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Capítulo 18


7.200.000 dólares fue el precio por el que —en marzo de 1867— Estados Unidos compró Alaska al Imperio Ruso. Rica en petróleo, Alaska, era poseedora de tres climas distintos distribuidos en su geografía, Richard Schaefer sufría ahora del clima ártico característico del norte del estado. Tenía los ojos cerrados y escuchó una voz de su pasado llamándole suavemente, y luego un poquito más fuerte, joven, como un fantasma invitándole a morir.


—Riiichard... —murmuraba—, Richard —decía— ¡Richard! —gritaba.

Un joven Richard pestañeó, abrió sus azules ojos adolescentes, las pupilas se dilataron y la luz dejó de lastimarle conforme apareció la silueta de Alan Ducth Schaefer, su hermano mayor, vestido con unos pantalones cortos que mostraban sus ejercitadas piernas y con una gorra que enfatizaba su profunda y pequeña mirada azul. Muchos decían que sus ojos eran idénticos físicamente, pero miraban con intensidades drásticamente desiguales.

—¿Dutch? —Richard estaba sentado en la mecedora del abuelo con un ejemplar de El Dragón Rojo en sus manos— ¿Qué haces aquí? Creí que ibas a cazar.

—No puedo creer que sigas leyendo eso, llevas tres meses con el mismo libro. Pero bueno, levántate y ponte algo decente. Necesitas dejar esto, por favor, nadie sale de vacaciones para encerrarse en una cueva distinta.

—Siempre venimos aquí —iban en navidad y verano—, conozco hasta las ardillas del bosque.

—¿Ah sí? Pues vamos y enséñame.

Richard todavía llevaba un moretón en la mejilla derecha.

El alborotado cabello rubio de Richard necesitaba más de la gorra que el de Dutch. Se pusieron bloqueador solar y caminaron con el rifle a través de los troncos teñidos de verde y café, oyendo el rumor de la naturaleza y seguidos por los nada trémulos del viejo Adolf Schaefer, su abuelo, con los ojos azules bien abiertos y mirando a todos lados como si continuara en Vietnam.

—El bosque es un lugar interesante, es como una mujer —decía el abuelo—, créanme, oculta más de lo que enseña. En mi juventud, cuando compré el terreno con su abuela y decidimos construir la cabaña antes de que llegara el tercer mundo a arrebatarnos el pasado, un hombre de perdió en el bosque. Dicen que era estudiante de derecho, yo no podría afirmarlo con seguridad, nunca me llevé con los universitarios. Salimos a buscarlo varias semanas, enmedio de la espesa noche, acosados por las brillantes miradas de los animales nocturnos y los espíritus. Recuerdo que a veces sonaban más nuestros pasos quebrando hojas que los gritos. Recuerdo también las linternas, temblando y moviéndose continuamente, desesperadas, acompañadas del llanto desecho de una madre y una novia desesperanzadas. Dos meses de búsqueda no le bastaron a la madre. La novia terminó por aceptarlo y se mudó, dicen que se casó con un contador.

—Vaya —Dutch miró a su abuelo de reojo.

—¿Se lo imaginan? Un chico de universidad sin experiencia en este mundo cruel y de fortaleza, donde los títulos no importan mucho, perdido y asustado entre los titanes de madera y sintiéndose acosado por toda clase de monstruo de los arbustos.

A Richard le encantaba la forma de hablar del abuelo.

—¿Lo encontraron? —preguntó Dutch saltando sobre una piedra que estaba oculta entre los arbustos.

—De hecho fue al revés, de hecho ni siquiera sé cómo podría llamarse a lo que sucedió —el abuelo rodeó la roca—. Fue un coincidencia que apareciera. Una noche tus bisabuelos y yo volvíamos en la camioneta de una feria, y vimos a un venado herido a media autopista, incapaz de levantarse. Mamá hizo parar la camioneta a papá, y yo le ayudé a montarlo en la caja para evitar que se lo comieran.

Dutch casi resbala con una roca húmeda por la lluvia de ayer en la tarde, el abuelo le sostuvo del brazo y siguieron caminando.

—Lo amarramos y vaya que fue difícil, papá tuvo que anestesiarlo con dardo. Lo dejamos en el corral ya vendado y nos fuimos a dormir. En la noche, escuché ruidos extraños en el corral, y cuando salí con papá, él iba armado, yo sostenía la linterna, y lo vi primero: un tipo estaba rodeando la cerca del corral, nunca he sido capaz de describir su mirada, pero estoy seguro de que no era humana. Tenía la ropa desgastada y con hedor a orina, jadeaba y veía al venado, tal como un águila contempla a una gallina. Papá lo reconoció por las fotos que habíamos pegado por todo el pueblo, y tuvo que golpearle con la culata de la escopeta para calmarlo, porque enloqueció cuando intentamos sostenerlo. Yo temblaba creyendo que era un hombre lobo

»Si bien recuerdo, le tomó dos recordar que era universitario y que estudiaba derecho. Le preguntaron de qué se alimentó y no respondió. Sé que terminó la carrera y se mudó a Nueva York, pero no más.

»Las personas somos tan salvajes como las bestias, niños, yo lo descubrí esa noche.

Dentro de la cabaña del veterano y mezquino cazador Jack Yaeger, un detective neoyorkino de cabello rubio abre los ojos volviendo al presente, está recostado bebiendo agua a causa de la migraña que el alcohol le ha provocado por consumirlo tras su caída. La agente Rodríguez, de la Delta Force, frente a él con su lata de cerveza todavía sin terminar. Jack, bebe, como siempre, con los ojos medianamente rojos.

—Rodríguez —la voz de Schaefer se cortó y algo cambió en sus ojos azules, algo que ni la Delta ni Jack pueden descifrar—. Tu amigo mencionó a Dutch.

«Calder —pensó la agente—, Calder mencionó al hermano de Richard».

—¿Qué es lo que piensas hacer, Ricky? —inquirió Jack con hedor a cerveza en la boca.

Pero Rodríguez ya lo sabía.

—Volver a la base Hopkins.

—¿Qué demonios? —balbuceó Jack—. Mira, Schwarzenegger, la vida no es tan sencilla como para andar ahí con el culo al aire metiéndose a una base militar. Mírate, te ves mal. Esto no es Rambo contra Aliens, Ricky.

—Richard —Rodríguez estaba agachada, inconsciente de que la perra, Lucy, todavía le miraba—, la situación es demasiado complicada, las órdenes de matarte vienen de los altos mandos. No creo que sea se...

—No tengo nada que perder —miró a la puerta— ¿Jack, puedo llevarme tu arma prestada? La devolveré.

—Nada de eso, Ricky —el olor a alcohol manaba de la boca de Yeager—. Yo iré también. Aquí nunca pasa algo lo suficientemente interesante. Quiero morir habiendo visto a un marciano.

—Ok —Rodríguez sonrió y negó con la cabeza—. Están diciendo que van a ir a meterse con el gobierno de los Estados Unidos.

—Nena —Jack se irguió visualizándose como un héroe—, Alaska no es Estados Unidos. Alaska es Alaska.

—Dénle un Nobel —murmuró Rodríguez antes de suspirar.

—¿Cómo llegaste aquí, Rodríguez? —le cuestionó Schaefer iluminado por detrás gracias a la fogata.

—Camioneta.

—Nos llevarás.

—¿Sabe, detective? Comprendo lo de su hermano, y lo lamento; yo perdí a casi todo mi equipo gracias a esa criatura, sin embargo... Michelle Truman fue quien lo llamó a usted y a ella también la relevaron de sus responsabilidades en la misión.

—Mejor aún, ¿Puede comunicarse con ella? —la voz de Schaefer era firme. No cambiaría de opinión.

Rodríguez asintió.

—Creí que era un desgraciado, de esos a los que el mundo les importa un rábano. Y no estaba muy equivocada, el mundo prácticamente le importa un rábano, con la pequeña excepción de su hermano.

»El general Phillips se ha comportado de forma sospechosa, pero yo no soy nadie para cuestionar sus órdenes. Estoy entrenada para acatar y ejecutar. No pienso obedecer a un detective neoyorkino que vino a Alaska a cazar marcianos.

—Entonces llama a la tal Truman y ella te dará las órdenes que necesitas.

                                ***

La cabeza del agente Burns palpitaba terriblemente, se imaginaba el tamaño de su cerebro aumentando y contrayéndose cual pulmón. Seguido soltaba exhalaciones largas, como si quisiera sacar la migraña por la nariz. Se encontraba en «el puente», la enorme nave repleta de ventanas donde se hallaban dispuestas más de quince computadoras, cada una con su respectivo técnico militar garrapatenado sobre lo más de quince teclados. La base Hopkins tiene el tamaño de una escuela primaria pública. Burns no se reprochaba nada.

Caminó hasta una pequeña pero moderna máquina dispensadora de vasos, tomó uno, lo acercó al tubo, presionó el botón de plástico y el agua se sirvió. Sacó una Aspirina Efervescente del bolsillo, desgarró la envoltura por donde dice «abre fácil», tiró la bolita de basura, dejó caer la pastilla en el líquido y —mientras se desintegraba haciendo burbujas— caminó hasta la oficina temporal del general Phillips como si fuera la suya.

Bebió el burbujeante líquido mientras se acercaba al gabinete del CPU y retiraba del puerto USB el pequeño aparato portátil que dejó antes de que el general lo encontrata metido en la oficina.
El spyware-copypaste de la NSA es un prototipo bastante prometedor que viola más de una ley respecto a privacidad. «A ese bastardo de Snowden le daría un paro ver esto», pensó Burns más relajado. Desafortunadamente, el desarrollo de ese dispositivo de espionaje —con un volumen de un centímetro cúbico— era marcado como Top Secret Umbra desde el 2013. Hace un año, Calder Jones de la Delta Force había colocado uno en la Apple del Primer Ministro de Defensa Ruso, con ayuda del nano-robot volador apodado F-22.

Burns simplemente lo hizo manual.

Dentro de ese dispositivo negro opaco, su preciado spyware-copypaste se encontraba el mejor amigo del agente de la NSA: Infractor.data. Infractor, le daba al dueño de spyware-copypaste un don divino que los rusos desarrollaron mucho antes. Replicar absolutamente todo algoritmo desempeñado en cada dispositivo conectado al CPU. Para buena fortuna de Bunrs, el teléfono era uno de ellos.

Dentro de aquél centímetro cúbico —valuado en 35 mil dólares— yacía prácticamente una réplica de la computadora y una impresión de todos los códigos que al decodificarse con un programa de acceso gratuito le daba acceso a la misteriosa llamada de Phillips.

Afuera de la oficina, Burns ya escuchaba con sus audífonos la conversación entre Weyland y Phillips.

—Maldición —Burns sintió la jaqueca amenazando con volver.

En eso, su teléfono comenzó a vibrar dentro del bolsillo.

—Señora Truman, ¿Ya me dirá dónde está?

—No agente, Burns. Necesito su ayuda. Schaefer volverá a la base Hopkins para que lo devolvamos a Nueva York.

Burns se mojó los labios.

—Vive...

—Sí. Y en cuanto le llame nos encontraremos en el punto que le diga.

—Sí, señora.

—¿Accedió a la computadora de Phillips como le ordené?

Burns inspiró hondo, como las personas que ven una imagen irreal frente a ellas.
—No señora. No ha dejado su despacho temporal.

—Pues hágalo cuando antes. Schaefer debe estar seguro para devolverlo a Nueva York.
Burns trabajaba para Truman desde hace varios años. La conocía lo suficiente para saber que no estaba delirando. Michelle colgó sin más y el pitido del celular tronó en el tímpano del agente de la NSA. 

                                 ***

Richard Schaefer se sentía más viejo de lo que en realidas era, tal vez mucho más. Le dieron ganas de ejercitarse y ejercitarse y reflexionar y reflexionar. Pensó en algo que siempre invadía su mente antes de dormir: La muerte. De todos sus pensamientos, los protagonizados por la muerte eran bastante frecuentes. Schaefer había matado, en su infancia comenzó cazando animales con su hermano Dutch. Luego, como policía había liquidado a varios hombres a lo largo de su carrera. Una vez, en la madrugada, se levantó del colchón en su pequeño departamento para beber agua, imaginándose a una de las varias víctimas de su Beretta como bebé, siendo abrazado por una mamá, como un niño inocente y curioso, creciendo y jugando con Hot Wheels. Imaginarse aquello le aterraba en el fondo, muy en el fondo.

Jack estaba a su lado, con la mirada casi ebria clavada en su perra, Lucy, como si fuera un televisor que le restregaba en su cara ilusiones del pasado y del futuro. «Hubiera y podría —pensó—, el hubiera». Sostenía el codo en la escopeta, y miró a Schaefer de reojo, iluminados por la chimenea parecían dos figuras de cera apunto incapaces de derretirse. Le gustaba Schaefer, no sexualmente hablando, no, le agradaba, sí, era eso. Tenía una mirada tan profunda como la de un perro, pero indescifrable como la contraseña de un criptógrafo.

—¿Confías en esa mujer, Ricky?

Schaefer miró al suelo.

—Confiar es lo único que resta. Pero si intenta hacernos algo no dudaré en dispararle.

—Su amigo intentó matarte, ella también podría hacerlo, Ricky. Son militares, no son cualquier gendarme que llega para ayudarte porque le caes bien. Si intenta cualquier cosa le volamos los sesos. El ejército es sucio y traicionero, y sus uniformes verdes como una víbora.

Schaefer le miró a los ojos.

—El de ellos era negro.

Jack abrió los ojos como el que cuenta una historia de terror.

—Entonces uniformes negros como la muerte.

—¿No te parece racista decir que la muerte es negra? —dijo Rodríguez, quien acababa de entrar nuevamente a la cabaña.

—Lo dices como si fuera algo importante —soltó Richard— ¿Y bien?

—A la camioneta.

—Genial —Jack se puso de pie dispuesto—. Vámanos Schaef.

Rodríguez lo miró ceñuada.

—No creo que...

—Jack vendrá con nosotros —se pusieron de pie— ¿Qué tan lejos está la camioneta?

—200 metros.

—¿Por qué tan lejos? —Jack miró a su costado y vio que Lucy estaba ahí, lista para seguirlo— Lo siento preciosa... Está bien... Sólo hasta la camioneta, ¿Listo para cazar marcianos, Ricky?

—No, Jack, ellos son los cazadores, nosotros sólo vamos tras su rastro.

La puerta de la cabaña se cerró y la frialdas reinó en el interior, el humo del fuego recién apagado danzaba todavía en el aire como el vapor de un cigarro, serpenteando por la chimenea de aluminio y elevándose hasta salir sobre el techo de la casa, donde era visible cómo entre las sombras se alejaban los dos hombres, la mujer y el perro, en medio de la nieve, creyendo que estaban solos.

                                   ***

El general Phillips colgó de otra llamada a Peter Weyland. Enfadado, o lo más cercano a eso. Reflexivo sobre el cadáver desaparecido de Schaefer y del alienígena. Recibió órdenes directas del Pentágono que le exigían controlar la amenaza, así de bipolares eran.

—General Phillips —le dijeron—, llevamos décadas siendo visitados por estos seres y nuestros intentos de contenerlos han fallado siempre. Luego tenemos que llegar a cortar las cabezas que saben mucho para evitar riesgos.

—¿Qué insinúa? ¿Quiere que mis hombres sean despellejados y no hagamos nada?

—No queremos enfurecerlos, general.

—Pues, Schaefer ya lo hizo, mató a uno de los suyos. Ahora él también está muerto. Pero ellos fueron a masacrar una base en venganza.

—General, debe asegurarse de que los visitantes se vayan satisfechos y evite todas las bajas posibles. De ser posible, evite testigos incluso si eso significa tomar medidas... Mmm... Drásticas. Confiamos en su experiencia.

—Sí, señor.

Ahora Phillips se sentía desgraciado. Podía imaginarse al fantasma de Richard Schaefer riéndose de él desde una esquina, con sus penetrantes ojos azules bien abiertos, brillando bajo su cabello rubio. «Tuve que encerrar a Truman —pensó—, qué asco».

—General —le llamó una voz a su espalda.

Giró sobre los talones y se encontró cara a cara con el enorme Delta Force Calder Jones.

—¿Qué ocurre, soldado?

—Schaefer vive y viene en camino.

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