Capítulo 16
Richard Schaefer abrió los ojos con lentitud, inhalando el inconfundible hedor de la cerveza. Sus papilas gustativas dibujaron en su mente el sabor amargo. Le hubiese gustado tomarse una. Sus pupilas se hicieron pequeñas cuando la luz de la cabaña entró en sus ojos. Gimió agotado e intentó levantar el cuello, sobre su cabeza acostada, un techo de madera teñido de rojo por la luz de una chimenea que crepitaba al fondo, con polillas grises volando a su alrededor, un perro vigilaba desde su lecho al detective cuando abrió los ojos. El pastor alemán soltó un gruñido al ver al hombre intentar levantarse de la colchoneta que su amo había tendido.
—Silencio, Lucy —espetó una voz rugosa al lado del neoyorkino.
Fue entonces cuando Schaefer cayó en la cuenta de que a su lado había un hombre viejo de unos cincuenta años, ataviado con una camisa de cuadros debajo del chaleco de montañista, la camisa iba abierta dos botones dejando ver el abundante vello cano que tenía en sujeto, vello tan blanco como el de su bigote, o el que se le notaba crecer debajo de los pantalones de mezclilla gastados, sobre las botas negras con casquillo de policarbonato. El metal había pasado de moda. Con firmeza, el viejo volvió a poner su lata de cerveza cerca de la nariz de Schaefer quien se recostó nuevamente más tranquilo. El perro le imitó.
—Mi esposa me despertaba así —soltó el viejo entre risitas antes de llevarse su lata a la boca y beber—. ¿Estás mejor hijo? Veo que mi ropa te queda bien.
Schaefer permaneció callado cuando comenzó a palparse el cuerpo y caer en la cuenta de que iba vestido con unos viejos pantalones de mezclilla y una sudadera de piel café, sobre una camiseta sin mangas, desgastada.
—¿Dónde estamos? —preguntó finalmente.
—El mapa dice que en Estados Unidos. Pero yo digo que Alaska es parte de la nada. Al menos este lugar. Es como el desierto de Nevada.
La memoria de Richard le hizo fruncir el ceño al recordar absolutamente todo. Durante toda su juventud, sólo se había desmayado dos veces. La primera, el el jardín de niños, cuando una de las cuidadoras lo tiró accidentalmente, y aunque nunca le dijeron a los señores Schaefer, Richard recordaba eso a lo perfección. La segunda, la tarde que jugó baloncesto por primera vez. El infeliz de Peter Grayson le había retado a quitarse las gafas y jugar si tenía testículos. El resultado, un Richard Schaefer adolescente tendido en el suelo inconsciente, antes de que Ducth llegara y le rompiera el labio de un golpe a Grayson para levantar a su hermano menor y llevarlo a la enfermería.
A Richard le encantaba recordar eso. Su primera imagen al recobrar el conocimiento fue la de su hermano mayor preocupado, al lado de la enfermera. Ducth inspiró y se acercó a Richard para abrazarle.
—¿Dutch? ¿Dónde estamos? —preguntó titubeante Ricky, aun mareado—. ¿Qué sucedió?
Dutch se alejó inmediatamente y le tomó de los hombros antes de dirigirle una mirada severa.
—Sucedió que intentaste hacerte el rudo, grandísimo idiota —había replicado Dutch antes de darle una bofetada—. Siempre busca un terreno familiar para ti antes de pelear.
Sí, esa había sido una tarde maravillosa.
La voz del anciano le devolvió al presente.
—Lucy, maldita sea, ve a cagar afuera.
Richard encontró el modo de levantarse sin que la espalda le doliera. Se sentó y miró la cabaña de cazador que le rodeaba. Recordó la vieja cabaña de los abuelos en el bosque, cuando los vistaba y cazaba con su hermano.
—¿Qué sucedió? —preguntó firme.
—Esperaba que me respondieras eso tú, hijo —replicó el anciano que se encontraba frente a la chimenea echando a la perra. La empujó hasta la puerta de madera, abrió y la sacó amenazando con patearla. Cerró y se recargó—. La mujer de un amigo vino preocupada porque su marido no llegaba de pescar. Yo le dije que se tranquilizara y volviera a casa. Que seguramente el tipo estaba bebiendo un trago o tenía un buen pez a la vista. Finalmente me ganó la preocupación pues mi amigo no es la clase de tipo que llega tarde.
»Cuando salí escuché un sonido que aquí es común pero cuando es poco. Oí disparos. Mierda. Bastantes. Cuando estuve cerca del barranco, donde hay una cabaña de los militares, saqué mi escopeta y la cargué porque escuchaba una respiración en la oscuridad.
»Cuando me acerqué y te vi. Desmayado. No eres el primero hijo. Te traje hasta aquí amarrado con un cuerda. Te arrastré. Tal vez te diste en la nuca con algo pero estás vivo. Te vestí porque te ropa estaba húmeda.
Ladridos se escuchaban al exterior. La pastor alemán rasguñaba la puerta con sus patas. El hombre le abrió y Lucy entró meneando la cola y se volvió a acostar como serpiente cerca del anaranjado fuego.
—Soy Jack —el acento era indiscutiblemente texano.
—Soy Richard.
—Muy bien Ricky. Ahora está un clima del demonio allá afuera. Mañana te vas. Ahora dime, ¿Qué pasó?
Al detective no le importó el secretismo que seguramente había entorno al asunto, dejó de pensar en eso, y le contó a Jack toda la verdad.
Jack sacó una lata de cerveza de su bolsillo y la abrió, la extendió a Schaefer, quien acercó su brazo para agarrarla antes de que el viejo se la llevara a toda velocidad a la boca.
—Cualquiera diría que bebiste muchas de éstas, Ricky —dijo Jack con un hilo de cerveza espumosa en la barba—. Pero yo no.
«¿Me cree?», pensó el detective rubio, extrañado.
—Desde ayer he visto cosas muy raras. El cañón de Molly. Todo. Y lo de anoche. ¿Eres del gobierno?
El rubio negó con la cabeza.
—Soy policía, detective de homicidios.
—¿Y qué hace un policía en éste bello paradero vacacional?
—Eso me pregunto yo.
Jack caminó hasta un catre que estaba detrás de Schaefer, abajo había un caja llena de latas de cerveza, bueno, menos dos. Sacó una y la lanzó para que el detective la atrapara.
—Pues bueno, la noche es larga para los cazadores como nosotros. Yo cazo animales y tú hombres.
«No —se dijo Richard bebiendo un trago de su amarga cerveza barata—, yo no cazo hombres. 'Ellos' sí. Y están allí afuera».
—¿Había otro cuerpo donde estaba yo?
—Si hubiese estado otro cuerpo yo lo hubiera visto, Ricky.
Entonces, la perra comenzó a ladrar mirando hacia la puerta.
—Lucy —refunfuñó Jack—. Si sigues así te meteré mi lata de cerveza por el culo —negó con la cabeza enojado y miró a su acompañante. Sonrió como si recordara algo y señaló a su mascota con el pulgar—. Ella es Lucy. Le puse el mismo nombre de mi ex esposa. También era una perra.
Richard sonrió intranquilo. Miró a Lucy, quien parecía ver a la nada retándole, en dirección a la puerta que era azotada por el viento catabático. Alguna vez, Ducth le había contado historias, diciendo que los perros podían ver fantasmas, espíritus y seres de otras dimensiones, que cuando ladraban a donde para un hombre no había nada visible, una presencia paranormal se postraba amenazante y el perro contraatacaba. Sintió un leve escalofrío de su infancia por su espalda, hasta la nuca.
Los fantasmas eran lo que menos le preocupaba ahora.
Afuera de la cabaña, a unos quince metros, debajo de un árbol tapizado de nieve, un figura sombría se apoyaba contra el tronco evitando el mortal frío. Su visión térmica le ayudó a ver a los dos hombres y el perro que estaban dentro de la construcción de madera cerca de una fogata. Inspiró y decidió que si debía acercarse era en este momento.
***
Habían pasado varias horas. Un equipo de soldados de Guardia Nacional iba en camino a la base Hopkins mientras el general Phillips intentaba establecer comunicación sin resultado a la base Jefferson. Hace media hora que le informaron la llegada de los cadáveres, y ahora no respondía nadie.
Maldijo, el técnico que tenía enfrente sudaba aterrado temiendo que Philips enfureciera y le arrancara la cabeza.
—Intente otra vez —sentenció Phillips—. Si no responden en diez minutos un equipo irá a la zona.
Hastiado, Philips supo que la situación se le salía de las manos. La masacre de sus soldados había cobrado la vida de tres Delta Force y un policía neoyorkino también, pero habían matado al objetivo, cuyo maldito cadáver había desaparecido igual que el de Schaefer. Todo iba mal. Sin contar el hecho de que la Delta Force Rodríguez se había largado casi al mismo tiempo que un soldado llegó chillando que Michelle Truman, la directora de Asuntos Internos de la NSA, se había fugado. La CIA y la NSA era grandes rivales desde que ambos existían. La primera anhelaba capacidades e inmunidades de la segunda, quien vigilaba sin pudor a la primera.
Ahora, la base Jefferson no respondía.
Phillips se metió al despacho como una flecha, cerró la puerta, se quitó la boina y la lanzó contra el escritorio.
—¿Demasiada ira, general?
El agente Burns estaba allí, junto a la puerta. La simple presencia de Burns en la misión inquietaba a Phillips, tal vez más que la misma Michelle Truman, quien era predecible y tan peligrosa como una orca, pero Burns era una eminencia como agente, si Truman era una ballena asesina, Burns no era más que un tiburón, silencioso y tan peligroso como el veneno. El general ocultaba muchas cosas, y el agente de Seguridad Nacional se dedicaba precisamente a investigar a fondo lo que ocultaban las personas. Había delatado a dos congresistas de D.C. que sostenían tratos con el narcotráfico mexicano hace unos meses. Burns definitivamente era un peligro para Phillips, quien le respondió con la verdad.
—Parece que la base Jefferson ha caído.
—«Caído» es un término que se usa en la guerra, general.
«Esto no está muy lejos de serlo» refunfuñó Phillips en su mente antes de que Burns le preguntara:
—¿Por qué encerró a Truman?
—Interfería con órdenes del general supremo —se refería al Presidente de los Estados Unidos. El Lord Sith del Imperio Norteamericano.
Burns frunció el ceño antes de acercarse a la puerta.
—Tal vez escapó junto a Rodríguez.
—Tal vez —replicó Philips ahora desde el escritorio.
—En todo caso tenga cuidado, Phillips. Uno nunca sabe cuándo descubrirán sus pecados.
***
En Washington D.C., la mañana se acercaba peligrosamente. El sol aún no salía pero la ciudad estaba en eterna actividad. La euforia del súpermartes había desaparecido ya del aire, y en Capitolio, aquella cúpula blanca imitación del Vaticano, reinaba un austero ambiente de elegancia y confrontación con rifles de papel y escudos en forma de caros maletines en manos de las bestias más peligrosas de toda la nación.
Entre ellas, una delgada figura destacaba, había llegado temprano para atrincherarse en la base enemiga a la espera de su rival. Peter Weyland era un hombre listo, tal vez demasiado listo como para estar en El Capitolio, justo debajo de la Apoteosis de Washington. «La Capilla Sixtina de Estados Unidos» pensó divertido al ver las pulcras imágenes celestiales de la cúpula. Se mordió el labio inferior y frunció el ceño intentando saborear cada detalle. Sin embargo, le resultó insatisfactorio. «Nadie supera a Miguel Ángel».
Peter Weyland era —para muchos— demasiado joven para ser el CEO de Industrias Weyland, pero la muerte de su padre en la Antártica y la enfermedad de su madre, Yutani, le arrastraron hasta las fauces del poder.
Dejó de morderse los labios cuando su iPhone comenzó a vibrar.
La línea era segura.
—General Phillips —dijo al descolgar, una sonrisa afeminada se dibujó en sus labios.
—Weyland —la voz de Phillips ocultaba intranquilidad—, nuestra misión podría correr riesgo.
Peter frunció el ceño.
—¿Lo dice por el senador Pickering? —el joven comenzó a caminar, sus brillantes zapatos sonaron en el brillante suelo—. Ese tipo quiere detener toda investigación aeroespacial. Y ambos sabemos que después de Colorado tenemos tecnología por comprender. Si Pickering logra convencer al siguiente presidente de que nos investigue...
—No sucederá. He tomado una decisión.
Weyland intentó disimular sus deseos de oír lo que quería oír. Se detuvo.
—¿Sigue en Alaska, general?
—Sí, se han presentado diversos contratiempos.
—¿Puede manejarlos?
—Por supuesto que puedo, Weyland —Phillips sonó ofendido—. Aunque temo que Pickering puede estar detrás de uno de los contratiempos: Truman.
Peter supo entonces lo que eso significaba. Phillips quería deshacerse de un obstáculo, pero se encontraba bajo los ojos del águila y temía que le sacaran los suyos a la menor sospecha. Volvió a morderse los labios.
—¿Eso es una luz verde?
—Lo es, Weyland. Hemos llegado muy lejos como para detenernos ahora.
—Estoy de acuerdo con usted, general.
Cuando Weyland colgó, el aire del Capitolio ya no era tan desagradable como antes. Sus pequeñas ojeras parecían vivas cuando volvió a llamar.
—Fergot. Tenemos luz verde.
Más tarde, una limusina Lincoln blindada estalló en la Avenida Connecticut cerca del Zoológico Nacional Smithsoniano, matando a sus dos pasajeros al instante. Un camión de bomberos llegó al instante con las sirenas encendidas mientras los agentes viales desviaban el tráfico. El novato sudaba bajo su traje a prueba de fuego, sintió náuseas al pararse cerca del pequeño cadáver calcinado que había detrás de la limusina, un Rolex había sobrevivido a la explosión.
A lo lejos, el mercenario Fergot envió un mensaje de texto a su líder.
«SENADOR PICKERING ELIMINADO»
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