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Acto II: Capítulo 8

Puerto de Levon, 16 de junio de 1892

Después de asegurarse que sus hombres estarían a salvo en Carcosa y que sus planes para la construcción de una nueva sede de la Hermandad se finalizarían tranquilamente sin su presencia, Frankie acompañó a Jean-Luc a su ciudad natal, a llevar al pequeño André a los brazos de su abuela.

El niño en sí no sabía qué le aguardaba, pero por la mirada entristecida de su tío, sospechó que serian cosas muy malas. Por ello, no se despegaba de su lado, lo abrazaba lo más que podía, e intentaba subirle los ánimos con sonrisas cortas, más compasivas que cualquier palabra que pudiera intentar enunciar.

Y el muchacho lo apreciaba, bastante. Pero el corazón se le apretujaba más y más cada vez que los dos interactuaban. Trataba de preservar su serenidad por el bienestar del chico, pero su melancolía y aprensión lo herían por dentro, y eran inescapables. 

—¿Y en donde viven tus padres ahora? —el más viejo del grupo de viajeros preguntó, mientras el tren en el que viajaban descendía el último tramo de la cordillera de Levon.

—Los dos vivieron en la mansión escarlata desde su boda... Incluso con la muerte de mi padre, mi madre se negó a dejar esa casa y mudarse a Carcosa junto a mí y mi hermano. Así que sigue viviendo ahí.

—¿Y dónde queda?

—En el mirador de Widok. La parte más alta de toda la ciudad, cerca del faro.

—¿Tienen muchos vecinos?

—Sí, pero las propiedades están algo separadas unas de las otras. No es como si todos estuviéramos apretujados en el mismo terreno, como pasa con los edificios en Carcosa.

—Entiendo... —Frankie hizo una mueca pensativa—. ¿Crees que alguien te reconozca? ¿Aún con esa barba y ese pelo de náufrago?

El muchacho bajó la mirada, contemplando su pregunta. Recordar a sus amigos de infancia, a sus familias, y la camaradería que compartieron en esos inocentes años lo conmovió.

—No sé si lo harán —admitió, luego de unos segundos callado—. Siempre me gustó estar afeitado, con el cabello bien aparado. En este estado... —Señaló a sí mismo—. Ni yo me reconozco a veces.

—Cuando terminemos lo que tenemos que hacer aquí, te acompañaré en persona a una barbería —el comandante le prometió.

Después de décadas entrando y saliendo de prisiones, siendo detenido y luego volviéndose desesperado por escapar, Frankie sabía mejor que nadie como los súbitos cambios de apariencia y de presentación impuestos en dicho encierro podían afectar el bienestar mental y espiritual de una persona. En su caso, tener el cabello rasurado hasta parecer calvo, la barba cortada hasta herir sus mejillas, y ser imposibilitado de usar sus trajes favoritos y sus sombreros más caros era lo que lo deprimía. Sentía que perdía parte de sí, todas las veces que el uniforme rayado de Isla Negra cubría su cuerpo. Su identidad era borrada y todo aquello que lo definía como individuo era dejado a un lado. Era una experiencia pavorosa, y compadecía al joven —aunque Aurelio le hubiera impuesto una apariencia distinta, prohibiendo que se cortara cualquier cabello o vello que creciera sobre su cuerpo.

Jean, con una sonrisa grata por su comentario, dejó que el silencio regresara y llevó su vista hacia su sobrino, acurrucado en su costado. Con sumo cuidado para no despertarlo de su sueño, lo jaló hacia su regazo, acomodándolo para que estuviera más cómodo.

—Serías un buen padre para él, ¿Lo sabías? —el ladrón volvió a hablar, cruzando los brazos.

—Me gustaría serlo... Me encantaría serlo —El joven lo miró—. Pero con Aurelio a sueltas, rondando por ahí, es demasiado peligroso mantenerlo cerca de mí. En especial ahora que soy parte de la Hermandad... No quiero que André salga herido. No puedo perder a otra persona.

La última afirmación llegó a sorprender a sí mismo y lo hizo bajar el mentón nuevamente, avergonzado de su propio miedo.

—No perderás a nadie más. No mientras estés junto a nosotros. La Hermandad te cuidará y cuidará a tus aliados con toda su fuerza y su bondad.

—Lo sé... —Jean recordó el sacrificio hecho por Steffen en Melferas, y en el compañerismo hasta ahora demostrado por todos sus colegas—. Y soy grato por ello... Porque su lealtad es lo único que me resta.


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Luego de dejar el tren, los tres alquilaron un carruaje en la plaza Dufour y ordenaron al cochero que los llevara a la cima del mirador de Widok, con la excusa de querer conocer el faro abandonado. Jean, con el rostro escondido por una bufanda gruesa y un sombrero alargado, habló con un tono de voz más grave de lo normal. Si hizo esto con la intención de evitar cualquier sospecha por parte del conductor o apenas por el desánimo que lo acometía, sus acompañantes no supieron determinar.

Sus nervios y su tristeza no eran exclusivos a él, no obstante. El comandante compartía dicha inquietud y abatimiento. No había anticipado cuan nervioso estaría por reencontrar a Anne Chassier.

La había conocido durante la época de la independencia, mientras ella ayudaba al ejército revolucionario en Carcosa. Los eventos que llevaron a su primer encuentro fueron interesantes. Él, Peter, y sus respectivos batallones habían sido capturado por los ingleses, luego de ser rodeados y sitiados en un poblado al sur de la capital. Un par de noches después de su encierro, fueron librados del mismo por ella y sus colegas —todas mujeres. Por siempre se acordaría del momento en que la vio entrar a la prisión en la que habían sido encerrados, vestida de monja, cubierta de sangre de pies a cabeza. Había ejecutado, junto a las demás muchachas que la seguían, a más del ochenta por ciento del campamento enemigo en una sola noche, efectuando la ofensiva con la mayor tasa de mortalidad de toda la guerra.

No tan solo su presentación desajustada demostraba su ferocidad y su garra, la determinación en sus ojos también. Logró intimidar hasta al soldado más valiente, al comandante más bruto, aquella madrugada. Y despertó en él el deseo de conocerla mejor, de charlar con ella —algo que pudo hacer, días después de ser rescatado. Lograron construir una amistad con relativa rapidez, pero aquella relación lamentablemente no duró mucho; la batalla del río rojo la destruyó. Aun así, estaba curioso para ver en qué se había convertido la dama, y triste, por haberse ausentado de su vida durante tanto tiempo.

Al llegar a la cima de la bahía y bajar de su carruaje, él y Jean soltaron un suspiro cansado. Miraron alrededor, fascinados por la belleza del lugar, antes de conectar sus ojos, teniendo una conversación silenciosa mientras André corría por el camino, queriendo observar de cerca el faro. Sabían que el momento más difícil de su viaje había llegado. Ambos tendrían que confrontar a su pasado y dejarlo ir, para continuar construyendo su futuro con una mente sosegada.

El vecindario en el que caminaban era bastante desierto a aquellas horas del día, lo que amenizó un poco su temor de ser reconocidos y les removió del alma parte de su latente ansiedad.

Al pasar por el faro, Jean le contó una anécdota de su infancia a su sobrino, explicándole detalle por detalle como él y Claude solían invadir la construcción, usando una poterna en su parte trasera. Para saciar su curiosidad y calmarlo un poco antes de su inminente separación, aceptó su petición de entrar ahí y revisar sus interiores, una última vez.

Lo primero que pensó al ingresar al lugar era que se veía mucho más oscuro y peligroso de lo que se acordaba. El aire era cargado, las paredes llenas del moho y el suelo agrietado, lleno de arañas muertas. Había además frases y dibujos rayados en cada superficie disponible, hechos con pedazos de corcho quemados, tinta, carbón o tiza, por los propios chicos y adolescentes del sector.

—Estoy seguro que yo y tu padre escribimos algo por aquí... —Caminó hacia la escalera en espiral que conducía al segundo piso—. ¡Ajá!... Aquí está... —Apuntó a la oración, inmortalizada por su puño con letras chuecas y disparejas—. La semana en la que hicimos esto mi padre había contratado a unos hombres para que pintaran la fachada de nuestra casa... Recuerdo que yo y Claude robamos uno de los tarros de tinta roja y lo guardamos en su habitación, esperamos hasta que las renovaciones estuvieran listas y el equipo de pintores se fuera... Y después vinimos aquí, a hacer esto —Le sonrió al niño, entre melancólico, nostálgico y decepcionado.

—¿Qué dice? —Frankie, mirando a la pared, indagó—. Mi francés porteño no es muy bueno...

—Hay dos cosas que escribimos —Señaló la primera—. "M. Bobier est un citron amer" ... Lo que básicamente es una ofensa hacia nuestro profesor particular, monsieur Bobier. Y la segunda... —Su mano se desplomó, volviendo a colgar al ladode su cadera—. "Signé par les meilleurs amis et frères, C.C. et J.C" ... Firmado por los mejores amigos y hermanos, Claude Chassier y Jean-Luc Chassier.

—¿Cuántos años tenían cuando escribieron eso?

—Once o doce... creo. Fue una de las últimas veces que vinimos aquí. Monsieur Chassier nos hizo claro que jamás deberíamos regresar —Se limitó a decir, dada la presencia de su sobrino—. Esta es la primera vez que vuelvo desde entonces... —El violinista tomó coraje y los volvió a mirar, percibiendo en poco tiempo que André sostenía algo entre sus dedos—. ¿Qué tienes ahí?

—Lo encontré...  —respondió con cierta timidez.

—¿Es un anillo? —Frankie alzó una ceja.

—Lo es... —Jean se acercó al niño—. ¿Puedo verlo?

Luego de inspeccionar el aro unos segundos más, André se lo entregó, enseguida caminando hacia una pared cercana, para ver la colección de dibujos que la cubrían. Su tío, sin embargo, permaneció en el mismo lugar, mirando el sello de la joya con las cejas curvadas y el semblante decaído.

—Ese símbolo... —El ladrón más viejo cruzó los brazos—. ¿No es el escudo de armas de tu familia?

—Sí —el muchacho siguió mirando el anillo—. Esto era de mi padre. No sé qué hace aquí... o como André lo halló.

—Estaba en el suelo —el niño se explicó y apuntó al área que rodeaba el grafiti hecho por Jean y su hermano—. Por ahí.

—A lo mejor a Peter se le perdió el anillo cuando vino a buscarlos aquí.

—No... Él aún lo tenía cuando fue a visitarnos a Carcosa por última vez —el muchacho tragó en seco y ojeó al comandante.

— O sea que debió venir aquí después de eso.

—Sí... A lo mejor lo hizo un poco antes de fallecer —Jean guardó la sortija en su abrigo, luego de un momento de silencio—. Lo devolveré a mi madre... No siento que es correcto dejarlo aquí, en este faro viejo, a que sea robado por alguien más.

—Es una buena idea —Frankie concordó y señaló a la salida—. ¿Vamos? No creo que haya muchas cosas más que ver por aquí.

El violinista le echó un último vistazo a las ruinas que lo rodeaban y asintió. Tomó a su sobrino de la mano, lo condujo por la portera y salió al mundo exterior, entrecerrando sus ojos por el brillo del sol. El trío entonces continuó su caminata hacia la mansión escarlata, la última residencia del alargado vecindario.

—¿Toco la puerta? —El comandante indagó, al percibir su nerviosismo.

El joven, aún callado, volvió a sacudir la cabeza. Con su afirmativa, su mentor golpeó la aldaba, escondiendo ambas manos tras su espalda al apartarse. Ambos contaron los segundos hasta que la puerta se abriera, revelando a la cansada figura de Anne Chassier.

Frankie no pudo evitar que su mandíbula se desplomara, al comprobar que la belleza de la señora seguía intacta, así como su capacidad de aterrorizar a cualquier hombre apenas con la intensidad de su mirada. Al reconocerlos, su hostilidad disminuyó por un instante, pero no por algún cariño que sintiera, sino por miedo.

—¿Jean? —ella balbuceó, dejando que su mano soltara la manija y sus rodillas se doblaran—.  Sigues vivo...

—Sí —contestó con una voz fina, débil.

Después de la fuga masiva ocurrida en la prisión de Isla Negra y su desaparición, muchos de sus conocidos asumieron que él había fallecido.

—Y... ¿Muriel?

—Hola.

—¿Qué haces aquí? —Anne indagó, asustada por su presencia—. ¿Qué hacen los dos aquí?

Incapaz de hablar, Jean miró a su sobrino, esperando que el gesto por sí solo clarificara las incontables dudas de su madre.

—¿Quién es él? —la dama entonces volvió a preguntar, pese a ya conocer la repuesta.

—Es tu nieto —Frankie dijo, con un tono más áspero y abrasivo de lo que había planeado.

—¿Nieto?

—El hijo de Claude. 

Queriendo una explicación más larga y sabiendo que no la tendría si seguían hablando en la entrada de su hogar, ella pestañeó un par de veces, dejó que sus lágrimas de sorpresa cayeran e hizo un gesto vago para que entraran.

El hijo al que no había visto en tres años, al que había acusado de ser un asesino despiadado, no se parecía ni un poco a la silueta demacrada, extenuada y maltrecha que tenía frente a sus ojos. 

El hombre al que había tachado de traidor, junto a todos sus compatriotas y encerrado en una isla a ser torturado hasta la muerte, tampoco. 

Y el niño que los seguía, era una novedad que no se había imaginado nunca. Y si era franca, él también era la principal razón de porqué creía que ambos adultos no estaban ahí para matarla.

—¿Qué hacen aquí? —ella se repitió, haciéndole un gesto a su empleada y a Joffrey para que se retiraran de la sala.

—Venimos a contarte la verdad sobre todo lo que pasó, ya que hay muchas cosas que no sabes —Frankie nuevamente habló por su aprendiz, mientras él se sentaba en el sofá junto a André—.  Partiendo por lo obvio, ambos somos inocentes.

—¿Y entonces quién?...

—Aurelio —la cortó Jean, levantando la mirada—. Él vendió la posición del ejército revolucionario. Él mató a Elise... Y posiblemente fue él quien mató a mi padre.

—Peter murió de una úlcera...

—Ocasionada por el veneno que le estaban administrando en la comida... Lo descubrí luego de presionar a uno de sus camaradas por información —Aquello era una mentira; Elise le había contado todo—. Aurelio asesinó a tu esposo.

La revelación la dejó perpleja, pero no del todo asombrada. Había contemplado la posibilidad de que la muerte del teniente coronel había sido más compleja y calculada de lo aparentado, pero al jamás recibir evidencia concreta de aquel hecho —o ser apoyada en sus divagaciones por las sospechas de alguien más—, decidió ignorar su desconfianza. Lo que ahora percibía, había sido un error fatal.

—Entonces por eso... —Sacudió la cabeza—. Por eso el cocinero que tenía en la época renunció así que él murió... —Su rostro espantado se cubrió con un arrepentimiento profundo—. Estaba...

—Trabajando para ese infeliz, sí —Frankie apuntó a su acompañante—. Y por poco no mata a tu hijo también.

Durante las siguientes dos horas, él discursó en defensa de Jean, contándole a Anne todo lo que le había sucedido desde su partida inicial de Levon, hasta sus años en Isla Negra, y el sacrificio que estaba a punto de hacer por el bienestar de su sobrino.

André en cuestión, había recibido permiso para caminar por la casa y explorar sus alrededores, mientras los adultos charlaban; ninguno de los tres quería que prestara atención en el relato compartido en la sala.

—Después del accidente de Claude, las cosas se pusieron complicadas —El muchacho se atrevió a abrir la boca al final de la oratoria, pero no despegó la vista del suelo—. Intenté convencer a Elise que le dijera la verdad, pero ella simplemente no quería. Y para empeorar todo, mi hermano descubrió que yo y ella...

—Estaban juntos —completó la mujer, pasmada—. ¿Y qué pasó después?

—Aurelio entró en nuestra casa, me dejó inconsciente y mató a Elise para que pudiera recibir todas sus posesiones. Él y Antonio armaron una trampa para que Claude viniera a la escena del crimen y creyera que yo era el culpable. Pero durante todo el tiempo yo... no lo era —Él lloró, sin sollozar—. La amaba... y jamás la lastimaría. Ni a ella, ni a André... a ninguno de los dos. Mi corazón se rompió... se desgarró, al verla muerta.

—Dios santo —Fue lo único que ella fue capaz de decir, ante su confesión. 

Lo miró con una culpabilidad y un remordimiento sin precedentes. Con hesitación, se acercó a su hijo, llevó una mano a su hombro y lo jaló con extrema lentitud hacia sí misma, envolviéndolo en un abrazo rígido y apretado.

Maman*... 

—Lo siento... Lo siento por no haberte creído... ¡¿Cómo pude hacerte algo así?! ¡Dudar de tu palabra! ¡De tu inocencia!... —Lo apretujó aún más, sinceramente destrozada por las nuevas revelaciones—. ¡Perdóname! ¡Por el amor de Dios, perdóname!...

Il n'y a rien a pardonner*...

Pese a asegurarle una y otra vez que entendía sus decisiones y que no la resentía por su manera de actuar en una situación tan delicada como aquella, Jean no fue capaz de soltarla, o de apartarla de sí. Necesitaba aquel abrazo más de lo que estaba dispuesto a declarar. Dejó que su cabeza se apoyara en su hombro, olió su reconfortante fragancia, enganchó sus dedos en la tela de su vestido. Permitió ser vulnerable, al menos por un instante. Sabía que no podría volver a serlo en un largo tiempo.

—No sé cómo pude hacerte algo así...

—Claude y Marcus te lavaron la cabeza —él murmuró—. Toda la nación les creyó. No eres la única que se equivocó.

—¡Pero debería haber visto la verdad!... ¡Debí hacerlo! —Al separarse ella le besó la tez, alargando su afecto por unos segundos más—. ¿Qué harás ahora?

—No tengo idea... —el violinista respondió, tomando sus manos entre sus dedos callosos—.  Aurelio me tiene jurado de muerte y. si me atrapa, no me dejará ir de inmediato... Me hará sufrir mientras pueda.

—Hijo...

—Estoy siendo franco —Tragó en seco—. Y es por eso que no puedo mantener a mi sobrino cerca de mí. Soy un imán de tragedias y de mala fortuna y no quiero que él salga herido. No a su edad. Él merece una infancia tranquila, inocente, segura... —Su voz se partió—. Una mejor que la que ha tenido hasta ahora... Así que antes de que me vaya de aquí para siempre, quiero que me respondas algo, ¿de acuerdo?

—Claro —Besó sus palmas—. Lo que sea que pueda hacer para ayudarte, lo haré.

Jean tomó una larga bocanada de aire, de esta vez no siendo capaz de reprimir sus sollozos.

—¿Puedes cuidarlo por mí? ¿Por Elise?

Añadir aquella última pregunta le sacó aún más lágrimas a su madre.

—No necesitas preguntarme eso —afirmó, emotiva—. Lo haré, si es eso lo que necesitas... Me aseguraréde que no le falte nada y de amarlo tanto como ustedes lo amaron a él —Anne  volvió a abrazar a su hijo, incapaz de seguir hablando.

Mientras lloraban, André decidió regresar a la sala. Había visto suficiente de la casa, y ya se empezaba a aburrir. Al notar su presencia, Jean se forzó a reprimir su tristeza, apartarse de su madre, levantarse del sofá y caminar hacia él. Se arrodilló con una mueca dolida, pesarosa, digna de un hombre que ha probado el sabor desabrido de la vida demasiadas veces y ya no soporta más su asco.

—Tendré que irme, André.

—¿Adónde?

—Lejos.

El niño contempló la palabra.

—¿Junto a mamá?

Su curiosidad ingenua hizo a su tío gimotear nuevamente, pero no lo logró convencer a desistir de la conversación.

—Sí... —Jean decidió que era mejor mentirle sobre su destino, para que no dudara sobre el mismo en el futuro—. Tengo que irme. Porque allá afuera, en un lugar frío y lejano, hay un monstruo terrible, al que debo derrotar... —Su voz tembló—. Debo hacerlo para que tú estés a salvo. Y tu mamá me ayudará.

—Pero no tienes espada... ¿Cómo lo matarás?

—Él tiene algo mejor que una espada —Anne se alzó sobre sus pies, caminó hacia un rincón de la sala y recogió uno de los viejos bastones de Peter—. Tiene esto.

Maman...

—Quédatelo. Para que te recuerdes siempre que eres un Chassier.

El muchacho ojeó el artefacto con ojos llorosos, asintiendo levemente con la cabeza antes de tomarlo entre las manos.

Para el chico, ser testigo del acto fue como ver a un caballero de sangre azul recibir un arma mística. Para su tío, sin embargo, fue como un golpe derecho al corazón; recordar la mentira que había desatado toda aquella avalancha de sufrimiento, así como el hecho de que su padre estaba muerto, que Elise estaba muerta, que su hermano había sido herido de por vida y que casi todos sus amigos y parientes lo odiaban. Y principalmente, que Aurelio, aquel hombre inhumano y vilipendioso, seguía libre.

—¿Me vendrás a visitar? —André volvió a indagar.

—No lo sé —Jean puso una palma en su diminuto hombro—. Pero siempre estaré contigo en tu corazón, Dedé

Luego, lo envolvió con sus brazos, agradeciendo a los cielos que su sobrino aún no fuera capaz de entender del todo los conceptos de "tiempo" y "lugar". Explicarle dónde iría, qué haría, y cuándo regresaría con detalles le hubiera resultado una tarea muy ardua y dolorosa. Por su edad, podía tomarse el lujo de ser lo más misterioso posible, sabiendo que en unos años aquellos recuerdos se desvanecerían y ya no se acordaría de la melancolía que los impregnaba.

Al separarse del niño y erguirse, Jean miró a su madre otra vez, sacó del bolsillo de su abrigo el anillo de su padre, y se lo ofreció.

—Lo encontré en el faro... No sé cómo llegó ahí.

Ella inclinó la cabeza, sintió el corazón estrujarse y llevó una mano hacia sus dedos, empujando la sortija hacia el pecho del joven.

—Quédatelo también.

—No puedo...

—Yo se lo regalé a tu padre —confesó—. Lo hice un poco después de casarnos. Tengo uno igual —Anne le mostró su mano izquierda—. Quédate con él, pero no por Peter... Por mí. Así me tendrás cerca, aun cuando estés lejos.

Sabiendo que no tenía suficientes palabras para describir su tristeza, Jean no logró contenerse. Le dio un tercer y último abrazo, concretizando su despedida, evidenciando su congoja.

—Entonces quiero que tengas esto —Se apartó y retiró del bolso que cargaba un libro pequeño, de tapa verde—. Lo compré para ti.

"Las Aventuras de Jonathan McLaigh; El Recomienzo" ... —Ella leyó el título de la obra, asombrada—. ¿Qué es esto? ¿De dónde lo sacaste?

—Ábrelo y verás.

Adentro, Suleiman le había escrito un pequeño mensaje a la señora Chassier, firmado —claro— con su reconocido seudónimo.

—¿Conociste a Robert Danvers?

—Lo hice —el violinista sonrió—. Y supe que debí traerte esto de inmediato. Él lo escribió.

Anne llevó el libro a su pecho.

—Lo tendré siempre a mi lado, hijo.

Jean asintió, se limpió el rostro, y se movió a un costado, queriendo darle una oportunidad a su tutor de despedirse también. Ambos sabían que no podían permanecer más tiempo por allí. Ya se habían arriesgado demasiado en visitarla; pasar más de un par de horas en el mirador era peligroso.

—Frankfurt...

—Anne... —Él tomó una de sus manos y la besó.

—Lo siento por todo lo que mi esposo te hizo.

El Ladrón sacudió la cabeza.

—Él estaba demasiado ciego por sus propios temores para ver cómo Aurelio lo estaba engañando.  Lo que hizo no fue correcto, para nada. Pero por mi parte y por mi bien, lo perdono. Así como te perdono a ti... No tienes por qué disculparte.

—Pude haberlo detenido...

—Nadie pudo —el comandante la interrumpió—. Además, lo que está hecho, hecho está... Como se lo dije a Jean; es agua bajo el puente ahora.

La mujer miró a su hijo por un instante, quien de nuevo se había acercado a André, queriendo pasar sus últimos minutos en la mansión a su lado.

—Sé honesto, Muriel... —murmuró—. ¿Lo veré otra vez?

—No lo sé... Pero daré mi mejor esfuerzo para que él tenga una vida larga y cómoda. Y para que, algún día, pueda caminar con la cabeza en alto, respondiendo por su propio nombre, sin ser acusado por algo que no hizo.

—No sé cómo me perdonaré... Por no haberles creído.

—No sufras por algo que ya hiciste —el Ladrón insistió—. Solo haz lo que ambos te imploramos y cuida a ese niño por nosotros.

—Lo haré...  —Anne agarró sus manos y les dio un apretón—. Gracias... Por traerlo aquí, sano y salvo. Prometo que mientras viva a él no le faltará nada. Lo hago en el santo nombre de su madre, donde quiera que esté.

—Pero no le digas a Claude que él está aquí —Jean se volvió a sumar a la charla, mientras su sobrino caminaba a un estante cercano, a observar los retratos que lo cubrían—. Hemos oído rumores de cómo se ha estado comportando. De lo mucho que bebe, de todas las mujeres que lleva a casa... No quiero que él hiera a André.

Anne no consiguió encontrar una excusa para el comportamiento del ministro y por ello, se vio forzada a concordar.

—No le diré nada, al menos que sea extremadamente necesario. Él estará bien bajo mi protección —enseguida le sonrió al niño, entre lágrimas.

La expresión alegre e inocente que su nieto le devolvió constató su afirmación; su lugar era ahí. Y mientras la señora Chassier viviera, así sería. Ese chico tendría toda su paciencia, cariño y afecto, hasta el fin de sus contados días en la tierra. Y Jean tendría su lealtad y amor, hasta el último aliento que respirara. 


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"Maman": "Mamá" en francés.

"Il n'y a rien a pardonner": "No hay nada que perdonar"

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