Acto II: Capítulo 7
Carcosa, 30 de enero de 1892
El río rojo. El lugar donde sus peores pesadillas se habían vuelto realidad.
Al verlo, Frankfurt sintió un malestar a años no experimentado. Una amargura metálica en la lengua, una quemazón en la boca del estómago. Sus dedos inquietos jugaron con la cadena de su reloj, sus cejas comprimieron a sus ojos, su característico aire jocoso desapareció. Se inclinó adelante, sobre el balaustre del puente, a observar las aguas que pasaban, sin pestañear. En sus serpenteantes olas se imaginó a las centenas de chaquetas carmesí del ejército revolucionario y los cuerpos amontonados de sus dueños, hinchados, callados e inmóviles.
De a poco, levantó su vista hacia los márgenes barrosos del río, donde había visto por última vez a su amante, Niara; dónde había oído el infame grito de Peter Chassier, ordenando su arresto. Sus ganas de vomitar aumentaron exponencialmente al recordar la expresión eufórica de aquel desgraciado.
Había perdido todo lo que le importaba en aquellas orillas lodosas. Vio el nacimiento de una nueva nación y la muerte prematura de todos sus ideales, dejado atrás el absolutismo del gobierno colonial por la censura del ministerialismo actual, intercambiado una miseria constante por un puñado de nuevas desventuras.
Al contemplar el rocoso sendero de su juventud desde la cumbre de su adultez, reconocía que sus sacrificios, sus estrategias, fueron inútiles. La equidad con la que soñaba nunca llegó. Todas las promesas de un país libre, justo, próspero, eran falacias inventadas para reclutar y motivar a soldados ingenuos como él y sus demás camaradas. Esto era evidente al ver la actual constelación política de las Islas de Gainsboro; los ministros, secretarios, jueces, fiscales y abogados que habían propulsado la independencia de la nación seguían laborando en los mismos despachos de antaño, ahora con los estómagos llenos y el bolsillo inflado, mientras que los cadetes que habían usado para asegurar dicho confort estaban muertos a décadas, enterrados en el fango más maloliente del río. En términos más simples; los que más habían luchado por una sociedad justa fueron los menos beneficiados por ella.
—¿Estás bien? —Jean le preguntó, luego de minutos en silencio, apreciando su expresión pesarosa.
—Sí —Él respiró hondo, antes de mirarlo—. Sólo... pensaba en el pasado. En como cambiamos una jaula por un par de cadenas... —Se masajeó las muñecas, palpando las cicatrices que las cubrían—. No creo que te lo haya mencionado, pero no vengo al distrito central de Carcosa desde 1862. Esta es la primera vez que vuelvo aquí desde entonces.
—Treinta años... Vaya.
—Parece que todo ocurrió ayer —Frankie se rio, echándole una última mirada al río—. A veces pienso, ¿qué podría haber hecho de diferente, para evitar que tantas tragedias ocurrieran aquí? —Sacudió la cabeza—. Pero luego recuerdo que la vida es como el agua bajo este puente; siempre fluye, nunca para. Y aunque descubriera una manera de arreglarlo todo, de asegurar que todos tuvieran un final digno... Ya es demasiado tarde para que pueda interferir. Para que pueda ayudar —Giró sus ojos hacia Jean—. Sé que a ti te debe pasar lo mismo. Que te debes preguntar a menudo qué podrías haber hecho diferente para salvar la vida de Elise... —Lo vio bajar el mentón, reflejando su tristeza—. Lamento decirte que esa incógnita es incontestable.
Permanecieron un tiempo callados, tan solo escuchando el correr del río y el caminar de los ciudadanos a su alrededor.
—¿Por qué me dices esto ahora?
—Por lo que estamos a punto de hacer... —Frankie señaló a la Iglesia—. Independiente de qué te diga Antonio, o de cómo intente manipularte, quiero que tengas eso bien claro... Tú no hiciste nada mal.
El muchacho volvió a silenciarse, apreciando la importancia de aquel comentario.
—Intentaré acordarme de ello —respondió con cierta timidez.
El comandante —dándole unas palmadas suaves en el hombro— comenzó a caminar a su lado hacia el templo.
—Me resulta extraño hasta ahora que la mina ya no esté aquí.
—Elise me contó un poco sobre eso... —Jean aprovechó la oportunidad para aclarar una vieja duda—. ¿Es verdad que extraían todo tipo de joyas ahí abajo? Me confundió un poco, cuando me contó que había esmeraldas, amatistas y apatitas...
—Lo que dijo es parcialmente cierto. Allá abajo, al oeste de Carcosa, había mucha piedra caliza. De ahí se sacaban las apatitas. Las amatistas eran más comunes de encontrar cerca del río rojo. Y las esmeraldas... No se lo digas a nadie, pero en verdad eran fluoritas verdes. Al ser pulidas adquirían un color muy similar a las esmeraldas y eran vendidas por precios igual de altos que las mismas. También eran comunes de encontrar allá al oeste —Frankie apuntó en la dirección señalada—. Pero de todas... —Bajó su brazo—. La mina de carbón era la más famosa, porque era la cercana a la superficie.
—Espera, ¿había más minas?
—Sí y todas estaban conectadas por túneles. Pero, como ya lo dije, la de carbón era la menos profunda y la más amplia, por lo que muchos mineros preferían usarla como ruta de salida. Al final del expediente dejaban sus yacimientos en diferentes lados de la capital, llevaban sus gemas ahí y subían usando su socavón... Imagínate un árbol invertido, para que lo entiendas mejor. Sus ramas son las otras minas, y el tronco es la de carbón.
—Entonces por eso cerró —Jean murmuró—. Cuando colapsó, el camino principal hacia los corredores más profundos se perdió.
—Así es. Y por un tiempo se contempló la posibilidad de usar los pozos de ventilación antiguos para crear nuevos accesos, pero la idea fue dejada de lado por el avance de la guerra... El fuego cruzado constante no permitiría ningún tipo de construcción o excavación. Además, en ese entonces los colonos creían que nuestro ejército había estado involucrado en el primer colapso y no querían arriesgar uno nuevo —Frankie se encogió de hombros—. Así que detuvieron todas las operaciones.
—¿Y fueron ustedes? —indagó, queriendo saber si lo dicho por Elise era cierto—. ¿Los que causaron el colapso?
—No lo sé —el hombre admitió, acercándose a la puerta de la iglesia—. Nunca se supo con claridad qué ocurrió, o quién hizo qué. El gobierno provisional dijo que fueron los supervisores y su ganancia desmedida, pero yo no me compro esa respuesta.
—¿Y entonces? ¿Quién crees que lo hizo?
— Antonio.
—¿Qué?
El comandante sacudió la cabeza y apuntó hacia una de las bancas cercanas al presbiterio, cambiando de asunto.
—Ya llegó —Miró a su aprendiz—. ¿Quieres que espere aquí atrás mientras ustedes conversan?
—Si no te molesta...
—Claro que no —Frankie lo tranquilizó—. Ve a hablarle... Me quedaré vigiándolos, por si algo pasa.
Él no fue el único dispuesto a observar la interacción, sin embargo. Desde el segundo piso de la iglesia, Elise los ojeaba, copiando el mismo semblante preocupado del comandante. Vio a su amado acercarse al periodista con pasos cortos, dubitativos, y sentarse a su lado con recelo.
—Supongo que quieres saber por qué te llamé aquí —Camellieri en cuestión le dijo, hundiendo su rostro en su bufanda.
—Habla luego —Jean insistió—. No vine a perder mi tiempo.
—Créeme que, en esta situación, el único de nosotros que está perdiendo su tiempo soy yo —El arruinado periodista lo miró a los ojos—. Quiero contarte la verdad de todo lo que pasó entre tú, Claude y Elise y, a cambio, quiero que tú me hagas una promesa.
—No estás en condiciones de pedir cualquier tregua...
—No me mates —Antonio lo interrumpió—. Nada más que eso ruego. Sé que estás trabajando con Frankie Laguna ahora, y que tienes los medios para ejecutarme. Pero te pido que no lo hagas.
—Hecho —El muchacho respondió, luego de un breve instante de consideración.
El otro hombre, desviando su vista hacia el altar, comenzó su engañosa confesión:
—Aurelio es el responsable de la muerte de Elise, no tú.
Jean —quien ya había sospechado la participación del suegro en el crimen— bajó el mentón, recordándose del lavaje cerebral que este le había hecho en Isla Negra. Ahora entendía por qué, por años, el oficial lo había coaccionado a declarar su culpabilidad; quería que asumiera la total responsabilidad de su crimen.
O al menos, esa fue la única conclusión lógica a la que el violinista pudo llegar, considerando el hecho de que no sabía que su novia seguía viva.
—¿Qué hay de mi hermano? —él preguntó luego de una pausa, intentando comprender la seriedad de las afirmaciones de Antonio—. ¿Cómo es que fue a parar a la casa de Elise aquél día? No tenían ninguna reunión planeada; él llegó de sorpresa ahí.
—Aurelio forjó la caligrafía de Elise y la usó para enviarle una nota. O al menos, eso fue lo que él me contó.
—¿Y sabe Claude que yo soy inocente?
—No sé cómo contestarte, francamente —Al menos de esta vez, el periodista fue sincero—. Él no participó en ninguna de nuestras artimañas, eso lo puedo asegurar, pero que no sea cómplice no significa que ignora la verdad sobre lo que hicimos.
—Pues necesito que lo descubras —El muchacho, volviéndose aún más serio y molesto, comentó—. Quiero que vayas a charlar con él y que descubras si sabía de todo o no.
—¿Y qué ganaría yo con eso?
—¿Quieres que mantenga mi parte del acuerdo? —Jean desabrochó su abrigo y le enseñó el revólver que llevaba encima—. ¿O harás lo que te digo?
—No serías capaz de ejecutarme en una Iglesia...
—Mi nombre está en el cartel de los diez hombres más buscados de la nación y yo estoy aquí, forajido, en Carcosa, sin nada a perder. Creo que subestimas lo mucho que ya no me importo por nada —Su tono frío, neutral, hizo al periodista percibir que ya no conversaba con el músico ingenuo de antaño, pero con un joven que había experimentado demasiadas tragedias en su corta edad y que no pensaría dos veces antes de liquidarlo para asegurar su sobrevivencia—. Repito, Camellieri. ¿Quieres vivir?
—Sí.
—Excelente —Volvió a cerrar su abrigo—. Entonces, así que yo vuelva de mi viaje, esto es lo que haremos...
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