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Capítulo 17


Andrew Garneth iba en la camioneta todo-terreno, la cual habían limpiado quitándole las manchas de sangre, armado con un rifle de asalto con mira láser. Phillips había ordenado a todos sus elementos disponibles dirigirse a la base Jefferson, la cual había dejado de establecer comunicaciones sospechosamente.

Andrew temía lo peor.

«Vamos a morir», pensó aterrado, recordó a su novia, Emma, embarazada en Neonópolis, lejos, a más de tres horas de vuelo.

La nieve salpicaba cuando las llantas rodaban sobre ella a toda velocidad en dirección a la base Jefferson, donde los cadáveres del primer escuadrón habían sido llevados.

—Equipo Beta —les gritó el conductor—. Estén preparados para enfrentarse con el enemigo. Ya eliminaron a un equipo de los nuestros por completo.

Phillips había asumido que en la base Jefferson se corría el riesgo de haber tenido contacto con el mismo objetivo que había eliminado a su amigo Kevin en la refinería. «Le despellejó vivo —recordó nervioso Andrew—. Y quiere hacer lo mismo con lo que lo persiguen».

Andrew Garneth se atrevió a hablar sobre su pasamontañas.

—¿Qué sabemos sobre el enemigo?

El conductor de la camioneta no le respondió. Garneth volvió su mirada a la noche. La camioneta se sacudió antes de que acelerase y se perdiera en las sombras hasta llegar a una imponente cerca de contreto reforzada metálicamente de tres metros de alto y 15 centímetros de grosor. El horror no tardó en invadirle.

El panorama era todo menos alentador.

—Pareciera que un tiburón se puso a jugar con este tipo —dijo alguien.

Un hombre —o lo que quedaba de este— yacía desmembrado a mordidas en la nieve. Al lado de los restos mordisqueados de una cabeza, el trozo de un pulmón. Los intestinos anaranjados se derramaban en casi siente metros de largo en dirección a la camioneta aparcada a medio acceso de la base, con los faros encendidos. Otro cadáver colgaba cual cerdo en carnicería, con un agujero en la cabeza y sangre coagulada.

Adentro les esperaba algo peor, mucho peor.

***

Michelle Truman era sin duda alguna una mujer atrevida. Por los pasillos de la NSA circulaban leyendas, la única cierta contaba la ocasión en que la líder de asuntos internos de la agencia terminó varada en Afganistán tras un ataque masivo con misiles teledirigidos tras una visita diplomática en un fallido intento de doblegas a los terroristas. Había sobrevivido casi milagrosamente a la caída de su helicóptero usando la funda del aparato como paracaídas, y logró establecer comunicación con Estados Unidos tras una semana oculta en un edificio en ruinas y llevando una Beretta bajo el chaleco, tuvo que matar a una docena de exploradores terroristas.

Para sorpresa de todos en la NSA, Michelle Truman se había comunicado con su única hija, una estudiante de Historia del Arte en Yale.

Era madre soltera. Doble letalidad.

Ahora, mientras caminaba firme en la nieve hasta el arsenal de la base Hopkins, sentía una oleada de incertidumbre. Hablaba por el teléfono con su agente.

—Si Schaefer vive es imperativo atraparle y tenerlo de nuestro lado.

—Señora Truman, Phillips ya intentó matarlo, no creo que piense usarlo.

A Truman todavía le preocupaba aquel asunto, ¿Por qué diantre Phillips había mandado a eliminar al civil que les ayudaba? Según el general se trataba de órdenes de la Casa Blanca, el único alto mando realmente superior a... «A menos que... —Truman sintió un escalofrío—, Burns».

—Es evidente que Phillips no quería testigos de la misión —concluyó Truman.

—¿Para qué llamar a Scharfer entonces?

Eso mismo se preguntaba Michelle.

—¿Dónde se encuentra ahora, señora Truman?

—No se lo puedo decir.

—¿Por qué?

—No confío del todo en usted.

Tras decir estas palabras, Michelle Truman colgó. Miró la noche espesa a su alrededor, y la poderosa luna enmedio del oscuro cielo. Aunque seguramente en la NSA nadie la creería, sintió miedo, el mismo que sentía en Afganistán. Aquel miedo, era parte del instinto humano. Le impulsaba a sobrevivir en las situaciones más peligrosas. Como en la que ella se encontraba ahora.

«El miedo a la muerte»,

                                ***

—Jack —dijo Richard Schaefer intentando ponerse de pie dejando su lata de cerveza a un lado—, la perra sigue ladrando.

El canino rugía furioso a la puerta. Usualmente olfateaba y extendía las patas delanteras para doblar las traseras en posición de ataque, parecía estar en aquella pose que tanto usaban las actrices de pornografía. Sus dientes amarillentos brillaban por la saliva.

—Se llama Lucy —insistió Jack medio ebrio—, y seguramente olió algún animal allá afuera —Hizo una pausa y se llevó la mano cerca de la barbilla antes de volverse hacia Scharfer—, ¿O crees que?

Richard no pudo evitar asentir.

Jack frunció el ceño.

—Hijos de perra, si creen que pueden meterse con el viejo Jack Yaeger se equivocan.

El anciano caminó hasta la puerta de la sala y desapareció un segundo de la vista de Schaefer antes de reaparecer con dos escopetas, una en cada mano. Lanzó una hacia el detective mientras él cargaba la suya con un click bastante sonoro. Se acercó a la puerta y descolgó su húmedo sombrero. Se lo puso.

—A un lado bonita —masculló para la perra—; papi se encarga de esto, nena.

Schaefer se levantó precariamente y poco a poco el sentido del equilibrio volvió a funcionar en su cerebro. Se acercó a un costado de la puerta, listo para salir y poder cubrirse en caso de necesitarlo. Miró a Jack a los ojos. El anciano llevó su mano hacia los seguros de la puerta y los abrió velozmente, uno por uno. Sujetó la manija y asintió.

La puerta se abrió con un azote y Jack salió apuntando su arma antes de lanzar un feroz tiro al cielo. Los árboles nevados rodeaban su cabaña como siempre.

—¡Fuera perras! —Gritó mostrando su dentadura.

Un punto rojo ya se posaba sobre su hombro, y el detective lo había visto.

—¡Abajo! —Schaefer le tomó del brazo para jalarlo pero fue tarde, Jack soltó un erróneo disparo a los árboles cuando una bala rozó con su brazo izquierdo.

—Mierda —gimió Jack una vez cubierto al lado de la puerta, sangre manaba de su brazo, cerca del hombro.

La sombría figura que les vigilaba con gafas de visión nocturna se deslizó vaciando su cargador. 

Las balas chocaban con la madera soltando astillas mientras la perra daba desgarradores ladridos escupiendo.

—¡Cállate Lucy! —gruñó Jack enfadado sujetando su arma de nuevo, los ojos le ardían embravecidos.

Los disparos cesaron.

Cabreado, el viejo se encaminó a la puerta junto a Schaefer, quien inmediatamente sostuvo todo el peso de su cuerpo en sus pierna derecha antes de abrir ambas y pararse justo enmedio de la puerta y apuntar al antropomorfo que estaba parado en la nieve.

—¿Rodríguez? —inquirió el detective bajando el arma.

Jack apareció detrás de él y apuntó su escopeta, jaló el gatillo sin vacilar y la enorme bala impactó contra la nieve antes de que el neoyorkino le arrebatara el arma de un tirón hacia abajo.

—¿Qué jodidos haces, Ricky? —espetó Jack Yaeger ceñudo.

—No es el enemigo —le dio la espalda a Rodríguez y entró—, creo.

—Detective Schaefer —Rodríguez se deshizo de las gafas de visión térmica y las llevó a su nuca, sus poderosas piernas debajo de aquel traje militar negro se encaminaron hasta la puerta de la cabaña, se quedó parada afuera sin más. La perra le ladraba hasta la calló su dueño. Jack le veía airado tocándose la herida.

—¿Qué haces aquí, bonita?

—Delta-Force. Necesito a Richard Schaefer —la joven miró firmemente al anciano antes de hablarle al rubio—. Creí que este hombre le tenía secuestrado, detective. El inepto dejó su ropa tendida afuera.

—Bah, las mujeres —murmuró Jack por lo bajo—, primero atacan y luego preguntan.

Shaefer le daba la espalda, devolvió la escopeta a Jack y él sostuvo la otra con ambas manos.

—Phillips ordenó asesinarle, detective —admitió Rodríguez entrando.

—¿Cuándo la dejé pasar? —preguntó el anciano.

Richard Schaefer se dio media vuelta y empuñó la escopeta.

—¿Qué me garantiza que puedo confiar en ti, Rodríguez?

A Rodríguez le encantó que Schaefer se refiriera a ella usando el «tú», y no el «usted». Aquello eran buenas noticias, definitivamente no iba a matarle. Al contrario de intimidarse, la chica caminó lentamente hasta Richard y quedó frente a frente con la boca del arma.

—Esa cosa mató a mis compañeros —profirió profundamente. Jack torció la boca a su espalda.

—Y necesitas respuestas —adivinó el anciano.

La militar asintió entornado los ojos.

—Bah, esto ya lo he visto en muchas películas, Ricky —suspiró antes de soltar su escopeta e indicar su desconfianza con un gesto al neoyorkino.

—Soy una Delta-Force —cantó—, ya lo habría matado si ese fuera mi objetivo.

Richard Schaefer supo que tenía razón. A menos que ella tuviera la misión de acercarse a él y utilizarlo para luego matarle. «No, no es una espía —se dijo—; en ese caso habría matado a Jack sin dudar». Maldijo pensando en su estupidez. «Debí quedarme en New York». Pero el destino no pide permiso, impone su orden sin importar las consecuencias. Bajó el arma y miró a Rodríguez revelando los ojos cansandos de ambos, los dos mostraban aquella mirada, de esas miradas que no ocultan el cansancio pero presumen que están acostumbradas a él.

—Genial —dijo Jack caminando hasta el catre—. ¿Quieres una ceveza, bonita?

Minutos después, sentada en el catre, Rodríguez limpiaba la sangre que Yaeger tenía en la herida provocada tras la rozadura de bala. Para sorpresa de ambos hombres, la chica pidió disculpas cortésmente antes de darle un trago a su lata de cerveza.

—Schaefer —la voz de Ramírez sonaba más serena de lo que cualquiera pudiese esperar en una soldado de su clase—, ¿Qué era esa cosa?

—¿Por qué asumes que puedo responder?

Ella sonrió confiada antes de darle una palmadita en el brazo a Jack quien gimió adolorido. 

«Marica» pensó la soldado antes de beber otro trago y contestar.

—Porque te llamaron, Michelle Truman no sugiere que llamen a cualquiera a una misión ultra-secreta si no tiene conocimiento que pueda ayudar.

—Responderé sólo si respondes también a mis preguntas.

Jack se levantó y acomodó su trasero en el catre. Lucy seguía enrollada cerca de la fogata mirado siligosamente a la soldado.

—Está bien —Rodríguez bebió otro trago—. ¿Qué era eso?

Ahí, frente a la luz de la chimenea, Jack y Rodríguez escucharon atentos la narración de Schaefer, comenzaba en Nueva York cuatro años atrás, cuando el detective y su compañero Rasche recibieron una llamada diciendo que había un tiroteo entre Beekman y Water, la escena que encontraron fue sorprendente, varios cuerpos sin piel sangraban colgados del techo...

                                ***

En el interior de la base Jefferson, Andrew Garneth salía de la habitación fría donde guardaban los cadáveres. La exploración se había vuelto lenta, había cuerpos por toda la base, desde hombres decapitados que estaban jugando cartas antes de morir hasta otros devorados y partidos por la mitad. La mayoría tenían orificios de alguna extraña arma. Aunque en la base Jefferson estaban equipados, eso no fue de ayuda dado lo que tenía enfrente. Armas y balas tiradas entre la sangre. Lo de los refrigeradores le había provocado simplemente escalofríos. Su respiración estaba agitada. No le importó el entrenamiento.
Los restos del pelirrojo Delta-Force, Tim Simpson estaban esparcidos y cortados por todo el pasillo. Los enemigos —porque definitivamente aquello no era obra de uno solo— se habían metido con los cadáveres de los soldados y los habían destrozado como perros. El hedor era terrible, algunas ratas andaban con trozos de carne en sus bocas. Las luces estaban todas apagadas.

—¡Garneth! —gritó una voz desde un cuarto cercano.

Andrew corrió presuroso hasta la puerta metálica que estaba al final del pasillo. Ahí dentro, tres soldados atendían a un hombre herido pero consciente, sentado contra la pared. «Dios mío... Un sobreviviente». Otros dos de sus compañeros miraban algo sobre una aparente mesa de operaciones. Uno llevaba una cámara con el flash encendido montada en el casco.

—Garneth —le repitió la voz del soldado—, ¿Significa esto algo para usted?

Cuando Andrew Garneth miró el mapa sobre la mesa de operaciones le invadió una sensación de impotencia. Horrorizado, asintió sin despegar la mirada de las marcas hechas con sangre sobre el mapa de la zona. Tres puntos marcados con el líquido rojo. 

—El primero es la base Hopkins —dijo Garneth señalando la mancha de sangre más cercana a él—, él segundo es el punto de extracción de combustible natural... Y él tercero... Somos nosotros.

Su dedo se deslizó sobre el mapa silbado hasta señalar la base Jefferson.

—Marcaron todos los puntos donde han atacado —dedujo el de la cámara—. Debemos informar a Phillips.

—No... —susurró Andrew. 

Los puntos formaban un triángulo casi perfecto. Podían calcular la distancia desde un punto imaginario hasta cada uno de los lugares de ataque. Podían tantear como se hacía con los asesinos en serie.

—Podemos deducir dónde se esconden.

Entonces, la pastosa voz del sobreviviente tembló en toda el ala.

—Barry... Barry...

—¿Quién es Barry? —preguntó una soldado negra que le llevaba sobre el hombro junto a otro.

—Los vi... Transparentes... Barry... Barry... Se lo llevaron vivo...

—Esto se pone cada vez más caluroso —añadió el de la cámara mirando como sacaban al moribundo de ahí.

La juvenil voz de Garneth llamó su atención.

—¿Viste lo que hicieron con los cadáveres refrigerados? Tengo el presentimiento de que nosotros desatamos este infierno. Y vamos a quemarnos en él.

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