer, todos piensan en hombres musculosos y enormes como Calder —tragó al mencionar ese nombre—. Uno de esos sujetos, logramos contenerlo, tenía una bomba, lo capturamo en Washington. Cuando lo detuvimos, habló con nosotros todo el camino, pero lo ignoramos. 

»Cuando lo bajamos de la furgoneta, me miró a los ojos y se sorprendió al descubrir que era mujer, antes de que se lo llevaran me preguntó: ¿Tu mamá estaría orgullosa?

Hubo un silencio espeso mientras Rodríguez humedecía la herida y se preparaba para insertar las pinzas. Las sacó del tercer bolsillo izquierdo trasero, eran pequeñas, apenas del tamaño de un depilador.

Richard habló de repente.

—¿Y su mamá estaría orgullosa?

Rodríguez entonces, procedió a introducir las pinzas sin más.

El yautja contempló a sus rastreadores, los tres muertos. Exhaló un profundo suspiso que relentizó el tiempo a su alrededor. El alpha tenía la cabeza reventada y sus sesos se esparcían en un charco amarillento infestado de larvas que él no podía ver gracias a su visión térmica, la sangre del animal formaba una mancha negra que la nieve había consumido. No le importaron tanto sus heridas, y sin embargo, desplegó el botiquín de su pantorrilla, examinó un segundo antes de extraer un tubo con líquido gris, apenas unos mililitros, y luego, una jeringa hipodérmica delgadísima. Enterró la aguja en la pequeña abertura del tubo, inyectó una segunda sustancia y la sacudió un par de segundos hasta que se volvió una pasta negra caliente como el infierno.

Dejó la jeringa a un lado y destapó el tubo que soltó un silbido, comenzó a aplicarse el ungüento y gimió cuando éste penetró en sus heridas.

La bala cayó al suelo ensangrentada.

—¿Es de Nueva York, no? —preguntó Rodríguez dejando caer las pinzas.

—Ahí trabajo —repuso Richard comprendiendo que la mujer no iba a responder la pregunta que él había hecho.

—Es una ciudad grande. Nunca la he visitado. Tal vez algún día —cubrió la herida finalmente con una gasa adherible que jaló el vello corporal del detective tras aplicarle un spray que ayudaría a la coagulación—. Calder no quería matarlo.

«Claro, sólo me disparó para demostrar afecto.»

—Sé que no lo creerá —añadió la fémina—, pero lo conozco, entrenamos juntos. Estaba apuntando al área no-letal para contenerle, tal vez sólo lo mataría el desangramiento.
Suspiró.

—Calder quería torturarlo. Lo vi en sus ojos. Además, a él le gusta encargarse de eso en muchas operaciones.

Del cinturón, sacó otro tubo con un líquido espeso y azulado que brillaba levemente en la oscuridad. Se agachó y arrastró al Alpha con fuerza hasta dejarlo de golpe encima de los otros dos. Se arrodilló y acarició las mandíbulas de cada uno por última vez. Sin levantarse, inclinó la cabeza en señal de respeto mientras vertía el líquido sobre los tres cadáveres pestilentes, que se desintegraron en la oscuridad sin dejar rastro de que alguna vez existieron.

El yautja ronroneó consternado mientras apuntaba su tubo de líquido azul al cadáver de su compañero caído. El cuerpo de Jack Yaeger estaba calcinado a poca distancia, ignorado por el cazador, cuya única acción fue arrodillarse nuevamente y acariciar la incompleta cabeza chamuscada del su prójimo antes de vertirle el ácido. 

Cuando se levantó, lo hizo con mayor determinación, miró la luna y ésta lo miró a él diciéndole lo que debía hacer.

Cuando llegó a la motocicleta adaptada de Calder Jones, abandonada ahí, a mitad del camino apenas a unos metros de los restos de una camioneta, lo hizo veloz y decidido. Inclinó la cabeza como un gato mientras escrudriñaba el motor del vehículo. No tardó en hallar algo que le sería de utilidad.

Se llevó la pistola de bengalas al cinturón y se sumergió en la noche vuelto parte de la oscuridad.

—Listo —concluyó Rodríguez mientras ambos se levantaban.

Ella, mantuvo la cabeza mirando la luna mientras Schaefer se palpaba la herida h se acomodaba su atuendo. «¿Mamá estaría orgullosa?», volvió a preguntarse recordando a la señora y el señor Rodríguez discutiendo con los puños apoyados en la mesa del comedor, bajo aquella lámpara incandescente que tornaba sus rostros siniestros, ignorándola, para la mañana siguiente mandarla a cuidar el rebaño de la granja. Podía sentirse acosada aún por la mirada de ese terrorista que parecía conocerla de algún lado, ella apretaba los puños tal como su madre cuando fumaba con los ojos morados por los golpes. «¿Estaría orgullosa?»

Ella escapó la noche que papá decidió pegarse en tiro, al lado de uno de sus mejores amigos cuyo nombre ya no recordaba, pero que —la primera noche que pasaron juntos— intentó violarla en el sótano de la casa de él. Esa nocho se había recriminado a sí misma mientras escapaba de nuevo, sólo tenía amigos varones, con ellos se sentía más segura y menos incómoda que con el resto de las niñas, chillonas y sensibles como un conejo recién nacido.
Durmió en una iglesia católica, pero sólo lo hizo una hora, porque una mujer vestida de blanco y negro la despertó para invitarla a dormir en un catre.

Rodríguez accedió y a la mañana siguiente se marchó en busca de su tío, no sin antes recibir un regalo de la monja.

Negó con la cabeza y volvió al presente embargada por una sensación indescriptible para ella.
Cayó en la cuenta del hedor que despedía su uniforme, y éste le molestó, la sangre de aquellas bestias había salpicado a ambos, pero eso no era lo más importante ahora.

—Necesita ser intervenido —soltó ella de repente— si quiere vivir.

Richard asintió y volvió por donde habían llegado.

Tras enterrar a Jack Yaeger, Rodríguez se le quedó mirando a Schaefer, cuyos pensamientos eran espesos y obtusos, de repente sintió el espíritu de Dutch bajo la tierra donde reposaba el cazador, había una marca dejada por la explosión, un tronco de árbol chamuscado a cuarenta y cinco grados de inclinación apoyado en otro. Richard suspiró y el suspiro le acarreó otro latigazo en el costado. Supo que volver a la Base Hopkins era una estupidez, intentó reconsiderar su estrategia. Estaba ahí, perdido a mitad de la nada, cerca de la frontera con Canadá, atestigüando una masacre entre dos cuerpos militares, uno de la tierra, y otro de algún planeta lejano. ¿Qué haría? ¿Buscar ayuda con Michelle Truman en la base Hopkins? ¿Realmente podía confiar en ella dada la aparición de Calder Jones?

Aguzó la mirada en busca de una solución y recordó que dos cazadores alienígenas ya estaban muertos, uno gracias a él y al agente Burns. Apretó los puños, frunció el ceño recordándose a sí mismo ejercitándose como de costumbre en el gimnasio, para ser interrumpido por Burns y sacarlo a punta de pistola.

«¿Cómo llegaste hasta aquí?», se cuestionó creyendo que su destino era esgrimido por algún mediocre autor.

—Detective, Michelle Truman nos espera.

No, no, no. 

Y sin embargo, sabía que Rodríguez iba a llevarle a la base por el medio que fuera necesario. Y supo entonces que sus alternativas eran mínimas. Hasta el momento, la mujer había actuado a favor de él; y sin embargo era consciente de que eso podría cambiar con una orden.

Maldijo, no llevaba ningún teléfono.

—Detective, la base Jefferson está un kilómetro al oeste. Si seguimos ese camino llegaremos a la base Hopkins unos cien minutos antes del amanecer, si cruzamos el bosque llegaremos más pronto pero no sabemos cuántas de esas cosas más hay.

«La base Jefferson», recitó internamente.

—Son las tres cuarenta de la mañana —dijo ella.

—Necesito un reloj —murmuró el detective mientras caminaban alerta de vuelta al camino. Se sentía intranquilo sin un teléfono, sin un reloj, sin un hermano.

—Al diablo —juró ella para sorpresa del detective—, tenga el mío.

                                      ***

—El cadáver del alienígena —espetó Phillips—, si no está es porque se lo han llevado sus compañeros.

Al agente Burns le refrescaba el aire acondicionado tibio de la oficina, divertido por pensar en lo irónico que era, el general ni se imaginaba que Burns había violado su privacidad hace poco. Golpeaba el escritorio con los nudillos mientras Calder Jones permanecía firme y con el rostro inespresivo, al igual que Tate Wilkins, cuyo mezquino rostro era más una mezcla entre el de un taxista y un oficia de SWAT, su barbilla era afilada y estaba orgullosamente erguida apuntando al general, cuya boina condecorada descansaba al lado de una 9 mm.

—Agente Burns —externó el de cabello blanco dando un golpecito al suelo con sj bota para llamar la atención del aludido—. La actitud de su superior me tiene sin cuidado. ¿Ha intentado comunicarse con Truman?

Burns asintió.

—La señora Truman no ha revelado su ubicación, aunque sospecho que tiene la intención de establecer contacto con otro alto mando.

—¿Qué le hace creer eso? —inquirió Tate sin mirarle.

El agente se encogió de hombros y lo miró con rostro misericorde.

—Yo haría eso —y agregó—. Además, la actitud del general fue bastante hostil al informarle de su relevo. Supongo que intentará hablar con su amigo, el senador Pickering. Sin duda él la apoyaría y sería capaz de enviar a la marina a por ella.

—Eso sería una intervención peligrosa —aclaró Tate.

—No será posible —Phillips agachó el rostro para alejar la mirada de sus hombres, en realidad la muerte le era indiferente.

—Me gustaría saber por qué opina eso —inquirió Burns agudizando su tono como hacía en los interrogatorios no cordiales.

Phillips respondió sin dudar.

—Me informaron que el senador Pickering murió.

—Es una lástima. Me pregunto quién habrá sido el autor intelectual del crimen, general. Como usted comprenderá, en senador Pickering tenía un maravilloso plan anticorrupción y reformas aeroespaciales que cambiarían al país si el Congreso y el Presidente aceptaban.

Tate no tardó en meterse.

—Bueno, esos son asuntos de Washington. Sigamos con lo nuestro.

—Y dígame, general —acotó Burns— ¿Cómo se ha enterado?

—Ya le dije que me lo informaron.

—¿Fue alguien del puente?

Phillips asintió pero inmediatamente se arrepintió de hacerlo.

—Bien —concluyó el agente especial Burns antes de volverse hacia Tate—. Ahora sí, continuemos. Me temo que el general nos va a dar la mala nueva. ¿No es así? No vamos a contraatacar.

—¡Bah! Y una mierda.

—Wilkins, el agente Burns ya lo dijo. El Pentágono ha hablado. No debemos intervenir.

—¿Dejaremos que se vayan así, nada más?

—Esas son las órdenes, Wilkins. Y le recuerdo que todos los presentes aquí servimos a la misma nación —Phillips se puso de pie y miró de reojo a Calder Jones, cuya mirada parecía deseosa de apuñalarlo y esparcir sus vísceras por todo el escritorio—. La operación se reduce a evitar al número de bajas.

—No quiero ofenderlo, general. Pero usted es de los buenos, todos aquí estamos al tanto de su trayectoria. Seguro ha de querer que pensemos que en la guerra hay bajas y sentimentalismos por el estilo —a Burns le sorprendió que Tate conociera esa palabra—, pero esto no es la guerra. Ellos vienen, nos matan, luego se meten con los cadáveres de soldados, MIS hombres —se llevó el pulgar al corazón—. Y nosotros solo vamos  a dejar que se larguen. Los dos sabemos que eso no está bien.

Phillips golpeó la mesa iracundo.

—¡Wilkins!

Tate intentó responder pero Burns le indicó que no lo hiciera, exhaló y terminó afirmando con la cabeza.

Ambos se levantaron de sus sillas y admiraron por un segundo a Calder Jones. Quien movió los labios con lentitud casi sensual al decir dos palabras que los tomarían a todos desprevenidos.

—Richard Schaefer.

—¿Quién es ése? —preguntó Tate frunciendo la boca.

—Él asesinó a uno de los objetivos.

Tate Wilkins abrió los ojos como una lechuza y silbó.

—Ahora entiendo por qué. El teniente Garneth tenía razón. Actuaban enojados y venían a cobrarnos el favor.

—Estarían encantados si les entregamos a Schaefer —dijo Burns mirando a Calder Jones—. Y como el Delta Force nos informó, parece ser que las criaturas están interesadas en él. ¿Mencionó perros de cacería, Jones? 

El aludido asintió una sola vez.

—Debemos encontrar a ese Schaef y llevarlo ante las autoridades pertinentes —bromeó Tate—, tal vez con un poco de C4 metido en el trasero para matarlos a todos de un tiro.

—Además es un riesgo que hable —Burns miró los puños marcados en venas del general antes de que sus miradas se clavaran una con la otra.

Phillips asintió.

—Encontrad al detective.

Wilkins sonrió mostrando su colmillo metálico, irónico. «Nos invaden los aliens y nosotros nos preocupamos más por un policía.» Negó con la cabeza para sí y salió junto de la oficina al lado de Burns, quien tecleaba algo en su celular. Tate daba pasos más largos.

—Menuda treta.

—¿Usted confía en el general? —Burns leyó algo en la pantalla.

—Tanto como en mi mujer —respondió Tate entre risas haciendo la típica broma de los soldados que pasaban hasta un año entero sin ver a sus esposas.

—Nadie del puente debería saber de la muerte del senador Pickering. Usualmente en estos casos se evita el tráfico de información hasta identificar la causa, en el gobierno esas cosas se murmuran por la bajo, no se andan revelando como chismes a un general andropáusico.

—Tal vez tiene contactos.

—Pero no se comunicarían a él por medio del puente.

—Los cerebrotes como usted nunca hablan por hablar. ¿Adónde quiere llegar, Burns?

—A mí casa.

—Hablo en serio.

Atravesaron el pasillo y quedaron frente a una ventana. Ambos contemplaron la noche un segundo y comprendieron la respuesta sin necesidad de decirla.

—¿Piensa traicional al general, Burns?

No hubo respuesta.

—A nadie le gusta que masacren a sus hombres y quedarse de brazos cruzados, Burns. Esas cosas son malas, lo sé —se santiguó recordando el macabro escenario de la base Jefferson—. Los de su logia pueden opinar, Burns. Pero nosotros somos sólo los que andan de aquí para allá sin preguntar.

—Yo podría cambiar eso.

—Sí me dan ganas de meterle C4 a ese bastardo. No lo conozco pero cómo lo odio ya.



Lejos de allí, arrastrado a en dirección a su obvia muerte, Clint Barry se preguntó cómo había llegado allí. Estaba entrenado para contener toda clase de conmoción anímica en el combate, empero, la forma en que vio morir a sus compañeros de la base Jefferson fue insólita. Sangre por todas partes. 

Un yautja lo había tomado rehén arrastrándolo sobre la sangre tal como ahora. Taun'dcha, ni siquiera se molestaba en observar a su prisionero y futuro conejillo de indias, redujo sus acciones a reiniciar el sistema de posicionamiento geográfico de la nave. Mientras el sistema operativo cargaba, permaneció absorto un instante antes de que Clint lo despertara de su gloriosa ensoñación repleta de aclamaciones.

—¿Quién eres? —tartamudeó el humano con los ojos posados en el cielo, imaginándose si iría allí post-mórtem.

—¿Quién eres?

Taun'dcha repitió aquello con la mejoz imitación vocal que pudo. Se giró para contemplar al humano y entonces escuchó la vibración que indicaba un reciente acceso a la nave. Sin duda se trataba del Líder con sus bestias de cacería estúpidas y hediondas.

Y acertó, al menos parcialmente.

Aunque era el primer encuentro de Clint con un alienígena, sabía a la perfección que el yautja que entró de repente hecho una tormenta estaba iracundo y desesperado en comparación con el científico. Intentó erguirse, miró sus manos de repente y cayó en la cuenta de que estaban repletas de sangre, sangre de hombres que trabajaban arriesgando su vida para abastecer a sus familias, sangre de hombres y mujeres capaces de reír o hacer una buena broma ante el duelo de una baja, hombres sin etiquetas, sangre de hombres que se convirtieron en sus amigos en cuestión de semanas. 

«Ahora se han convertido en historia», reflexionó cerrando sus lacrimosos ojos con fuerza, como intentando convencerse de que despertaría sano y salvo de una terrible pesadilla.
Cuando abrió los ojos otra vez, contempló de nuevo el escalofriante y claustrofóbico espacio caliente en que estaba. Su frente, perlada, goteaba sangre mezclada con sal.  Los colores oscuros reflejaban tonos rojizos e intimidantes que amenazaban con engullirlo.

Los dos yautja sostenían una acalorada discusión. De repente, Taun'dcha rugió y se abalanzó hacia donde Clint, él cerró los ojos y se preparó, sin embargo, la quietud siguiente fue aun más terrorífica. Taun'dcha le protegía del otro mastodonte herido que se acercaba decidido y extendiendo ambos brazos como un deinonichus acorralando a una tortuga herida.

El Líder tomó al científico de ambos hombros y lo jaló hacia él con fuerza, le propinó un golpe con el casco, la cabeza de Taun'dcha sangró. Un golpe en el costado y luego, el más joven de los yatuja cayó abatido a un lado de Clint, murmurando algo en un dialecto gutural.

Clint Barry fue tomado del cuello y levantado como un pescado, el casco del yautja líder era grande, cromado y seccionado en detalles mordernos que asemejaban rasguños, los ojos de la máscara eran grises y reflejaron la última expresión de Clint.

Horror.

Taun'dcha miró a su hermano yautja a los ojos y le preguntó:

¿Quién eres?

Clint también esperó una respuesta. Pero no la hubo.

Las cuchillas del cazador se extendiero de repente, movió su brazo y sonó un silbido metálico que recorrió el aire. La navaja apenas quedó frente a la manzana de adán que Clint tanto presumía. Tragó saliva e intentó gritar, pero ya le habían atravesado el cuello.

El filo salió por la nuca manchado de sangre y luego desapareció nuevamente en las muñecas del alienígena.

Taun'dcha contempló cómo su conejillo de indias quedaba de pie en el suelo.

Clint se tambaleó, sus gritos se ahogaron en su propia sangre y caminó con la vista nublada hasta caer de rodillas vomitando sangre y borboteando líquidos por el corte de la garganta.


Dos minutos después, una bengala surcó el cielo ardiendo como un dragón, y su intensa luz roja brilló en la noche a un debajo de la luna.

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