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Capítulo 14





Al guardia que escoltaba el despacho le había inquietado considerablemente la tranquilidad con la que el general había reaccionado a la noticia que les acababan de dar. El sujeto era peculiarmente eufórico, no obstante, su calma ante la desaparición de dos cadáveres era un mal augurio.

Traspasando la puerta de madera, sentado detrás de un escritorio, Phillips recordaba el inicio de las teorías de conspiración, precisamente gracias a la CIA, el 22.11.63, el día del asesinato de JKF, cuando diversos críticos se habían mostrado escépticos con la resolución del caso, el Tirador Solitario no era creíble para un grupo considerable de personas; la Agencia Central de Inteligencia estaba infiltrada en más de 250 medio de comunicación en aquella década, por lo que fácilmente desacreditaron a los que no se tragaban el cuento. Pasaron las décadas, la Bala Mágica, el sujeto de la sombrilla e incluso los aliens fueron parte de la desinformación masiva que la misma CIA se encargó de propagar.

Sostenía en sus manos una memoria flash, de 50 gigas, que contenía información que de ser publicada sembraría el pánico en el mundo.

"No estamos solos —se dijo, estaba sentado en la oficina del director de la base militar, ausente—, nunca lo estuvimos".

Recordó las imágenes de cadáveres desollados colgados en diversas partes del mundo, había restos que databan desde 800 años atrás, y los registros fotográficos de naves eran sorprendentes, a pesar de los años, la CIA seguía sin descubrir cómo los OVNI no eran detectados por radares. Sintió un ligero escalofrío al recordar el incidente de 2004, en el sector 14, así como los de Centroamérica y de Los Ángeles.

Sacudió la cabeza y se puso de pie, tomó el teléfono del despacho e hizo una llamada.

Antes de que la enigmática y juvenil voz respondiera, la bocina sonó, tres veces.

—Weyland al teléfono.

***

No había cadáver.

Clint, a su corta edad, había tenido toda clase de experiencias con cadáveres, en aquella zona de Alaska, con la frontera canadiense a kilómetros, los cazadores que vivían atrapados en su mundo frío y hostil eran parte de las bestias que aparecían muertas luego de las tormentas. Una vez, y la recordaba con tanta claridad que daba escalofríos, sacó junto a su equipo de la Base Jefferson el cuerpo de un hombre de montaña que había permanecido un par de días bajo la nieve, cuando estaban sacando el cuerpo de la camioneta donde lo llevaban para entregarlo a la policía forense del condado más cercano, algo había comenzado a moverse en su interior. Los soldados, sorprendidos, pero no asustados, se decidieron a abrir la bolsa negra dentro de la morgue junto a los oficiales.

Como era de esperar, Clint nunca pensó que fueran a creerle lo que sucedió cuando, entre la chaqueta húmeda del hombre comenzó a formarse un bulto, le descubrieron el pecho y sintieron un asco similar al producido tras bajar de una montaña rusa.

El cuerpo del hombre, un tal Jenkins, tenía un orificio entre el último par de costillas, de él, salían dos enormes ratas con pocos cabellos y vibrantes ojos blancos.

Clint nunca olvidaría aquello, el señor Jenkins, según los forenses, había sido asesinado por los roedores, que se había comido intestinos, hígado y pulmones en aquellos dos días.

"La cadena alimenticia puede estar llena de sorpresas —se dijo—, hasta un pequeño roedor puede ser mortífero si su vida depende de ello".

Iba ahora en una de las dos Jeep, en dirección a la base Jefferson para refrigerar los cadáveres hasta que fuera necesario. El líder del equipo habló por su radio con el general Phillips.

—Llevaremos los cuerpos hasta la Base Jefferson, general.

Clint miró por la ventana intentando imaginarse la decepción del general.

¿Qué cuerpos buscaba y por qué eran tan importantes? Clint no lo sabía, y a decir verdad no quería saberlo, únicamente deseaba volver a la base para hacer guardia y jugar cartas con sus anticuados compañeros nocturnos, y tal vez beber un poco de café, sí, el maldito café le vendría bien.

Mientras miraba por la ventana creyó ver algo moviéndose a toda velocidad entre una de las dos hileras de pinos que cercaban en camino hasta la base. Agudizó la vista y descubrió que no había nada.

Nada visible, por lo menos.

Dos minutos después, dos minutos exactos, las dos Jeep se detuvieron ante la imponente cerca metálica, reforzada con que amurallaba la base Jefferson; la única entrada era la que tenían enfrente ahora, un intento de reja que se abría de afuera hacia dentro, como si se tratase de algún zoológico. A Clint le gustaba esa entrada, era estúpidamente gruesa, de 15 centímetros de grosor, y mediocremente baja, con apenas tres metros y treinta centímetros de altura. Por alguna razón Alaska estaba llena de bases como esa, le hubiera gustado conocer esa razón.

La reja se abrió silenciosa como un elefante, y Clint divisó al grupo de hombres que les esperaban para almacenar los cadáveres en el refrigerador. Detalle bastante interesante pues el invierno en Alaska era tan eficiente como un frigorífico industrial de General Electric.

—Abajo —había susurrado para sí al bajar de la camioneta.

Ahora se encontraba sentado en su puesto de vigilancia como estaba antes de que les llamaran de la base Hopkins, dentro de una habitación lateral del edificio con una enorme ventana rectangular que abarcaba casi toda la pared, daba un panorama interesante, blanco, mucho color blanco.

Sus compañeros llegaron contando chistes tan malos como un condón gratuito, y se acomodaron junto a él preparándose para otra ronda de póker. Se preguntó si estaba condenado a eso, a matar el tiempo en medio de ese horrendo lugar como castigo por haberse follado con un almirante en su escuela militar en Kansas. Sonrió divertido, no se arrepentía a pesar de ello, su travesura —suponía él— lo valía.

No se imaginaba que los habían seguido.

***

Phillips colgó el teléfono cuando el hombre que le resguardaba llamó a la puerta con los nudillos.

—Señor —dijo el tipo con voz pasiva, ignorando que Phillips prefería ser llamado General—, los sobrevivientes han llegado.

Entrado al vestíbulo principal de la base, ocupado ahora por los soldados que amartillaban sus armas ante el estado de alerta que habían declarado automáticamente tras la masacre. Dos paramédicos militares atendían a Burns y a Calder Jones, uno siguió a Rodríguez, quien seguía caminando en dirección al ascensor agitando la mano derecha, negándose a ser atendida.

—¿Dónde está la señora Truman? —espetó la Delta al médico.

No obtuvo respuesta.

Cuando la fémina se montó en el aparato, pudo ver a Calder mirándole fríamente desde donde lo atendían. Alejó la mirada inmediatamente. Presionó el botón que tenía rotulado "DIC". Supuso que la castigarían, pero ya no le importaba, cuando el elevador comenzó a subir, ella recargó la cabeza en la pared de aquella caja metálica. "Todo" fue lo único que pudo pensar mientras una lágrima corría por su mejilla, cerró los puños al caer en la cuenta de su llanto y respiró hondo, segundos después, no había residuos visibles de tristeza, y las puertas del ascensor se abrieron y pudo ver el caos administrativo que se desataba.

Salió de la máquina e intentó orientarse.

—Tenemos a Washington en la línea —exclamó un hombre con audífonos que estaba alterado tecleando en un monitor—. Refuerzos.

—Notifiquen al general enseguida —replicó alguien del otro lado.

—Yo lo haré —se ofreció un sujeto de unos treinta y tantos años con cabellera rubia, como la de Schaefer, a Rodríguez le resultó extraño volver a pensar en ese sujeto.

Siguió al administrativo rubio, que se puso unas enormes gafas redondas mientras se dirigía a un pasillo pasando de largo por la mesa de operaciones.

La chica le detuvo tocándole el hombro. Habló con la voz más imponente y pétrea que pudo.

—Dígame dónde está Michelle Truman.

Precisamente en esos momentos, Michelle Truman golpeaba la puerta de la bodega donde Phillips la mantenía encerrada por puro placer, se encontraba arqueada y hablaba desesperada.

—¡Necesito salir! —exclamó intentando llamar la atención del militar que, afuera, intentaba ignorarla jugando un una bala—. Debo administrarme fenitoína sódica cada seis horas —Michelle jadeó, habló agitada—, maldició, soy de mayor rango que Phillips... puedo... puedo ayudarte...

El soldado lo consideró, asustado, si Michelle moría o sufría daño, sin duda Phillips lo usaría como cortina de humo, y todo caería en sus hombros, abrió la puerta y vio a la mujer de la NSA arqueada recargándose de la pared al lado del acceso.

—¿Está bien? —le preguntó él extendiendo los brazos.

Michelle, entonces, actuó con rapidez, asintió y dio un paso al frente. Sujetó al soldado de la muñeca y le giró el brazo completo de un movimiento, ningún hueso tronó, únicamente causó daño muscular. El hombre lanzó un grito ahogado y cayó de rodillas al suelo. Truman le sujetó entonces de la nuca y le encerró en la bodega con un azote.

—Sanarás —le dijo antes de sacudirse las manos.

***

La noche era demasiado espesa, ni luna, ni estrellas. En la entrada de la base Jefferson, un fornido soldado se cernía cual gárgola con la mirada clavada en sus pies, cayendo víctima del sueño, esperaba poder dormir cuando saliera el sol, y luego hablar con su esposa para saber cómo se encontraba se pequeña bebé de quince meses, la cual había nacido con microcefalia a niveles peligrosos, sin contar de una deformación pulmonar que le incapacitaba para respirar sin ayuda de una máquina.


El padre se preocupaba por su hija más que por su trabajo. Tiritaba, la reja continuaba abierta desde que habían llegado las dos Jeep trayendo cadáveres en bolsas negras. Temía que su hija muriera y terminara así... Tragó saliva y buscó su reloj bajo la manga.

No funcionaba.

Cuando levantó la mirada tres puntos rojos apuntaban directo a su encéfalo.


Más adentro, el conductor de una de las Jeep se montó en el vehículo sosteniendo un termo, hacía frío, más que de costumbre. Quería seguir jugando póker con Clint y sus viejos amigos pero debía aparcar el auto. Los cuerpos ya estaban en el refrigerador.

Giró la llave y sintió la vibración del motor incluso ahí dentro. Abrió la ventana a su lado y sacó la cabeza en lugar de mirar por el retrovisor.

Algo andaba mal, el sujeto que vigilaba la entrada no estaba. "¿En qué momento?" se preguntó torciendo la boca. De todos modos, retrocedió para llevar el auto al aparcamento-taller. El suelo blanco por la nieve lucía pálido y cadavérico ante los conos de luz que formaban los faros de la camioneta, apenas era visible una porción de lo que tenía enfrente.

Cuando estuvo enmedio de la reja metálica de tres metros treinta, miró a los lados en busca del guardia. En el suelo blanco no se veía nada. Agudizó la vista cuando creyó ver algo goteando en la nieve. Se sintió como en una película de horror, porque, arrastrado por curiosidad y morbo, salió de la Jeep sosteniendo una linterna en sus manos, apuntando adonde debía de estar su compañero.

Dio pequeños pasitos, lento, únicamente oyendo el silbido del viento en la nocturna soledad. 

Abrió los ojos como platos cuando una gotita fría le cayó justo sobre la oreja.

Despacio, levantó la mirada siguiendo el sonido de una cuerda arrastrándose que acaba de escuchar, un golpecito en el muro. Su manó tembló mientras la subía para apuntar la luz. Casi pudo escuchar un piano enfatizando el suspenso.

Encontró a su compañero.

Se sacudía como un trozo de carne de res colgado con un gancho, pegándose contra el muro y manchándolo de fluidos negros, elevándose colgado boca abajo con un agujero en la cabeza como si de un trofeo se tratara, un ojo le colgaba de una cuenca parcialmente destruida, y del hueco rojizo y palpitante caían gotas de sangre negra.

El conductor se sintió paralizado cuando escuchó rugidos a su alrededor. Se giró nervioso apuntando la luz a todas partes, pero no la necesitó, no. Ahí, como estrellas siniestras, brillantes en la oscuridad, se veían tres pares de ojos a la altura de unos 100 centímetros. Seis hileras de dientes amarillentos, inferiores y superiores; tres cabezas grises, le acechaban babeantes.

Entonces, como el grito de la muerte antes de una batalla tribal, sonó un chillido mortal y agudo que le perforó los oídos: era el ruido de un silbato.

Las tres bestias saltaron en sus cuatro patas y se abalanzaron sobre el humano cuya sangre salpicó la nieve mientras la linterna iluminaba desde el piso cómo le arrancaban los miembros a mordidas; sus gritos cesaron tan pronto como empezaron.

Antes de que todas las luces se apagaran, la alarma sonó en la base alertando a todos en ella.

Pero era demasiado tarde, dos humanoides invisibles acababan de entrar al complejo blandiendo sus resplandecientes cuchillas de muñeca, dispuestos a ensuciarlas sin misericordia.

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