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Acto II: Capítulo 6

Antonio Camellieri estaba al borde de la ruina financiera e espiritual. Por culpa de su alianza con Aurelio había perdido su trabajo en el Times, sido encerrado en Isla Negra junta la escoria de la humanidad, arruinado su salud trabajando en las minas, y perdido a tres años de su vida por nada. El dinero que aquel gordo desgraciado le prometió jamás llegó a sus manos. Todos los favores, todos los consejos, toda su labor, fue en vano.

Y ahora, cuando finalmente había logrado regresar a casa, recibió las peores noticias posibles; su esposa estaba a punto de mudarse de la capital a Merchant, buscando un nuevo comienzo.

—¡¿DE VERDAD SERÍAS CAPAZ DE HACERME ALGO ASÍ?! ¡¿DEJARME SIN SIQUIERA AVISARME!? —él vociferó, salivando como un perro—. ¡ESTABA EN EL SUR, TRABAJANDO PARA TU BIENESTAR! ¡PARA EL BIENESTAR DE NUESTROS HIJOS!

—¡DESAPARECISTE, ANTONIO! ¡HAS ESTADO AUSENTE POR TRES AÑOS! ¡NOSOTROS NECESITAMOS VIVIR!

—¡VIVIR NO ES LO MISMO A DEJARME!...

—¿Mamá? ¿Es el viejo de la renta otra vez? —Eric preguntó, cruzando el pasillo que llevaba a la sala—. ¿Papá?

—Frederico —Antonio reconoció su presencia con cierta apatía.

—¿Qué hace ese maldito aquí?

—¿Cómo te atreves? —El periodista o unos pasos hacia el chico, listo para darle un palmazo violento.

—No te le acerques —Su esposa lo detuvo, enunciando cada nueva palabra con el doble de rabia que la anterior.

—¡Tengo derecho a enseñarle a respetarme!

—Puedes enseñarle respeto cuando tú tengas un poco por ti mismo —su hijo murmuró, airado.

—Te lo estás pidiendo, Eric...

—¡Basta, los dos!

—¿Papá? —Victorie repitió el mismo recorrido que su hermano, frotándose los enrojecidos ojos—. Llegaste...

El chico, al oír su voz, la abrazó y la protegió de la discusión de sus padres, convenciéndola a regresar a su habitación de inmediato. Sabía cómo la riña terminaría, y no quería que ella estuviera presente para ver el triste final.

Decidió regresar a la sala al oír el primer grito de su madre. Con rapidez, recogió el revólver que ella guardaba bajo su cama y corrió a su socorro.

Tal como lo había previsto, la pelea había pasado de verbal a física. Cuando entró al recinto, con el arma ya en alto, la señora Camellieri estaba caída en el suelo, siendo atacada por los puños cerrados de su marido.

Eric le disparó al suelo, asustando a Antonio.

—¡Apártate! —ordenó, volviendo a baja el gatillo.

—No serías capaz... —Otro tiro lo calló.

—¡VETE! —el chico rugió, furioso.

El periodista, por primera vez en su vida asustado de él, tambaleó hacia atrás y huyó corriendo de la casa, con el desespero de una rata avistada por transeúntes, que quiere regresar luego a su alcantarilla.

—Hijo de perra...

—¿Ocupado? —una voz lo volvió a sobresaltar.

Al mirar hacia la misteriosa figura que lo llamaba, Antonio vio a una mujer vestida con una capa negra, guantes de cuero, y el rostro escondido por un pañuelo. Por la oscuridad del callejón, no supo decir quién era. Pero por el particular timbre de su voz, no le restó dudas.

—Elise... —Frunció el ceño—. Sigues viva.

—No te hagas el idiota, sabes muy bien que sigo viva —Ella se acercó.

—¿Qué quieres?

—No vengo a matarte —lo tranquilizó—. No aún, te todas formas. Vengo a hacer un acuerdo.

—¿Acuerdo?

—Me pregunto qué pasaría si tu mujer descubriera que nunca estuviste en un viaje de trabajo al sur... —Detuvo sus pasos—. Qué haría, si supiera que en verdad estabas preso, durante todo este tiempo, y que ayudaste a Aurelio a asesinar a la esposa del ministro...

—No tengo tiempo para tus juegos de manipulación, Elise —la interrumpió—. Dime de una vez, ¿qué quieres?

—Que le digas a Jean que tú y mi padre me mataron. Quiero que le afirmes que yo estoy muerta y que ustedes lo hicieron.

—¿Y por qué quieres eso? —Él no ocultó su confusión—. Estás libre. ¿Por qué simplemente no regresas a sus brazos?

—Porque si él se entera que estoy viva, mi padre lo matará.

—Eso no hace sentido.

—No necesita hacerlo —Elise lo cortó—. No te debo ninguna satisfacción. Solo necesito que hagas lo que te digo; debes insistir en que mi padre me mató. Haz que crea esa mentira, y tu esposa no se enterará de nada. No sabrá dónde has estado, qué has hecho...

—¿Eso es lo único que necesito hacer? ¿Y me dejarás en paz?

—Sí.

—De acuerdo —Antonio se hundió de hombros—. Trato hecho.


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Carcosa, 29 de enero de 1892

Pensando en el bienestar de Jean y su sobrino, Frankie le había arriendado un departamento en el norte del distrito de Rolland, donde la influencia de la policía no era tan fuerte y ambos podrían vivir sin temerle a la espantosa posibilidad de un arresto repentino.

Elise se había enterado de ello gracias al propio comandante —al que todavía visitaba con frecuencia, queriendo más noticias sobre su familia.

Al verla en la capital por primera vez, él se llevó el susto de su vida —lo que era de esperarse, considerando la última conversación que habían tenido antes de su partida, en la que ella le aseguró que permanecería en el sur. Pero al final, Elise no había resistido a la tentación de seguirlos. No pudo descansar una sola noche sabiendo el riesgo al que él, su novio, y su hijo se exponían estando en Carcosa.

—Hablé con Antonio Camellieri —le confesó a Frankie, en su encuentro más reciente, en el departamento del mismo—. Lo convencí a que conversé con Jean.

—¿Al fin le dirás que estás viva?

—No, lo contrario —Ella lo miró con una expresión neutral, que era falsa, superficial, y ocultaba una profunda tristeza—. Quiero reforzar la idea de que estoy muerta.

—Elise...

—Él le dirá que Aurelio me mató. Que es inocente de mi muerte... Pero insistirá en que morí. Eso es crucial.

—Lo que haces es un error...

—Si regreso a sus brazos mi padre lo matará.

—Yo no dejaré que algo así pase.

—No lograrás hacerme cambiar de opinión —ella replicó, determinada.

—¿Cuándo Antonio intentará contactarlo?

—En teoría, lo hizo hoy. Le ordené que dejara una carta al frente de su casa, pidiéndole que se encuentren mañana al mediodía, en la Iglesia de Carbón, y que vaya ahí disfrazado, para que nadie lo reconozca.

—Supongo que estarás allá, observando la charla entre las sombras.

—Claro que lo haré. No confío en ese bastardo.

—Yo tampoco, y es por eso que acompañaré a Jean. No me meteré en su conversación...—Alzó una mano—. Pero estaré ahí para protegerlo.

—Mientras no niegues nada de lo que él diga...

—No lo haré, aunque no esté ni un poco de acuerdo con todo esto —Frankie se levantó del sillón, queriendo estirar sus piernas—. Estás cometiendo el peor error de tu vida, muchacha.

—No... —Elise exhaló—. El peor error de mi vida lo cometí cuando lo dejé por Claude. Este solo es el mayor sacrificio.

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